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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

13 balas (5 page)

BOOK: 13 balas
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—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó el comisionado.

—Hasta que yo no la necesite. Bueno, en cuanto a usted —dijo mirando a Caxton—, sígame y no se separe de mí. Yo ando con un paso bastante ligero y espero que usted pueda seguirlo, pues de otro modo perderá mucho tiempo pidiéndome que aminore la marcha.

Caxton miró al comisionado, pero éste se limitó a encogerse de hombros. Por su expresión, parecía como si quisiera decir: «Es un federal, ¿qué quiere que haga?»

Arkeley la acompañó al campo de tiro del equipo de emergencias, situado detrás del edificio. El equipo de emergencias era la brigada antiterrorista, pero también era la unidad que intervenía si había protestas en la capital. Contaban con el equipo y las tácticas necesarias para realizar detenciones masivas y controlar a las multitudes, y disponían de un presupuesto considerable para armas poco letales. (Caxton sabía que en su día se habían llamado «armas no letales», hasta que mataron accidentalmente a alguien.) Los tipos del equipo de emergencias eran amantes de las armas y unos freaks de los aparatitos. Tenían un campo de tiro para armas experimentales detrás del cuartel donde podían poner a prueba los juguetes antes de utilizarlos. También era el lugar al que iban a pegar cuatro tiros cuando les entraba el mono. Caxton se tapó las orejas y llegaron junto al oficial al cargo del campo de tiro, que estaba disparando lo que parecía un antiguo mosquetón. Los disparos eran tan estridentes que Caxton pensó que debía de estar utilizando pólvora.

Arkeley gritó lo suficiente como para atraer la atención del oficial. Éste se quitó las orejeras y los dos hombres tuvieron una breve conversación. Lo que fuera que Arkeley le hubiera dicho hizo que el agente soltara una carcajada y acto seguido éste desapareció en la caseta de las municiones, de donde salió con una caja llena de balas.

Arkeley colocó trece sobre el mostrador de uno de los boxes de tiro y cuidadosamente, metódicamente, llenó el cargador de su Glock 23. Se trataba de una pistola con más potencia de fuego que la mayoría de revólveres de la policía, aunque no era una Hand Cannon.

—¿Sólo va a cargarla con trece? —preguntó Caxton, mirando por encima del hombro.

—Ésa es la capacidad del cargador —respondió él en tono condescendiente; iba a ser difícil establecer una relación cordial con aquel tipo.

—La mayoría de gente cargaría una extra en la recámara, para disparar más deprisa si es necesario. Yo lo hago —dijo y dio una palmadita sobre la Beretta 92 que tenía en la pistolera.

—Y, dígame, ¿usted cuando conduce deja de abrocharse el cinturón de seguridad para así ganar medio segundo al subir y al bajar del coche?

Caxton frunció el ceño y quiso escupir. Sacó una bala de la caja y la examinó. Se trataba de balas semicamisadas con punta redonda de plomo, exactamente como había esperado; no entendía por qué el oficial se había emocionado tanto. En el cabezal de cada bala había dos cortes perpendiculares que formaban una cruz perfecta. Caxton pensó que a lo mejor acababa de cogerlo en falta.

—Leí su informe y en él decía que las cruces no tienen ningún efecto en los vampiros.

—Por fortuna para mí, en cambio, hacen maravillas en las balas.

Arkeley pegó un grito para despejar la zona de tiro y apuntó a un objetivo situado a treinta metros de distancia, un papel grapado a un tablero contrachapado de diez centímetros de grosor. Caxton se cubrió las orejas y Arkeley disparó una sola bala; el objetivo quedó destruido y el tablero se volatilizó en medio de una nube de astillas de madera.

—La bala se expande y estalla al alcanzar el objetivo —le explicó entonces a Caxton—. Cada fragmento de metralla tiene una trayectoria y una velocidad propias. De hecho, es como si cada bala fuera una pequeña granada de fragmentación A pesar de lo mucho que lo odiaba, la agente no pudo evitar soltar un leve silbido. «De modo que con esto es con lo que se les dispara a los vampiros», pensó. Entonces le pidió al oficial que le sacara una caja de balas dum-dum de 9mm para ella.

—Ningún problema —dijo en voz lo bastante baja como para poder ser considerada un susurro—, pero no serán parabellum. Las balas dum-dum van contra la Convención de la Haya.

—No se lo diré a nadie —respondió Arkeley—. Déselas.

CAPÍTULO 7

—Por ahí, el siguiente a la derecha —dijo Arkeley mientras señalaba con el dedo golpeando el parabrisas.

Se recostó de nuevo en el asiento del pasajero, donde parecía estar más cómodo que en la silla de la oficina del comisionado. ‹Tal vez había pasado más horas sentado en un coche que en una oficina›, pensó Caxton. Sí, posiblemente se trataba de eso.

Caxton giró el volante y su coche patrulla camuflado pasó junto a un soto de ailantos que se mecían y se reflejaban en el capó. Se estaba poniendo el sol, pronto iba a anochecer. Según el mapa, se encontraban en el centro del municipio de Arabella Furnace, cuyo nombre procedía de un alto horno donde en su día había trabajado toda la población del lugar. De la fundición no se conservaba nada, salvo unos cimientos de planta cuadrada de ladrillos antiguos, la mayoría de ellos reducidos a polvo. Había un museo, y Caxton se hizo toda una experta en la historia de los altos hornos mientras Arkeley realizaba una parada técnica.

Aparte de indicarle el camino con gruñidos, Arkeley no tenía mucho que decir. Caxton había intentado hablar con él acerca del rostro desollado que se le había aparecido en la ventana la noche anterior. Lo pintó como si no la hubiera asustado, aunque en realidad aún le producía escalofríos, sobre todo a medida que veía menguar la luz del día por el retrovisor. Caxton insistió en que aquello formaba parte del caso y Arkeley accedió a regañadientes a su sugerencia de que debía de estar al corriente de lo ocurrido. Pero cuando Caxton terminó de relatarlo, Arkeley no añadió ni un solo comentario.

—¿Qué cree que significa? —preguntó Caxton—. ¿Qué hacía allí?

—Parece que el siervo quería asustarla —respondió—. Si hubiera querido hacerle daño o matarla probablemente ya lo habría hecho.

Ante los intentos por parte de Caxton de sacarle más información, Arkeley se limitó a encogerse de hombros o, aún peor, a ignorarla.

¡Joder! —gritó finalmente Caxton al tiempo que daba un frenazo y sus cuerpos tiraban de los cinturones—.¿Un bicho raro con el rostro despellejado me persigue hasta mi casa y a usted sólo se le ocurre decirme que puedo que sólo quisiera asustarme? ¿Cómo puede tomárselo tan a la ligera? ¿Es que esto le sucede a menudo?

—Hubo un tiempo en que sí —respondió.

—¿Y ahora ya no? ¿Qué hizo? ¿Cómo logro detenerlo?

—Maté a un puñado de vampiros. ¿Podemos continuar, por favor? No disponemos de mucho tiempo antes de los cuerpos empiecen a aparecer a montones.

Caxton estuvo estudiando a Arkeley durante todo el trayecto. Quería, por una vez, desenfundar más rápido que él, demostrarle que no era una niña. Hasta entonces no lo había logrado.

—Usted es de Virginia Occidental —aventuró. No se le ocurrió nada mejor—. Por la forma que tiene de arrastrar las palabras.

Además había leído que su investigación sobre el caso Lares se había iniciado en Wheeling, pero ese detalle se lo calló.

—De Carolina del Norte, en origen —contestó él—. Gire a la izquierda.

Algo crispada, se incorporó a la carretera que le había indicado Arkeley. Parecía un sendero y se apreciaba que había estado pavimentado con adoquines que, con el tiempo, se habían convertido en pedruscos irregulares que podían reventarle un neumático si conducía demasiado rápido. El camino serpenteaba por entre dos sotos de árboles susurrantes, y estaba cubierto de hojas caídas de freno y arce. Uno tenía la sensación de que aquella carretera lo conducía al pasado. Aunque tal vez no, pues la carretera nunca llegaba a estar cortada. Era como si alguien hubiera intentando que pareciera una carretera prohibida, sin llegar nunca a impedir el acceso.

—No hay ningún aparcamiento, no lo ha habido desde hace más de cincuenta años. Siga hasta el campo de césped principal y aparque en algún lugar donde no moleste —le ordenó Arkeley.

¿El campo de césped principal? Al alcance de su vista sólo había una arboleda cada vez más espesa, el bosque sombrío y denso al que el Estado de Pensilvania debía el nombre desde había varios siglos. En algunos puntos los árboles alcanzaban los veinte metros de altura, en otros incluso más. Caxton encendió los faros y entonces vio el campo de césped.

Esperaba encontrarse con un césped bien cuidado, pero aquello era más bien un campo en barbecho lleno de maleza. Aun así logró distinguir un murete de piedra e incluso, más allá, una fuente sin agua cubierta de algas verdes y negras. Caxton detuvo el coche y ambos se apearon. Una vez apagaron los faros, la oscuridad se cernió sobre ellos como si de una densa niebla se tratara. De repente Arkeley emprendió la marcha hacia la fuente y Caxton lo siguió; fue entonces cuando distinguió el lugar al que se dirigían, que se hacía visible a la luz de las estrellas. Una gran mole de estilo victoriano, una montaña de ladrillos con un tejado a dos aguas, y varias alas que se extendían a partir de la estructura principal. Junto al edificio había un invernadero en el que no quedaba ni un solo cristal entero, un esquelético armazón de hierro engalanado con enredaderas. El ala del extremo opuesto se había derrumbado y estaba parcialmente quemada. Tal vez la había alcanzado un rayo. Sobre la puerta principal, un bajorrelieve de hormigón indicaba el nombre del lugar:

HOSPITAL ESTATAL ARABELLA FURNACE

—Deje que lo adivine —dijo Caxton—, me ha traído a un manicomio abandonado.

—No podía andar más desencaminada —contestó Arkeley.

Esta vez su sonrisa era distinta. Parecía casi nostálgica, como si en el fondo quisiera que se tratara realmente de un manicomio. Llegaron a la fuente y Arkeley apoyó la mano en la piedra agrietada. Ambos alzaron la vista para contemplar la estatua de una mujer que vertía el contenido de un cántaro que tenía apoyado en la cadera. Hacía ya muchos años que el cántaro se había secado y Caxton se fijó en que el interior, donde había habido los surtidores de agua, estaba oxidado. El brazo libre de la estatua era dos veces mayor que una extremidad humana y estaba extendido hacia ellos en un gesto de bendición o de bienvenida. La expresión del rostro se había erosionado por completo y era ya irreconocible. La lluvia ácida, el paso del tiempo y tal vez el vandalismo le habían borrado la expresión facial hasta el punto de que la cabeza era tan sólo una máscara tosca de piedra plana.

—Esto no era un manicomio, era un sanatorio —aclaró Arkeley—. Aquí traían a los enfermos de tuberculosis para que reposaran y sanaran.

—¿Y funcionaba? —preguntó Caxton. Él le dijo que no con la cabeza.

—Tres de cada cuatro pacientes murieron durante el primer año. El resto siguieron aquí durante años y años. Las autoridades sanitarias querían quitarles de en medio para que no contagiaran a nadie. La cura consistía en aire fresco y tareas manuales para pagarse el sustento. Con todo, los pacientes recibían tres comidas al día y todos los cigarrillos que quisieran.

—¿Lo dice en serio? ¿Daban cigarrillos a enfermos que padecían una dolencia respiratoria?

—Fueron las tabacaleras quienes construyeron este lugar y muchos más sanatorios como éste por todo el país. Probablemente sospecharan que existía una relación directa entre el tabaco y la tuberculosis; el tabaco provoca tos y la tisis también. ¿Quién sabe? Tal vez lo hicieron por compasión hacia los infectados.

Caxton se quedó mirándolo.

—No pensaba que esta noche fuera a recibir una lección de historia —le espetó, pero él no respondió—. Me dijo que no podía andar más desencaminada. ¿En qué más me equivocaba?

—Arabella Furnace permaneció cerrado durante los años cincuenta, pero no está abandonado. Aún cuenta con pacientes. Bueno, en realidad sólo queda uno.

Como de costumbre, Caxton no recibió más información. Se preguntó qué clase de hospital se mantendría abierto para un único paciente.

Entraron en el edificio por la puerta principal, donde había un vigilante vestido con un uniforme azul marino; tenía un rifle M4 colgado del respaldo de su silla. Llevaba las insignias de un funcionario federal de prisiones. Se le veía aburrido. Pareció reconocer a Arkeley, pero no hizo ningún gesto para saludarlo.

—Nunca había oído hablar de este lugar —dijo Caxton.

—No se promocionan.

Cruzaron el vestíbulo principal, en cuyos rincones había unas escaleritas de caracol que conducían al piso superior y al inferior. En los puntos cardinales había cuatro inmensas salas abovedadas. Por todas partes había arcos que primero habían sido cegados con ladrillos y en los que posteriormente se habían abierto unas estrechas puertas con unas recargadas manijas. En la sala había una gran cantidad de cables eléctricos y de Ethernet hechos un lío, algunos pegados a la pared y otros que colgaban del techo sujetados por ganchos metálicos.

Caxton tocó la oscura piedra de la pared y sintió el frío glacial en toda su intensidad. La mano de Caxton pasó junto al lugar donde alguien había grabado sus iniciales, un complicadísimo acrónimo de una época en que los nombres obedecían a unas costumbres muy estrictas: G.F.X.McC., 1912.

Pero Arkeley no permitía que la agente se impregnara del ambiente; andaba con brío, el crujir de sus pasos retumbaba en el techo, y Caxton oía el eco a sus espaldas mientras se apresuraba para quedarse atrás. Cruzaron el umbral de una puerta de acero y Caxt se fijó en el lugar en que la pintura se había borrado por el tacto de incontables manos a lo largo de los años. Cruzaron un pasillo blanco con paredes de yeso, al que daban otra decena de puertas, todas ellas adornadas con telarañas. En el otro extremo, una cortina de plástico colgaba de un marco sin puerta. Arkeley la apartó y le cedió el paso a Caxton, un gesto extrañamente conciliador, y ésta cruzó el umbral. La sala contigua estaba bañada en un fulgor azul oscuro que provenía de una enorme lámpara instalada en el techo. Las bombillas estaban pintadas de modo que lo que era de color rojo parecía negro. En el interior de la sala había objetos muy variados y un tanto sorprendentes. Había hileras e hileras de estantes con instrumental médico obsoleto y armarios de acero esmaltado con tiradores de baquelita que en su día debían de haber formado parte del material del hospital. Había ordenadores portátiles y lo que parecía un equipo de IRM en miniatura. En el centro de la sala había un ataúd de madera astillada con asas de latón y un profundo hueco en el interior tapizado. Había cámaras, micrófonos y otros sensores que Caxton no supo identificar, suspendidos encima del ataúd y sujetados por gruesos cables rizados, que permitían un seguimiento constante y exhaustivo del contenido del mismo.

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