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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

20.000 leguas de viaje submarino (10 page)

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
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Me di cuenta de que las ideas de Ned Land iban agriándose con las reflexiones a que se entregaba su celebro. Podía oír poco a poco el hervor de sus imprecaciones en el fondo de su garganta, y veía cómo sus gestos iban tornándose amenazadores. Andaba, daba vueltas como una fiera enjaulada y golpeaba con pies y manos las paredes de la celda. Pasaba el tiempo mientras tanto y el hambre nos aguijoneaba cruelmente, sin que nada nos anunciara la aparición del
steward
.

Esto era ya olvidar demasiado nuestra situación de náufragos, si es que realmente se tenían buenas intenciones hacia nosotros.

Atormentado por las contracciones de su robusto estómago, Ned Land se encolerizaba cada vez más, lo que me hacía temer, pese a su palabra, una explosión cuando se hallara en presencia de uno de los hombres de a bordo.

La ira del canadiense fue creciendo durante las dos horas siguientes. Ned Land llamaba y gritaba, pero en vano. Sordas eran las paredes de acero. Yo no oía el menor ruido en el interior del barco, que parecía muerto. No se movía, pues de hacerlo hubiera sentido los estremecimientos del casco bajo la impulsión de la hélice. Sumergido sin duda en los abismos de las aguas, no pertenecía ya a la tierra. El silencio era espantoso. No me atrevía a estimar la duración de nuestro abandono, de nuestro aislamiento en el fondo de aquella celda. Las esperanzas que me había hecho concebir nuestra entrevista con el comandante iban disipándose poco a poco. La dulzura de la mirada de aquel hombre, la expresión generosa de su fisonomía, la nobleza de su porte, iban desapareciendo de mi memoria. Volvía a ver al enigmático personaje, sí, pero tal como debía ser, necesariamente implacable y cruel. Me lo imaginaba fuera de la humanidad, inaccesible a todo sentimiento de piedad, un implacable enemigo de sus semejantes, a los que debía profesar un odio imperecedero.

Pero ¿iba ese hombre a dejarnos morir de inanición, encerrados en esa estrecha prisión, entregados a esas horribles tentaciones a las que impulsa el hambre feroz? Tan espantosa idea cobró en mi ánimo una terrible intensidad, que, con el refuerzo de la imaginación, me sumió en un espanto insensato.

Conseil permanecía tranquilo, en tanto que Ned Land rugía.

En aquel momento, oímos un ruido exterior, el de unos pasos resonando por las losas metálicas, al que pronto siguió el de un corrimiento de cerrojos. Se abrió la puerta y apareció el
steward
.

Antes de que pudiera hacer un movimiento para impedírselo, el canadiense se precipitó sobre el desgraciado, le derribó y le mantuvo asido por la garganta. El
steward
se asfixiaba bajo las poderosas manos de Ned Land.

Conseil estaba ya tratando de retirar de las manos del arponero a su víctima medio asfixiada, y yo iba a unirme a sus esfuerzos, cuando, súbitamente, me clavaron al suelo estas palabras, pronunciadas en francés:

—Cálmese, señor Land, y usted, señor profesor, tenga la amabilidad de escucharme.

10. El hombre de las aguas

Era el comandante de a bordo quien así había hablado.

Al oír tales palabras, Ned Land se incorporó súbitamente. El
steward
, casi estrangulado, salió, tambaleándose, a una señal de su jefe; pero era tal el imperio del comandante que ni un gesto traicionó el resentimiento de que debía estar animado ese hombre contra el canadiense.

Conseil, vivamente interesado pese a su habitual impasibilidad, y yo, estupefacto, esperábamos en silencio el desenlace de la escena.

El comandante, apoyado en el ángulo de la mesa, cruzado de brazos, nos observaba con una profunda atención. ¿Dudaba de si debía proseguir hablando? Cabía creer que lamentaba haber pronunciado aquellas palabras en francés.

Tras unos instantes de silencio que ninguno de nosotros osó romper, dijo con una voz tranquila y penetrante:

—Señores, hablo lo mismo el francés que el inglés, el alemán que el latín. Pude, pues, responderles durante nuestra primera entrevista, pero quería conocerles primero y reflexionar después. Su cuádruple relato, absolutamente semejante en el fondo, me confirmó sus identidades, y supe así que el azar me había puesto en presencia del señor Pierre Aronnax, profesor de Historia Natural en el Museo de París, encargado de una misión científica en el extranjero; de su doméstico, Conseil, y de Ned Land, canadiense y arponero a bordo de la fragata
Abraham Lincoln
,de la marina nacional de los Estados Unidos de América.

Me incliné en signo de asentimiento. No había ninguna interrogación en las palabras del comandante, y en consonancia no requerían respuesta. Se expresaba con una facilidad perfecta, sin ningún acento. Sus frases eran nítidas; sus palabras, precisas; su facilidad de elocución, notable. Y, sin embargo, yo no podía «sentir» en él a un compatriota.

El hombre prosiguió hablando en estos términos:

—Sin duda ha debido parecerle, señor, que he tardado demasiado en hacerles esta segunda visita. Lo cierto es que, una vez conocida su identidad, hube de sopesar cuidadosamente la actitud que debía adoptar con ustedes. Y lo he dudado mucho. Las más enojosas circunstancias les han puesto en presencia de un hombre que ha roto sus relaciones con la humanidad. Han venido ustedes a perturbar mi existencia…

—Involuntariamente —dije.

—¿Involuntariamente? —dijo el desconocido, elevando la voz—. ¿Puede afirmarse que el
Abraham Lincoln
me persigue involuntariamente por todos los mares? ¿Tomaron ustedes pasaje a bordo de esa fragata involuntariamente? ¿Rebotaron involuntariamente en mi navío los obuses de sus cañones? ¿Fue involuntariamente como nos arponeó el señor Land?

Había una contenida irritación en las palabras que acababa de proferir. Pero a tales recriminaciones había una respuesta natural, que es la que yo le di.

—Señor, sin duda ignora usted las discusiones que ha suscitado en América y en Europa. Tal vez no sepa usted que diversos accidentes, provocados por el choque de su aparato submarino, han emocionado a la opinión pública de ambos continentes. No le cansaré con el relato de las innumerables hipótesis con las que se ha tratado de hallar explicación al inexplicable fenómeno cuyo secreto sólo usted conocía. Pero debe saber usted que al perseguirle hasta los altos mares del Pacífico, el
Abraham Lincoln
creía ir en pos de un poderoso monstruo marino del que había que librar al océano a toda costa.

Un esbozo de sonrisa se dibujó en los labios del comandante, quien añadió, en tono más suave:

—Señor Aronnax, ¿osaría usted afirmar que su fragata no hubiera perseguido y cañoneado a un barco submarino igual que a un monstruo?

Su pregunta me dejó turbado, pues con toda certeza el comandante Farragut no hubiese dudado en hacerlo, creyendo deber suyo destruir un aparato de ese género, al mismo título que un narval gigantesco.

—Comprenderá usted, pues, señor, que tengo derecho a tratarles como enemigos.

No respondí, y con razón. ¿Para qué discutir semejante proposición, cuando la fuerza puede destruir los mejores argumentos?

—Lo he dudado mucho. Nada me obligaba a concederles mi hospitalidad. Si debía separarme de ustedes, no tenía ningún interés en volver a verles. Me hubiera bastado situarles de nuevo en la plataforma de este navío que les sirvió de refugio, sumergirme y olvidar su existencia. ¿No era ése mi derecho?

—Tal vez sea ése el derecho de un salvaje —respondí—, pero no el de un hombre civilizado.

—Señor profesor —replicó vivamente el comandante—, yo no soy lo que usted llama un hombre civilizado. He roto por completo con toda la sociedad, por razones que yo sólo tengo el derecho de apreciar. No obedezco a sus reglas, y le conjuro a usted que no las invoque nunca ante mí.

Lo había dicho en un tono enérgico y cortante. Un destello de cólera y desdén se había encendido en los ojos del desconocido. Entreví en ese hombre un pasado formidable. No sólo se había puesto al margen de las leyes humanas, sino que se había hecho independiente, libre en la más rigurosa acepción de la palabra, fuera del alcance de la sociedad. ¿Quién osaría perseguirle hasta el fondo de los mares, puesto que en su superficie era capaz de sustraerse a todas las asechanzas que contra él se tendían? ¿Qué navío podía resistir al choque de su monitor submarino? ¿Qué coraza, por gruesa que fuese, podía soportar los golpes de su espolón? Nadie, entre los hombres, podía pedirle cuenta de sus actos. Dios, si es que creía en Él; su conciencia, si la tenía, eran los únicos jueces de los que podía depender.

Tales eran las rápidas reflexiones que había suscitado en mí el extraño personaje, quien callaba, como absorto y replegado en sí mismo. Yo le miraba con un espanto lleno de interés, tal y como Edipo debió observar a la esfinge.

Tras un largo silencio, el comandante volvió a hablar.

—Así, pues, dudé mucho, pero al fin pensé que mi interés podía conciliarse con esa piedad natural a la que todo ser humano tiene derecho. Permanecerán ustedes a bordo, puesto que la fatalidad les ha traído aquí. Serán ustedes libres, y a cambio de esa libertad, muy relativa por otra parte, yo no les impondré más que una sola condición. Su palabra de honor de someterse a ella me bastará.

—Diga usted, señor —respondí—, supongo que esa condición es de las que un hombre honrado puede aceptar.

—Sí, señor, y es la siguiente: es posible que algunos acontecimientos imprevistos me obliguen a encerrarles en sus camarotes por algunas horas o algunos días, según los casos. Por ser mi deseo no utilizar nunca la violencia, espero de ustedes en esos casos, más aún que en cualquier otro, una obediencia pasiva. Al actuar así, cubro su responsabilidad, les eximo totalmente, pues debo hacerles imposible ver lo que no debe ser visto. ¿Aceptan ustedes esta condición?

Ocurrían allí, pues, cosas por lo menos singulares, que no debían ser vistas por gentes no situadas al margen de las leyes sociales. Entre las sorpresas que me reservaba el porvenir no debía ser ésa una de las menores.

—Aceptamos —respondí—. Pero permítame hacerle una pregunta, una sola.

—Dígame.

—¿Ha dicho usted que seremos libres a bordo?

—Totalmente.

—Quisiera preguntarle, pues, qué es lo que entiende usted por libertad.

—Pues la libertad de ir y venir, de ver, de observar todo lo que pasa aquí —salvo en algunas circunstancias excepcionales—, la libertad, en una palabra, de que gozamos aquí mis compañeros y yo.

Era evidente que no nos entendíamos.

—Perdón, señor —proseguí—, pero esa libertad no es otra que la que tiene todo prisionero de recorrer su celda, y no puede bastarnos.

—Preciso será, sin embargo, que les baste.

—¡Cómo! ¿Deberemos renunciar para siempre a volver a ver nuestros países, nuestros amigos y nuestras familias?

—Sí, señor. Pero renunciar a recuperar ese insoportable yugo del mundo que los hombres creen ser la libertad, no es quizá tan penoso como usted puede creer.

—Jamás daré yo mi palabra —intervino Ned Land— de que no trataré de escaparme.

—Yo no le pido su palabra, señor Land —respondió fríamente el comandante.

—Señor —dije, encolerizado a mi pesar—, abusa usted de su situación. Esto se llama crueldad.

—No, señor, esto se llama clemencia. Son ustedes prisioneros míos después de un combate. Les guardo conmigo, cuando podría, con una sola orden, arrojarles a los abismos del océano. Ustedes me han atacado. Han venido a sorprender un secreto que ningún hombre en el mundo debe conocer, el secreto de toda mi existencia. ¿Y creen ustedes que voy a reenviarles a ese mundo que debe ignorarme? ¡jamás! Al retenerles aquí no es a ustedes a quienes guardo, es a mí mismo.

Esta declaración indicaba en el comandante una decisión contra la que no podría prevalecer ningún argumento.

—Así, pues, señor —dije—, nos da usted simplemente a elegir entre la vida y la muerte, ¿no?

—Así es, simplemente.

—Amigos míos —dije a mis compañeros—, ante una cuestión así planteada, no hay nada que decir. Pero ninguna promesa nos liga al comandante de a bordo.

—Ninguna, señor —respondió el desconocido.

Luego, con una voz más suave, añadió:

—Ahora, permítame acabar lo que quiero decirle. Yo le conozco, señor Aronnax. Si no sus compañeros, usted, al menos, no tendrá tantos motivos de lamentarse del azar que le ha ligado a mi suerte. Entre los libros que sirven a mis estudios favoritos hallará usted el que ha publicado sobre los grandes fondos marinos. Lo he leído a menudo. Ha llevado usted su obra tan lejos como le permitía la ciencia terrestre. Pero no sabe usted todo, no lo ha visto usted todo. Déjeme decirle, señor profesor, que no lamentará usted el tiempo que pase aquí a bordo. Va a viajar usted por el país de las maravillas. El asombro y la estupefacción serán su estado de ánimo habitual de aquí en adelante. No se cansará fácilmente del espectáculo incesantemente ofrecido a sus ojos. Voy a volver a ver, en una nueva vuelta al mundo submarino (que, ¿quién sabe?, quizá sea la última), todo lo que he podido estudiar en los fondos marinos tantas veces recorridos, y usted será mi compañero de estudios. A partir de hoy entra usted en un nuevo elemento, verá usted lo que no ha visto aún hombre alguno (pues yo y los míos ya no contamos), y nuestro planeta, gracias a mí, va a entregarle sus últimos secretos.

No puedo negar que las palabras del comandante me causaron una gran impresión. Habían llegado a lo más vulnerable de mi persona, y así pude olvidar, por un instante, que la contemplación de esas cosas sublimes no podía valer la libertad perdida. Pero tan grave cuestión quedaba confiada al futuro, y me limité a responder:

—Señor, aunque haya roto usted con la humanidad, quiero creer que no ha renegado de todo sentimiento humano. Somos náufragos, caritativamente recogidos a bordo de su barco, no lo olvidaremos. En cuanto a mí, me doy cuenta de que si el interés de la ciencia pudiera absorber hasta la necesidad de la libertad, lo que me promete nuestro encuentro me ofrecería grandes compensaciones.

Pensaba yo que el comandante iba a tenderme la mano para sellar nuestro tratado, pero no lo hizo y lo sentí por él.

—Una última pregunta —dije en el momento en que ese ser inexplicable parecía querer retirarse.

—Dígame, señor profesor.

—¿Con qué nombre debo llamarle?

—Señor —respondió el comandante—, yo no soy para ustedes más que el capitán Nemo, y sus compañeros y usted no son para mí más que los pasajeros del
Nautilus
.

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