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Authors: Michel Houellebecq

Tags: #Drama, Relato

Ampliacion del campo de batalla (4 page)

BOOK: Ampliacion del campo de batalla
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Durante la mañana aparece más veces, pero en cada ocasión se queda en el umbral de la puerta y le habla únicamente al tipo joven de gafas. En cada ocasión empieza por disculparse; está de pie en el umbral, agarrado a la puerta, en equilibrio sobre una pierna, como si la tensión interna que lo anima le prohibiera la inmovilidad prolongada cuando está de pie.

De la reunión misma guardo pocos recuerdos; de todas formas no se decidió nada concreto salvo en el último cuarto de hora, muy deprisa, justo antes de almorzar, cuando se ultimó un calendario de formación en provincias. Esto me concierne directamente, puesto que soy yo el que tiene que desplazarse; así que tomo nota a vuelapluma de las fechas y los lugares en un papel que voy a perder esa misma tarde.

Al día siguiente en el transcurso de un
briefing
con el teórico, me vuelven a explicar todo el asunto. Así me entero de que el Ministerio (es decir, él, si he entendido bien) ha puesto a punto un sofisticado sistema de formación a tres niveles. Se trata de responder lo mejor posible a las necesidades de los usuarios a través de un ajuste de formaciones complementarias, pero orgánicamente independientes. Todo esto lleva, evidentemente, la huella de una sutil inteligencia.

En concreto, voy a dar comienzo a un periplo que me conducirá primero a Rouen durante dos semanas, después estaré en La Roche-sur-Yon. Me iré el uno de diciembre y volveré por Navidad, para poder «pasar las fiestas en familia». Así que no han olvidado el lado humano. Es fantástico.

También me entero —y es una sorpresa— de que no estaré solo en estos cursos de formación. Mi empresa, en efecto, ha decidido enviar a dos personas. Vamos a funcionar en tandem. Durante veinticinco minutos, en un angustioso silencio, el teórico detalla las ventajas y los inconvenientes de la formación en tandem. Al final,
in extremis
, parece que predominan las ventajas.

Ignoro por completo la identidad de la persona que supuestamente, va a acompañarme. Es probable que sea alguien que conozco. En cualquier caso, a nadie le ha parecido pertinente advertirme.

Sacando partido con habilidad de una observación que acaba de hacer, el teórico dice que es una pena que esa segunda persona (cuya identidad seguirá siendo un misterio hasta el final) no esté presente, y que a nadie se le haya ocurrido convocarla. Siguiendo su argumento, llega a sugerir de un modo implícito que, en tales condiciones, mi propia presencia también es inútil, o al menos tiene una utilidad restringida. Yo pienso lo mismo.

10
LOS GRADOS DE LIBERTAD SEGÚN J.-Y. FRÉHAUT

Después de esto, vuelvo a la sede de mi empresa. Me reciben bien; se ve que he conseguido restablecer mi posición.

Mi jefe de sección me llama aparte; me revela la importancia de este contrato. Sabe que soy un chico sólido. Me dice unas palabras, con amargo realismo, sobre el robo de mi coche. Es una especie de conversación entre hombres, cerca de la máquina de bebidas calientes. Veo en él a un gran profesional de la gestión de recursos humanos. Interiormente, me derrito. Me parece cada vez más guapo.

Entrada la tarde, voy a la copa de despedida de Jean-Yves Fréhaut. Un valioso elemento se marcha de la empresa, subraya el jefe de sección; un técnico de gran mérito. Sin duda, en su futura carrera, tendrá éxitos equivalentes, al menos a los que han marcado la precedente; ese es todo el mal que le desea. ¡Y que pase por aquí cuando quiera, a beber el vaso de la amistad! El primer empleo, concluye en tono festivo, es algo que no se olvida fácilmente; un poco como el primer amor. En ese instante me pregunto si no habrá bebido un poco de más.

Breves aplausos. En torno a J.-Y.Fréhaut se dibujan algunos movimientos; él gira lentamente sobre sí mismo, con aire satisfecho. Conozco un poco a este chico; entramos en la empresa al mismo tiempo, hace tres años; compartíamos el mismo despacho. Una vez hablamos de la civilización. Él decía —y en cierto sentido lo creía de verdad— que el aumento del flujo de información en el seno de la sociedad era, en sí, algo bueno. Que la libertad no era otra cosa que la posibilidad de establecer interconexiones variadas entre individuos, proyectos, organismos, servicios. Según él, la libertad máxima coincidía con el máximo número de elecciones posibles. En una metáfora que había tomado prestada a la mecánica de los sólidos, llamaba a estas elecciones grados de libertad.

Recuerdo que estábamos sentados cerca de la unidad central. El aire acondicionado emitía un ligero zumbido. El comparaba en cierto modo la sociedad a un cerebro, y los individuos a otras tantas células cerebrales, y para las que resulta deseable establecer un máximo de interconexiones. Pero ahí terminaba la analogía. Porque era un liberal, y no muy partidario de lo que en el cerebro es tan necesario; un proyecto de unificación.

Su propia vida, como supe después, era extremadamente funcional. Vivía en un estudio en el distrito quince. La calefacción estaba incluida en el alquiler. Casi no iba por allí más que a dormir, porque de hecho trabajaba mucho —y a menudo, fuera de las horas de trabajo, leía
Micro-Systèmes
—. Los famosos grados de libertad se resumían, en su caso, en elegir la cena a través del Minitel (estaba abonado a este servicio, nuevo en aquella época, que garantizaba una entrega de platos calientes a una hora extremadamente precisa, y en un plazo de tiempo relativamente breve).

Me gustaba verlo componer el menú por la noche, utilizando el Minitel que tenía en el lado izquierdo de la mesa. Yo le tomaba el pelo sobre las mensajerías rosas; pero en realidad estoy convencido de que era virgen.

En cierto sentido, era feliz. Se consideraba, con pleno derecho, actor de la revolución telemática. Sentía realmente cada avance del poder informático, cada nuevo paso hacia la mundialización de la red, como una victoria personal. Votaba socialista. Y, curiosamente, adoraba a Gauguin.

11

No volvería a ver a Jean-Yves Fréhaut, y, además, ¿Por qué debería volver a verlo? En el fondo, no habíamos
simpatizado
de verdad. De todas maneras en esta época uno
se vuelve a ver
poco, incluso cuando la relación arranca con entusiasmo. A veces hay conversaciones anhelantes sobre aspectos generales de la vida; a veces también hay abrazo carnal. Desde luego, uno intercambia números de teléfono, pero en general se acuerda poco del otro. E incluso cuando uno se acuerda y los dos se vuelven a ver, la desilusión y el desencanto sustituyen rápidamente el entusiasmo inicial. Créeme, conozco la vida; todo eso está completamente bloqueado.

Esta progresiva desaparición de las relaciones humanas plantea ciertos problemas a la novela. ¿Cómo acometer la narración de esas pasiones fogosas, que duran varias años, cuyos efectos se dejan sentir a veces en varias generaciones? Estamos lejos de
Cumbres borrascosas
, es lo menos que puede decirse. La forma novelesca no está concebida para retratar la indiferencia, ni la nada; habría que inventar una articulación más anodina, más concisa, más taciturna.

Si las relaciones humanas se vuelven progresivamente imposibles, es por esa multiplicación de los grados de libertad cuyo profeta entusiasta era Jean-Yves Fréhaut. Él no había tenido, estoy seguro, ninguna
relación
, su estado de libertad era extremo. Lo digo sin acrimonia. Se trataba, ya lo he mencionado, de un hombre feliz; dicho esto, no le envidio esa felicidad.

La especie de pensadores de la informática, a la que pertenecía Jean-Yves Fréhaut, no es tan rara como podría parecer. En cada empresa de mediano tamaño se puede encontrar uno, a veces incluso dos. Además, la mayoría de la gente admite vagamente que cualquier relación, en especial cualquier relación humana, se
reduce
a un intercambio de información (por supuesto, si incluimos en el concepto de información los mensajes de carácter no neutro, es decir, gratificantes o penalizadores). En estas condiciones, un pensador de la informática se transforma pronto en pensador de la evolución social. A menudo su discurso será brillante, y por tanto convincente, incluso podrá integrar en él la dimensión afectiva.

Al día siguiente —en otra copa de despedida, pero esta vez en el Ministerio de Agricultura— tuve ocasión de discutir con el teórico, flanqueado como de costumbre por Catherine Lechardoy. Él nunca había visto a Jean-Yves Fréhaut, ni lo vería jamás. En la hipótesis de un encuentro, imagino que el intercambio intelectual habría sido cortes pero de alto nivel. Sin duda habrían llegado a un acuerdo sobre ciertos valores como la libertad, la transparencia y la necesidad de establecer un sistema de transacciones generalizadas que abarque el conjunto de las actividades sociales.

El objeto de la invitación era celebrar la jubilación de un hombrecillo de unos setenta años, con el pelo gris y gafas gruesas. El personal se había esmerado para regalarle una caña de pescar —un modelo japonés, de altas prestaciones, con carrete de triple velocidad y amplitud modificable con una simple presión del dedo—, pero él no lo sabía todavía. Estaba de pie muy a la vista, junto a las botellas de champán. Uno por uno, todos iban a darle una palmada amistosa, o incluso a evocar un recuerdo común.

A continuación, tomo la palabra el jefe de sección de Estudios Informáticos. Resumir en unas pocas frases treinta años de carrera íntegramente dedicada a la informática agrícola era una apuesta temible, una tarea imposible. Louis Lindon, recordó, había conocido los momentos heroicos de la informatización: ¡Las tarjetas perforadas! ¡Los cortes eléctricos! ¡Los cilindros magnéticos! A cada exclamación abría vivamente los brazos, como invitando a la asistencia a dejar volar su imaginación hacia ese periodo caduco.

El interesado sonreía con aire malicioso, se mordisqueaba el bigote de manera bien poco apetitosa; pero en conjunto se portaba con corrección.

Louis Lindon, concluyo el jefe de sección calurosamente, había dejado su huella en la informática agrícola. Sin él, el sistema informático del Ministerio de Agricultura no sería lo que es. Y eso no podría olvidarlo (su voz se hizo un poco más vibrante) ninguno de sus colegas presentes o futuros.

Hubo unos treinta segundos de nutridos aplausos. Una muchacha elegida entre las más puras le entrego al futuro jubilado su caña de pescar. Él extendió el brazo y la blandió con timidez. Fue la señal de dispersarse hacia el buffet. El jefe de sección se acercó a Louis Lindon y le obligo a un paso lento, pasándole el brazo por los hombros, para intercambiar con él algunas palabras más tiernas y personales.

Ese fue el momento que eligió el teórico para susurrarme que Lindon pertenecía a otra generación de la informática. Programaba sin verdadero método, de manera un poco intuitiva; siempre le había costado trabajo adaptarse a los principios del análisis funcional, los conceptos del método
Cereza del bosque
seguían siendo para él, en su mayor parte, letra muerta. De hecho, habían tenido que reescribir todos sus programas; desde hacía dos años ya no le daban gran cosa que hacer, ya estaba más o menos en la reserva. Nadie ponía en duda, añadió con calor, sus cualidades personales. Solo que las cosas evolucionan, es normal.

Tras enterrar a Louis Lindon en las brumas del pasado, el teórico pudo emprenderla otra vez con su tema predilecto: según él, la producción y la circulación de la información iban a verse afectadas por la misma mutación que habían conocido la producción y la circulación de mercancías: el paso del estadio artesanal al estadio industrial. En materia de producción de la información, constataba con amargura, estábamos todavía lejos del
cero defectos
; a menudo seguían imperando la redundancia y la imprecisión. Las redes de distribución de la información, insuficientemente desarrolladas, seguían llevando la impronta de la aproximación y el anacronismo (¡la compañía telefónica sigue repartiendo guías de papel!, subrayaba, colérico). A Dios gracias, los jóvenes reclamaban informaciones cada vez más numerosas y cada vez más fiables; a Dios gracias, se mostraban cada vez más exigentes con los tiempos de respuesta; pero el camino que llevaría a una sociedad perfectamente informada, transparente y comunicante era todavía largo.

Él siguió desarrollando ideas; Catherine Lechardoy estaba a su lado. De vez en cuando ella asentía con un «Si, eso es importante». Llevaba la boca pintada de rojo y los parpados de azul. La falda le llegaba a mitad del muslo, y las medias eran negras. Me dije de pronto que debía de comprar bragas, quizás incluso tangas; la algarabía de la sala creció ligeramente. La imagine en las Galerías Lafayette, eligiendo unos tangas brasileños de encaje escarlata; me invadió una oleada de dolorida compasión.

En ese momento, un colega se acercó al teórico. Apartándose ligeramente de nosotros, se ofrecieron mutuamente unos cigarros Panatella. Catherine Lechardoy y yo nos quedamos frente a frente. Siguió un silencio manifiesto. Luego, viendo una salida, ella empezó a hablar de la armonización de los procesos de trabajo entre la empresa de servicios y el Ministerio, es decir, entre nosotros dos. Se había acercado a mí; un vacío de treinta centímetros, todo lo más, separaba nuestros cuerpos. En un momento dado, con un gesto sin duda involuntario, apretó ligeramente entre los dedos el revés del cuello de mi chaqueta.

Yo no sentía el menor deseo por Catherine Lechardoy; no tenía las más mínimas ganas de
tirármela
. Ella me miraba sonriendo, bebía Crémant, intentaba ser valiente; sin embargo, yo lo sabía, tenía una enorme necesidad de que alguien
se la tirase
. El agujero que tenía en el bajo vientre debía de parecerle de lo más inútil. Uno siempre puede cortarse la polla, pero ¿Cómo se olvida la vacuidad de una vagina? Su situación me parecía desesperada, y la corbata empezaba a apretarme un poco. Después de mi tercera copa estuve a punto de proponerle que saliéramos juntos, que fuésemos a follar a un despacho; sobre la mesa o en la moqueta, qué más daba; me sentía dispuesto a llevar a cabo los gestos necesarios. Pero me calle; y en el fondo creo que ella no habría aceptado; o que antes yo habría tenido que cogerla por la cintura, declarar que era bella, rozarle los labios en un tierno beso. Decididamente, no había salida. Me disculpé brevemente y me fui a vomitar en los aseos.

Cuando volví el teórico estaba a su lado, y ella le escuchaba con docilidad. A fin de cuentas, la chica había conseguido recuperar el control; y seguramente era mejor para ella.

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