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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

Bajo el sol de Kenia (10 page)

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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—¡Eso es terrible!

—Cuidado —dijo Valentine—. Si te descuidas, mi hermana tratará de convertirlas a todas en sufragistas.

—Las mujeres kikuyu no piensan que su suerte sea terrible —dijo sir James—. Para ellas servir a los hombres es un honor.

—No te iría mal aprender esa lección, chica —dijo Valentine. Apoyó las manos sobre la mesa—. Espero que las señoras nos perdonaran si tomamos el café aquí. Me temo que no tenemos ninguna habitación para que los caballeros fumen en ella sus cigarros.

—Válgame Dios —dijo lady Rose—. No iréis a fumar aquí, ¿verdad?

Valentine le apretó la mano.

—No somos salvajes, amor mío. En África uno tiene que estar dispuesto a hacer sacrificios. Renunciaremos a los cigarros.

Desde el otro lado de la mesa Grace observó que Rose respondía al contacto de la mano de Valentine. Vio las pupilas dilatadas, las mejillas enrojecidas. Cuando Valentine hizo ademán de apartarse Rose puso su mano sobre la de él y en sus ojos había una expresión de deseo.

—Cariño —dijo Rose jadeando un poco por efecto del champán—, ¿crees que podríamos volver a Nyeri y hospedarnos en aquel hotel tan curioso?

—¿El Rinoceronte Blanco? Ni lo sueñes, amor mío. Las paredes son tan delgadas que se oye cómo el vecino piensa.

—Si supieras lo mucho que preferiría vivir allí hasta que Bello Two esté terminada.

—No puede ser, querida mía. A estos monos hay que vigilarlos constantemente; de lo contrario, no dan golpe. En cuanto vuelvo la espalda, se van corriendo a la selva, a beber cerveza.

La expresión de duda se evaporó del rostro de lady Rose cuando sacaron el samovar de plata para el café y distribuyeron las tazas de porcelana fina. Dirigió una sonrisa de aprobación al sirviente africano que llevaba guantes blancos y la llamaba «memsaab». La mesa estaba inmaculada, las cucharillas eran las apropiadas y en el gramófono sonaba Debussy. Se sentía un poco mareada. Ya la habían prevenido de la altitud, pero se le había olvidado y había bebido demasiadas copas de champán. Pero no le importaba. Disfrutaba de la sensación cálida que notaba en su interior, los estremecimientos deliciosos que sentía dentro de sí. Ahora le resultaba imposible imaginar los temores que antes le inspirase la alcoba. Tenía la esperanza de que Valentine visitara su tienda cuando se hubiesen acostado.

En ese momento su esposo decía:

—¿Sabías que la palabra «café» viene de la palabra árabe
gahweh,
que en un principio significa «vino»?

Sir James se volvió hacia Grace y dijo:

—¿Cuándo podrá venir al rancho? Lucille ansia conocerla.

—Cuando le vaya a usted bien, James. Pienso empezar a construir mi propia casa en seguida, en la orilla del río.

—Veremos cómo sigue el tiempo. Quizá le llamaré la semana que viene.

—Me encantará atender a su esposa en el parto si me manda a buscar.

—¡Puede estar segura de que así lo haré! —dirigió a Grace una mirada larga, pensativa, luego dijo—: Ojalá no tuviese que irme en cuanto amanezca. Conocer a una persona nueva es siempre tan agradable aquí. Pero tengo unas vacas que me preocupan y no alcanzo a adivinar qué les pasa.

—¿No hay ningún veterinario?

—En Nairobi, pero llevo semanas sin verlo. Tiene que atender a un territorio tan extenso. Tendré que enviar muestras de sangre a Nairobi para que las analicen con el microscopio.

—Yo he traído un microscopio, si les es de utilidad.

Sir James la miró fijamente.

—¿Tiene usted un microscopio? —le tomó la mano—. ¡Amiga mía, es usted un regalo del cielo! ¿Puede prestármelo por unos días?

—Por supuesto —dijo Grace, mirando la mano fuerte y morena que sujetaba la suya, tapando el anillo de Jeremy.

Un aullido rasgó la noche e hizo que la selva estallara en una tremenda cacofonía de chillidos y gritos.

—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó Valentine, levantándose rápidamente.

Otro aullido sobrenatural impresionó a los que estaban reunidos en la tienda comedor. Valentine salió volando, seguido de cerca por Briggs y James. Las dos mujeres permanecieron sentadas, escuchando los ladridos de los perros, los gritos de los africanos y el llanto de un bebé.

—¡Mona! —exclamó Grace, levantándose y echando a andar hacia la salida. Pero al asomarse vio que el movimiento estaba en el extremo del campamento opuesto al alojamiento de Mona y la niñera.

Forzó la vista para ver mejor a través de la neblina. Algunos hombres corrían, otros encendían faroles. Y los perros aullaban, presa de un frenesí escalofriante.

—¿Qué pasa? —preguntó Rose detrás de ella.

—No lo sé… —entonces vio que Valentine caminaba a grandes zancadas hacia su tienda con una expresión ceñuda en el rostro. Entró y al poco salió con un látigo.

—¡Valentine! —llamó Grace.

Valentine no le hizo caso.

Grace siguió intentando ver a través de la neblina, tratando de distinguir qué pasaba. Los perros estaban como enloquecidos y las voces dadas en tono seco no conseguían calmarlos. Debajo de todo ello se oía la voz de lord Treverton, baja y fuerte, dando órdenes.

Grace salió de la tienda. Las voces de los hombres fueron apagándose hasta que sólo se oyeron los quejidos de los perros. Grace echó a andar, estremeciéndose de frío, la respiración surgiendo de su boca como un chorro de vapor. Entonces oyó un chasquido en el aire, como un disparo, y se dio cuenta de que era el sonido del látigo.

Apretó el paso, sin darse cuenta de que lady Rose la seguía. Al doblar la esquina de la tienda almacén, Grace se detuvo.

Los hombres —africanos vestidos con pantalones cortos de color caqui, sirvientes enfundados en kanzus, y los tres blancos— formaban un círculo y en el centro, atado a un árbol, había un chico kikuyu, la espalda desnuda bajo el látigo que descendía. No se estremeció, de su boca no salió ningún ruido cuando el látigo trazó una raya roja en su carne.

Grace quedó horrorizada.

El rostro de Valentine mostraba una expresión pétrea cuando volvió a levantar el látigo. Grace vio que los músculos de sus hombros se tensaban debajo de la tela de su camisa de etiqueta. Se había despojado del esmoquin y tenía la espalda empapada de neblina y sudor. El látigo cayó con fuerza. El chico siguió abrazado al árbol, inmóvil como si estuviera tallado en su madera negra. Valentine abrió más las piernas, alzó el brazo y la luz de las linternas le iluminó fugazmente los ojos. Grace vio en ellos una pasión extraña, un poder que la asustó.

Al bajar el látigo, Grace soltó una exclamación.

Valentine no se dio por enterado.

El
kiboko
volvió a subir y en seguida descendió con un silbido, dejando otra señal roja en la espalda.

Grace dio un salto hacia adelante.

—¡Valentine! ¡Basta! —Grace le sujetó el brazo, pero él se soltó con brusquedad. Sir James la sujetó y Grace se volvió hacia él—. ¿Cómo puede permitir esto?

Briggs contestó:

—El chico tenía la obligación de vigilar el recinto de los perros. Pero bebió demasiado y se durmió. Un leopardo se coló en el recinto y se llevó un perro.

—Pero… ¡se trata sólo de un perro!

—Eso no es lo importante. Podía haber tenido la misión de protegerla a usted, o a la niñera y el bebé. ¿Y entonces qué? Hay que darle una lección. Sin disciplina, sería mejor hacer las maletas y volver a Inglaterra.

El último latigazo sonó en el aire y Valentine enrolló el látigo. Mientras recogía la chaqueta de manos de sir James, le dijo a su hermana:

—Es lo que hay que hacer, Grace. Si no tenemos ley y orden, pereceremos todos en este país dejado de la mano de Dios. Y si no eres capaz de aceptar eso, no tienes nada que hacer en África.

Mientras Valentine se alejaba, un sirviente se acercó corriendo al muchacho con una palangana y unos trapos y el círculo se deshizo.

Grace dijo:

—La brutalidad y la crueldad no son necesarias.

—Es el único lenguaje que entienden —respondió sir James—. Esta gente toma la bondad por debilidad, que es algo que desprecian. Su hermano ha hecho algo fuerte, algo varonil, y le respetarán por haberlo hecho.

Grace se volvió, enfurecida, y se llevó un sobresalto al ver una figura de pie bajo la neblina junto a la tienda almacén. Lady Rose parecía una estatua, los ojos eran como dos manchas en su cara pálida.

—Vuelve adentro, Rose —dijo Grace, cogiéndola del brazo—. Estás tiritando.

La sensación cálida producida por el champán ya había desaparecido. El rostro volvía a ser de marfil frío.

—Recuerda tu promesa, Grace —susurró Rose—. No quiero que me toque. No quiero que Valentine se me acerque.

Capítulo 6

¿Qué habían hecho los hijos de Mumbi para enojar a Ngai? El Señor de la Luz había retirado las lluvias y ahora una sequía azotaba la tierra de los kikuyu y pronto habría hambre, y el hambre traería los malos espíritus de las enfermedades.

El calor era muy fuerte y hacía sudar a la joven Wachera mientras trabajaba en la selva. No estaba sola. A poca distancia de ella, la anciana Wachera también andaba agachada, recogiendo hierbas y raíces medicinales, su cuerpo creando música con los cientos de abalorios de sus collares, brazaletes de cobre y ajorcas en los tobillos.

Las dos mujeres recogían hojas de lantana y corteza de espino. Las hojas se usaban para detener las hemorragias; la corteza, para los males del estómago. La anciana Wachera había enseñado a su nieta a distinguir estas plantas mágicas, a recolectarlas y prepararlas, así como a administrarlas. El proceso era exactamente el mismo que en tiempos de sus antepasados, cuando las hechiceras se internaban en las selvas, a buscar y recolectar, como ese día hacían ellas dos. La abuela había enseñado a la joven Wachera que la tierra era la Gran Madre y que de ella nacía todo lo bueno: los alimentos, el agua, las medicinas; hasta el cobre que adornaba sus cuerpos. La Madre debía ser venerada y por esto, mientras trabajaban, las dos Wacheras recitaban encantamientos sagrados dedicados a la tierra.

Por fuera la abuela parecía estar en paz. Era una mujer africana de edad avanzada y movimientos gráciles, vestida modestamente con suaves pellejos de cabra, la cabeza afeitada y reluciente bajo el cálido sol, los dedos morenos y ágiles moviéndose rápidamente entre las hojas y las ramitas, clasificando, rechazando, arrancando, los ojos sabios reconociendo al instante la medicina buena y la mala. Las palabras sagradas sonaban como una canción, un tararear sin sentido que hacía pensar que la mujer no tenía ninguna preocupación, ningún pensamiento en el cerebro.

Pero la verdad era que los pensamientos de la anciana Wachera seguían un rumbo complejo, examinando y arrancando problemas del mismo modo que sus dedos se movían entre las plantas: cómo curar la esterilidad de Gachiku; qué receta debía utilizar para el filtro amoroso de Wanjoro; los preparados para los próximos ritos de iniciación; organizar la ceremonia para llamar a la lluvia. En los tiempos buenos la gente daba las gracias al Dios de la Luz, lo elogiaba, pero cuando los tiempos eran malos acudía a la choza de la hechicera.

Esa mañana, sin ir más lejos, Nyagudhii, la alfarera del clan, la había visitado para quejarse de que sus cacharros se rompían, inexplicablemente. Wachera había sacado su bolsa de preguntas y había arrojado los palos de adivinación a los pies de la mujer. Había leído en ellos que se había roto un tabú, que un hombre, nada menos que un hombre, había visitado el lugar donde Nyagudhii moldeaba sus cacharros. La alfarería era un trabajo reservado rigurosamente para las mujeres porque la Primera Mujer se llamaba Mumbi, que significa «la que hace cacharros». Del principio al fin, la extracción de la arcilla, la tarea de darle forma y secarla, la cocción de los cacharros y, finalmente, su venta, estaban exclusivamente en manos de mujeres. La ley kikuyu prohibía que un hombre tocara alguno de los materiales asociados con ese trabajo, o que estuviera presente mientras se llevaba a cabo. La misteriosa rotura de los cacharros nuevos de Nyagudhii sólo podía significar que un hombre, ya fuera intencionadamente o sin darse cuenta, había penetrado en el terreno tabú. Ahora habría que sacrificar una cabra ante la higuera y purificar ritualmente la zona dedicada a los trabajos de alfarería.

Pero lo que más pesadumbre causaba a Wachera era la sequía. ¿Cuál era su causa? ¿Qué había que hacer para propiciar a Ngai y traer la lluvia?

Miró la magra cosecha que contenía su cesta: unas cuantas hojas quebradizas, hierba seca como la paja. Su medicina sería débil y la enfermedad volvería a abatirse sobre la tierra de los kikuyu. Bajo sus pies desnudos el suelo estaba reseco y polvoriento. La Gran Madre parecía dar boqueadas pidiendo agua. En el pueblo los maizales se habían marchitado y secado, el grano almacenado se había convertido en polvo, las ramas perdían sus hojas y se inclinaban llenas de pesar. Wachera pensó de nuevo en el trabajo incesante que estaban haciendo en la cresta desde donde se dominaba el río. Grandes monstruos de metal derribaban árboles y arrancaban tocones; los bueyes tiraban de gigantescas garras metálicas que herían la tierra; ¡el hombre blanco montado a caballo enseñaba su látigo a los hijos de Mumbi que trabajaban como mujeres bajo el cielo sin lluvia! Wachera podía oír cómo lloraban los antepasados.

Se le había ocurrido que quizá una
thahu
pesaba sobre su pueblo.

Thahu
significaba «maldad» o «cosa pecaminosa». Era una maldición que ensuciaba el suelo y el aire; una
thahu
podía hacer que un hombre enfermase y muriese; podía destruir las cosechas, hacer que las vacas y las ovejas se volvieran estériles, que las mujeres tuvieran malos sueños. La selva estaba poblada de espíritus y fantasmas; los hijos de Mumbi sabían andarse con cuidado para no ofender a un duende árbol o al espíritu del río. Sabían que los diablos se aferraban al negro manto de la noche y que las buenas manifestaciones de Ngai cabalgaban en las alas de la mañana. Había magia en todas partes, en cada hoja y en cada rama, en el graznido del pájaro tejedor, en las neblinas que ocultaban al Dios de la Luz. Y como existía este segundo mundo invisible con sus leyes y castigos propios, los hijos de Mumbi se esforzaban por honrarlo. Jamás se recogía el último tubérculo de la tierra, ni se dejaba el pozo seco, ni se rompía madera con mala intención, ni se daba la vuelta a una roca. Si se pecaba contra el reino de los espíritus, había que pedirle perdón y aplacarlo con una ofrenda. Pero si alguien obraba descuidadamente y pecaba sin luego pedir perdón, el resultado era la
thahu
y su azote caía sobre los hijos de Mumbi.

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