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Authors: Jane Yolen

Blanca Jenna (21 page)

BOOK: Blanca Jenna
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—¡Vaya! —dijo Jenna—. Si insistes en comerte esos puerros, tu aliento será tan fuerte como el de cinco hombres aunque tu brazo no lo sea.

Ambas se rieron, amigas otra vez, y entraron en el Ayuntamiento del pueblo.

La partida de New Steading hacia el este fue acompañada por el aliento de los aldeanos. Jenna había recibido instrucciones de uno de los hombres para controlar a Deber e impedir que comenzase a hacer cabriolas. Cabalgaba al lado de Carum, pero esto era lo más cerca que habían llegado a estar desde que él se alejó de las preguntas de Petra. A partir de entonces, ambos estuvieron demasiado ocupados, siempre rodeados de hombres.

Por encima del ruido producido por los caballos y los vítores de la gente, Jenna le preguntó:

—¿Todavía... lo...?

Se detuvo. ¿Cómo gritar esa palabra cuando otros podían oírla?

Él esbozó una sonrisa y le guiñó un ojo con expresión seductora.

—Por supuesto que lo recuerdo, si ésa es la palabra que querías decir. Recuerdo cada movimiento, cada... cosa. —Le dirigió una amplia sonrisa—. Un roble no olvida, ¿Y tú?

Ella también sonrió.

—Jo-an-enna significa amante de abedules blancos.

—¿Qué?

El ruido no le había permitido oír su respuesta. Ella la repitió, Y agregó:

—Si tú eres un árbol, yo soy un árbol.

—Yo soy un hombre —dijo él—. No un árbol.

—Lo sé —susurró Jenna—. Eso es algo que sé con certeza.

Empujados por aquellos que los seguían, los caballos se lanzaron al galope por el camino sinuoso impidiendo toda conversación.

Se detuvieron en dos pueblos más pequeños en el camino y sumaron una docena de hombres a sus fuerzas. El rey exhibía a Jenna como si se tratase de alguna especie de animal exótico, importado del Continente. Carum se quejaba en voz alta, pero hasta él debía admitir que el sistema parecía funcionar.

Piet no estaba tan complacido.

—Doce hombres cuando necesitamos mil doscientos —se lamentó—. Cuando doce mil no serían demasiados.

—Entonces, ¿por qué no reclutamos mujeres? —preguntó Jenna. Se habían detenido para descansar, y los muchachos nuevos estaban siendo presentados mientras los caballos pastaban a ambos lados del camino—. Seguramente nos encontramos cerca de alguna Congregación. —Se detuvo y agrego en voz baja—: Debe de quedar alguna Congregación en pie por aquí. Dijisteis que habían desaparecido diez, pero eran... —su voz se quebró— diecisiete.

Piet emitió un gruñido; no quedó claro cuál había sido su respuesta. Pero el rey sacudió la cabeza.

—Éstos no son soldados regulares acostumbrados a las compañeras de la Congregación. Son muchachos que salen de las granjas o de las tiendas de sus padres. Las jóvenes que ellos conocen saben cocinar y coser. Si queremos que se concentren en el uso de sus nuevas espadas...

—Las mujeres de las Congregaciones saben cómo esgrimir la espada. Y tienen un motivo para...

—Sólo hay una Congregación cerca de aquí —intervino Carum de pronto. Hurgó dentro de su alforja y extrajo un mapa. Lo extendió sobre el flanco del caballo y deslizó el dedo a lo largo de una línea negra—. Nos encontramos en alguna parte por aquí...

—¡Aquí! —señaló Piet posando el índice sobre el mapa. Carum asintió con la cabeza.

—Y allí... —Indicó un extraño sombreado de marcas—. Eso es la Congregación M’dorah.

—¿M’dorah?

Jenna repasó la lista que Catrona le enseñara al iniciarse su fatal travesía: Selden, Calla’s Ford, El Cruce de Wilma, Josstown, Calamarie, Carpenter, Krisston, Valle Occidental, Annsville, Crimerci, La Fuente de Lara, Sammiton, James del Este, John del Molino, El Rastro de Carter, Arroyo Norte, Nill... Al recordar Nill, apretó los dientes. Pero Catrona no le había mencionado M’dorah.

—Nunca he oído hablar de ella.

Carum alzó la vista con expresión ausente.

—Es un lugar extraño, Jenna. No se trata de una Congregación común, al menos eso es lo que dicen los libros. Se apartaron de la primera Alta y construyeron su Congregación en la cima de un peñasco inaccesible. La única forma de subir es utilizando una escala de soga. No mantienen ninguna relación con los hombres. Jamás han enviado guerreras al ejército. Y nunca han enviado...

—M’dorah —murmuró Petra—. Nunca envían misioneras. Mi Madre Alta siempre nos amenazaba diciendo que, si no nos comportábamos bien, nos enviaría a M’dorah en nuestra misión: Una Congregación en lo alto de una fortaleza donde ni siquiera anidan las águilas. Pensé que sólo se trataba de un cuento.

—Tal vez lo sea —admitió Carum—. Pero se supone que está cerca de aquí.

—Déjanos ir —dijo Jenna de pronto—. Si es verdad que existe, traeremos de vuelta a muchas mujeres guerreras para unirse a tus filas. Y serán mujeres que no mantendrán ninguna relación con los hombres, por lo cual no inquietarán a tus muchachos.

El rey se rió.

—¡Tú no comprendes a los muchachos! Pueden sacar una mujer de las flores, de los árboles, de los sueños. Sus cuerpos huelen a primavera durante todo el año.

Jenna se ruborizó furiosamente.

—No hay nada allí. Nadie —gruñó Piet—. Eso significa perder el tiempo por una simple fábula.

—Tal vez no —replicó Carum—. Las fábulas deben comenzar en alguna parte.

—Ésta se inició como una broma después de beber demasiado vino —refunfuñó Piet—. Y de ver a demasiado pocas mujeres.

—Según el mapa —insistió Jenna—, parece estar a menos de un día de viaje desde aquí. Has dicho que necesitabas más soldados y debes ganar tiempo. Déjame ir. Yo las persuadiré.

—¡Persuadirás a las águilas! —se obstinó Piet.

—Eres demasiado preciosa para dejarte ir.

El rostro del rey estaba pensativo.

—Yo iré con ella —se ofreció Carum—. Regresaremos.

Mirando el mapa con atención, el rey recorrió el camino desde M’dorah. Finalmente se volvió hacia Jenna.

—Acamparemos aquí para pasar la noche. —Señaló el sitio desde el cual se desviaba el camino a M’dorah—. Tendréis hasta la mañana. No podréis dormir, pero como dicen en el Continente: “Sin duda vale la pena dormir poco para cumplir un sueño”. —Se rió en silencio—. Piet irá contigo. Carum, tú permanecerás aquí.

Lo sabe, pensó Jenna. Sabe lo nuestro. El pensamiento primero la avergonzó y, luego, la enfadó, como si Gorum los hubiese ensuciado por saberlo.

Carum comenzó a protestar, pero Jenna lo interrumpió, asintiendo rápidamente con la cabeza.

—Piet —aceptó—. Y Petra. Necesitaré a mi sacerdotisa si quiero convencerlas para que se unan a nosotros.

—Piet para proteger y la niña para convencer. Una pareja desigual. —El rey sonrió.

—Yo puedo protegerme sola —se irritó Jenna.

Gorum asintió en silencio con solemnidad y extendió la mano.

—Promete que regresarás.

—Tienes mi palabra. Además, aquí están quienes más quiero en el mundo. Señaló a Jareth, a Marek y a Sandor. Su mano no incluyó a Carum para demostrarse a sí misma que no estaba siendo completamente veraz con el rey. Después de todo, tampoco había mencionado a Pynt, a A-ma o a las demás mujeres de la Congregación Selden. Sin duda, ellas eran sus seres más queridos. Si el rey notó su omisión no lo mencionó, e insistió en mantener la mano extendida hacia ella. Jenna se vio forzada a tomarla y volvió a sentir la frialdad de su palma mientras sellaban la promesa.

En realidad el camino a M’dorah no era un camino, sino un sendero cubierto de malezas donde los árboles se ensanchaban de pronto. Fue Piet quien reconoció el lugar donde nacía aunque, interrogado más tarde por Marek, no pudo explicar cómo lo había sabido.

El rey ordenó que se detuviesen y la gran compañía acampó alrededor del prado. Algunos hombres fueron enviados en busca de agua y para explorar la continuación del camino principal. Pero Piet, Petra y Jenna se internaron por el estrecho sendero.

Jenna se volvió sólo una vez con la esperanza de ver a Carum, pero él no estaba a la vista. Se internó entre los árboles, pensando en la perfidia de los hombres, en cómo el amor, al igual que la memoria, podían ser falsos, y consciente del ancho lomo de Deber debajo de ella.

Los árboles eran altos y frondosos, un bosque de gran variedad. Jenna identificó la haya, el roble y el alerce sin problemas, pero había muchos árboles que nunca antes había visto. Unos tenían cortezas manchadas, otros hojas en forma de aguja y algunos unas raíces que se retorcían unas entre otras como una trenza mal hecha. A su paso los pájaros gorjeaban alarmados y luego se alejaban volando en ruidosa confusión. Si había alguna señal de animales mayores, Jenna no la notó, ya que Piet avanzaba rápidamente, guiándoles entre los árboles del sendero siempre en subida, como si supiese adonde se dirigía.

Después de un par de horas, el sendero se hizo de pronto más estrecho y tuvieron que desmontar. Cien metros más allá, el sendero desapareció por completo y se vieron forzados a dejar atados los caballos y continuar a pie. La dirección escogida por Piet subía en un ángulo aún más empinado, y muy pronto todos estuvieron respirando con agitación. Jenna sentía un ligero dolor debajo del esternón, pero no quiso decir nada al respecto.

Era evidente que Piet conocía la espesura de los bosques. Sabía cómo mirar bien antes de pisar. Pero Petra, con las faldas que le habían entregado las aldeanas de New Steading, se encontraba con grandes problemas para escalar. Sus ropas quedaban enganchadas entre las malezas y los tres debían perder un tiempo precioso para soltarlas. Jenna chasqueó la lengua contra el paladar en señal de fastidio y se alegró de que al menos ella hubiese conservado sus ropas de cuero para el viaje.

Al fin, el bosque ascendente se tornó menos denso y pudieron divisar un claro más adelante. Cuando lo alcanzaron, se encontraron ante una gran planicie sin árboles. Estaba cubierta por lo que parecía ser un bosque de rocas gigantescas; algunas afiladas como agujas, otras más anchas como espadas y otras más como enormes torres de piedra, tan altas que tuvieron que estirar el cuello para ver sus cimas.

—Es cierto entonces —comentó Petra cuando hubo recuperado el aliento.

—Al menos los peñascos lo son —admitió Piet—. En cuanto a la Congregación...

—¡Mirad! —señaló Jenna.

En la cima de uno de los mayores peñascos, bastante lejos de ellos en dirección al norte, había una especie de edificio. A medida que se fueron acercando, lograron divisarlo mejor. Tenía galerías de madera, sostenidas por andamios en voladizo y un techo parecido a una serie de hongos gigantescos. Jenna no logró ver ningún camino recortado en la roca.

—Debe de haber peldaños por el otro lado —susurró para sí misma, pero los otros la oyeron.

—Iremos a ver —decidió Piet.

Necesitaron dos horas más, hasta bien entrado el atardecer, para rodear el peñasco, pero no encontraron nada.

—¿Cómo hace la gente para subir? —preguntó Petra.

—Tal vez vuelen como águilas —sugirió Piet.

—Tal vez excaven como topos —agregó Jenna.

Todavía estaban ofreciendo sugerencias cuando, a menos de diez metros de ellos, se oyó el sonido de algo que caía por la ladera. Era una escalera hecha de soga y de madera.

—Hay alguien allí arriba —observó Petra mientras miraba protegiéndose los ojos con la mano.

—Alguien que sabe que nos encontramos aquí —añadió Piet y se dispuso a desenvainar su espada.

Jenna posó una mano sobre su brazo.

—Aguarda. Es una mujer. Una hermana.

Piet alzó la vista. Alguien descendía por la escalera de soga. Volvió a envainar la espada, pero no retiró la mano de la empuñadura.

En la penumbra del atardecer, resultaba difícil distinguir a la figura que bajaba. La sombra era robusta y su cuerpo parecía padecer alguna clase de malformación en la parte superior. Jenna se preguntó si sólo las mujeres desfiguradas... o trastornadas... se retirarían a un lugar como aquél. Recordó a la Madre Alta de la Congregación Nill: ciega, torcida y con seis dedos en cada mano; ella no había necesitado un santuario apartado de las demás.

Las mujeres cuidamos de las nuestras, pensó. Existe otra razón para esta Congregación vedada.

La sombra terminó de bajar la escalera y se acercó a ellos. Era una mujer, de eso no cabía duda por el corpiño tejido que llevaba puesto. Pero la extraña joroba de su espalda era...

—¡Un bebé! —exclamó Petra.

En ese momento, la criatura atada a la espalda de la mujer emitió un grito de alegría y agitó su única mano libre.

—Yo soy Iluna. ¿Quiénes sois vosotros? —preguntó la mujer, de un modo brusco.

—Yo soy Piet, teniente primero de...

Ignorándolo abiertamente, Iluna se volvió hacia las muchachas y le dio la espalda. Al ver su espesa barba, el bebé dejó de reír y apretó el bracito contra el pecho.

—¿Quiénes sois vosotras? —volvió a preguntar Iluna.

—Yo... yo soy Petra —comenzó ésta—, de la devastada Congregación Nill, futura sacerdotisa.

—¿Y tú?

—Yo soy Jo-an-enna, de...

—Ella es La Blanca, la Anna, la ungida por la Gran Alta —dijo Petra. Es aquella que se menciona en las profecías.

—¡Tonterías! —Iluna se acomodó el bebé.

—¿Qué?

Era evidente que Petra estaba sorprendida; pero, en ese instante, Jenna decidió que le agradaba Iluna.

—He dicho tonterías. Es una mujer. Como tú. Como yo. Eso puedo verlo a pesar de las sombras. Pero es una mujer con un mensaje.

—Ya lo sabes... —comenzó Petra.

—De otro modo no estaría aquí. Ni tú. A menos que esté perdido, nadie viene a M’dorah sin un mensaje o una pregunta. —Se volvió hacia el peñasco y colocó la mano sobre la escala—. Venid. Cuando yo haya llegado a la mitad, sujetad los peldaños con las manos y subid. El barbudo se queda aquí.

—Yo iré con ellas —protestó Piet.

Iluna se volvió, con el rostro inescrutable en la oscuridad.

—Si subes por la escala, la cortaremos cuando te encuentres cerca de la cima. Caerás desde treinta metros de altura y dejaremos tus huesos allá abajo. Ningún hombre entra en M’dorah y continúa con vida. Si tienes hambre al pie de nuestra fortaleza, te arrojaremos comida. Si estás herido, enviaremos a alguien para que te cure. Pero, si subes por la escala, te haremos caer sin vacilar. Puedes creerlo.

—Te creemos —dijo Petra rápidamente.

—Regresaré, Piet. Te lo juro sobre la tumba de Catrona. Regresaré contigo —le prometió Jenna.

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