Caballeros de la Veracruz (2 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
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El sacerdote apretó la cruz contra su pecho y murmuró: «¡Pido humildemente que tus próximos milagros nos estén reservados a nosotros, los que te hemos liberado!».

Hay que creer que la Santa Cruz lo escuchó, porque en los años siguientes se sucedieron los prodigios.

En 1101, Balduino I, rey de Jerusalén, se vio obligado a partir al combate con solo dos mil hombres, frente a treinta mil egipcios. Las perspectivas eran tan negras que el rey pidió un milagro a Malecorne. «¡Un milagro! —exclamó Malecorne—. No es a mí, señor, a quien hay que pedirlo, sino a la Santa Cruz. ¡Confiadle vuestros pecados y ella os salvará la vida!» Balduino saltó de su caballo y se confesó ante sus soldados. Los hombres quedaron profundamente impresionados, y muchos se pusieron a llorar cuando Malecorne levantó en el aire la Vera Cruz, gritando: «¡Venceremos! ¡Dios lo quiere! ¡Venceremos!».Y todos creyeron ver brillar la cruz en el cielo, como un rayo de sol en medio de la noche.

Balduino volvió a montar y prometió a la cruz: «¡Juro ante Dios que si obtenemos la victoria, te cubriré con más riquezas de las que nunca haya podido soñar mujer alguna!».

Vencieron a los egipcios, y el tesoro reunido en el campo de batalla sirvió para cubrir la cruz con un ropaje de oro y perlas. En 1118, después de haber permitido a los francos vencer en Tell Danith, la Santa Cruz fue recompensada con la concesión de una guardia particular: doce valerosos caballeros, elegidos entre los mejores, que fueron conocidos como «los apóstoles».

Pero el uso que los reyes hacían de la Vera Cruz no gustaba a los religiosos. «¡Su lugar está en el Santo Sepulcro, no en los campos de batalla!», no dejaban de clamar. Los reyes no los escuchaban. Hasta el día en que el patriarca de Jerusalén tuvo problemas graves con una horda de jinetes mahometanos que querían cortarle la cabeza. Balduino II aprovechó la ocasión para volar en su socorro con la Vera Cruz. El rey ahuyentó a los infieles y devolvió la reliquia al patriarca, precisando: «La Santa Cruz no os pertenece. Vos tenéis solo el usufructo de la cruz, no la propiedad, que recae en todos los cristianos. Más que en una iglesia, su lugar está al lado de estos, dondequiera que se encuentren, siempre que estén en peligro». La santa Iglesia ya nunca volvió a criticar en Tierra Santa el uso que los reyes hacían de la Vera Cruz.

En el curso de los años, la reliquia dio tantas victorias al reino cristiano de Jerusalén que los sarracenos huían a su vista. En Montgisard, en 1177, Balduino IV, el pequeño rey leproso, se disponía a hacer frente a veinte mil infieles con solo quinientos hombres. El rey imploró la ayuda de la Santa Cruz. Y enseguida esta se elevó en los aires, irradiando un extraño resplandor. Todos los que se vieron bañados por la luz de la cruz se sintieron imbuidos de una fuerza prodigiosa. El ejército mahometano fue aplastado. Saladino pudo salvarse solo gracias al sacrificio de su guardia próxima. El caudillo musulmán nunca olvidó la afrenta sufrida aquel día; reclutó a mil magos y los conminó a encontrar un medio para contrarrestar los efectos de la cruz. Y, para que no pudieran tentarlos ni apartarlos de su objetivo, les hizo saltar los ojos y los encerró en el calabozo más profundo de su palacio de El Cairo.

Así, la cruz permitía vencer a los cruzados. Los éxitos se sucedían, y los francos ya se veían reinando sobre el mundo. Hasta ese día de julio de 1187, en Hattin.

1

Porque sé que quieres hacerme habitar en la muerte,

en la casa donde han de reunirse todos los que viven.

Job, XXX, 23

Morgennes se despertó en medio de los muertos y miró alrededor. Se preguntó si estaba en la tierra o en el paraíso, aunque el infierno parecía corresponderse mejor con lo que tenía ante la vista: cuerpos mutilados, amputados por el filo de un sable o hundidos por un mazazo; cráneos abiertos, con el cerebro ennegrecido caído sobre la arena; sangre coagulada en las comisuras de una boca con las encías hendidas; un yelmo que encerraba para siempre el rostro sorprendido de un caballero que se había creído al abrigo de la muerte; corazas convertidas en ataúd que ejércitos de insectos revestían con un segundo caparazón; zumbidos de alas y élitros; maxilares y mandíbulas en acción; chasquidos de ganchos y pinzas; sobresaltos; vacilaciones; danzas de aguijones, labros y palpos; antenas, lenguas y trompas horadando, lamiendo, aspirando, entrando y saliendo de las heridas, de las cavidades de los muertos. Excitados por el festín, los cuervos saltaban de un cuerpo a otro, sin saber por qué manjar comenzar; luego uno de ellos se acercó a un arquero medio muerto para deleitarse con los humores de su ojo.

Morgennes se sintió mareado y cerró los ojos un instante. Permaneció tendido, tratando de rememorar los acontecimientos que lo habían llevado hasta allí. Pero no recordaba nada. Tenía los sentidos embotados. Solo sentía el peso de su cota de malla. Era increíblemente pesada, tan pesada que le molestaba para respirar. Sin embargo, tenía la impresión de flotar. Jadeando, tanteó con la palma de la mano para saber dónde se encontraba. La posición horizontal no era la de un hombre en medio de un combate. A menos que estuviera muerto. Lo que no era su caso, ahora estaba seguro de ello. Sentía en su mano enguantada de cuero la arena del campo de batalla, caliente por la sangre, negra y densa. De hecho, yacía tendido en un baño de sangre de tales proporciones que se preguntó si no era la propia tierra la que sangraba.

Extrañamente, aquello le dio nuevas fuerzas. Tenía que levantarse, levantarse de nuevo porque... sí, ahora lo recordaba: su caballo se había desplomado, mortalmente herido, y lo había arrastrado en su caída.

Morgennes sacó fuerzas de flaqueza, se apoyó con las dos manos en la arena húmeda y se incorporó. La cabeza le seguía dando vueltas, los sonidos le llegaban como ahogados. Se soltó el bacinete, lo lanzó un poco más lejos y, con los ojos cerrados, aspiró una bocanada profunda del aire ardiente y el acre olor de la batalla. Luego reflexionó. Debía de estar herido. Pasó la mano por la cota de malla y notó un profundo desgarrón en su flanco izquierdo. Algunas anillas de acero habían saltado, y su capa y su manto estaban rasgados. Solo tenía ligeras magulladuras en las costillas, pero la lanzada había rozado el corazón.

Al ver al arquero picoteado por el cuervo, Morgennes gritó, golpeó el suelo con el pie e hizo gestos amplios con los brazos. El pájaro salió volando pesadamente para ir a posarse a unos metros de allí, graznando de indignación.

Parecía que, con su ojo intacto, el arquero le diera las gracias. Pero el hombre estaba muerto, y aunque su boca esbozara una sonrisa, no iba dirigida a Morgennes.

El caballero recogió el escudo, luego a
Crucífera
, su espada, y partió en busca de los suyos. Emmanuel, su escudero, ¿seguiría con vida? Por desgracia, no sería su caballo quien lo ayudara a encontrarlo. Morgennes divisó los despojos del animal, que yacía cerca, destripado. Sobre su vientre zumbaban tantas moscas como estrellas tenía la noche.

Iría a pie, pues. Pero ¿hacia dónde? ¿Y en busca de quién?

Mirara donde mirara, no veía más que cadáveres, de sarracenos, de caballos, de caballeros, de arqueros, ballesteros y piqueros, de marinos, con sus ropas de lino basto, que habían ido a morir a tierra firme para ganar cuatro cuartos. Un gran número de turcópolos —auxiliares, cristianos en su mayoría, que los cruzados con-trataban a precio de oro para aumentar sus efectivos— yacían tendidos en un mosaico informe. Sus túnicas disparejas, sucias, manchadas de polvo y sangre, se confundían con la tierra, que cubrían con un siniestro sudario. Morgennes era incapaz de decir dónde acababa el cadáver que tenía ante los ojos y dónde empezaba aquel otro del que distinguía, un poco más lejos, un trozo de pierna. Se diría que había un único muerto, un inmenso cúmulo de carnes putrefactas, tendido en un espacio de más de media legua. ¿Era posible que, de aquel ejército que había partido a ejecutar la voluntad de Dios, solo él hubiera sobrevivido? «Poco importa —se dijo—. Debo resistir. Resistir cueste lo que cueste.» Pero primero tenía que orientarse. ¿Reconocía aquellos parajes? ¿Qué colina era esa en la que crecían algunos tallos de hierba dispersos, secos y recios, donde se escalonaban unos raquíticos matorrales quemados por el sol?

Sí, era la colina de Hattin. La víspera, al atardecer, los francos se habían detenido allí después de una jornada cabalgando por el desierto. Habían pasado a lo largo de las cumbres nevadas de Türán y de al-Shajara y, tras dejar atrás los montes Lübiya y Khan Madín, habían franqueado las alturas de Meskana y avanzado luego apresuradamente hacia Tiberíades. La ciudad había sido ocupada ya, y el castillo asaltado por Saladino. Les quedaba media jornada de camino, pero la sed y la falta de avituallamiento habían alargado las distancias.

Con la garganta seca, Morgennes caminó hacia la colina, cuyas cimas —dos picos rocosos al pie de los cuales el rey de Jerusalén había plantado su tienda— se levantaban en el cielo del amanecer como los cuernos del diablo. Allí pensaba encontrar, si no a las tropas del rey Guido de Lusignan, al menos las del Temple y del Hospital. Y, quién sabe, tal vez a Emmanuel. De hecho, oía voces y un tintineo de armaduras.

El viento se puso a soplar. Venía del este y arrastraba una oleada de calor y de arena, henchida de vapores tórridos. Morgennes tosió ruidosamente. Le picaban los ojos. Cogió la
keffieh
de un sarraceno muerto y se la enrolló en torno al rostro.

Existe, en Sarmada, a medio camino entre Alepo y Antioquía, un viento terrible y temido por todos llamado el khamsin. Es un viento seco y cálido, cargado de gravilla. Cuando ruge, las ropas más delicadas se desgarran y el khamsin ataca la piel. No es raro que viajeros mal informados, o mal equipados, mueran con el cuerpo en carne viva, y a veces incluso con el hueso al descubierto, perfectamente limpio. Así, el khamsin se parece a las mujeres que, cuando no tienen lo que desean, muerden y arañan para haceros ceder. El viento que se abatía sobre Morgennes tenía la fuerza de un harén.

Morgennes utilizó su gran escudo en forma de almendra, que llevaba en la cara delantera la cruz blanca de ocho puntas de los hospitalarios, para ayudarse a avanzar. Plantó la base en la arena, se protegió detrás y esperó una encalmada. Pero los negros torbellinos del viento se encarnizaban con él, silbando, y trataban de morderlo, como un ejército de serpientes. Por más que Morgennes descargara violentos golpes con su espada para disiparlos, sus esfuerzos eran inútiles. Las serpientes se dividían al entrar en contacto con la hoja, se formaban de nuevo un poco más lejos y volvían al asalto. Morgennes trató de no hacer caso de ellas, se dijo que era víctima de un sortilegio y que nada de aquello era cierto. Permaneció inmóvil en medio de las ráfagas fuliginosas, impasible, como una roca, más fuerte que la borrasca, que sus zarpazos, que su locura. Luego, cuando el viento se calmó, se colocó de nuevo la correa del escudo en torno al cuello y volvió a ponerse en marcha.

En el campo de batalla, la acumulación de cadáveres era tan grande que, una y otra vez, Morgennes tropezaba con un cuerpo o patinaba sobre un escudo o una mancha de sangre. Si reconocía a un cristiano, murmuraba una corta oración y proseguía su camino. Ahora estaba seguro: la batalla había terminado. Los francos habían sido vencidos. Lo que ignoraba todavía era la magnitud de la derrota, no sabía aún cuántos hombres habían conseguido huir para volver a Jerusalén, a Tiberíades o a las llanuras más suaves de Séforis, desde donde habrían podido lanzar una contraofensiva.

La víspera, al atardecer, Raimundo III, conde de Trípoli, ya había predicho el desastre. «Es una locura atacar en estas condiciones —había dicho a Guido de Lusignan y a Gerardo de Ridefort, que mandaba la orden de los templarios—. No hay ni un solo punto de agua a menos de una jornada y media de marcha, y sin duda Saladino habrá situado allí a su ejército.» Algunos nobles, entre ellos los hermanos Hugo y Balian II de Ibelin, que se habían distinguido por su bravura en Montgisard, le habían dado la razón; pero Ridefort, cuyas opiniones siempre eran muy escu-chadas por el rey, había hecho este comentario: «Sois un cobarde, Trípoli. No queréis enfrentaros a Saladino porque es vuestro amigo. Pero nosotros tenemos la fe, y la Vera Cruz está con nosotros: ¡Dios nos preservará de la sed!».

Entonces se habían girado hacia la Santa Cruz, que el obispo de Acre, Rufino, sostenía sin mucha convicción; y a continuación Lusignan, mirándola también, había dado la orden de ponerse en camino. «¡Dios está con nosotros!», había añadido para darse ánimos e imitar al breve linaje de los que lo habían precedido en el trono de Jerusalén.

Se hizo lo que el rey había ordenado, y al caer la noche las predicciones del conde de Trípoli se confirmaron: las tropas de Saladino rodeaban efectivamente el único punto de agua de la región. Incluso antes de entrar en combate, la cristiandad había perdido.

Los francos, extenuados por una jornada de marcha forzada y una noche sin beber, fueron recibidos de madrugada por la caballería mahometana, cuyos arqueros oponían a sus débiles asaltos una lluvia de flechas antes de salir disparados al son de los tambores de guerra.

La fe, el vigor y las espadas de los cristianos no sabían dónde golpear, y sus armas arrojadizas no llegaban a hacer mella en el cuero de los infieles.

Raimundo de Trípoli había intentado, entonces, una carga, pero las líneas sarracenas se habían separado ante él para dejarlo atravesar. «¿Dónde estará ahora? —se preguntó Morgennes—. ¡Espero que haya podido ponerse a salvo!»

De pronto se escuchó un estrépito más potente que los aullidos de la tempestad. Se acercaban voces entre un entrechocar de hierros. ¿Amigas o enemigas? Una orden en árabe se elevó por encima del tumulto:

—¡Cogedlo! ¡No dejéis que escape!

¡Los sarracenos!

Un caballo pasó al galope ante Morgennes. Un chorro de bilis verdosa le manchaba el pecho, donde se habían aglutinado placas de arena y de sangre seca. Aterrorizado, el animal corría al viento en una huida caótica. Su silla negra con faldones dorados, bordados con hilos de oro y plata, llevaba sobre la perilla unas borlas de lana blanca. El arzón trasero tenía forma de cruz. Al obispo de Acre —pues aquella era su montura— le gustaba descansar el cuerpo contra él, pero, sobre todo, se trataba de un signo, de un símbolo: señalaba a los profanos la presencia de la Santa Cruz.

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