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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

Corsarios de Levante (27 page)

BOOK: Corsarios de Levante
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—Ninguna —resumió Labajos tras un silencio.

—Por supuesto, ni pensar en abordajes nuestros: sólo metralla, pedreros, escopetería. Hola y adiós. Si nos detenemos, se acabó. Y si pasamos, a bogar como locos.

Hubo algunas sonrisas tensas.

—Dios lo quiera —murmuró alguien.

Se encogió de hombros el capitán de galera:

—Si no quiere, que al menos sepa dónde encontrarnos el día del Juicio.

—Y que no yerre al juntar los pedazos —apostilló el sargento Quemado.

—Amén —murmuró el cómitre, santiguándose.

Y, mirándose unos a otros de reojo, todos lo imitaron. Incluso Alatriste.

Miente quien diga que nunca conoció el miedo, pues no hay cosa que no tenga su día. Y aquel amanecer, frente a las ocho galeras turcas que cerraban la salida a mar abierto, en los momentos previos al enfrentamiento que hoy figura en las relaciones y libros de Historia como combate naval de Escanderlu, o de cabo Negro, pude reconocer la sensación, familiar de otras veces, que me tensaba el estómago hasta el límite de la náusea y hacía correr un incómodo hormigueo por mis ingles. Yo había crecido desde mis primeros lances junto al capitán Alatriste, y los dos años transcurridos desde el molino Ruyter, las trincheras de Breda y el cuartel de Terheyden, pese a la no poca arrogancia y suficiencia de una mocedad insolente, ponían en mi cabeza más seso y certeza del peligro. Lo que estaba a punto de ocurrir no era una peripecia abordada con ligereza de muchacho, sino un suceso grave, de resultado indeciso, a cuyo término podía estar la Cierta —no el peor final, a fin de cuentas—, pero también el cautiverio o la mutilación. Había madurado lo suficiente para comprender que en pocas horas podía verme al remo de una galera turca para toda la vida —a un pobre soldaduelo de Oñate nadie lo rescataba en Constantinopla—, o mordiendo un trozo de cuero mientras me amputaban un brazo o una pierna. Era el miedo a la mutilación lo que más me atenazaba el ánimo, pues no hay nada peor que verse estropeado, con un ojo menos o pierna de palo, hecho milagro de cera, desfigurado y roto, condenado a la piedad ajena, a la limosna y la miseria; y más cuando estás en pleno vigor de cuerpo y juventud. Entre muchas otras cosas, no era ésa la imagen que Angélica de Alquézar querría encontrar de mí si volvíamos a vernos. Y confieso que este último extremo hacíame flaquear las piernas.

Tales eran, en suma, mis poco gentiles pensamientos mientras terminaba, con los camaradas, de empavesar las bandas y la proa de la
Mulata
con velas enrolladas, jergones, ruanas, mochilas, jarcia y cuanto obstáculo podíamos oponer a las balas y saetas turcas que iban a llover como granizo. Cada cual tendría su procesión por dentro, como yo; pero lo cierto es que todos hacíamos de tripas corazón con harta compostura. Como mucho había manos temblorosas, palabras incoherentes, miradas absortas, oraciones en voz baja, bromas macabras o risas inquietas, según el carácter de cada uno: lo de siempre. Las tres galeras estábamos casi remo con remo, apuntados los espolones hacia los turcos, que se veían a tiro de cañón aunque nadie disparaba para calcularlo, pues ellos y nosotros sabíamos que habría ocasión de quemar pólvora con mejor provecho algo más de cerca —llegado el momento, todos procurarían tirar primero, pero lo más próximos posible al adversario: algo parecido al juego de las siete y levar—. El silencio en las galeras enemigas, como en las nuestras, era absoluto. El mar seguía quieto como una lámina de plomo, reflejando las nubes, mientras trazos negros de tormenta desfilaban hacia el mediodía sobre la costa de Anatolia, que se dibujaba a nuestra espalda y por nuestras bandas. Ya estábamos armados y listos, humeaban las mechas de los escopeteros, y sólo faltaba la orden de bogar hacia nuestro destino. Yo estaba asignado al trozo que, provisto de medias picas, partesanas y chuzos, debía rechazar en la banda siniestra cualquier intento de abordaje turco mientras cruzábamos la línea enemiga. El moro Gurriato se hallaba a mi lado —sospecho que siguiendo instrucciones del capitán Alatriste—, tan sereno que parecía ajeno a todo. Aunque se aprestaba a luchar y morir como los demás, parecía encontrarse de paso, testigo indiferente a su propia suerte; eso a pesar de que, moro como era, ésta no iba a ser envidiable si caía en manos turcas, donde no tardaría en ser delatado por algún galeote e incluso por los mismos compañeros. Que el impulso que hace a los hombres esforzados en la pelea, a veces se torna abyecto en la necesidad de sobrevivir a la derrota; y más en el cautiverio, donde tantos ánimos recios flaqueaban, renegaban o se sometían a cambio de la libertad, la vida o un miserable trozo de pan. Humanos somos, al cabo, y no todos sufren los trabajos con igual ánimo.

—Lucharemos juntos —me dijo el moro Gurriato—. Todo el tiempo.

Aquello me consoló un poco, aunque conocía de sobra que, cuando se riñe en el umbral de la otra vida, cada cual lo hace para sí, y no hay mayor soledad que ésa. Pero el mogataz había pronunciado las palabras oportunas, y agradecí la mirada amistosa que las acompañaba.

—Muy lejos de tu tierra —observé.

Sonrió, encogiendo los hombros. Llevaba calzón y alpargatas a la española, el torso desnudo, su gumía en la faja, un terciado de tres palmos al cinto y un hacha de abordaje en la mano. Nunca me había parecido tan sereno y feroz.

—Mi tierra sois el capitán y tú —dijo.

Eso me conmovió, mas disimulé cuanto pude, diciendo lo primero que me vino a la boca:

—Aun así, hay mejores sitios para morir.

Inclinó la cabeza el mogataz, cual si reflexionara.

—Hay tantas muertes como personas —respondió—. En realidad nadie aguarda la suya, aunque lo crea. Sólo la acompaña y dispone.

Permaneció un momento contemplando la tablazón embreada del suelo, entre sus pies, y luego me miró de nuevo:

—Tu muerte viaja contigo desde siempre, y la mía conmigo… Cada cual lleva la suya a cuestas.

Busqué con los ojos al capitán Alatriste. Al fin lo divisé en la parte más a proa del corredor, disponiendo a los arcabuceros en la arrumbada. Designado mayoral de la banda siniestra, había puesto como cabo de brega a Sebastián Copons. Me pareció tranquilo, frío como de costumbre, su chapeo inclinado sobre los ojos y el perfil aguileño, los pulgares en el cinto del que pendían espada y daga, sobre el coleto de piel de búfalo surcado de marcas de antiguas cuchilladas. Dispuesto a afrontar de nuevo lo que la suerte deparase, sin aspavientos, bravatas ni ademanes innecesarios. Con la calma digna de quien era, o de quien procuraba ser. Hay tantas muertes como personas, había dicho el moro Gurriato. Envidié la del capitán, cuando llegase.

La voz del mogataz sonó de nuevo, suave, a mi lado.

—Quizá un día lamentes no haberle dicho adiós.

Me volví, enfrentándome con su mirada intensa y negra, entre aquellas largas pestañas casi femeninas.

—Dios nos da —añadió— una corta luz entre dos noches.

Lo estudié un instante; su cráneo rapado, los aros de plata en las orejas, la barba en punta, la cruz tatuada en uno de los pómulos. Lo hice durante el espacio que duró su sonrisa. Después, cediendo al impulso que sus palabras habían puesto en mi corazón, caminé por el corredor, esquivando a los camaradas que lo atestaban, acercándome a mi antiguo amo. Llegué a él y no dije palabra, pues tampoco sabía qué decir. Me limité a quedarme apoyado en el filarete de la arrumbada, mirando hacia las galeras turcas. Pensaba en Angélica de Alquézar, en mi madre y mis hermanillas cosiendo junto al fuego del caserío. También pensaba en mí recién llegado a Madrid, sentado a la puerta de la taberna de Caridad la Lebrijana una mañana de sol de invierno. Pensaba en los muchos hombres que yo podría ser un día, y que tal vez quedaran allí para siempre, truncados en aquel paraje, pasto de peces, sin llegar a ser ninguno de ellos.

Entonces sentí la mano del capitán Alatriste apoyarse en mi hombro.

—No permitas que te cojan vivo, hijo mío.

—Lo juro —respondí.

Sentí ganas de llorar, pero no de pena, ni de temor. Era una extraña y tranquila melancolía. A lo lejos, en la calma y el silencio absoluto del mar, resplandeció un relámpago, tan distante que su trueno no llegó hasta nosotros. Entonces, como si aquel quebrado zigzag de luz fuera una señal, sonó un redoble de tambor. Encaramado de pie en el coronamiento de popa de la
Caridad Negra
, junto al fanal y con el crucifijo en alto, fray Francisco Nistal alzó una mano y nos bendijo a todos; que descubriéndonos, puestos de rodillas, rezamos mientras llegaban, entrecortadas, las palabras del capellán:
In nomine… et filii… Amen
. Todavía estábamos arrodillados cuando, izando en la popa de la capitana el pendón real, en la de Malta la cruz argentada de ocho puntas y en la nuestra el lienzo blanco con la vieja aspa de San Andrés, cada galera afirmó su bandera con un toque de corneta.

—¡Ropa fuera! —ordenó el cómitre.

Después, en un silencio sobrecogedor, ocupamos nuestros puestos y empezóse a bogar hacia los turcos.

Seguía la tormenta silenciosa a lo lejos. El resplandor de los relámpagos quebraba el horizonte gris, con destellos en el agua plomiza y tranquila. En silencio también seguía la boga, aún reposada, con sólo el resollar de la chusma y el tintineo de las cadenas al ritmo de la palamenta. Se remaba a cuarteles, despacio, economizando fuerzas para el tramo final, y ni siquiera el cómitre usaba el silbato. íbamos callados, los ojos en las galeras turcas, cubiertos de hierro y a punto de guerra. Y a la mitad del recorrido, mientras nos desviábamos un poco hacia la zurda, la galera de Malta empezó a adelantarse por nuestra banda diestra. Desde muy cerca la vimos tomar la delantera, mosquetes, arcabuces y picas asomando tras los paveses, los remos entrando y saliendo del agua con ritmo preciso, las velas aferradas en las entenas bajas; y en la popa, donde habían abatido la tienda, frey Fulco Muntaner, su capitán, de pie y bien a la vista, coselete blanco con la sobreveste de tafetán rojo y la cruz, descubierta la cabeza, luenga la barba cana y espada en mano, rodeado por su gente de confianza: frey Juan de Mañas, de la lengua de Aragón e hijo de los condes de Bolea, frey Luciano Cánfora, de la lengua de Italia, y el caballero de caravana Ghislain Barrois, de la lengua de Provenza. A su paso, casi rozando nuestros remos y los suyos, el capitán Urdemalas saludó quitándose el sombrero. «Buena suerte», voceó. A lo que el viejo corsario de la Religión, tranquilo como si fuese a puerto y señalando displicente las ocho galeras turcas, se encogió de hombros mientras respondía, con su fuerte acento mallorquín: «Es poca ropa». Cuando la
Cruz de Rodas
nos rebasó del todo, tomando la cabeza de la línea, siguió la
Caridad Negra
al mismo ritmo de boga, el estandarte con las armas reales agitándose débilmente a popa, pues la única brisa era la que movía la nave en su remada. Así vimos adelantarnos a los vizcaínos que nos precederían en el ataque, saludándolos con manos, sombreros y cascos en alto. Iban el capitán Machín de Gorostiola y los suyos hoscos y callados, humeando mosquetes y arcabuces de proa a popa, y don Agustín Pimentel muy tieso y gallardo en la carroza, revestido con una armadura milanesa de mucho precio, un puño en el pomo de la espada y el morrión en manos de un paje, con la compostura que correspondía a su grado, a la nación, al rey y al Dios en cuyo nombre nos iban a hacer pedazos.

—Que la Virgen los ayude —murmuró alguien cerca.

—Que nos ayude a todos —dijo otro.

Ya remaban las tres galeras en fila, muy juntas, a espolón con fanal una de otra, mientras seguían flameando los relámpagos silenciosos sobre el mar quieto y plomizo. Yo estaba en mi puesto, entre el moro Gurriato y el encargado de manejar un pedrero de borda, que tenía en una mano el botafuego humeante y en la otra desgranaba las cuentas de un rosario mientras movía los labios. Quise tragar saliva, pero no tuve. El sorbo de arraquín y el vino aguado se me habían secado hacía rato en la garganta.

—¡Apretad la boga! —ordenó el capitán Urdemalas.

Decirlo, y pitar el cómitre, y restallar corbacho en espaldas de galeotes, todo fue uno. Intentando disimular la tensión de mis dedos, ceñí el pañuelo en torno a mi cabeza y me puse el capacete de acero, sujetándolo con el barbuquejo. Comprobé que podía soltar con facilidad las correas del peto en caso de caer al mar. Mis alpargatas con suela de esparto estaban bien anudadas en los tobillos, tenía en las manos el asta de media pica afilada como navaja, con el tercio superior ensebado, y al cinto mi espada del perrillo y la daga vizcaína. Respiré hondo varias veces. No había más que pedir, excepto que notaba en el estómago un hueco de a palmo. Desabrochándome los calzones, aunque con pocas ganas, oriné en el bacalar sin reparo de nadie, entre los remos que se movían acompasados, y casi todos los que estaban cerca me imitaron en el jarear. Eramos gente acuchillada.

—¡Todos al remo!… ¡Ahora! ¡Boga larga!

Sonó un cañonazo a proa y nos empinamos sobre las puntas de los pies para ver mejor. Las galeras turcas, cada vez más cerca y hasta entonces quietas, empezaban a moverse, hormigueando de turbantes, bonetes rojos, altos gorros jenízaros, almaizares, marlotas y jaiques de colores. Una nubecilla de humo blanco se elevó de la proa de la más próxima. Tras el estampido, su silencio se quebró con rebato de pífanos, chirimías y añafiles, y de las embarcaciones otomanas se elevaron los tres grandes gritos o voces con que esa gente suele animarse al degüello. Como respuesta, de la
Cruz de Rodas
llegaron tres secos cornetazos, seguidos por redoble de cajas y los gritos: «¡San Juan, San Juan!» y «¡Acordaos de San Telmo!».

—Allá va la Religión —dijo un soldado viejo.

Un rosario de fogonazos y saetas surgió de las galeras turcas: cañones y moyanas de proa empezaban a disparar sobre la de Malta, con balas sueltas que venían hacia nosotros y pasaban sobre nuestras cabezas. A lo largo de la crujía, cómitre, sotacómitre y alguacil corrían de proa a popa, desollando chusma a corbachazos.

—¡Boga arrancada! —aulló el capitán Urdemalas—. ¡Remad a muerte, hijos!

El humo crecía por momentos mientras se multiplicaban los escopetazos y las flechas turcas cruzaban el aire zumbando en todas direcciones. Las naves enemigas cerraban sobre nuestra cabeza de fila, seguros ya sus arraeces de la intentona. Y así vimos cómo la
Cruz de Rodas
penetraba impávida en la humareda, embistiendo entre las dos galeras más próximas, con tal decisión que oímos el crujido de tablazón y remos al romperse. La siguió nuestra capitana desviándose a la banda siniestra —oíamos delante a Machín de Gorostiola y sus vizcaínos vocear «¡Santiago!
¡Ekin, ekin!
¡España y Santiago!»— y la
Mulata
le fue detrás, entre el estruendo del combate y el griterío de los hombres que luchaban por sus vidas.

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