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Authors: Clemente Palma

Tags: #Clásico, Cuento, Fantástico

Cuentos malévolos (8 page)

BOOK: Cuentos malévolos
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—Esos parientes son unos estúpidos que tienen la chifladura de la pureza de la sangre.

Me lo decía en esperanto, que es el idioma universal. Yo, a pesar de ser mestizo de afgán, a pesar de mi color bronceado, sentía en el fondo de mi sangre el aristocrático orgullo y el amor a la belleza de esas razas añejas que la ola asiática envolvió y anonadó para siempre; y aplaudía íntimamente el aislamiento de esa rama que había ido a esconder, en oculta cueva o inexpugnable montaña, los últimos rezagos de su estirpe. ¡Pobres pueblos europeos! Un tiempo fueron formados por razas viriles y dominadoras, cuyas energías, en constante acción, se desgastaron y decayeron rápidamente: ése fue el momento en que la raza amarilla invadió el mundo, como un alud gigantesco se amalgamó, se fundió con las razas vencidas y extinguió para una eternidad el espíritu antiguo. Todo lo que habían progresado las ciencias, habían retrocedido las artes, pero no hacia Grecia sino hacia la caverna del troglodita o al kraal de la tribu salvaje. En ese cataclismo de los bellos ideales y de las bellas formas substituidos por nociones utilitarias y concepciones monstruosas, sólo en uno que otro espíritu retrógrado, como el mío, había un regreso psicológico a las nociones antiguas, un sentido estético añejo, un salto atrás en el gusto por los ideales y las formas que la ola de sangre infecta había sumergido en el olvido. Tenía la obsesión de buscar por todas las regiones de la tierra la rama perdida o ignorada de mi ascendencia latina, en donde aún se conservaban los rasgos de la antigua belleza. Sentía vivo, avasallador deseo de contemplar una de esas cabezas rubias, que sólo podía ver en los grabados de algunos libros de la biblioteca de curiosidades de Tombuctú; pero debo declarar, en honor de la verdad, que gran parte de mi afán era debido al deseo de realizar el experimento de alquimia que había de hacerme uno de los hombres más ricos.

Una mañana me lancé por los aires en mi aeroplano, llevando buena provisión de
carnalina
o esencia de carne,
legumina
, aire líquido, etc., todo lo que necesitaba para proveer a mi vida durante un mes. Crucé e investigué prolijamente las serranías y valles de Afganistán y la Tartaria, las islas de la Polinesia, las selvas y cordilleras de la América austral, todos los vericuetos de la accidentada Islandia: en todas partes encontraba la maldita raza amarilla que había inficionado a la mía, y se había extendido sobre el mundo como una mancha de aceite. En la gran ciudad de Upernawick, fue donde encontré la primera huella de esa familia que yo buscaba. Por los vetustos papeles de la familia sabía que mis antecesores europeos se llamaban Houlot. En un paradero aéreo de Upernawick oí en el libro
fónico
de pasajeros este nombre pronunciado por una voz extraña. En varios paraderos oí la misma palabra. Y aun en un hotel más adelantado vi, en el espejo
fotogenófono
en que se inscriben la imagen y la voz de los pasajeros, vi, repito, la figura de un hombre de unos cincuenta años y de dos mujeres, y oí, al tocar el registro, lo siguiente: «Jean Houlot, mujer e hija (esto en esperanto), últimos vástagos de la raza gala (esto en francés), pasaron por aquí el 18 de marzo de 3028, con dirección a cabo Kane, orillas del mar Paleochrístico, 87 paralelo». Me puse loco de contento y al día siguiente, a primera hora, me dirigí al lugar indicado, a donde llegué cuatro horas después.

En la puerta de una casucha embadurnada de sulfuro de radio, que la hacía en extremo fosforescente, había un hombre cuyo rostro era el que yo contemplé en el espejo-registro del hotel. Yo había aprendido tres lenguas muertas: el español, el latín y el francés. Me acerqué al solitario individuo y le dije en este último idioma:

—Señor Houlot, vos sois mi tío, y vengo desde Tombuctú, sólo por conoceros y saludar en vos al último vástago de nuestra gloriosa y malograda raza.

—Bien venido seas… sobrino —me respondió, con aire huraño y desconfiado—. Ya me conoces… pero dime, pues si eres de mi raza lo disimulas, ¿por qué tu rostro es bronceado?

—Mi padre es afgán; mi madre era una Houlot. Cifro todo mi orgullo en la porción de sangre materna que corre por mis venas. Dejadme, tío, vivir cerca de vos para que seamos los últimos jirones de esa raza que muere con nosotros.

—¡Bah!… no reflexionas que ya en tu sangre hay la mancha asiática.

—¡Oh, tío!, pero conservo sin mancha el espíritu de vuestra raza.

—Bueno, quédate si quieres… pero te advierto que en mi casa no hay sitio para ti.

Y me quedé efectivamente. Hice que unos samoyedos me construyeran una casa a unas cincuenta leguas, o sea tres cuartos de hora de viaje en aeroplano. Houlot era muy pobre y yo continuamente le hacía obsequios valiosos de carnalita y oxígeno para calentarse, pues el frío que hacía encima del 85 paralelo era terrible, y se sentía debajo de las pieles de oso y de foca que vestíamos, dejando al descubierto las facciones solamente. Houlot y yo llegamos a intimar, y se admiraba de que siendo yo rico sacrificara mi bienestar en los países del Sur por mera fantasía. Houlot era muy avaro y exageraba su pobreza para explotarme a su gusto. Un día, a pesar de sus precauciones, nos encontramos su hija y yo sobre un témpano. Era una joven de unos 25 años, blanca, pálida, de aspecto enfermizo, de ojos y sonrisas picarescos y con algo de esa belleza perdida que yo había contemplado en las estampas de Tombuctú.

Desde ese día nos amamos locamente al parecer: durante tres meses nos vimos en el mismo sitio y a la misma hora. ¡Cuánto hablamos de amor, iluminados por la luz violácea de la aurora boreal! Y, sin embargo, yo no sabía si era rubia: nunca había visto sus cabellos, pues su vestido de piel de zorro azul, sólo permitía verla el rostro y las manos.

—¡Oh, si fueras rubia, hermosa niña, te amaría más si cabe, te adoraría con delirio y… harías mi fortuna!

—Rubia soy —me respondió con adorable mohín de picardía.

Poco después salimos Houlot y yo a coger morsas en un banco de hielo, situado a 68 leguas más al Norte, y durante el camino aproveché esta circunstancia para exponer mis pretensiones sobre mi prima.

—Mi buen tío, es probable que jamás encontréis, para marido de vuestra Suzón, un hombre de su raza. Yo la amo y soy correspondido. Concedédmela, que al fin y al cabo de vuestra raza soy.

—Tú no eres sino un mestizo infame… Primero os mataré a ambos que consentir en esa unión que ha de mancillar el último resto de sangre noble que hay sobre la tierra. Ruin asiático, ruin asiático… —murmuraba enfurecido.

Yo, que conocía la avaricia de mi tío, no hice caso de sus injurias y añadí:

—Estoy en posesión de un secreto industrial que me hará riquísimo. Si me concedéis a Suzón, os haré mi socio, y os daré un tercio de mi fortuna actual y de la futura.

Mi tío se ablandó; a poco accedió y al fin quedó convenido en que Suzón y yo nos casaríamos dentro de seis meses.

Al mes siguiente nos dirigimos a Terranova a pasar el verano. Poco después de nuestra llegada, pedí a mi novia un rizo de sus cabellos. Suzón se sonrío: quitose la toca de piel y expuso ante mis ojos una hermosa cabellera rubia como ámbar.

—Escógelo tú…

Caí extasiado de rodillas, y con mano temblorosa escogí diez o doce hebras, que guardé cuidadosamente en mi cartera.

En una habitación tenía preparados mis matraces y retortas. Bajé a la cueva e hice con los cabellos de Suzón las preparaciones convenientes, con estricta observancia de la fórmula alquimista. Cuando saqué en la época oportuna el matraz, estaba éste tan empañado y cubierto de mitro, que no podía verse el interior. Lleno de impaciencia vacié el contenido: era un polvillo rojizo entremezclado de cristalitos de sal marina y pedacillos de resina. En medio de todo estaban unas cuantas hebras de cabello negruzco y sin lustre. De oro no había el menor rastro. Quedé profundamente desconsolado y caviloso. Fui a casa de Suzón para pedirle nuevamente cabello, y repetir la experiencia con mayores precauciones. Entré, y no encontrando al viejo tío en la casa, llegué de puntillas hasta el tocador de Suzón. Ella estaba de espaldas a la puerta con la cabeza sumergida en una jofaina.

—Padre —dijo al sentir mis pasos.

—No es tu padre, soy yo —contesté cariñosamente.

Suzón dio un grito de sorpresa y se volvió: sus cabellos goteaban un agua de color indefinible.

—¡Ah, pícaro, me has sorprendido!

—Si… perdóname… pero ¿qué agua verdusca es ésa?…

—Eso es… ¡Bah! ¿Por qué no decírtelo, si no es un crimen? ¿No me dijiste que me amarías con delirio si yo fuese rubia?…

—Sí, ¿y qué? —respondí pálido, con el rostro contraído por la rabia, pues comenzaba a comprender.

—Que todas las mañanas me tiño el cabello para que me quieras más —contestó, y con cariñosa coquetería me tendió los brazos húmedos al cuello.

Yo sentí como si me hubieran dado un hachazo. Y, rechazándola violentamente, exclamé vibrante de cólera:

—¡Bestia! ¡Lo que yo amaba en ti era a la rubia auténtica, a la última rubia, a la que murió con tu abuela!…

Y, sin perder más tiempo, regresé a Tombuctú, donde revisando mejor los papeles de familia he venido a saber que allá por los años 2222, un Houlot había ejercido en Iquitos (gran ciudad de 2.500.000 habitantes, en la Confederación Sud-Americana), la profesión de peluquero perfumista y tintorista de cabelleras.

Probablemente no volverá a existir oro en el mundo, y más probablemente aún, tendré que casarme en Tombuctú con alguna joven de ojillos oblicuos, tez amarillenta y cabellos negros e hirsutos.

El hijo pródigo

A don Miguel de Unamuno

Néstor, el pintor Néstor, tan conocido por sus extravagancias, nos refirió un día en su taller la idea que había concebido para pintar un gran cuadro,
El hijo pródigo
, que fue excomulgado y, sin embargo, obtuvo un gran éxito por la maestría en la ejecución, la novedad y rareza de la factura, y, sobre todo, por la extravagancia o humorismo de la composición, que agradó hasta el entusiasmo a los
exquisitos
del arte, a los
gourmets
del ideal, a los hijos trastornados de este
fin de siècle
que, fríos e impasibles ante los lienzos del periodo glorioso del arte, vibran de emoción ante las coloraciones exóticas, los simbolismos extrañamente sugestivos, las figuras pérfidas, las carnes mórbida y voluptuosamente malignas, los claroscuros enigmáticos, las luces grises o biliosas y las sombras fosforescentes, en una palabra, ante todo lo que significa una novedad, una impulsión será que mortifique el pensamiento y sacuda violentamente nuestro ya gastado mecanismo nervioso. Y de todo esto había en
El hijo pródigo
.

Figuraos que el hijo pródigo era, ni más ni menos, Luzbel, el Ángel Caído, el Maligno, cuyas maldades provocaron la cólera del Padre Eterno y el terror y la execración de la Humanidad; ese Maligno, que llevó visiones infamemente voluptuosas a los ojos del anciano San Antonio en su retiro de la Tebaida, que enciende las malas pasiones de las hombres y atiza en el alma de las mujeres las pequeñas perfidias y las bajas que turba los cerebros, que juega inicuamente con los nervios y produce las exacerbaciones más concupiscentes, las irritaciones más libidinosas.

Sólo un loco, un desarreglado, podía tener la idea de hacer de Satán el protagonista simpático de un cuadro; sólo un desequilibrado, un neurótico podría tener la idea de arrancar al Rebelde de su mansión detestable para conducirle al cielo, interesante y hermoso, con los mágicos recursos del colorido y de la expresión.

Néstor nos mostró infinidad de bocetos de su cuadro y fragmentos en los que estudiaba una actitud, la expresión de una faz o un detalle importante. Repito, la idea era execrable, diabólica. ¡Luzbel redimido!, ¡Luzbel regresando al Cielo!, ¡Luzbel, como el hijo pródigo, volviendo al seno de su padre! ¡Qué horror! Bien hizo Su Ilustrísima en conceder Néstor el triste honor de ver excomulgado su cuadro. Lo que no obstó para que fuera de una ejecución maravillosa.

He aquí cómo nos
historió
Néstor su cuadro, que encerraba una teología infernal. ¡Nos horrorizó!…

* * *

Siempre he creído que Luzbel será algún día rehabilitado y conducido en hombros al Cielo por la Humanidad. Durante miles de siglos ha vivido desterrado de la gloria, y su sitio, a la diestra de Dios Padre, ha sido indebidamente ocupado por alguien que representa un principio inferior (la humildad, la mansedumbre indudablemente significan fuerzas pasivas, inferiores las fuerzas activas de la rebeldía y el orgullo), por alguien que no ha cumplido sus ofertas de felicidad y salvación, por alguien que tuvo la vanidad de creer que con su altruismo evangélico podría hacer una revolución moral que arrancara a la Humanidad del mal, rompiendo los lazos que la unían a las manos de Luzbel. No cumplió: el triunfo de sus doctrinas fue aparente. Jesús reinó, pero no dominó, desgraciadamente… ¿Por qué? Fue una simple cuestión de estrategia filosófica y más que filosófica, fisiológica. El ángel caído aceptó la lucha y con la lucha ha crecido su poder. Jesús subió a las cumbres luminosas del alma, coronó las alturas de la vida moral; Luzbel descendió a los sombríos misterios de la carne, a los rojos abismos de la sangre, a los intrincados laberintos de los nervios, y con esta astuta estrategia pudo manejar los verdaderos y ocultos resortes de la vida. No importa que la filosofía evangélica de la caridad alumbre vivamente desde el Calvario los sistemas éticos más grandes de la Moral moderna. ¿Qué importa que el caudaloso río de la moral cristiana envuelva entre sus aguas el pensamiento moderno? No; lo que importa es ese hilito de agua corrosiva que tiene sus fuentes en la carne, se ramifica por todos los filetes nerviosos y remata en los sentidos; lo que importan no son los grandes sistemas filosóficos, no; son esos pequeñitos móviles, esas pequeñitas y sucesivas aspiraciones, esos pequeñitos deseos, esos pequeñitos ideales, esos pequeñitos instintos, esas pequeñitas voliciones, esos pequeñitos actos sin trascendencia aparente, en una palabra, todo aquello que no tiene fuerza cohesiva para formar un sistema filosófico, un cuerpo de especulaciones, porque fluctúa entre la lucubración abstracta, la sensación deleitable y la pasión instintiva. Y, sin embargo, todo eso constituye la filosofía íntima, la filosofía de cada uno, la filosofía activa, la filosofía sin palabras, la filosofía inconsciente. Eso es lo que maneja Luzbel. Ese arroyito nervioso es el Océano turbulento que boga, con la proa al Infierno, la triunfadora flota de Satán. Desde allí reina y domina con todo el imperio de un emperador absoluto, a pesar de la religión y de las doctrinas de los moralistas; desde allí es el verdadero padre y señor de los cuerpos y de las almas todas, aunque éstas se cubran con la blanca veste de la milicia cristiana; de allí imprime en todos los hombres la huella de su formidable garra… En vano la caridad, el ascetismo y la fe, en vano; en vano la pugna del espíritu para escapar a la caricia de esa mano candente: nada, ni los santos escaparon. Al que fue casto, tentó el orgullo; al caritativo, la gula; al severo moralista adormeció la indolencia física: al incendiado por la fe más ardiente, manchó la ira ciega la intransigencia apasionada, y en casi todos hizo Luzbel fulgurar la purpúrea llama de la sensualidad, que chispeaba bien como extravío, locura o debilidad de las carnes mortificadas, maceradas, aniquiladas por la penitencia, el tormento o el ayuno; bien como una incontenible efervescencia como una gran palpitación de la vida en los cuerpos robustos. Todos, todo con esclavos del pecado físico o ideológico, todos vasallos de Luzbel, aunque el pensamiento se eleve por las regiones celestiales, aunque las almas se alleguen en las claridades prístinas de la contemplación mística o se sumerjan en las misteriosas penumbras de la metafísica teológica. ¡Oh, la pureza de pecado, la emancipación del vasallaje satánico es imposible! ¡Entre la Pureza y nosotros está, interceptando las radiaciones divinas, la enorme ala abierta del Rebelde triunfante!…

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