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Authors: Emily Brontë

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

Cumbres borrascosas (3 page)

BOOK: Cumbres borrascosas
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—Bueno, pues entonces, ¡así el espíritu de ese hombre te persiga hasta tu muerte, y así el señor Heathcliff no encuentre otro inquilino para su «Granja» hasta que ésta se caiga a pedazos! —dijo ella con malignidad.

—¡Está echando maldiciones! —murmuró José, hacia quien yo me dirigía en aquel momento.

El viejo estaba sentado y ordeñaba las vacas a la luz de una linterna. Se la quité y diciéndole que se la devolvería al día siguiente, me precipité hacia una de las puertas.

—¡Señor, señor, me ha robado la linterna! —gritó el viejo corriendo detrás de mí—.
¡Gruñón, Lobo!
¡Duro con él!

Cuando yo abría la puertecilla a la que me había dirigido, dos peludos monstruos se arrojaron a mi garganta, haciéndome caer. La luz se apagó. Mi humillación y mi ira llegaron al paroxismo. Afortunadamente, los animales se contentaban con arañar el suelo, abrir las fauces y mover las colas. Pero no me permitían levantarme, y hube de permanecer en el suelo hasta que a sus villanos dueños se les antojó. Cuando estuve de pie, conminé a aquellos miserables a que me dejasen salir, haciéndoles responsables de lo que sucediera si no me atendían, y lanzándoles apóstrofes que en su desordenada violencia evocaban los del rey Lear.

En mi exaltación nerviosa, comencé a sangrar por la nariz. Heathcliff seguía riendo y yo gritando. No sé cómo hubiera terminado todo aquello, a no haber intervenido una persona más serena que yo y más bondadosa que Heathcliff. Zillah, la robusta ama de llaves, apareció para ver lo que sucedía. Y, suponiendo que alguien me había agredido, y no osando increpar a su amo, dirigió los tiros de su artillería verbal contra el mozo.

—No comprendo, señor Earnshaw —exclamó—, qué resentimientos tiene usted contra ese semejante suyo. ¿Va usted a asesinar a las gentes en la propia puerta de su casa? ¡Nunca podré estar a gusto aquí! ¡Pobre muchacho! Está a punto de ahogarse. ¡Chist, chist! No puede usted irse en ese estado. Venga, que voy a curarle. Quieto, quieto…

Mientras hablaba así, me vertió sobre la nuca un recipiente lleno de agua helada, y luego me hizo pasar a la cocina. El señor Heathcliff, vuelto a su habitual estado de mal humor después de su explosión de regocijo, nos seguía.

El desmayo que yo sentía como secuela de todo lo sucedido me obligó a aceptar alojamiento entre aquellos muros. Heathcliff mandó a Zillah que me diese un vaso de aguardiente, y entró en una habitación interior. La criada, después de traerme la bebida, que me entonó mucho, me condujo a un dormitorio.

Capítulo tres

Cuando la sirvienta me precedía por las escaleras, me aconsejó que tapase la bujía y procurase no hacer ruido, porque su amo tenía ideas extrañas acerca del cuarto donde ella iba a instalarme, y no le agradaba que nadie durmiese en él. Le pregunté los motivos, pero me contestó que sólo llevaba en la casa dos años, y que había visto tantas cosas raras, que ya no le quedaban ganas de curiosidades.

En lo que me concernía, la estupefacción no me dejaba lugar a la curiosidad. Cerré, pues, la puerta y busqué el lecho. Los muebles se reducían a una percha, una silla y una enorme caja de roble, con aberturas laterales a manera de ventanillas. Me aproximé a tan extraño mueble, y me cercioré de que se trataba de una especie de lecho antiguo, sin duda destinado a suplir la falta de una habitación separada para cada miembro de la familia. Formaba de por sí una pequeña habitación, y el alféizar de la ventana, contra cuya pared estaba arrimado el lecho, hacía las veces de mesilla.

Hice correr una de las tablas laterales, entré llevando la luz, cerré y sentí la impresión de que me hallaba a cubierto de la vigilancia de Heathcliff o de otro cualquiera de los habitantes de la casa.

Deposité la bujía en el alféizar de la ventana. Había allí, en un ángulo, varios libros polvorientos, y la pared estaba cubierta de escritos que habían sido trazados raspando la pintura. Aquellos escritos se reducían a un nombre: «Catalina Earnshaw», repetido una vez y otra en letras de toda clase de tamaños. Pero el apellido variaba a veces, y en vez de «Catalina Earnshaw», se leía en algunos sitios «Catalina Heathcliff» o «Catalina Linton».

Sintiéndome muy cansado, apoyé la cabeza contra la ventana y empecé a murmurar: «Catalina Earnshaw, Heathcliff, Linton…». Los ojos se me cerraron, y antes de cinco minutos creí ver alzarse en la oscuridad una multitud de letras blancas, como lívidos espectros. El aire parecía lleno de «Catalinas». Me incorporé, esperando alejar así aquel nombre que acudía a mi cerebro como un intruso, y entonces vi que el pabilo de la bujía había caído sobre uno de los viejos libros, cuya cubierta empezaba a chamuscarse saturando el ambiente de un fuerte olor a piel de becerro quemada. Me apresuré a apagarlo, y me senté. Sentía frío y un ligero mareo. Cogí el tomo chamuscado por la vela y lo hojeé. Era una vieja Biblia, que olía a apolillado, y sobre una de cuyas hojas, que estaba suelta, leí: «Este libro es de Catalina Earnshaw» y una fecha de veinticinco años atrás. Cerré el volumen, y cogí otro y luego varios más. La biblioteca de Catalina era escogida, y lo estropeados que estaban los tomos demostraba que habían sido muy usados, aunque no siempre para los fines propios de un libro. Los márgenes blancos de cada hoja estaban cubiertos de comentarios manuscritos, algunos de los cuales constituían sentencias aisladas. Otros eran, al parecer, retazos de un diario mal pergeñado por la torpe mano de un niño. Encabezando una página sin imprimir, descubrí, no sin regocijo, una magnífica caricatura de José, diseñada burdamente, pero con enérgicos trazos. Sentí un vivo interés hacia aquella desconocida Catalina, y traté de descifrar los jeroglíficos de su letra.

«¡Qué domingo tan malo! —decía uno de los párrafos—. ¡Cuánto daría porque papá estuviera aquí…! Hindley le sustituye muy mal y se porta atrozmente con Heathcliff. H. y yo vamos a tener que rebelarnos: esta tarde comenzamos a hacerlo…

»En todo el día no dejó de llover. No pudimos ir a la iglesia, y José nos reunió en el desván. Mientras Hindley y su mujer permanecían abajo sentados junto a la lumbre —estoy segura de que, aunque hiciesen algo más, no por ello dejarían de leer sus Biblias— a Heathcliff, a mí y al desdichado mozo de mulas nos ordenaron que cogiésemos los devocionarios y subiésemos. Nos hicieron sentar en un saco de trigo, y José inició su sermón, que yo esperaba que abreviase a causa del frío que se sentía allí. Pero mi esperanza resultó fallida. El sermón duró tres horas justas, y, sin embargo, mi hermano, al vernos bajar, aún tuvo la desfachatez de decir: “¿Cómo habéis terminado tan pronto?” Durante las tardes de los domingos nos dejan jugar pero cualquier pequeñez, una simple risa, es motivo para que nos pongan castigados en un rincón oscuro.

»—Os olvidáis de que aquí hay un jefe —suele decir el tirano—. Al que me saque de mis casillas, le aplasto. Quiero seriedad y silencio absoluto. ¡Chico! ¿Has sido tú? Querida Francisca: tírale de los pelos; le he oído castañetear los dedos”. Francisca le tiró del pelo con todas sus fuerzas. Luego se sentó en las rodillas de su esposo, y los dos empezaron a hacer niñerías, besándose y diciéndose estupideces. Entonces nosotros nos acomodamos, como Dios nos dio a entender, en el hueco que forma el aparador. Colgué nuestros delantales ante nosotros como si fueran una cortina, pero apenas lo había hecho, cuando llegó José, deshizo mi obra, y pegándome una bofetada, sermoneó:

»—El amo recién enterrado, domingo como es, y las palabras del Evangelio resonando todavía en vuestros oídos, ¡y ya os ponéis a jugar! ¿No os da vergüenza? Sentaos, niños malos, y leed libros piadosos, que os ayuden a pensar en la salvación de vuestras almas.

»Mientras nos hablaba, nos tiró sobre las rodillas unos viejos libros y nos obligó a sentarnos de manera que un rayo de la claridad del hogar nos alumbrase en nuestra lectura. Yo no pude soportar tal ocupación que querían darnos. Cogí el libro y lo arrojé donde estaban los perros, diciendo que tenía odio a los libros piadosos. Heathcliff hizo lo mismo con el suyo, y entonces empezó el jaleo.

»—¡Señor Hindley, mire! —gritó José—. La señorita Catalina ha roto las tapas de
La armadura de salvación
y Heathcliff ha golpeado con el pie la primera parte de
El camino de perdición
. No es posible dejarles seguir siendo así. ¡Oh! El difunto señor les hubiera dado lo que se merecen. ¡Pero cómo nos falta!

»Hindley se lanzó sobre nosotros, nos cogió a uno por el cuello y a otro por el brazo, y nos echó a la cocina. Allí José nos aseguró que el diablo vendría a buscarnos con toda certeza y nos obligó a sentarnos en distintos lugares, donde hubimos de permanecer, separados, esperando el advenimiento del prometido personaje. Yo cogí este libro y un tintero que había en un estante, y abrí un poco la puerta para tener luz y poder escribir, pero mi compañero, al cabo de veinte minutos, sintió tanta impaciencia, que me propuso apoderarnos del mantón de la criada y, tapándonos con él, ir a dar una vuelta por los pantanos. ¡Qué buena idea! Así, si viene ese malvado viejo, creerá que su amenaza del diablo se ha realizado, y entretanto nosotros estaremos fuera, y creo que no peor que aquí, a pesar del viento y de la lluvia».

El plan de Catalina debió realizarse, porque el siguiente comentario variaba de tema, y adquiría tono de lamentación.

«¡Qué poco podía yo suponer que Hindley me hiciera llorar tanto! Me duele la cabeza hasta el punto de que no puedo ni ponerla sobre la almohada. ¡Pobre Heathcliff! Hindley le llama vagabundo, y ya no le deja comer con nosotros ni siquiera sentarse a nuestro lado. Dice que no volveremos a jugar juntos, y le amenaza con echarle de casa si le desobedece. Hasta ha censurado a papá por haber tratado a Heathcliff demasiado bien, y jura que volverá a ponerle en el lugar que le corresponde».

Yo me sentía ya medio dormido, y mis ojos iban del manuscrito de Catalina al texto impreso. Percibí un título grabado en rojo con florituras, que decía: «Setenta veces siete y el primero de los Setenta y uno. Sermón predicado por el reverendo padre Jabes Branderham en la iglesia de Gimmerden Sough». Y me dormí meditando maquinalmente en lo que diría el reverendo pastor sobre el tema.

Pero la mala calidad del té y la destemplanza que tenía me hicieron pasar una noche horrible. Soñé que era ya por la mañana y que regresaba a mi casa guiado por José. El camino estaba cubierto de nieve, y cada vez que yo daba un tropezón, mi acompañante me amonestaba por no haber tomado un báculo de peregrino, afirmándome que sin tal adminículo nunca conseguirla regresar a mi casa, y enseñándome a la vez jactanciosamente un grueso garrote que él consideraba, al parecer, como báculo. Al principio, me parecía absurdo suponer que me fuera necesaria para entrar en casa semejante cosa. De improviso una idea me iluminó el cerebro. No íbamos a casa, sino que nos dirigíamos a escuchar el sermón del padre Branderham sobre los «Setenta veces siete», en cuyo curso no sé si José, el predicador o yo, debíamos ser sacados a pública vergüenza y privados de la comunión de los fieles.

Llegamos a la iglesia, ante la que yo, en realidad, he pasado dos o tres veces. Está situada en una hondonada entre dos colinas, junto a un pantano, cuyo fango, según voz popular, tiene la propiedad de momificar los cadáveres. El tejado de la iglesia se ha conservado intacto hasta ahora, mas hay pocos clérigos que quieran encargarse de aquel curato, ya que el sueldo es sólo de veinte libras anuales, y la rectoral consiste únicamente en dos habitaciones, sin vislumbre alguno, por ende, de que los fieles contribuyan a las necesidades de su pastor con la adición de un solo penique. Mas en mi sueño una abundante concurrencia escuchaba a Jabes, quien predicaba un sermón dividido en cuatrocientas noventa partes, dedicada cada una a un pecado distinto. Lo que no puedo decir es de dónde había sacado tantos pecados el reverendo. Eran, por supuesto, de los géneros más extravagantes, y tales como yo no hubiera podido figurármelos jamás.

¡Oh, qué pesadilla! Yo me caía de sueño, bostezaba, daba cabezadas, y volvía a despejarme. Me pellizcaba, me frotaba los párpados, me levantaba y me volvía a sentar, y a veces tocaba a José para preguntarle cuándo iba a acabar aquel sermón. Pero tuve que escucharlo hasta el fin. Cuando llegó al «primero de los setenta y uno», acudió a mi cerebro una súbita idea: levantarme y acusar a Jabes Branderham como el cometedor del pecado imperdonable. «Padre —exclamé—: sentado entre estas cuatro paredes he aguantado y perdonado las cuatrocientas novena divisiones de su sermón. Setenta veces siete cogí el sombrero para marcharme, y setenta veces siete me ha obligado usted a volverme a sentar. Una vez más es excesiva. Hermanos de martirio: ¡duro con él! Arrastradle y despedazadle en partículas tan pequeñas, que no vuelvan a encontrarse ni indicios de su existencia!».

«Tú eres el réprobo —gritó Jabes, después de un silencio solemne—: Setenta veces siete te he visto hacer gestos y bostezar. Setenta veces siete consulté mi conciencia y encontré que todo ello merecía perdón. Pero el primer pecado de los setenta y uno ha sido cometido ahora, y esto es imperdonable. Hermanos: ejecutad en él lo que está escrito. ¡Honor a todos los santos!».

Emitida esta orden, los concurrentes enarbolaron sus báculos de peregrino y se arrojaron sobre mí. Al verme desarmado, entablé una lucha con José, que fue el primero en acometerme, para quitarle su garrote. Se cruzaron muchos palos, y algunos golpes destinados a mí cayeron sobre otras cabezas. Todos se apaleaban unos a otros y el templo retumbaba al son de los golpes. Branderham asestaba fuertes puñetazos en el borde del púlpito, y tan vehementes fueron, que acabaron por despertarme. Comprobé que lo que me había sugerido tal tumulto era la rama de un abeto que batía contra los cristales de la ventana cada vez que la agitaba el viento. Volví a dormirme, y soñé cosas todavía más odiosas.

Recordé que descansaba en una caja de madera y que el viento y las ramas de un árbol golpeaban la ventana. Tanto me molestaba el ruido, que, en sueños, me levanté y traté de abrir el postigo. No lo conseguí, porque la falleba estaba soldada, y entonces rompí el cristal de un puñetazo y saqué la mano para separar la molesta rama. Mas, en lugar de ella, sentí el contacto de una manecita helada. Me poseyó un intenso terror, y quise retirar el brazo, pero la manecita me aferraba mientras una voz insistía:

—¡Déjame entrar, déjame entrar!

—¿Quién eres? —pregunté pugnando por soltarme.

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