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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

El águila emprende el vuelo (6 page)

BOOK: El águila emprende el vuelo
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Aquello tenía sentido y, sin embargo, había aprendido que en aquel juego nunca había que dar nada por sentado—. Hábleme de su primo.

—¿Qué puedo decirle que el general no sepa ya? Los padres de José murieron durante la epidemia de gripe que se desató después de la Primera Guerra Mundial. Mis padres lo educaron. Éramos como hermanos. Fuimos juntos a estudiar a la universidad de Madrid. Durante la guerra civil combatimos en el mismo regimiento. Tiene un año más que yo, treinta y tres.

—No está casado y usted sí lo está —dijo Schellenberg—. ¿Tiene él alguna amiguita en Londres?

—Resulta que los gustos de José no se inclinan por las mujeres, general —contestó Rivera extendiendo las manos.

—Comprendo.

Schellenberg guardó silencio, reflexionando un momento. No tenía nada en contra de los homosexuales, pero esa clase de personas eran susceptibles al chantaje y ésa era una debilidad para cualquiera que estuviese involucrado en tareas de inteligencia. En consecuencia, un punto en contra de Vargas.

—¿Conoce usted Londres? —preguntó.

—Serví allí, en la embajada —«asintió Rivera—, Estuve un año, en el treinta y nueve, junto con José. Dejé a mi esposa en Madrid.

—Yo también conozco Londres —dijo Schellenberg—, Hábleme del estilo de vida de su primo. ¿Vive en la embajada?

—Oficialmente, sí, general, pero dispone de un pequeño apartamento, para sus asuntos privados. Un pisito, como lo. llaman los ingleses. Aceptó un contrato de arrendamiento por siete años cuando yo estaba allí, de modo que aún debe seguir ocupándolo.

—¿Y dónde está situado?

—En Stanley Mews, muy cerca de la abadía de Westminster.

—Y muy conveniente para las cámaras del Parlamento. Una buena dirección. Estoy impresionado.

—A José siempre le gustó lo mejor.

—Eso es algo que hay que pagar. —Schellenberg se levantó y se acercó a la ventana. Estaba nevando ligeramente—. ¿Es de confianza ese primo suyo? ¿Ha tenido tratos alguna vez con nuestros amigos británicos?

Rivera pareció estar asombrado.

—General Schellenberg, le aseguro que José, como yo, es un buen fascista. Combatimos juntos con el general Franco en la guerra civil y…

—Está bien. Sólo quería dejar clara esa cuestión. Y ahora escúcheme con mucha atención. Es posible que decidamos intentar un rescate del coronel Steiner.

—¿De la Torre de Londres, señor? —preguntó Rivera con los ojos muy abiertos.

—En mi opinión, lo trasladarán pronto a algún otro lugar seguro. Hasta es posible que ya lo hayan hecho así. Le enviará hoy mismo un mensaje a su primo pidiéndole toda la información posible.

—Desde luego, general.

—Muy bien, póngase a trabajar entonces. —Cuando Rivera llegó ante la puerta, Schellenberg añadió—: Como comprenderá, no necesito decirle que, si se filtrara una sola palabra de lo que se ha dicho aquí, usted, amigo mío, terminaría en el fondo del río Spree, y su primo en el Támesis. Le puedo asegurar que poseo un brazo extraordinariamente largo.

—Por favor, general —empezó a protestar Rivera de nuevo.

—Ahórreme toda esa cháchara sobre lo buen fascista que es usted. Limítese a pensar en lo generoso que yo puedo llegar a ser. Esa será una base mucho más saludable sobre la que cimentar nuestras relaciones.

Rivera se marchó y Schellenberg telefoneó pidiendo su coche. Poco después, se puso el abrigo y abandonó el despacho.

El almirante Wilhelm Canaris tenía cincuenta y seis años. Había sido un destacado capitán de submarino durante la Primera Guerra Mundial, dirigía el Abwehr desde 1935 y, a pesar de ser un alemán leal, siempre se había sentido incómodo con el nacionalsocialismo. Aunque se oponía a cualquier plan para asesinar a Hitler, estaba implicado desde hacía varios años en el movimiento alemán de resistencia, recorriendo un camino peligroso que finalmente le condujo a su caída y muerte.

Aquella mañana, mientras cabalgaba a lo largo de la orilla, entre los árboles del Tiergarten, los cascos de su caballo levantaban la nieve en polvo, y ese sonido le llenaba de una feroz alegría. Los dos dachshunds que le acompañaban a todas partes le seguían con una velocidad sorprendente. Vio a Schellenberg de pie junto a su Mercedes, lo saludó con un gesto de la mano y se volvió hacia él.

—Buenos días, Walter. Debería estar conmigo.

—No esta mañana —le dijo Schellenberg—. Estoy a punto de emprender uno de mis viajes.

Canaris desmontó y el conductor de Schellenberg le sostuvo las riendas del caballo. Canaris le ofreció un cigarrillo a Schellenberg y ambos se dirigieron hacia un parapeto desde el que se dominaba el lago.

—¿Algo interesante? —preguntó Canaris.

—No, sólo cuestión de rutina —contestó Schellenberg.

—Vamos, Walter, suéltelo. Guarda usted algo en su mente.

—Está bien. Es el asunto de la operación Águila.

—Eso no tiene nada que ver conmigo —le dijo Canaris—. La idea se le ocurrió al Führer. ¡Qué tontería! ¡Matar a Churchill cuando ya tenemos perdida la guerra!

—Desearía que no dijera usted esa clase de cosas en voz alta —dijo Schellenberg con suavidad.

—Se me ordenó que preparara un estudio de viabilidad al respecto —dijo Canaris, ignorando la observación—. Sabía que el Führer se olvidaría del tema en cuestión de días, como así fue. Pero Himmler no lo olvidó. Deseaba hacerme la vida lo más incómoda posible, como siempre. Actuó a mis espaldas, sobornó a Max Radl, uno de mis ayudantes de mayor confianza. Y todo el asunto terminó en una verdadera catástrofe, como ya sabía que sucedería.

—Claro que Steiner estuvo a punto de conseguirlo —dijo Schellenberg.

—¿Conseguir, qué? Vamos, Walter. No niego la audacia y valentía de Steiner, pero el hombre contra el que se disponían a actuar no era Churchill. Habría sido algo impresionante si hubiesen conseguido traerlo. Habría sido una verdadera gozada ver la expresión en el rostro de Himmler.

—Y ahora nos hemos enterado de que Steiner no murió —dijo Schellenberg——. Sabemos que lo tienen en la Torre de Londres.

—Ah, ¿de modo que Rivera también le ha pasado al
Reichsführer
el mensaje de su primo? —Canaris sonrió cínicamente—. Con la intención de doblar la recompensa, como siempre.

—¿Qué cree usted que harán los británicos?

—¿Con Steiner? Lo encerrarán bajo siete llaves hasta el final de la guerra, como han hecho con Hess, sólo que, en su caso, tendrán la boca cerrada. No sentaría bien que se supiera, del mismo modo que al Führer no le sentaría bien enterarse de los hechos.

—¿Lo cree usted posible?

—¿Quiere decir por mi boca? —replicó Canaris echándose a reír—. ¿De modo que se trata de eso? No, Walter. Yo ya tengo suficientes problemas en estos últimos tiempos como para buscarme más. Puede asegurarle al
Reichsführer
que permaneceré tranquilo, si él hace lo mismo.

Empezaron a caminar de regreso hacia el Mercedes.

—Supongo que podrá confiarse en él —dijo Schellenberg—. Me refiero a ese Vargas. ¿Podemos creerle?

—Soy el primero en admitir que nuestras operaciones en Inglaterra han ido de mal en peor —dijo Canaris, tomándose muy en serio el tema—. Al servicio secreto británico se le ocurrió una idea genial cuando dejaron de matar a nuestros operativos y se limitaron a atraparlos y convertirlos en agentes dobles.

—¿Y Vargas?

—Nunca se puede estar seguro, pero no lo creo. Su posición en la embajada española, el hecho de que sólo haya trabajado ocasionalmente, sin estar integrado en ninguna red, sin contactos con ningún otro agente en Inglaterra…, ¿comprende? —Habían llegado junto al coche. Canaris sonrió—. ¿Alguna otra cosa?

Schellenberg no pudo evitar el decirlo. Aquel hombre le gustaba.

—Como sabrá muy bien, se ha producido otro atentado contra la vida del Führer en Rastenburg. Por lo visto, las bombas que transportaba el joven oficial implicado explotaron prematuramente.

—Muy descuidado por su parte. ¿A dónde quiere ir a parar, Walter?

—Lleve cuidado, por el amor de Dios. Corren unos tiempos peligrosos.

—Walter, yo nunca he estado de acuerdo con la idea de asesinar al Führer. —El almirante volvió a montar sobre la silla y tomó las riendas—. Por muy deseable que esa posibilidad pueda parecer a algunas personas, ¿y quiere que le diga por qué, Walter?

—Estoy seguro de que me lo va a decir.

—Gracias a la estupidez del Führer, Stalingrado nos costó más de trescientos mil muertos y noventa y un mil prisioneros, incluyendo a veinticuatro generales. La mayor derrota que hemos sufrido jamás. Una metedura de pata tras otra, gracias al Führer. —Se echó a reír con dureza—. ¿No se da cuenta de la verdad, amigo mío? En realidad, que él siga vivo no hace sino acortar la guerra para nosotros.

Y tras decir esto lanzó el caballo al galope, seguido por los dachshunds, que ladraban a su espalda, y se perdió entre los árboles.

De regreso en su despacho, Schellenberg se cambió en el cuarto de baño, poniéndose un ligero traje de franela gris, mientras hablaba con Ilse Huber a través de la puerta abierta, informándola de todo el asunto.

—¿Qué te parece? —le preguntó saliendo del cuarto de baño—. ¿Verdad que es como un cuento de hadas de los hermanos Grimm?

—Más bien como una historia de terror —dijo ella tendiéndole el abrigo largo de cuero negro.

—Repostaremos en Madrid y continuaremos viaje. Estaremos en Lisboa a últimas horas de la tarde.

Se puso el abrigo, se ajustó un sombrero gacho y tomó la bolsa de viaje que ella le había preparado.

—Espero noticias de Rivera en el término de dos días. Dale treinta y seis horas de tiempo y luego presiónalo. —La besó en la mejilla y añadió—: Cuídate, Use. Hasta pronto.

Y se marchó.

El avión era un JU52, con sus famosos tres motores y el pellejo de metal ondulado. Tras despegar de la base militar de la Luftwaffe, en las afueras de Berlín, Schellenberg se desabrochó el cinturón y se inclinó para tomar el maletín. Berger, sentado al otro lado del pasillo, sonrió.

—¿Estaba bien el
herr
almirante, general?

«Eso no ha sido muy inteligente por tu parte —pensó Schellenberg—, Supuestamente, tú no sabías que yo iba a verle.»

—Parecía estar como siempre —contestó, devolviéndole la sonrisa.

Abrió el maletín, empezó a leer el informe completo sobre Devlin y examinó una fotografía suya. Al cabo de un rato, dejó de leer y miró por la ventanilla, recordando lo que le había dicho Canaris sobre Hitler: «Que él siga vivo no hace sino acortar la guerra para nosotros».

Le pareció extraño que aquel pensamiento diera vueltas y más vueltas en su cabeza, sin querer marcharse.

3

El barón Oswald von Hoyningen—Heune, el embajador alemán en Lisboa, era un amigo, un aristócrata de la vieja escuela que tampoco era nazi. Se sintió encantado de ver a Schellenberg y así lo demostró.

—Mi querido Walter, qué alegría verte. ¿Cómo está Berlín por el momento?

—Hace más frío que aquí —contestó Schellenberg. Ambos cruzaron el umbral de las puertas de cristal y salieron a una agradable terraza. El jardín era algo digno de ver; estaba lleno de flores por todas partes. Un mozo, vestido con chaqueta blanca, trajo café en una bandeja y Schellenberg suspiró—. Sí, comprendo que te aferres a este puesto, en lugar de volver a Berlín. Lisboa parece ser el mejor lugar en estos tiempos que corren.

—Lo sé —asintió el barón—. Todo mi personal tiene la preocupación constante de recibir la orden de ser transferido. —Sirvió el café—. El momento de tu llegada resulta extraño, Walter. Es Nochebuena.

—Ya conoces a tío Heini cuando siente comezón entre los dientes —dijo Schellenberg utilizando el apodo habitual empleado en las SS para referirse a Himmler, a sus espaldas, claro.

—Tiene que tratarse de algo importante —dijo el barón—. Sobre todo si te ha enviado a ti.

—Hay un hombre al que queremos, un irlandés…, un tal Liam Devlin. —Schellenberg sacó la foto de Devlin de la cartera y se la entregó—. Trabajó para el Abwehr durante un tiempo. La conexión con el IRA. La otra semana se escapó de un hospital en Holanda. Según nuestras informaciones, se encuentra aquí, trabajando como camarero en un club en Alfama.

—¿El barrio antiguo? —preguntó el barón, asintiendo con un gesto—. Si es un irlandés, no necesito decirte que eso le convierte oficialmente en un neutral. Parece tratarse de una situación algo delicada.

—No hay necesidad de ser duros con él —dijo Schellenberg—. Confío en que podamos convencerle para que regrese pacíficamente. Tengo que ofrecerle un trabajo que podría resultarle muy lucrativo.

—Estupendo —asintió el barón—. Sólo recuerda que nuestros amigos portugueses valoran su neutralidad, y mucho más ahora que la victoria se nos parece escapar de entre las manos. No obstante, el capitán Eggar, mi agregado de policía aquí, podrá ayudarte en todo lo que esté a su alcance, —Levantó el teléfono y habló con un ayudante. Al colgarlo, añadió—: Le he echado un vistazo a tu acompañante.

—El
Sturmbannführer
Horst Berger, de la Gestapo —dijo Schellenberg.

—No parece que sea de los de tu tipo.

—Un regalo de Navidad del
Reichsführer
. No tuve otra alternativa que aceptarlo.

—¿De veras? ¿Así están las cosas?

Se escucharon unos golpes en la puerta y un hombre de algo más de cuarenta años entró en el despacho. Llevaba un poblado bigote y un traje de gabardina marrón que no le sentaba muy bien. Schellenberg reconoció en seguida al tipo: era un policía profesional.

—Ah, aquí está usted, Eggar. Ya conoce al general Schellenberg, ¿verdad?

—Desde luego. Es un gran placer verle de nuevo. Nos conocimos durante el curso del asunto Windsor, en el cuarenta.

—Sí, bueno, ahora preferimos olvidar aquel asunto. —Schellenberg le pasó la fotografía de Devlin—. ¿Ha visto usted a este hombre?

—No, general —contestó Eggar después de examinarla.

—Es irlandés, ex IRA, si es que eso se puede ser alguna vez. Treinta y cinco años. Trabajó para el Abwehr durante un tiempo. Queremos que regrese. Nuestra última información es que ha estado trabajando como camarero en un bar llamado Flamingo.

—Conozco ese lugar.

—Bien. Encontrará usted fuera a mi ayudante, el mayor Berger, de la Gestapo. Hágale pasar. —Eggar salió y regresó acompañado por Berger. Schellenberg hizo las presentaciones—. El barón Von Hoyningen— Heune, embajador, y el capitán Eggar, agregado de policía. El
Sturmbannführer
Berger. —Este último, con su traje oscuro y su rostro destrozado, fue una presencia escalofriante cuando asintió formalmente con un gesto e hizo entrechocar los talones—. El capitán Eggar conoce ese bar Flamingo. Quiero que vaya usted allí, con él, y compruebe si Devlin sigue trabajando en ese lugar. En tal caso, no contactará, repito, no contactará con él de ninguna forma. Limítese a informarme. —Berger no expresó ninguna emoción al escuchar las órdenes. Se volvió hacia la puerta y, al abrirla, Schellenberg añadió—: Durante los años treinta, Liam Devlin fue uno de los pistoleros más notables del IRA. Caballeros, harían ustedes muy bien en recordar ese hecho.

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