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Authors: Graham Greene

Tags: #Intriga

El americano tranquilo (13 page)

BOOK: El americano tranquilo
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—¿Sólo lo suficiente para poder llegar hasta el próximo fuerte? —les pregunté.

Uno de los hombres que estaba sentado apoyado en la pared —el del rifle— negó con la cabeza.

—Si no pueden ayudarnos tendremos que pasar aquí la noche.


C’est defendu
[35]
.

—¿Por quién?

—Usted es civil.

—Nadie me va a obligar a sentarme ahí afuera en la carretera y dejar que me corten la cabeza.

—¿Es usted francés?

Sólo uno de los hombres hablaba. El otro permanecía sentado, con la cabeza ladeada, vigilando la abertura de la pared. No podía estar viendo nada más que una postal nocturna; parecía estar escuchando y yo también empecé a poner atención. El silencio estaba lleno de ruidos: ruidos a los que se podía dar nombre… un crac, un crujido, un roce, algo parecido a una tos, y un susurro. Oí entonces a Pyle: debía haber llegado al pie de la escalera:

—¿Está usted bien, Thomas?

—Suba —le dije.

Empezó a ascender por la escalera y el soldado que se había mantenido callado hizo un movimiento con su ametralladora —no creo que hubiera oído una palabra de lo que decíamos: fue un movimiento brusco, como un salto—. Me di cuenta de que el miedo lo había paralizado. Le ordené como si fuera un sargento.

—¡Deje esa arma! —y empleé el tipo de palabrota francesa que pensé que reconocería.

Me obedeció automáticamente. Pyle subió hasta el cuarto, y le dije:

—Nos han ofrecido la seguridad de la torre hasta que sea de día.

—Estupendo —dijo Pyle. Su voz sonaba como si estuviera un poco sorprendido. Preguntó—: ¿No tendría que estar uno de estos tipos de guardia?

—Prefieren no correr el riesgo de que los maten de un tiro. Ojalá hubiese traído algo más fuerte que el jugo de lima.

—Seguro que la próxima vez lo traeré —dijo Pyle.

—Tenemos una larga noche por delante.

Ahora que Pyle estaba conmigo no oía los ruidos. Incluso los dos soldados parecía que se habían relajado un poco.

—¿Qué puede pasar si los viets los atacan?

—Dispararán un tiro y echarán a correr. Puede leerlo todas las mañanas en el
Extrême Orient
: «Un puesto al suroeste de Saigón fue temporalmente ocupado anoche por el Vietminh».

—¡Qué perspectiva!

—Hay cuarenta torres como ésta entre nosotros y Saigón. Las posibilidades son siempre que el herido sea el otro.

—Podríamos habernos comido esos
sandwiches
—dijo Pyle—. Insisto en que uno de ellos debería estar de guardia.

—Tienen miedo de que les pille una bala.

Ahora que nosotros dos nos habíamos acomodado también en el suelo, los vietnamitas se relajaron un poco. Sentía simpatía por ellos: no era ningún trabajo fácil para un par de hombres mal entrenados pasarse en vela noche tras noche en este lugar, sin saber nunca cuándo podrían arrastrarse los viets por la carretera a través de los arrozales. Le dije a Pyle:

—¿Cree usted que éstos saben que están luchando por la democracia? Deberíamos tener aquí a York Harding para que se lo explicara.

—Siempre se está riendo usted de York —dijo Pyle.

—Me río de cualquiera que pierda tanto tiempo escribiendo sobre lo que no existe… los conceptos mentales.

—Existen para él. ¿Acaso no tiene usted algunos conceptos mentales?, ¿Dios, por ejemplo?

—No tengo ningún motivo para creer en Dios. ¿Usted sí?

—Sí. Soy de la Iglesia Unitaria.

—¿En cuántos cientos de millones de dioses cree la gente? Vamos, es que incluso un católico cree en un Dios muy diferente cuando está asustado, o feliz, o con hambre.

—Quizá, si existe Dios, debe ser tan vasto que a cada cual parecerá diferente.

—Como el gran Buda en Bangkok —dije—. No se le puede ver completo de una vez. Pero de cualquier modo,
él
sí permanece siempre igual.

—Seguro que lo que usted intenta es sólo hacerse el duro —dijo Pyle—. Debe haber algo en lo que crea. Nadie puede seguir viviendo sin alguna creencia.

—Oh, yo no soy berkeleiano. Creo que mi espalda está apoyada contra esta pared. Y creo que ahí enfrente tenemos una ametralladora.

—No quería decir eso.

—Creo en lo que informo, que es más de lo que suele pasar con los corresponsales norteamericanos.

—¿Un cigarrillo?

—No fumo… excepto opio. Dele uno a los centinelas. Lo mejor es hacerse amigos suyos.

Pyle se levantó, les encendió los cigarrillos y volvió.

—Me gustaría que los cigarrillos tuvieran una significación simbólica como la sal —le dije.

—¿No se fía de ellos?

—A ningún oficial francés —le dije— le gustaría pasar la noche solo con dos soldados asustados en una de estas torres. Es que se sabe que incluso un pelotón ha entregado a sus oficiales. A veces los viets tienen más éxito con un megáfono que con un bazuca. Y no los culpo. Ellos tampoco creen en nada. Usted y los suyos están tratando de hacer una guerra con la ayuda de gente que no siente ningún interés.

—No quieren el comunismo.

—Lo que quieren es suficiente arroz —le dije—. No quieren que los tiroteen. Quieren que los días sean uno igual al otro. Lo que no quieren son nuestras pieles blancas por los alrededores diciéndoles lo que necesitan.

—Si Indochina cae…

—Conozco el disco. Cae Siam. Cae Malasia. Cae Indonesia. ¿Qué significa «cae»? Si creyera en el Dios de ustedes y en la otra vida, apostaría mi futura arpa contra su corona dorada a que dentro de quinientos años no existirán Nueva York ni Londres, pero la gente estará aquí cultivando arroz en estos campos, seguirá llevando sus productos al mercado en esos palos largos, con sus sombreros en punta. Los niñitos estarán sentados sobre los búfalos. Me gustan los búfalos, a ellos no les gusta nuestro olor, el olor de los europeos. Y recuerde… desde el punto de vista de un búfalo, usted es también europeo.

—Se les forzará a creer en lo que les digan, no se les permitirá que piensen por sí mismos.

—El pensamiento es un lujo. ¿Cree usted que el campesino se sienta a pensar en Dios y la democracia cuando se mete en su choza de barro por la noche?

—Habla usted como si todo el país fuera campesino. ¿Y qué hay de los que tienen educación? ¿Van a ser felices?

—Oh, no —dije—, los hemos educado en
nuestras
ideas. Les hemos enseñado juegos peligrosos, y por eso estamos aquí esperando, con la esperanza de que no nos corten las cabezas. Merecemos que nos las corten. Me gustaría que su amigo York estuviera aquí también. Me pregunto cómo se lo tomaría.

—York Harding es un hombre muy valiente. En Corea, por ejemplo…

—No era un soldado como los otros, ¿verdad? Tenía un billete de regreso. Con un billete de regreso la valentía se convierte en un ejercicio intelectual, como la flagelación de un monje. ¿Cuánto puedo aguantar? Estos pobres diablos no pueden coger un avión para volver a casa.

—¡Eh! —les grité a los centinelas—, ¿cómo os llamáis?

Pensé que trabar conocimiento los atraería de alguna manera al círculo de nuestra conversación. Pero no contestaron: simplemente nos devolvieron las miradas desde detrás de sus cigarrillos.

—Creen que somos franceses —dije.

—Justamente —dijo Pyle—. No debería usted estar contra York, debería estar contra los franceses. Su colonialismo.

—Los ismos y las cracias. Deme hechos. Un cultivador de caucho azota a sus trabajadores… de acuerdo, me opongo. Pero no ha sido instruido por el ministro de las Colonias para que lo haga. En Francia supongo que azotaría a su mujer. He visto a un cura, tan pobre que no tiene más pantalones que los que lleva puestos, trabajando quince horas dianas, de choza en choza en medio de una epidemia de cólera, sin comer nada más que arroz y pescado salado, diciendo la misa con una taza vieja… y un plato de madera. Yo no creo en Dios y sin embargo estoy junto a ese cura. ¿Por qué no llama usted a eso colonialismo?


Es
colonialismo. Dice York que con frecuencia son los buenos administradores los que hacen muy difícil que pueda cambiarse un sistema malo.

—En cualquier caso, todos los días mueren franceses… eso no es un concepto mental. Y no están empujando a esta gente con medias mentiras, como hacen los políticos de ustedes… y los nuestros. He estado en la India, Pyle, y sé el daño que producen los liberales. Ya no tenemos partido liberal… el liberalismo ha infectado a los demás partidos. Todos somos o conservadores liberales o socialistas liberales: todos tenemos una buena conciencia. Preferiría ser un explotador que lucha por aquello que está explotando, y muere en ello. Fíjese en la historia de Birmania. Nosotros llegamos e invadimos el país, las tribus locales nos apoyan: salimos victoriosos; pero, como ustedes, los norteamericanos, nosotros no éramos colonialistas en aquellos tiempos. Ah, no, firmamos la paz con el rey devolviéndole su provincia y dejamos que nuestros aliados fueran crucificados y partidos en dos. Eran inocentes. Pensaban que nos íbamos a quedar. Pero éramos liberales y no queríamos tener mala conciencia.

—Eso fue hace mucho tiempo.

—Haremos lo mismo aquí. Animarlos y dejarlos con poco equipamiento y una industria de juguetes.

—¿Industria de juguetes?

—Su material plástico.

—Ah, sí, ya entiendo.

—No sé para qué estoy hablando de política. No me interesa y, además, soy un reportero. No estoy
engagé
[36]
.

—¿De verdad? —preguntó Pyle.

—Por el placer de una discusión… para pasar esta maldita noche, eso es todo. Yo no tomo partido. Seguiré informando, cualquiera que sea el ganador.

—Si ellos ganan, tendrá que informar usted de mentiras.

—Generalmente hay algún modo de evitarlo, y no he notado tampoco mucho interés por la verdad en nuestros periódicos.

Creo que el hecho de que estuviéramos allí sentados y charlando animó a los dos soldados: quizá pensaban que el sonido de nuestras voces blancas —porque las voces también tienen color, las voces amarillas cantan y las voces negras hacen gárgaras, mientras que las nuestras simplemente hablan— daría una impresión de cantidad y mantendría a los viets apartados. Recogieron sus cacerolas y empezaron a comer otra vez, raspándolas con sus palillos, con los ojos clavados en Pyle y en mí, mirándonos por encima del borde de la cacerola.

—Así que piensa que estamos perdidos.

—No es eso justamente —le dije—. No tengo ningún deseo especial de que ganen. Me gustaría que esos dos pobres diablos que tenemos aquí enfrente fueran felices… eso es todo. Me gustaría que no tuvieran que sentarse en la oscuridad de la noche asustados.

—Hay que luchar por la libertad.

—No he visto a ningún norteamericano luchando por estos alrededores. Y en cuanto a la libertad, no sé lo que significa. Pregúnteles a ellos.

Me dirigí a ellos en francés:


La liberté… qu’est ce que c’est la liberté?
[37]
.

Chupaban el arroz y nos miraban fijamente sin decir nada.

—¿Pretende usted que todo el mundo esté hecho del mismo molde? —dijo Pyle—. Está discutiendo por el simple placer de discutir. Es usted un intelectual. Defiende la importancia del individuo tanto corno lo hago yo… o York.

—¿Por qué acabamos de descubrirla? —dije—. Hace cuarenta años nadie hablaba así.

—No había entonces amenaza.

—La nuestra no estaba amenazada, ah no, pero ¿a quién le importaba la individualidad del hombre del arrozal, y a quién le importa ahora? El único hombre que lo trata como un hombre es el comisario político, el que se sienta en su choza y le pregunta cómo se llama, y escucha sus quejas; el que dedica una hora al día a enseñarle… no importa qué, ése es el que lo trata como un hombre, como alguien valioso. No siga usted repitiendo en Oriente esa cháchara de loro sobre la amenaza del alma individual. Aquí se va a encontrar en el lado equivocado… son ellos los que defienden lo individual y nosotros sencillamente representamos al soldado 23987, una unidad dentro de la estrategia global.

—Usted no se cree ni la mitad de lo que dice —dijo Pyle como si estuviera incómodo.

—Probablemente tres cuartas partes. Llevo aquí mucho tiempo. Ya ve, es una suerte que no esté
engagé
, hay cosas que podría sentirme tentado a hacer… porque aquí en Oriente… bueno, no me gusta Ike. Me gustan… bueno, esos dos. Éste es su país. ¿Qué hora es? Se me ha parado el reloj.

—Ya son las ocho treinta.

—Diez horas más y podemos irnos.

Va a hacer bastante frío —dijo Pyle temblando—. Nunca me había supuesto algo así.

—Hay agua por todos lados. Tengo una manta en el coche. Eso será suficiente.

—¿Hay peligro?

—Es temprano para los viets.

—Déjeme ir a mí.

—Yo estoy más acostumbrado a la oscuridad.

Cuando me puse en pie los soldados dejaron de comer.


Je reviens tout de suite
[38]
—les dije.

Dejé colgar las piernas sobre la trampilla, encontré la escalera y bajé. Es extraño lo tranquilizadora que es la conversación, especialmente cuando se trata de asuntos abstractos: parece normalizar el entorno más extraño. Ya no estaba asustado: era como si hubiera dejado una habitación y fuera a volver a ella para continuar la discusión… la torre de vigilancia era la rue Catinat, el bar del Majestic, o incluso una habitación de Gordon Square.

Me quedé de pie junto a la torre durante un minuto para recuperar la visión. El cielo estaba estrellado, pero no había luna. La luz de la luna me recuerda un depósito de cadáveres y el resplandor frío de una lámpara desnuda sobre una losa de mármol, pero la luz de las estrellas es viva y nunca está quieta, es como si hubiera alguien en esos vastos espacios que estuviera tratando de comunicar un mensaje de buena voluntad, pues incluso los nombres de las estrellas son de amigos. Venus es una mujer a la que amamos, las Osas son los ositos de la infancia, y supongo que la Cruz del Sur, para aquellos que, como mi mujer, tienen creencias religiosas, puede ser un himno o una oración preferida rezada junto a la cama. Por un momento temblé como había hecho Pyle. Pero la noche estaba bastante cálida, sólo que los pequeños canales de agua poco profunda que había a cada lado le daban un tono gélido al calor. Salí hacia el coche y por un momento, cuando ya me encontraba en la carretera, pensé que no estaba allí. Eso hizo que vacilara mi confianza, incluso después de que recordé que se había parado a unos treinta metros. No pude evitar caminar con los hombros agachados: me sentía menos visible de esa forma.

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