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Authors: Graham Greene

Tags: #Intriga

El americano tranquilo (25 page)

BOOK: El americano tranquilo
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Para ocultar mi acción leí, levantando el libro para captar los últimos rayos de luz:

Recorro las calles en coche y nada me importa nada,

la gente me mira y pregunta quién soy;

y si por casualidad atropello a un canalla,

puedo pagar los daños y perjuicios.

¡Qué agradable es tener dinero, sí señor!

¡Qué agradable es tener dinero!

—¡Qué poema tan raro! —dijo Pyle con cierto tono reprobatorio en la voz.

—Era un poeta adulto del siglo diecinueve. No había muchos de esta clase.

Volví a mirar hacia la calle. El conductor del
trishaw
ya se había ido.

—¿Se ha quedado sin bebidas? —preguntó Pyle.

—No, pero creía que usted…

—Quizá estoy empezando a corromperme —dijo Pyle—. Influencia suya. Creo que me es usted beneficioso, Thomas.

Traje la botella y los vasos… Me olvidé de uno de ellos en el primer viaje y tuve que volver entonces a buscar agua. Todo lo que hacía aquella noche me llevaba mucho tiempo. Me dijo:

—Sabe usted, tengo una familia maravillosa, pero quizá sean un poco estrictos. Tenemos una de esas casas antiguas de la calle Chestnut, a mano derecha según se sube la colina. Mi madre colecciona objetos de cristal, y mi padre —cuando no está erosionando sus viejos acantilados— recoge todos los manuscritos de Darwin y ejemplares de la asociación que puede. Comprende, viven en el pasado. Quizá por eso York me impresionó tanto. Parece abierto a la situación actual. Mi padre es un aislacionista.

—Su padre podría gustarme —le dije—. Yo también soy un aislacionista.

Para ser un hombre callado Pyle tenía muchas ganas de hablar aquella noche. Yo no oía todo lo que decía, porque tenía la mente en otro sitio. Intentaba convencerme a mí mismo de que el señor Heng tenía a su disposición otros medios distintos del más obvio y directo. Pero en una guerra como ésta, ya lo sabía, no hay tiempo para dudar: uno usa el arma que tiene a mano… los franceses las bombas de napalm, el señor Heng la bala o el cuchillo. Demasiado tarde me dije a mí mismo que no me habían hecho para ser juez… dejaría que Pyle hablara un rato y luego lo avisaría. Podría pasar la noche en mi casa. Sería muy difícil que irrumpieran aquí. Creo que estaba hablando de su vieja niñera… «realmente significaba más para mí que mi madre, y ¡qué pasteles hacía!», cuando lo interrumpí:

—¿Lleva usted algún arma ahora… después de aquella noche?

—No. Tenemos órdenes en la Legación…

—¿Pero no está usted en misión especial?

—No serviría de nada… si quisieran cogerme, me cogerían de todas formas. De todas maneras soy más ciego que un topo. En el colegio me llamaban murciélago… porque apenas podía ver en la oscuridad. Una vez cuando andábamos…

De nuevo con sus recuerdos. Volví a la ventana.

Había un conductor de
trishaws
esperando enfrente. No estaba seguro —se parecían tanto, pero pensé que era otro—. Quizá tuviera un cliente de verdad. Se me ocurrió que Pyle estaría más seguro en la Legación, Debían estar preparando sus planes, desde que yo les había dado la señal, para la noche: algo relacionado con el puente de Dakow. No conseguía entender el porqué ni el cómo; seguro que él no iba a ser tan tonto para conducir por Dakow después de la puesta de sol, y nuestro lado del puente estaba siempre custodiado por policía armada.

—Yo estoy llevando toda la conversación —dijo Pyle—. No sé cómo, pero esta noche…

—Continúe —le dije—. Estoy meditabundo, eso es todo. Quizá sea mejor cancelar esa cena.

—No, no haga eso. Me he sentido alejado de usted desde… bueno…

—Desde que me salvó la vida —le dije sin poder ocultar la amargura de la herida que me había autoinfligido.

—No, no quería decir eso. De todas formas, aquella noche sí que hablamos, ¿verdad? Como si fuera nuestra última noche. Aprendí mucho sobre usted, Thomas, No estoy de acuerdo con usted, ya sabe, aunque quizá sea bueno para usted… eso de no verse implicado. Lo mantuvo perfectamente, incluso después de que le aplastaran la pierna siguió siendo neutral.

—Hay siempre algún momento de cambio —dije—. Algún momento de emoción…

—Aún no ha llegado usted a eso. Dudo que llegue. Y tampoco es probable que yo cambie… excepto con la muerte —añadió alegremente.

—¿Ni siquiera con lo de esta mañana? ¿No podría eso cambiar las opiniones de un hombre?

—Fueron sólo heridas de guerra —dijo—. Fue una lástima, pero no siempre se acierta el blanco. En cualquier caso murieron por una buena causa.

—¿Habría dicho usted lo mismo si hubiera sido su vieja niñera, la de los pasteles?

Ignoró mi comentario facilón.

—En cierta forma podría decirse que murieron por la democracia —dijo.

—No sabría cómo traducir eso al vietnamita.

De pronto me sentí muy cansado. Quería que se fuera enseguida y muriera ya. Entonces podría volver a empezar mi vida… en el punto que estaba hasta que él llegó.

—Usted nunca me tomará en serio, ¿verdad, Thomas? —se quejó con esa alegría de colegial que parecía haber mantenido oculta en la manga para esta noche, esta noche entre todas las noches—. Le digo una cosa… Phuong está en el cine… ¿qué le parece si pasamos toda la noche juntos? No tengo nada que hacer ahora.

Parecía que alguien del exterior le indicara cómo elegir las palabras con el fin de impedirme cualquier posible excusa. Continuó:

—¿Por qué no vamos al chalet? No he vuelto a estar allí desde aquella noche. La comida es tan buena como la del Vieux Moulin, y hay música.

—Prefiero no recordar esa noche —le dije.

—Lo siento. A veces soy un completo imbécil, Thomas. ¿Y qué le parece una comida china en Cholon?

—Para conseguir algo bueno hay que reservar con antelación. ¿Tiene usted miedo del Vieux Moulin, Pyle? Está bien protegido y siempre hay policía en el puente. Y no iba a ser tan loco de conducir hasta Dakow, ¿verdad?

—No era eso. Sólo pensaba que sería divertido pasarnos toda la noche por ahí.

Hizo un movimiento y volcó el vaso, que cayó al suelo.

—Buena suerte —dijo mecánicamente—. Lo siento, Thomas.

Empecé a recoger los trozos y a dejarlos en el cenicero.

—¿Qué pasa, Thomas?

Los cristales rotos me recordaban las botellas que goteaban en el bar del Pavilion.

—Advertí a Phuong que posiblemente saldría esta noche con usted.

¡Qué mal elegida estaba la palabra «advertí»! Recogí el último pedazo de cristal.

—Tengo un compromiso en el Majestic —le dije, y no estoy disponible antes de las nueve.

—Bueno, supongo que tendré que volver a la oficina. Sólo que siempre tengo miedo de que me retengan para algo.

No hacía ningún daño ofreciéndole esa oportunidad.

—No se preocupe si llega tarde —le dije—. Si le entretienen en la oficina, vuelva por aquí más tarde. Yo regresaré a las diez, si usted no puede venir a cenar, y le esperaré.

—Ya le avisaré…

—No se moleste. Simplemente acuda al Vieux Moulin… o reúnase conmigo aquí.

Dejé la decisión en manos de Alguien en quien no creía: que Él interviniera si quería, con un telegrama en su mesa, con un mensaje del ministro. No existes a menos que tengas el poder de alterar el futuro.

—Ahora váyase, Pyle. Tengo cosas que hacer.

Sentí un extraño agotamiento, al oírle marchar con el ruido de las patas del perro.

3

Cuando salí los conductores de
trishaws
más cercanos estaban en la rue d’Ormay. Bajé hasta el Majestic y me quedé un rato contemplando cómo descargaban los bombarderos norteamericanos. El sol había desaparecido y trabajaban a la luz de reflectores. No tenía intención de fabricarme una coartada, pero le había dicho a Pyle que iba al Majestic y me sentí irracionalmente sin ganas de caer en más mentiras de las necesarias.

—Buenas noches, Fowler.

Era Wilkins.

—Buenas noches.

—¿Cómo va esa pierna?

—Ya no da problemas.

—¿Tienes una buena historia?

—Se la encargué a Domínguez.

—Ah, me dijeron que estabas allí.

—Sí, en efecto. Pero el espacio es muy reducido en esta época. No querrán mucho.

—Desde luego —dijo Wilkins—. Deberíamos haber vivido en la época de Russell y del antiguo
Times
. Las crónicas que se enviaban en globo. Tenía uno tiempo de escribir lo que quería entonces. Vamos, es que incluso escribía una columna con
esto
: el hotel de lujo, los bombarderos, la noche que cae. Pero ya hoy en día no cae nunca la noche, ¿verdad?, a tantas piastras la palabra.

Desde arriba, como sí viniera del cielo, se oía débilmente una risa: alguien había roto un vaso, como Pyle. Nos llegó el ruido como estalactitas de hielo. «Brillaban las luces sobre las mujeres hermosas y los hombres valientes» —citó malévolamente Wilkins.

—¿Haces algo esta noche, Fowler? ¿Quieres venir a cenar?

—Ya he quedado para cenar. En el Vieux Moulin.

—Que te diviertas. Por ahí estará Granger. Deberían anunciar noches especiales con Granger. Para aquellos a los que les gusta el ruido de fondo.

Me despedí y entré en el cine de al lado… Errol Flynn, o puede que fuera Tyrone Power (no sé distinguirlos con esa ropa ajustada), aparecía colgado de cuerdas y saltando de balcón en balcón y cabalgando sin silla de montar en unos amaneceres de tecnicolor. Rescataba a una chica y mataba a su enemigo, llevando una vida encantadora. Era lo que se llama una película para niños, pero la contemplación de Edipo apareciendo con sus ojos sangrantes en el palacio de Tebas constituiría seguramente un entrenamiento más apropiado para la vida actual. No hay vidas encantadoras. La suerte había acompañado a Pyle en Phat Diem y en la carretera de Tanyin, pero la suerte no dura siempre, y quedaban dos horas para ver que ningún encantamiento funcionaría. A mi lado estaba sentado un soldado francés con la mano puesta en el regazo de una chica, y le envidiaba lo simple de su felicidad, o de su desgracia, fuera lo que fuese. Salí antes de que acabara la película y tomé un
trishaw
al Vieux Moulin.

El restaurante estaba protegido con alambradas contra las granadas y había dos policías armados de guardia al final del puente. El
patron
, que había engordado con su propia comida de Borgoña, me condujo a través de las alambradas. El lugar olía a capones y a mantequilla derretida en el pesado calor de la noche.

—¿Viene usted a la fiesta de monsieur Granjair
[51]
? —me preguntó.

—No.

—¿Mesa para uno?

Fue entonces cuando, por vez primera, pensé en el futuro y en las preguntas que tendría que contestar.

—Para uno —dije, y fue como si hubiera dicho en voz alta que Pyle había muerto.

Sólo había una habitación y la fiesta de Granger ocupaba una mesa grande al fondo; el
patron
me dio una muy cerca de las alambradas. No había ventanas, por miedo a los cristales rotos. Reconocí a algunos de los que estaban divirtiéndose con Granger, y les hice una inclinación de cabeza antes de sentarme: Granger miró hacia otro lado. No lo había visto desde hacía meses… solamente una vez desde la noche en que Pyle se enamoró. Quizá alguna observación ofensiva que hice aquella noche había conseguido penetrar en aquella rana alcohólica, porque estaba sentado en la cabecera de la mesa mirando con cara de pocos amigos, mientras madame Desprez, la mujer de un funcionario de relaciones públicas, y el capitán Duparc del Servicio de Relaciones con la Prensa me saludaban cordialmente. Había un hombre enorme que creo que era un
hôtelier
[52]
de Pnom Penh y una chica francesa que no había visto nunca antes y otras dos o tres caras que sólo había contemplado en los bares. Parecía ser, por el momento, una fiesta tranquila.

Pedí un
pastis
porque quería darle tiempo a Pyle de que llegara… los planes pueden torcerse y hasta que no empezara a comer era como si todavía hubiera alguna esperanza. Y entonces me pregunté qué esperanza era ésa. ¿Buena suerte para el O.S.S. o como quiera que se llamara su banda? ¿Larga vida para las bombas de plástico y el general Thé? ¿O tenía yo la esperanza —yo entre todo el mundo— de que ocurriera algún tipo de milagro: un método para convencer a Pyle, ideado por el señor Heng, que no fuera simplemente la muerte? ¡Cuánto más fácil habría sido si nos hubieran matado a los dos en la carretera de Tanyin! Estuve tomando el
pastis
unos veinte minutos y después pedí la cena. Pronto iban a ser las nueve y media: ya no vendría.

Contra mi voluntad estaba prestando atención: ¿a qué?, ¿a un grito?, ¿a un disparo?, ¿a algún movimiento de la policía allí afuera?; pero de todas formas probablemente ni) oiría nada, porque la fiesta de Granger se estaba animando. El
hôtelier
, que tenía una voz agradable sin educar, empezó a cantar y cuando saltó el tapón de otra botella de champán los otros se le unieron, excepto Granger. Estaba allí sentado, con los ojos enrojecidos, mirándome desde el otro lado de la habitación. Me pregunté si habría lucha: yo no era contrincante para Granger.

Estaban cantando una canción sentimental, y mientras tanto yo, sentado y sin hambre, ideaba una disculpa por no haber comido el
Chapon duc Charles
, y pensé, casi por vez primera desde que sabía que estaba a salvo, en Phuong. Me acordé de Pyle cuando estaba sentado en el suelo esperando a los viets y dijo: «Parece fresca como una flor», y yo había respondido con ligereza: «Pobre flor». Ya nunca vería Nueva Inglaterra ni aprendería los secretos de la canasta. Quizá nunca pudiera conocer la seguridad: ¿qué derecho tenía yo a valorarla menos que a los cadáveres de la plaza? El sufrimiento no aumenta por el número: un cuerpo puede contener todo el sufrimiento que puede sentir el mundo. Yo había juzgado como un periodista, en términos de cantidad, y había traicionado así mis propios principios; estaba ya tan
engagé
como Pyle, y me parecía que ninguna decisión sería otra vez simple. Miré mi reloj y eran casi las diez menos cuarto. Quizá, después de todo, lo habían retenido en la oficina; quizá ese «alguien» en el que él creía había actuado protegiéndolo y ahora podía estar sentado en una habitación de la Legación, afanándose en descifrar un telegrama, y pronto estaría subiendo con ímpetu las escaleras hasta mi cuarto en la rue Catinat. Si ocurre así, se lo diré todo —pensé.

BOOK: El americano tranquilo
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