El asesinato de Rogelio Ackroyd (19 page)

BOOK: El asesinato de Rogelio Ackroyd
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El «viento del Este» pasó de nuevo. Miss Gannett y Caroline tenían su pique particular, como suele ocurrir en veladas semejantes.

—Debería jugar un poco más deprisa, querida —dijo Caroline, al ver que su amiga vacilaba antes de colocar una ficha—. Los chinos colocan las piezas tan deprisa que hacen un ruido parecido al de cien mil pajaritos tri-nando.

Durante unos instantes jugamos como los chinos.

—Usted no dice nunca nada, Sheppard —exclamó el coronel jovialmente—. Es un hombre misterioso, amigo íntimo del gran detective y sin soltar una palabra de lo que ocurre.

—James es extraordinario —dijo Caroline—. Nunca da la menor información.

Me miró con desagrado.

—Les aseguro que no sé nada. Poirot se guarda sus opiniones.

—Es listo —murmuró el coronel con una risita—. Nunca descubre su juego. Esos detectives extranjeros son magníficos y emplean toda clase de trucos. ¡Sí, señor!

— ¡
Pung
! —dijo miss Gannett triunfalmente—. ¡Y
Mah-Jong
!

La atmósfera iba cargándose. La contrariedad que Caroline sentía al presenciar la tercera victoria de su amiga fue la que la impulsó a decirme, mientras edificaba una nueva muralla:

— ¡Eres el colmo, James! Estás sentado ahí como una momia, sin decir una palabra.

—Pero, querida —protesté—, no tengo nada que decir. Nada de lo que tú quisieras que dijera

— ¡Tonterías! —replicó Caroline—. Debes saber algo interesante.

De momento, no contesté. Estaba abrumado por la excitación. Había leído en algún sitio algo referente al «vencedor perfecto» que consistía en hacer Mah-Jong de salida. Nunca supuse que algo así me llegara a ocurrir.

Sorprendido por el triunfo, puse las fichas boca arriba encima de la mesa.

—Como dicen en el Club Shanghai —exclamé—: ¡
Tíw-ho
, el «vencedor perfecto»!

Los ojos del coronel casi salieron de sus órbitas.

— ¡Por todos los diablos! —gritó maravillado—. ¡Nunca jamás había visto semejante cosa!

Fue entonces cuando, molesto por las pullas de Caroline y la excitación del glorioso triunfo, cometí una imprudencia temeraria.

—Y ahora, algo ciertamente interesante —dije—. ¿Qué les parece una alianza de oro con una fecha y las palabras «Recuerdo de R.» grabadas en el interior?

Paso por alto la escena que siguió. Fui obligado a explicar dónde había sido encontrado aquel tesoro. Tuve que revelar la fecha.

—13 de marzo —dijo Caroline—. Hace seis meses de eso. ¡Ah!

Al cabo de un buen rato de discusiones, se desarrollaron tres teorías:

Primera
: La del coronel Cárter. Que Ralph estaba casado secretamente con Flora. La primera y más sencilla.

Segunda
: La de miss Gannett. Que Roger Ackroyd estaba casado con Mrs. Ferrars.

Tercera
: La de Caroline. Que Roger Ackroyd estaba casado con su ama de llaves, miss Russell.

Todavía apareció una cuarta superteoría. La formuló mi hermana al acostarnos.

—No me extrañaría que Geoffrey y Flora se hubieran casado.

—Pero entonces habrían grabado: «Recuerdo de G» y no de «R» —objeté.

— ¡Quién sabe! Algunas muchachas llaman a los hombres por sus apellidos. Y ya has oído lo que miss Gannett ha dicho de Flora.

Debo decir que no había oído nada al respecto, pero viniendo de Caroline respeté su insinuación.

— ¿Y Héctor Blunt? Si alguien...

— ¡Desatinas! —dijo Caroline—. La admira, tal vez está enamorado de ella, pero, créeme, una muchacha no se encapricha de un hombre que podría ser su padre cuando hay en la casa un secretario joven y guapo. Puede animar al comandante para despistar. Las chicas son astutas, pero te diré una cosa, James Sheppard. Flora Ackroyd no ama a Ralph Patón y nunca lo ha amado. Convéncete de eso.

Dócilmente me dejé convencer.

Capítulo XVII
-
Parker

A la mañana siguiente pensé que me había mostrado algo indiscreto debido al entusiasmo provocado por el
Tiw-ho
. Era cierto que Poirot no me había pedido que silenciara el descubrimiento del anillo, pero, por otra parte, no había hablado del mismo en Fernly Park y yo era la única persona enterada de su existencia.

Me sentía culpable. La noticia debía de correr actualmente en alas del viento por todo Kings Abbot y esperaba un diluvio de reproches del detective de un momento a otro.

Los funerales de Mrs. Ferrars y de Roger Ackroyd se celebraron a las once. Fue una ceremonia triste e impresionante. Todos los moradores de Fernly Park estaban presentes.

Cuando terminó, Poirot me cogió del brazo y me invitó a acompañarle a The Larches. Su expresión era grave y temí que mi indiscreción de la noche anterior hubiese llegado a sus oídos. Sin embargo, pronto comprendí que algo distinto le embargaba.

—Tenemos que actuar —dijo de pronto—. Con la ayuda de usted me propongo interrogar a un testigo. Le haremos preguntas, le infundiremos semejante temor, que la verdad surgirá.

— ¿De qué testigo habla usted? —pregunté sorprendido.

— ¡De Parker! Le he pedido que viniera a mi casa esta mañana a las doce. Debe de estar esperándome.

— ¿Qué espera usted? —me aventuré a decir, mirándole de reojo.

—Sólo sé una cosa y es que no estoy satisfecho.

— ¿Cree usted que es el chantajista?

—O eso o...

— ¿Qué? —pregunté después de esperar un minuto o dos.

—Amigo mío, voy a decirle esto: creo que fue él.

Algo en su actitud y su tono me redujo al silencio.

Al llegar a The Larches, nos dijeron que Parker ya estaba esperándonos. El mayordomo se levantó respetuosamente cuando entramos en el cuarto.

—Buenos días, Parker —dijo Poirot con voz amable—. Un momento, se lo ruego.

Se quitó el gabán y los guantes.

—Permítame, señor —dijo Parker, que de inmediato se acercó para ayudarle. Colocó las dos cosas en una silla junto a la puerta. Poirot le observó satisfecho.

—Gracias, mi buen Parker. Siéntese. Lo que tengo que decirle puede entretenernos un buen rato.

Parker se sentó, inclinando la cabeza como si se excusara.

— ¿Por qué cree usted que le he pedido que viniera aquí esta

mañana?

Parker tosió levemente.

—Me pareció comprender, señor, que deseaba usted hacerme algunas preguntas sobre mi difunto amo, sobre su vida privada.


Précisément!
—contestó Poirot, sonriendo—. ¿Tiene usted experiencia en chantajes?

— ¡Señor!

El mayordomo se levantó de un salto.

—No se excite usted. No haga el papel del hombre honrado a quien se insulta. Usted sabe cuanto hay que saber respecto al chantaje, ¿verdad?

—Señor, yo no... yo no he sido nunca...

—...injuriado —sugirió Poirot—, injuriado de este modo antes de ahora. Entonces, mi buen Parker, ¿por qué estaba tan ansioso por oír la conversación que sostenía en el despacho Mr. Ackroyd, la otra noche, después de coger al vuelo la palabra chantaje?

— ¡Yo no... yo...!

— ¿Quién fue su último amo?

— ¿Mi último amo?

—Sí, el señor con quien estaba antes de servir a Mr. Ackroyd.

—El comandante Ellerby, señor.

Poirot le interrumpió sin miramientos.

—Eso mismo, el comandante Ellerby, adicto a los estupefacientes, ¿verdad? Usted viajó con él. Cuando estaba en las Bermudas, hubo un incidente desagradable: un hombre muerto. El comandante era en parte responsable del suceso y se silenció. ¿Cuánto le pagó Ellerby para que usted callara?

Parker miraba al detective boquiabierto. Estaba trastornado y sus mejillas temblaban febrilmente.

—He conseguido informes —continuó Poirot—. Es tal como lo digo. Usted cobró entonces una buena suma de dinero con el chantaje y el comandante Ellerby continuó pagándole hasta su muerte. Ahora quiero saberlo todo respecto a su último experimento.

Parker guardaba silencio.

—Es inútil negarlo. Hercule Poirot lo sabe todo. Lo del comandante Ellerby es cierto, ¿verdad?

Contra su voluntad, Parker asintió. Tenía el rostro de color ceniza.

— ¡Sin embargo, no he tocado un solo cabello a Mr. Ackroyd! —dijo quejumbrosamente—. ¡Se lo juro ante Dios, señor! Siempre he tenido miedo a este momento y le repito que no le he asesinado.

Levantó la voz hasta pronunciar las últimas palabras en un grito.

—Me siento inclinado a creerle, amigo mío —dijo Poirot—. No tiene usted el nervio, el valor necesario, pero es preciso que yo obtenga la verdad.

—Se lo diré todo, señor, todo lo que desea saber. Es verdad que traté de escuchar aquella noche. Una o dos palabras que oí despertaron mi curiosidad, así como el deseo de Mr. Ackroyd de que no le molestaran y su manera de encerrarse con el doctor. Lo que he dicho a la policía es la pura verdad, oí la palabra chantaje, señor y...

Hizo una pausa.

— ¿Y pensó que tal vez allí descubriría algo que pudiera interesarle?

— ¡Pues sí, señor! Pensé que si Mr. Ackroyd era víctima de un chantaje, bien podría tratar de aprovecharme de la ocasión.

Una expresión muy curiosa pasó por el rostro de Poirot. Se inclinó hacia adelante.

— ¿Antes de aquella noche, tuvo usted alguna vez motivo para creer que Mr. Ackroyd era víctima de un chantajista?

—No, señor. Lo oí con sorpresa. Era un caballero de costumbres muy regulares.

— ¿Qué fue lo que oyó?

—Poca cosa, señor. No tuve suerte. Mi trabajo me llamaba a la cocina y, cuando me acerqué una o dos veces al despacho, fue en vano. La primera vez, el doctor Sheppard salía y por poco me descubre, y la segunda, Mr. Raymond pasó por el vestíbulo central y continuó en esa dirección, de modo que no pude seguir adelante. Cuando volví a intentarlo llevando la bandeja, miss Flora me alejó.

Poirot miró fijamente al hombre como para poner a prueba su sinceridad. Parker devolvió la mirada sin pestañear.

—Espero que me crea, señor. Siempre he tenido miedo de que la policía resucitara aquel viejo asunto del comandante Ellerby y sospechara de mí en consecuencia.


Eh bien!
Estoy dispuesto a creerle, pero hay una cosa que debo pedirle y es que me enseñe la libreta de su cuenta bancaria. Supongo que usted tendrá una.

—Sí, señor, y la llevo encima.

Sin el menor reparo, la sacó del bolsillo. Poirot cogió la libreta de tapas verdes y le echó una mirada.

— ¡Ah! Veo que este año ha comprado por valor de quinientas libras en bonos de ahorro.

—Sí, señor. He ahorrado más de mil libras como resultado de mi estancia en casa de mi último amo, el comandante Ellerby. Además, he tenido suerte en las carreras de caballos. Recordará usted que un caballo desconocido ganó el Jubilee. Yo apostaba veinte libras.

Poirot le devolvió el librito.

—Puede usted retirarse. Creo que me ha dicho la verdad. En caso contrario, tanto peor para usted, amigo mío.

Cuando Parker se retiró, Poirot recogió su abrigo.

— ¿Sale otra vez?

—Sí, haremos una visita a Mr. Hammond.

— ¿Usted se cree la historia de Parker?

—Es posible. A menos de que sea muy buen actor, parece creer firmemente que Ackroyd era la víctima del chantajista. Si es así, no sabe nada de lo de Mrs. Ferrars.

—En ese caso, ¿quién?


Précisément!
¿Quién? Nuestra visita a Mr. Hammond tiene un objeto determinado, o bien disculpará completamente a Parker o...

— ¡Diga, diga!

—Esta mañana he contraído la mala costumbre de dejar mis frases sin acabar —explicó Poirot con tono de disculpa—. Deberá usted tener paciencia conmigo.

—A propósito —dije algo tímidamente—. Tengo que hacerle una confesión. Temo haber dejado escapar sin querer algo respecto a esa alianza.

— ¿Qué alianza?

—La que usted encontró en el estanque.

— ¡Ah, sí, sí!

—Espero que a usted no le sabrá mal. Fue un descuido imperdonable.

—Nada de eso, amigo mío, nada de eso. No le recomendé silencio. Usted podía hablar si le venía en gana. ¿Su hermana se mostró interesada?

— ¡Ya lo creo! Causó sensación y formularon toda clase de teorías.

— ¡Ah! Sin embargo, es tan sencilla. La verdadera explicación salta a la vista, ¿verdad?

— ¿Lo cree usted así? —comenté desabrido.

Poirot se echó a reír.

—El hombre sabio no hace confidencias. Ya llegamos a casa de Mr. Hammond.

El abogado estaba en su despacho. Nos hicieron pasar sin dilación. Se levantó y nos saludó con la sequedad y la educación habituales.

Poirot fue directo al grano.

—Monsieur, deseo que usted me proporcione cierta información, es decir, si tiene la bondad de dármela. Creo que usted era el notario de la difunta Mrs. Ferrars, de King's Paddock.

Noté la sorpresa que reflejó la mirada del abogado antes de que la reserva profesional pusiera de nuevo una máscara en sus facciones.

—Es cierto. Todos sus asuntos pasaban siempre por mis manos.

—Muy bien. Ahora, antes de pedirle nada, me gustaría que escuchase la historia que Mr. Sheppard le relatará. Supongo que no le importa, amigo mío, repetir la conversación que sostuvo con Mr. Ackroyd el viernes pasado por la noche.

—En absoluto —dije y de inmediato relaté la historia de aquella extraña noche.

Hammond escuchó con suma atención.

— ¡Chantaje! —exclamó el abogado pensativo.

— ¿Le sorprende? —preguntó Poirot.

—No, no me sorprende. Sospechaba algo por el estilo desde hace tiempo.

—Eso nos lleva a la información que vengo a pedirle. Si alguien puede darnos una idea de las sumas pagadas es usted, monsieur.

—No tengo por qué oponerme a darle esa información —afirmó Hammond, al cabo de un momento—. Durante el último año, Mrs. Ferrars vendió algunas obligaciones y el dinero producto de esa venta no volvió a invertirlo, sino que se depositó en su cuenta corriente. Sus rentas eran muy elevadas y, como vivía con modestia después del fallecimiento del marido, supuse que las sumas se destinaban a unos pagos especiales. En una ocasión, le pregunté al respecto y me dijo que se veía obligada a mantener a varios parientes pobres de su marido. No insistí, como puede suponer. Hasta ahora pensé que ese dinero lo recibía alguna mujer que tendría derechos sobre Ashley Ferrars. No soñé siquiera en que Mrs. Ferrars en persona estuviera complicada en el asunto.

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