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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (6 page)

BOOK: El círculo
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—¿No le gusta ver el deporte por la tele? —lo provocó Servaz.

—Pan y circo. No es ninguna novedad. Los gladiadores al menos arriesgaban la vida. Daban un espectáculo de otra dimensión que esos chicos en pantalón corto corriendo detrás de un balón. El estadio no es más que la versión en grande del patio de recreo.

—«Tampoco es bueno desdeñar los ejercicios físicos», nos dice Plutarco —señaló Servaz.

—A la salud de Plutarco entonces.

—Claire Diemar era guapa ¿verdad?

Oliver Winshaw dejó en suspenso la copa a varios centímetros de los labios y su plácida mirada pareció perderse lejos de aquella habitación.

—Mucho.

—¿Tanto?

—Usted la ha visto, ¿no? A no ser que… No me diga que… ¿que le han…?

—Digamos que no estaba en su mejor día.

La mirada del anciano se veló.

—Jesús… Estamos bromeando y riendo… Con lo que acaba de ocurrir aquí mismo…

—¿La miraba?

—¿Cómo?

—Por encima de la pared, cuando estaba en su jardín, ¿la miraba?

—¿A qué se refiere, por Dios?

—Tomaba el sol. Tiene la marca del bañador. Debía de pasearse por el jardín, tumbarse, bañarse en la piscina, imagino. Una mujer guapa… Seguro que había momentos en que la veía, sin hacerlo a propósito, al pasar delante de la ventana.

—¡Tonterías! No se ande por las ramas, comandante. ¿Quiere saber si hacía de
voyeur
?

A Oliver Winshaw no le daba miedo nombrar las cosas por su nombre, reconoció para sí con un encogimiento de hombros.

—Pues le diré que sí, que a veces la miraba… ¿Y qué? Tenía un trasero imponente, si es eso lo que quiere oír. Y ella lo sabía.

—¿A qué se refiere?

—Esa chica tenía sus horas de vuelo, créame, comandante.

—¿Recibía visitas?

—Sí, algunas.

—¿De personas que usted conociera?

—No.

—¿Ninguna?

—No. No se relacionaba con la gente de aquí. Aunque a ese chico ya lo había visto.

—¿Quiere decir que la había visitado antes?

—Sí, eso es.

—¿Cuándo?

—Hace una semana. Los vi juntos en el jardín, charlando.

—¿Está seguro?

—No estoy senil, comandante.

—¿Y alguna otra vez? ¿Lo había visto otras veces?

—Sí. Lo había visto antes.

—¿Cuántas?

—Una docena de veces, diría… Sin contar las que debió de estar sin que lo viera. Yo no estoy siempre delante de la ventana.

Servaz estaba, con todo, convencido de lo contrario.

—¿Siempre se veían en el jardín?

—No sé… No creo, no… En un par de ocasiones debió de llamar a la puerta y se quedaron adentro. Pero no vaya a pensar que estoy insinuando nada.

—¿Qué tipo de comportamiento tenían? ¿Daban la impresión de tener un trato… íntimo?

—¿Como amantes, se refiere? No… Puede… Francamente, no lo sé. Si busca información jugosa, va a tener que recurrir a otro.

—¿Cuánto tiempo se quedaba?

El anciano se encogió de hombros.

—¿Sabía que era uno de sus alumnos?

Esa vez los ojos del anciano se animaron con un brillo de sorpresa.

—No, lo ignoraba.

Tomó un sorbo de whisky.

—¿No le parece un poco raro que un estudiante vaya a ver a su profesora sola a su casa? ¿Una profesora tan guapa?

—No me corresponde a mí juzgar eso.

—¿Habla con sus vecinos, señor Winshaw? ¿Corrían rumores sobre ella?

—¿Rumores? ¿En una ciudad como Marsac? ¿Está de broma? ¿Y usted qué cree? Yo hablo poco con los vecinos. Es Christine la que se encarga de eso. Es mucho más sociable que yo, ya me entiende. Habría que preguntarle a ella.

—¿Habían estado alguna vez en su casa, usted y su mujer?

—Sí. Cuando se instaló aquí, la invitamos a tomar café en nuestra casa. Ella nos devolvió la invitación, pero solo una vez, por pura educación sin duda, porque la cosa quedó ahí.

—¿Recuerda si coleccionaba muñecas?

—Sí. Mi mujer era psicóloga. Recuerdo muy bien que, cuando volvimos, formuló una hipótesis sobre la presencia de tantas muñecas en la casa de una mujer sola.

—¿Qué clase de hipótesis?

Winshaw se lo explicó.

Por lo menos, la cuestión del origen de las muñecas quedaba zanjada. Servaz, que no tenía ya más preguntas, reparó en un pequeño mueble encima del cual había, abiertos, una Tora, un Corán y una Biblia.

—¿Le interesan las religiones? —inquirió. Winshaw sonrió. Luego tomó un trago con un malicioso brillo en los ojos.

—Son fascinantes, ¿no? Las religiones, quiero decir… ¿Cómo es posible que semejantes mentiras puedan cegar a tanta gente? ¿Sabe cómo llamo a ese mueble?

Servaz enarcó una ceja.

—El rincón de los cabrones.

6
AMICUS PLATO SED MAJOR AMICUS VERITAS

Servaz introdujo una moneda en la máquina de bebidas calientes y accionó la tecla «café largo con azúcar». Había leído en alguna parte que, contrariamente a lo que solía creer la gente, había más cafeína en los cafés largos que en los expresos. El vaso cayó de través, la mitad del café se fue por el lado y el azúcar y la cucharilla no bajaron.

Aun así apuró hasta la última gota del brebaje.

Después aplastó el vaso y lo tiró a la papelera.

Por fin, empujó la puerta.

Como la gendarmería de Marsac no disponía de ninguna habitación destinada a los interrogatorios, habían reservado para la ocasión una pequeña sala de reuniones del piso de arriba. Servaz reparó enseguida en la ventana y torció el gesto. El principal peligro en ese tipo de situaciones no era tanto una tentativa de evasión sino de suicidio, si el sospechoso se sentía acorralado. Pese a que un intento de defenestración desde el primer piso le parecía harto improbable, no quería correr ningún riesgo.

—Cierra el postigo —indicó a Vincent.

Samira, que había abierto su ordenador portátil, introdujo el atestado de detención indicando la hora de su inicio. Después encaró el aparato hacia el lugar donde se iba a sentar el sospechoso, para filmarlo con la
webcam
integrada. Servaz se sintió desfasado una vez más. Sus jóvenes ayudantes le hacían sentir cada día la velocidad con la que cambiaba el mundo y su grado de inadaptación. Cualquier día los coreanos o los chinos inventarían unos robots investigadores y se desharían de él. Estos estarían provistos de detectores de mentiras, de analizadores vocales y láseres capaces de detectar la más mínima inflexión de voz y el más ínfimo movimiento ocular. Serían infalibles, sin traba de emociones, aunque los abogados encontrarían sin duda la manera de prohibir su presencia durante los interrogatorios.

—Pero ¿qué están haciendo? —preguntó con irritación.

En ese momento, la puerta se abrió y Bécker entró con Hugo. El muchacho no estaba esposado; el gendarme había tenido un buen detalle en eso. Servaz lo observó. Parecía absorto y cansado. Tal vez los gendarmes habían tratado de interrogarlo por su cuenta.

—Siéntate —dijo el capitán.

—¿Ha visto un abogado?

Bécker negó con la cabeza.

—No ha pronunciado ni una palabra desde que lo han detenido.

—¿Pero le han informado de que tenía derecho a disponer de uno?

El gendarme le dirigió una mirada colérica al tiempo que le tendía una hoja mecanografiada sin dignarse a responder. Servaz leyó: «No pidas abogado». Luego se sentó a la mesa, frente al muchacho. Bécker se fue a colocar cerca de la puerta. Servaz pensó que, puesto que la madre de Hugo estaba ya al corriente, no tenía necesidad de avisar a nadie, conforme a las normativas relativas a la detención, que eran las mismas para un adolescente de diecisiete años que para un mayor de edad.

—Te llamas Hugo Bokhanowsky —empezó— y naciste el 20 de julio de 1992 en Marsac.

Como no hubo reacción, Servaz leyó la línea siguiente, y experimentó un sobresalto.

—Estás en segundo año de los cursos literarios de
prépa
del instituto de Marsac…

Le faltaba un mes para cumplir dieciocho años y ya estaba en la clase de preparación para la Escuela Normal Superior de letras. Un chico inteligente… No estaba en la misma clase de Margot —que cursaba el primer año—, pero iban al mismo centro. Era muy probable, por lo tanto, que Margot hubiera tenido de profesora a Claire Diemar. Más tarde se lo preguntaría.

—¿Quieres un café?

Tampoco hubo reacción. Servaz se volvió hacia Vincent.

—Ve a buscarle un café y un vaso de agua.

Espérandieu se levantó y Servaz escrutó al joven. Mantenía la mirada gacha, las manos metidas entre las rodillas, apretadas a la misma altura donde un agujero de los vaqueros permitía ver sus piernas bronceadas, en una evidente postura defensiva.

«Está muerto de miedo».

Tenía una cara bonita que debía de gustar a las chicas, un pelo tan corto que formaba una especie de vello claro y sedoso encima del cráneo, reluciente bajo la luz de los fluorescentes. Llevaba una barba de tres días y una camiseta con una inscripción en inglés alusiva a una universidad americana.

—¿Eres consciente de que todas las apariencias están en tu contra? Te han encontrado en la casa de Claire Diemar cuando acababa de ser víctima de una agresión de extrema barbarie. Según el informe que tengo aquí, estabas sin margen de duda bajo los efectos del alcohol y de la droga en ese momento.

Observó al joven. No se movía. Quizás experimentaba todavía el influjo de los estupefacientes. Quizá no había tocado tierra del todo.

—Tus huellas han sido detectadas prácticamente por toda la casa…

—…

—Hay restos de barro y de hierba en tus zapatos después de que hayas salido al jardín.

—…

Servaz lanzó una mirada de interrogación a Bécker, que respondió con un encogimiento de hombros.

—Unos restos idénticos en la escalera y en el cuarto de baño donde han encontrado muerta a Claire Diemar…

—…

—De tu teléfono móvil se desprende que llamaste dieciocho veces a la víctima solo en el curso de las dos últimas semanas.

—…

—¿Para hablar de qué? Sabemos que era tu profesora. ¿Le tenías aprecio como tal?

Tampoco hubo respuesta.

«Mierda, no vas a sacar nada».

Pensó un instante en Marianne. Su hijo mostraba todos los indicios de un culpable y se comportaba como tal. Por un momento se planteó llamarla para pedirle que lo convenciera para que cooperase.

—¿Qué hacías en casa de Claire Diemar?

—…

—¡Joder! ¿Estás sordo o qué? ¿No te das cuenta del lío en que estás metido?

La voz de Samira había surgido, áspera y chirriante como una sierra. Hugo se estremeció. El chico levantó la mirada un instante y pareció algo confuso al descubrir la gran boca, los ojos saltones y la minúscula nariz de la franco-chino-marroquí. Para acabar de empeorar el conjunto, Samira tenía tendencia a abusar del rímel y la sombra de ojos. La reacción no duró, sin embargo, más de una fracción de segundo antes de que Hugo volviera a encorvarse sobre las rodillas.

En el exterior seguía la tormenta y en el interior se había instalado el silencio. Nadie parecía con ganas de interrumpirlo.

Servaz intercambió una mirada con Samira.

—No estoy aquí para agobiarte —dijo por fin—. Solo queremos esclarecer la verdad.
Amicus Plato sed major amicus veritas
.

«Me gusta Platón, pero todavía me gusta más la verdad».

¿Habría sido por la fórmula en latín? Lo cierto era que aquella vez había provocado una reacción.

Hugo lo miraba…

Tenía unos ojos muy azules. «La misma mirada de su madre», pensó Servaz, pese a que ella tenía los ojos verdes. Por lo demás, reconocía en el perfil de los labios y la forma de la cara los genes de Marianne. Aquel parecido físico lo turbó.

—He hablado con tu madre —dijo de repente, sin reflexionar—. Ella y yo fuimos amigos hace tiempo, muy buenos amigos.

—Fue antes de que conociera a tu padre…

—Nunca me habló de usted.

La primera frase pronunciada por Hugo Bokhanowsky había caído como un hachazo. Servaz tuvo la impresión de recibir un puñetazo en el estómago.

Sabía que Hugo decía la verdad. Se aclaró la garganta.

—Yo también estudié en Marsac, como tú —añadió—. Y ahora, mi hija estudia aquí. Se llama Margot Servaz. Está en primer curso.

Aquella vez había captado de pleno la atención del joven.

—¿Margot es hija suya?

—¿La conoces?

—¿Quién no conoce a Margot? —contestó con un encogimiento de hombros—. No pasa inadvertida en Marsac… Es una chica estupenda. No nos ha dicho que tenía un padre policía.

Hugo había concentrado en él su mirada azul y no la desviaba. El policía se dio cuenta de que se había equivocado. El chico no tenía miedo. Simplemente había decidido que no iba a hablar, y aunque solo tenía diecisiete años, parecía mucho más maduro.

—¿Por qué te niegas a hablar? —prosiguió con cautela—. ¿No te das cuenta de que así no haces más que agravar tu situación? ¿Quieres que llame a un abogado? Primero te entrevistas con él y después hablaremos.

—¿Para qué? Yo estaba en el lugar del crimen cuando ella ha muerto o poco después… No tengo coartada… Todo me acusa… Por consiguiente, soy culpable, ¿no?

—¿De verdad lo eres?

La mirada azul se clavó en la suya. Servaz no percibió en ella ni culpabilidad ni inocencia. En aquella mirada solo se podía captar una espera.

—En todo caso, es lo que usted piensa… ¿Qué más da entonces que sea verdad o no?

—Hay una gran diferencia —señaló Servaz.

Era consciente, sin embargo, de que se trataba de una mentira. Las cárceles francesas estaban llenas de inocentes… y los culpables pululaban por las calles. Pese a sus virtuosas poses y a sus discursos sobre la moral y el derecho, lo cierto era que tanto jueces como abogados aceptaban el sistema a sabiendas de que generaba ingentes cantidades de errores judiciales.

—Has llamado a tu madre para decirle que te habías despertado en esa casa y que había una mujer muerta dentro. ¿Es así?

—Sí.

—¿Dónde estabas cuando te has despertado?

—En el comedor, abajo.

—¿En qué parte del comedor?

—En el sofá, sentado.

Hugo miró a Bécker.

—Ya se lo he dicho a ellos.

—¿Y después qué has hecho?

—He llamado a la señorita Diemar.

BOOK: El círculo
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