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Authors: Dino Buzzati

Tags: #Clásico, Relato

El desierto de los tártaros (10 page)

BOOK: El desierto de los tártaros
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Era la hora de las esperanzas y él meditaba en heroicas historias que probablemente no se producirían nunca, pero que de todos modos servían para animar su vida. A veces se contentaba con mucho menos, renunciaba a ser él solo el héroe, renunciaba a la herida, renunciaba incluso al rey que le llamaba valiente. En el fondo habría sido una simple batalla, una batalla sola, pero en serio, cargar con uniforme de gala y ser capaz de sonreír al precipitarse hacia las caras herméticas de los enemigos. Una batalla, y después quizá estaría contento para toda la vida.

Pero aquella tarde no era fácil sentirse un héroe. Las tinieblas habían envuelto ya el mundo, la llanura del norte había perdido todo color, pero aún no se había amodorrado, como si algo triste estuviera naciendo en ella.

Eran ya las ocho de la noche y el cielo se había llenado de nubes, cuando a Drogo le pareció divisar en la llanura, algo a la izquierda, exactamente bajo el reducto, una pequeña mancha negra que se movía. «Debo de tener la vista cansada —pensó—, a fuerza de mirar tengo la vista cansada y veo manchas. » También otra vez le había ocurrido lo mismo, cuando era un muchacho y se quedaba levantado de noche, a estudiar.

Probó a mantener cerrados por unos instantes los párpados, después dirigió la vista a los objetos de alrededor: un cubo que debía de haber servido para lavar la terraza, un gancho de hierro en la muralla, una banqueta que el oficial de servicio anterior a él debía de haber mandado llevar para sentarse. Sólo unos minutos después volvió a mirar hacia abajo, donde poco antes le había parecido divisar la mancha negra. Estaba aún allí, y se desplazaba lentamente.

—¡Tronk! —llamó Drogo con tono agitado.

—A la orden, mi teniente —le respondió inmediatamente una voz tan cercana que le hizo estremecerse.

—Ah, está usted ahí —dijo, y tomó aliento—. Tronk, no quisiera equivocarme, pero me parece… me parece ver algo que se mueve allá abajo.

—Sí, mi teniente —respondió Tronk con voz reglamentaria. Hace ya varios minutos que lo estoy observando.

—¿Cómo? —dijo Drogo—. ¿También lo ha visto usted? ¿Qué es lo que ve?

—Esa cosa que se mueve, mi teniente.

Drogo sintió que se le revolvía la sangre. Ya está, pensó, olvidando completamente sus fantasías guerreras, precisamente a mí tenía que pasarme, ahora ocurre algún lío.

—¡Ah! ¿Lo ha visto también usted? —preguntó de nuevo, con la absurda esperanza de que el otro negase.

—Sí, mi teniente —dijo Tronk—. Hará unos diez minutos. Había ido abajo para ver la limpieza de los cañones, y después subí aquí y lo he visto.

Callaron ambos, también para Tronk debía ser un hecho extraño e inquietante.

—¿Qué diría que es, Tronk?

—No consigo entenderlo, se mueve demasiado despacio.

—¿Cómo? ¿Demasiado despacio?

—Sí, pensaba que podían ser los penachos de las cañas.

—¿Penachos? ¿Qué penachos?

—Hay un cañaveral allá al fondo —hizo un gesto hacia la derecha, pero era inútil, porque en la oscuridad no se veía nada—. Son plantas a las que en esta estación les salen unos penachos negros. A veces el viento los arranca, esos penachos, y como son ligeros, vuelan, parecen pequeños humos… Pero no puede ser —agregó tras una pausa—, se moverían más rápido.

—¿Y qué puede ser, entonces?

—No lo entiendo —dijo Tronk—. Hombres sería extraño. Vendrían de otro lado. Y además sigue moviéndose, no se entiende.

—¡Alarma! ¡Alarma! —gritó en ese momento un centinela próximo, después otro, después otro más. También ellos habían divisado la mancha negra. Del interior del reducto acudieron inmediatamente los otros soldados que no estaban de turno. Se amontonaron en el parapeto, curiosos y con un poco de miedo.

—¿No lo ves? —decía uno—. Sí, exactamente aquí debajo. Ahora está quieto.

—Será niebla —decía otro—. La niebla a veces tiene agujeros y a través de ellos se ve lo que hay detrás. Parece que hay alguien que se mueve y, en cambio, son los agujeros de la niebla.

—Sí, sí, ahora lo veo —se oía decir—. Pero siempre ha habido ese chisme negro ahí, es una piedra negra, eso es lo que es.

—¡Cómo, una piedra! ¿No ves que sigue moviéndose? ¿Estás ciego?

—Una piedra, te digo. La he visto siempre, una piedra negra que parece una monja. Alguien se rió.

—Fuera, fuera de aquí, volved inmediatamente adentro —intervino Tronk, anticipándose al teniente, cuya angustia aumentaban todas aquellas voces. Los soldados se retiraron a regañadientes al interior y se hizo de nuevo el silencio.

—Tronk —preguntó Drogo de pronto, no sabiéndose decidir por sí solo—, ¿usted daría la alarma?

—¿La alarma a la Fortaleza, dice? ¿Dice que disparemos un cañonazo, mi teniente?

—No sé… ¿Le parece que habría que dar la alarma? Tronk sacudió la cabeza:

—Yo esperaría a ver mejor. Si se dispara, en la Fortaleza se alborotarían. ¿Y si después no hay nada? —Claro —admitió Drogo.

—Y además —agregó Tronk—, no estaría conforme con el reglamento. El reglamento dice que es preciso dar la alarma sólo en caso de amenaza, exactamente eso dice, «en caso de amenaza, de aparición de secciones armadas y en todos aquellos casos en que personas sospechosas se acerquen a menos de cien metros del límite de las murallas», eso dice el reglamento.

—Claro —asintió Giovanni—, y habrá más de cien metros, ¿no?

—Eso diría yo —aprobó Tronk—. Y, además, ¿cómo afirmar que sea una persona?

—¿Y qué quiere que sea, entonces? ¿Un espíritu? —dijo Drogo, vagamente irritado.

Tronk no respondió.

Colgados sobre la interminable noche, Drogo y Tronk estuvieron apoyados en el parapeto, con los ojos clavados en el fondo, allá donde comenzaba la llanura de los Tártaros. La enigmática mancha parecía inmóvil, como si estuviera durmiendo, y poco a poco Giovanni empezaba a pensar que realmente no era nada, sólo una peña negra parecida a una monja y que sus ojos se habían engañado, en parte por cansancio, nada más, una estúpida alucinación. Ahora sentía incluso una sombra de opaca amargura, como cuando las graves horas del destino nos pasan al lado sin tocarnos y su estruendo se pierde en lontananza mientras nos quedamos solos, entre torbellinos de hojas secas, añorando la terrible pero gran ocasión perdida.

Pero después, desde el valle oscuro, con el transcurso de la noche volvía a subir el soplo del miedo. Con el transcurso de la noche Drogo se sentía pequeño y solo. Tronk era demasiado distinto de él para poderle servir de amigo. Oh, si hubiera tenido a su lado a sus camaradas, aunque fuera uno solo, entonces sí que habría sido distinto, Drogo habría encontrado incluso ganas de bromear y no le habría causado pena la espera del alba.

Mientras tanto se iban formando lenguas de niebla en la llanura, pálido archipiélago sobre océano negro. Una de ellas se extendió justamente al pie del reducto, ocultando el objeto misterioso. El aire se había puesto húmedo, de los hombros de Drogo la capa colgaba floja y pesada.

¡Qué noche más larga! Drogo había perdido ya la esperanza de que terminase nunca cuando el cielo empezó a palidecer y rachas gélidas anunciaron que el alba no estaba lejos. Entonces fue cuando lo sorprendió el sueño. De pie, apoyado en el parapeto de la terraza, Drogo dejó bambolearse dos veces la cabeza, dos veces la enderezó sobresaltado, y por último la cabeza se abandonó inerte y los párpados cedieron ante un peso. Nacía el nuevo día. Se despertó porque alguien le tocaba un brazo. Emergió despacio de los sueños, aturdido con la luz. Una voz, la voz de Tronk, le decía: —Mi teniente, es un caballo.

Recordó entonces la vida, la Fortaleza, el Reducto Nuevo, el enigma de la mancha negra. Miró inmediatamente hacia abajo, ávido de saber, y deseaba cobardemente no descubrir sino piedras y matas, nada más que la llanura, como siempre había estado, solitaria y vacía. La voz le repetía, en cambio: —Mi teniente, es un caballo. Y Drogo lo vio, cosa inverosímil, parado al pie de la roca.

Era un caballo, no muy grande, bajo y regordete, de una curiosa belleza con sus patas finas y su crin flotante. Extraña era su forma, pero asombroso sobre todo el color, un color negro resplandeciente que manchaba el paisaje.

¿De dónde había llegado? ¿De quién era? Ninguna criatura, desde hacía muchísimos años —salvo acaso algún cuervo o alguna culebra— se había aventurado por aquellos lugares. Y ahora, en cambio, había aparecido un caballo, y se notaba de inmediato que no era salvaje, sino un animal selecto, un auténtico caballo de militares (quizá sólo las patas eran demasiado finas).

Era algo extraordinario, de inquietante significado. Drogo, Tronk, los centinelas —y también los otros soldados a través de las troneras del piso de abajo— no conseguían apartar de él los ojos. Aquel caballo rompía las reglas, volvía a traer las viejas leyendas del norte, con tártaros y batallas, llenaba con su ilógica presencia todo el desierto.

Por sí solo no significaba gran cosa, pero detrás del caballo se comprendía que tenían que llegar otras cosas. Tenía la silla en orden, como si hubiera sido montado poco antes. Había, pues, una historia en suspenso, lo que hasta ayer era absurda y ridícula superstición, podía ser cierto, por lo tanto. Drogo tenía la impresión de sentirlos, a los misteriosos enemigos, a los tártaros, agazapados entre las matas, en las grietas de las rocas, inmóviles y mudos, con los dientes apretados: esperaban la oscuridad para atacar. Y mientras tanto llegaban otros, un amenazador hormigueo que salía con lentitud de las nieblas del norte. No tenían músicas ni canciones, ni espadas centelleantes, ni hermosas banderas. Sus armas eran opacas para que no centellearan al sol y sus caballos estaban amaestrados para no relinchar.

Pero un caballito —ésa fue la inmediata idea en el Reducto Nuevo—, un caballito se les había escapado a los enemigos y había corrido hacia adelante a traicionarlos. Probablemente no se habían dado cuenta porque el animal había huido del campamento durante la noche.

El caballo había traído, así, un mensaje valioso. Pero ¿en cuanto tiempo precedía a los enemigos? Hasta la tarde Drogo no podría informar al mando de la Fortaleza, y entre tanto los tártaros podían aparecer debajo.

¿Dar la alarma, pues? Tronk decía que no; en el fondo se trataba de un simple caballo, decía; el hecho de que hubiera llegado al pie del reducto podía significar que se había encontrado aislado, quizá el dueño fuera un cazador solitario que se había internado imprudentemente en el desierto y había muerto, o estaba enfermo; el caballo, al quedarse solo, había buscado la salvación, había sentido la presencia del hombre por el lado de la Fortaleza y ahora esperaba que le llevasen cebada.

Justamente eso hacía dudar seriamente de que se estuviera acercando un ejército. ¿Qué motivo podía haber tenido el animal para escapar de un campamento en una tierra inhóspita? Y, además, decía Tronk, había oído decir que los caballos de los tártaros eran casi todos blancos, incluso en un viejo cuadro colgado de una sala de la Fortaleza se veía a los tártaros montados todos en corceles blancos, y éste, en cambio, era negro como el carbón. Así, Drogo, tras muchos titubeos, decidió esperar a la tarde. Entre tanto el cielo se había aclarado y el sol iluminó el paisaje, caldeando el corazón de los hombres. También Giovanni se sintió reanimado con la clara luz; las fantasías de los tártaros perdieron consistencia, todo volvía a sus proporciones normales, el caballo era un simple caballo y para su presencia podía encontrarse una gran cantidad de explicaciones sin recurrir a incursiones enemigas. Entonces, olvidados los temores nocturnos, se sintió repentinamente dispuesto a cualquier aventura, y lo llenaba de gozo el presentimiento de que su destino estaba en puertas, una suerte feliz que lo pondría por encima de los demás hombres.

Se complació en ocuparse personalmente de las más insignificantes formalidades del servicio de guardia, como para demostrar a Tronk y a los soldados que la aparición del caballo, aunque extraña y preocupante, no lo había turbado en absoluto; la cosa le parecía muy militar.

Los soldados, a decir verdad, no tenían ningún miedo; el caballo se lo habían tomado a broma, les habría gustado muchísimo poderlo capturar y llevarlo como trofeo a la Fortaleza. Uno de ellos pidió incluso permiso al sargento primero, que se limitó a una ojeada de reproche, como diciendo que no era lícito bromear con los asuntos del servicio.

En el piso interior, en cambio, donde estaban instalados dos cañones, uno de los artilleros se había agitado muchísimo al ver el caballo. Se llamaba Giuseppe Lazzari, un jovencito entrado hacía poco en filas. Decía que aquel caballo era el suyo, lo reconocía perfectamente, no podía equivocarse, debían de haberlo dejado escapar mientras los animales habían salido de la Fortaleza para abrevar.

—¡Es Fiocco, mi caballo! —gritaba, como si verdaderamente fuera de su propiedad y se lo hubieran robado.

Tronk, que descendió abajo, hizo callar de inmediato los gritos y demostró secamente a Lazzari que era imposible que su caballo hubiese huido; para pasar al valle del norte hubiera tenido que atravesar las murallas de la Fortaleza o cruzar las montañas.

Lazzari respondió que había un paso —había oído decir, un cómodo paso a través de las rocas, un viejo camino abandonado que nadie recordaba. En efecto, en la Fortaleza, entre otras muchas, había esa curiosa leyenda. Pero debía de ser una patraña. A derecha e izquierda de la Fortaleza, durante kilómetros y kilómetros, se alzaban salvajes montañas que nunca habían sido franqueadas.

Pero el soldado no se convenció y bramaba con la idea de tener que quedarse encerrado en el reducto, sin poder recuperar su caballo; habría bastado con media hora de camino entre ir y volver.

Mientras tanto las horas se consumían, el sol continuaba su viaje hacia occidente, los centinelas se daban el relevo en el momento exacto, el desierto resplandecía más solitario que nunca, el caballito estaba en el sitio de antes, normalmente inmóvil, como si durmiera, o daba unas vueltas buscando alguna brizna de hierba. Las miradas de Drogo buscaban en lontananza, pero no divisaban nada nuevo, siempre las mismas grandes lastras rocosas, las matas, las nieblas del último septentrión que mudaban lentamente de color a medida que se acercaba la noche.

Llegó la guardia nueva para hacer el relevo. Drogo y sus soldados dejaron el reducto, se encaminaron de regreso a la Fortaleza a través de las paredes rocosas, entre las sombras violetas de la tarde. Llegados a las murallas, Drogo dijo la contraseña para sí y para sus hombres, abrieron la puerta, la guardia saliente se alineó en una especie de pequeño patio y Tronk empezó a pasar lista. Mientras tanto Drogo se alejó para avisar al mando del misterioso caballo.

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