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Authors: Arthur C. Clarke

El fin de la infancia (19 page)

BOOK: El fin de la infancia
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—¿Y si alguien cambia de parecer más tarde? —preguntó Jean ansiosamente.

—Pueden irse. No hay dificultades. Ha ocurrido una o dos veces.

Hubo una pausa, y Jean miró a George que se frotaba pensativamente las patillas, adorno común entre los que frecuentaban los círculos artísticos. Como no se trataba de quemar las naves, Jean no se preocupó demasiado. La colonia parecía un lugar interesante, y ciertamente no tan chiflado como había temido. Y a los chicos les gustaría mucho. Eso, en última instancia, era todo lo que importaba.

Se mudaron seis semanas más tarde. La casa, de un solo piso, era pequeña, pero adecuada para una familia de cuatro miembros que no tenía intenciones de aumentar. Todos los aparatos domésticos estaban a la vista; al menos, admitió Jean, no había peligro de que volviesen a las oscuras edades de los trabajos hogareños. Era algo perturbador, sin embargo, descubrir que había una cocina. En una comunidad de este tamaño bastaba comúnmente con sintonizar Central de Comidas, y esperar cinco minutos, para recibir el plato elegido. El individualismo estaba muy bien, pero esto, temió Jean, era llevar las cosas demasiado lejos. Se preguntó oscuramente si tendría que tejer las ropas además de preparar las comidas. Pero no había telares entre la máquina de lavar platos y el aparato de radar, así que no había que temer eso por lo menos.

Naturalmente, el resto de la casa parecía bastante desnudo. Eran los primeros ocupantes y pasaría algún tiempo antes que esta limpieza aséptica se convirtiese en un hogar cálido y humano. Los niños, sin duda, catalizarían el proceso con eficacia. Ya se había producido (aunque Jean no lo sabía) la muerte infortunada de un joven animal en la bañera. Jeffrey no conocía la fundamental diferencia que existe entre el agua dulce y el agua salada.

Jean se acercó a las ventanas, todavía sin cortinas, y contempló la colonia. Era un lugar muy hermoso, eso no se podía discutir. La casa se alzaba en la falda oriental de una loma que dominaba, a causa de la ausencia de competidores, la isla de Atenas. Dos kilómetros más al norte podía ver los arrecifes: una línea delgada como el filo de un cuchillo que llevaban a Esparta. Esta isla rocosa, con su rumiante cono volcánico, la asustaba a veces. Se preguntó cómo los hombres de ciencia podían asegurar que no despertaría otra vez, sepultándolos a todos.

Vio de pronto una figura oscilante que subía por la colina, siguiendo la sombra de las palmeras y desafiando abiertamente la existencia del camino. George volvía de su primera conferencia. Era hora de interrumpir los sueños y ocuparse de la casa.

Un golpe metálico anunció la llegada de la bicicleta. Jean se preguntó cuánto tardarían en aprender a manejar ese vehículo. Este era otro de los inesperados aspectos de la isla. Los coches privados estaban prohibidos, y realmente eran innecesarios, ya que la mayor distancia que se podía recorrer en línea recta no pasaba de quince kilómetros. Había en cambio varios vehículos públicos: camiones, ambulancias y coches de bomberos, que no podían viajar, salvo en casos de emergencia, a más de cincuenta kilómetros por hora.

Como resultado, los habitantes de Atenas hacían mucho ejercicio, las calles estaban siempre descongestionadas, y no había accidentes de tránsito.

George le dio a su mujer un rápido beso y se dejó caer en la silla más próxima.

—¡Uf! —exclamó secándose la frente—. Todos me pasaban cuesta arriba, así que me imagino que uno al fin se acostumbra. Me parece que ya he perdido diez kilos.

—¿Cómo has pasado el día? —preguntó Jean cortésmente. Esperaba que su marido no estuviese demasiado fatigado para ayudarla a desempaquetar.

—Muy bien. Ha sido muy estimulante. Claro, no recuerdo la mitad de las gentes que me presentaron, pero eran todos muy agradables. Y el teatro es tan bueno como yo lo esperaba. La semana que viene comenzamos a trabajar en Vuelta a Matusalén de Bernard Shaw. La escenografía estará enteramente a mi cargo. Me parecerá increíble no estar rodeado por una docena de personas que me dicen lo que tengo que hacer. Sí, creo que esto nos va a gustar.

—¿A pesar de las bicicletas?

George reunió bastante energía como para sonreír.

—Sí —dijo—. Dentro de un par de semanas ni notaré que existe esta loma.

No lo creía de veras, pero era perfectamente cierto. Pasó otro mes sin embargo antes que Jean dejara de extrañar el coche y descubriese todo lo que se podía hacer en una cocina.

Nueva Atenas no había aparecido de un modo natural y espontáneo como aquella otra ciudad del mismo nombre. Todo en la isla había sido planeado deliberadamente, como consecuencia del estudio emprendido durante varios años por un grupo de hombres notables. El proyecto había comenzado como una conspiración contra los superseñores, un implícito desafío a su política, si no a su Poder. En un principio los fundadores de la colonia habían tenido casi la seguridad de que Karellen se opondría totalmente, pero el supervisor no había hecho nada, nada en absoluto. Esto no había tranquilizado a nadie. Karellen disponía de mucho tiempo: podía estar preparando un contragolpe. O estaba tan seguro del fracaso del proyecto que no había creído necesario intervenir.

Casi todos habían predicho que la colonia iba a fracasar. Sin embargo, aun en el pasado, mucho antes de que se conociese realmente la dinámica social, habían existido numerosas comunidades dedicadas a fines determinados, religiosos o filosóficos. Cierto era que el índice de mortalidad había sido muy alto, pero algunas habían llegado a sobrevivir. Y las bases de la nueva colonia tenían toda la garantía de la ciencia moderna.

Había muchas razones para haber escogido una isla. Las psicológicas no eran las menos importantes. En una época de transporte aéreo universal, el océano ya no era una barrera, pero aún daba sin embargo una cierta impresión de aislamiento. Además, la limitación del terreno impedía que la colonia albergara a demasiada gente. La población máxima había sido fijada en cien mil habitantes. Un poco más y se perderían las ventajas de una comunidad reducida y compacta. Los fundadores habían pensado que todos los miembros de Nueva Atenas tenían que conocer a los ciudadanos que compartían sus mismos intereses, y además, y por lo menos, a un uno o dos por ciento de los otros habitantes.

El hombre que había hecho posible Nueva Atenas era judío. Y, como Moisés, no había vivido lo bastante como para entrar en la tierra prometida. La colonia había sido fundada tres años después de su muerte.

Había nacido en Israel, la más joven de las naciones independientes. El fin de las soberanías nacionales se había sentido allí con más amargura que en ninguna otra parte. Es difícil abandonar un sueño por el que se ha luchado durante siglos.

Ben Salomon no era un fanático, pero los recuerdos de la niñez debían de haber influido, y no poco, en la filosofía que había llevado a la práctica. Podía recordar aún cómo era el mundo antes de la llegada de los superseñores, y no quería volver a él. Como otros muchos hombres, inteligentes y bien intencionados, sabía apreciar todo lo que Karellen había hecho por la raza humana, aunque los planes del supervisor no lo hiciesen feliz. ¿No era posible, se decía a veces a sí mismo, que a pesar de su enorme inteligencia los superseñores no entendieran, realmente, a la humanidad y estuviesen cometiendo, con la mejor de las intenciones, un terrible error? ¿Y si en nombre de una altruista pasión por el orden y la justicia hubiesen decidido reformar el mundo sin comprender que estaban destruyendo el alma humana?

El declive apenas había comenzado, pero ya era fácil descubrir los primeros indicios. Salomón no era un artista, pero sabía apreciar finamente el arte, y sabía que esta época no había alcanzado, en ese orden, las cimas del pasado. Quizá todo se arreglase un día, cuando desapareciera el aturdimiento provocado por la llegada de los superseñores. Pero un hombre prudente tenía que tomar algunas medidas.

Nueva Atenas era esas medidas. Había costado veinte años de trabajo y algunos billones de libras, fracción relativamente pequeña del total de las riquezas mundiales. Durante quince años no había pasado nada; todo había ocurrido en el último lustro.

La tarea de Salomón hubiera sido irrealizable si algunos de los artistas más famosos del mundo no hubiesen comprendido que el proyecto era realmente posible. Los artistas le habían dado su apoyo porque el plan satisfacía sus aspiraciones, no porque fuera importante para la salud de la raza. Pero, una vez convencidos, el mundo ya no regateó su ayuda moral y material. Tras esta espectacular fachada de talentos temperamentales, los verdaderos arquitectos de la colonia comenzaron su tarea.

Una sociedad está formada por seres humanos cuya conducta individual es imposible predecir. Pero si se toman algunos grupos básicos comienzan a aparecer ciertas leyes, como ya lo habían descubierto, en otros tiempos, las compañías de seguros. Nadie puede decir quién morirá en determinada época, pero es posible predecir el número total de muertes con considerable exactitud.

Había otras leyes, más sutiles, ya sospechadas en el siglo anterior por matemáticos como Wiener y Rashavesky. Estos habían argüido que sucesos tales como las depresiones económicas, el resultado de las carreras armamentistas, la estabilidad de los grupos sociales, las elecciones políticas, etc., podían ser analizadas con ciertas técnicas matemáticas. La gran dificultad era el enorme número de variables, difíciles de representar en términos numéricos. No era posible trazar una serie de curvas y declarar definitivamente: —Cuando se llegue a esta línea estallará la guerra—. Y no era posible tampoco tener en cuenta el asesinato de un hombre clave o los efectos de un nuevo descubrimiento científico... Menos aún terremotos e inundaciones, los que pueden tener un efecto muy profundo en gran número de personas y en el correspondiente grupo social.

Sin embargo, gracias a los conocimientos pacientemente acumulados durante el último siglo, podían hacerse muchas cosas. La tarea no hubiese sido posible sin la ayuda de las máquinas gigantescas capaces de realizar el trabajo de mil matemáticos en unos pocos segundos. A esa ayuda se había recurrido principalmente cuando se planeó la colonia.

Aun así, los fundadores de Nueva Atenas sólo podían proporcionar el suelo y el clima en el cual la planta que deseaban cultivar llegaría —o no— a florecer. Como el mismo Salomón había dicho: —El talento lo tenemos asegurado. Esperemos conseguir el genio. Pero en una sociedad tan concentrada tendrían que producirse, necesariamente, algunas interesantes reacciones. Pocos artistas progresan en la soledad, y nada es más estimulante que el encuentro con mentes de intereses parecidos.

Hasta ahora ese encuentro había producido valiosos resultados en escultura, música, crítica literaria y cinematografía. Era aún demasiado pronto para apreciar si el grupo dedicado a la historia satisfaría las esperanzas de los animadores del proyecto, que deseaban francamente que la humanidad recobrase el orgullo de sus hazañas. La pintura languidecía aún, lo que parecía apoyar la opinión de que un arte estático y bidimensional ya no tenía posibilidades.

Era evidente —aunque aún no se había dado una explicación satisfactoria— que el tiempo tenía una gran importancia en las obras mejor realizadas. Hasta la misma escultura era pocas veces inmóvil. Los intrigantes volúmenes y curvas de Andrew Carson cambiaban lentamente ante los ojos del espectador, de acuerdo con estructuras complejas que la mente era capaz de apreciar aunque no las comprendiese del todo. Carson decía, con un poco de verdad, que había llevado los "móviles" del siglo anterior a sus últimas consecuencias, uniendo de este modo escultura y ballet.

Muchos de los experimentos musicales de la colonia estaban conscientemente relacionados con lo que podría llamarse "dimensión temporal". ¿Cuál era la nota perceptible más breve, o cuál la más larga que pudiese ser tolerada sin aburrimiento? ¿Podía variarse el resultado alternando las condiciones de la audición o mediante un uso apropiado de la orquesta? Tales problemas eran discutidos interminablemente, y los argumentos no eran sólo académicos. Habían dado como resultado algunas obras en extremo interesantes.

Pero los experimentos más exitosos se habían realizado en el campo de los dibujos animados, arte de posibilidades infinitas. Desde las épocas de Disney poco se había hecho en este medio tan flexible. En el aspecto meramente realista los resultados no podían distinguirse de los del arte fotográfico, para gran alegría de los que estaban desarrollando ciertas formas abstractas. El grupo de hombres de ciencia y artistas que menos había hecho hasta ahora era el que despertaba el mayor interés, y la mayor alarma. Este equipo estaba trabajando en la identificación total. La historia del cine guiaba sus pasos. Primero el sonido, luego el color, la estereoscopia y el cinerama habían dado a las películas un aspecto cada vez más realista. ¿A dónde se iba por ese camino? Se llegaría seguramente a la última etapa cuando el público olvidara que era público y participara de la acción. Sería necesario estimular todos los sentidos, y quizá también recurrir a la hipnosis, pero muchos creían que era posible. Cuando se alcanzase la meta, la experiencia humana se enriquecería notablemente. Un hombre podría convertirse —por un rato al menos— en cualquier otra persona, y tomar parte en cualquier concebible aventura, real o imaginaria. Hasta podría ser una planta o un animal, si fuese posible recoger y registrar las sensaciones de todas las criaturas vivientes. Y cuando el "programa" hubiese terminado, habría adquirido un recuerdo tan vívido como el de cualquiera de sus propias experiencias, en verdad idéntico a un recuerdo real.

El proyecto era deslumbrante. Muchos lo encontraban asimismo terrible, y esperaban que la empresa terminara en un fracaso. Pero sabían muy bien que una vez que la ciencia declara que algo es posible, nada puede impedir que se lleve a cabo.

Esto, pues, era Nueva Atenas, y algunos de sus sueños. La colonia esperaba convertirse en lo que hubiese sido la antigua Atenas si hubiese contado con máquinas en lugar de esclavos, y ciencia en vez de superstición. Pero era aún muy pronto para saber si la experiencia tendría éxito.

16

Jeffrey Greggson era un isleño que, hasta ahora, no se había preocupado por los problemas estéticos o científicos, los dos supremos intereses de sus mayores. Pero aprobaba de todo corazón la vida en la colonia, aunque por razones puramente personales. El mar, nunca a más de unos pocos kilómetros, lo fascinaba de veras. Había pasado la mayor parte de sus pocos años en el interior de un continente, y no se había acostumbrado aún a la novedad de vivir rodeado de agua. Era un buen nadador, y salía muy a menudo con otros amigos, armado de su máscara y sus paletas a explorar las aguas poco profundas de la bahía. En un principio Jean no se había sentido muy feliz, pero después de zambullirse ella misma varias veces, perdió el temor al océano y a sus extrañas criaturas, y dejó que Jeffrey disfrutara a su gusto, siempre que no nadase solo.

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