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Authors: Kenneth Fearing

Tags: #Novela negra

El gran reloj (17 page)

BOOK: El gran reloj
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Me vino a la cabeza que había estado igual hacía dos años, durante el lío que me enteré que había tenido con Elizabeth Stoltz. De ésa estaba bien segura. Pero antes de ésa había habido otras; entonces lo había creído y ahora lo creía más que nunca.

Me invadió una oleada de irrealidad absoluta. Y reconocí bien esa sensación, los primeros pinchazos de dolor de una enfermedad en la que vas a recaer. Era demasiado horroroso para ser verdad. Y era aquello lo que acababa por hacerlo tan horroroso.

—Bueno, pues Sofía nunca veía a su amiga Sonia excepto en algunas ocasiones. Sólo cuando Sofía se subía a una silla y se miraba en el espejo para peinarse o lavarse la cara. Siempre que hacía eso se encontraba a Sonia, nada menos, allí delante de ella.

—¿Y entonces qué hacían?

—Entonces tenían largas, largas conversaciones. «A ver, ¿qué pretendes metiéndote siempre delante de mí?», preguntaba Sofía. «Márchate de aquí, Sonia, y déjame en paz.»

—¿Y qué decía Sonia?

—Bueno, eso es lo más raro de todo. Sonia nunca decía ni una palabra. Ni una palabra. Hiciera lo que hiciese Sofía delante del espejo, Sonia la copiaba. Hasta cuando Sofía le sacaba la lengua a Sonia y la llamaba mono de imitación.

—¿Y entonces qué pasó?

—Eso siguió igual durante mucho tiempo y Sofía estaba muy enfadada, puedes creerlo. —Sí, George, Sofía estaba muy enfadada. ¿Cuántos años duró eso, George?—. Pero se lo pensó bien y un día le dijo a Sonia: «Si no dejas de entrometerte en mi camino cada vez que vengo a mirarme en el espejo, Sonia, pues, vaya, yo tampoco me quitaré nunca de tu camino».

—¿Y entonces qué?

—Eso es justo lo que hizo Sofía. Cada vez que Sonia, la niña que nunca hablaba, venía delante del espejo para peinarse, Sofía hacía lo mismo. Y todo lo que hacía Sonia, Sofía lo copiaba inmediatamente.

No. No creo. Creo que cada una hacía una cosa diferente. Sencillamente, se apartaron la una de la otra.

No puede ser. No puedo volver a pasar por ese horror.

Pero ¿qué le pasa? ¿Se ha vuelto loco? No puedo volver a caer otra vez en ese abismo terrible.

¿No cambiará nunca? ¿No madurará? Se ha portado muy bien desde lo de aquella chica, Stoltz. Creía que aquélla iba a ser la última, porque tenía que ser la última. Hay un límite que los nervios no pueden sobrepasar sin desgarros y magulladuras y continuar viviendo. Y si eso es lo que pasa, no podré aguantarlo otra vez.

¿Está completamente cuerdo? No puede estarlo si está tan ciego.

—Tengo una mejor amiga —anunció Georgia.

—Eso espero.

—Una nueva.

—¿Y qué hacéis tu mejor amiga y tú?

—Jugamos a juegos. Pero algunas veces me roba las ceras. Se llama Pauline.

—Ya. Y luego, ¿qué pasa?

Era demasiado torpe, como algo ensayado que va saliendo de una máquina, de una radio o un tocadiscos.

Sonó la bocina del autobús escolar y Georgia se levantó de un salto. Le limpié la cara con mi servilleta, fui tras ella al vestíbulo y la vi correr en busca de su cartera del colegio, que contiene un bloc de dibujo, un libro con ilustraciones y también, la última vez que la revisé, un puñado de cuentas sueltas, unos cuantos cacahuetes olvidados y el capuchón roto de una estilográfica.

Le di un beso de despedida y me quedé un momento mirándola bajar corriendo por la acera. Quizás estuviera equivocada.

Tenía que estar equivocada. Estaría equivocada. Hasta que me viera obligada a reconocer lo contrario.

Cuando volvía hacia la sala del desayuno vi el último número de
Newsways
y me acordé de una cosa. Me lo llevé conmigo.

—George —le dije—, te olvidaste de traer el
Newsways
de casa.

Siguió con sus huevos y su café y dijo distraído:

—Se me fue de la cabeza. Traeré uno esta noche sin falta. Y
Personalities
, que acaba de salir.

—No te preocupes por el
Newsways
, compré uno ayer.

Me miró y vio la revista. Durante un instante vi algo raro que nunca había visto antes dibujarse en su cara, pero luego desapareció tan deprisa que no estaba segura de haberlo visto de verdad.

—Trae algo sobre lo que pensaba preguntarte —le dije—. ¿Has leído el artículo sobre Louise Patterson?

—Sí, lo he leído.

—Es fabuloso, ¿no? Dice justo todo lo que tú llevas años diciendo. —Le cité una frase del artículo—: «El
homunculus
crece hasta alcanzar un tamaño monstruoso, con toda la fuerza de una enorme explosión, gracias a un nuevo talento que surge de pronto como un meteorito atravesando los cielos túrgidos, por lo demás tan pretenciosos, del mundo del arte contemporáneo. Puede que Louise Patterson observe sus modelos a través de un microscopio, pero el pincel que maneja es gargantuesco.»

—Sí, es fabuloso, pero no es lo que llevo años diciendo.

—De todos modos, reconocen su talento. No seas tan negativo, sólo porque emplean palabras distintas de las que empleas tú. Por lo menos admiten que es una gran pintora, ¿no es cierto?

—Eso sí.

Algo sonaba desafinado. Sus palabras pretendían sonar ligeramente escépticas, pero el tono de su voz no era demasiado neutro.

—Por todos los santos, George, no finjas que no te ha gustado. Debes de tener siete u ocho pattersons, y ahora resulta que son terriblemente valiosos.

—Incalculable. Me parece que ésa es la palabra que usan en
Newsways
. —Soltó la servilleta y se levantó—. Tendré que darme prisa. Creo que iré en coche como siempre, a no ser que lo necesites tú.

—No, por supuesto que no. Pero espera, George. Hay otra cosa más. —Busqué otro párrafo del mismo artículo y se lo leí—: «Esta semana, el máximo interés en el mundo del arte se centra en el paradero de la obra maestra perdida de Patterson, su famoso
Judas
, que se considera el lienzo más cotizado entre todas las obras de valor incalculable salidas del estudio de la artista. Representa dos manos enormes que se intercambian una moneda, y es un soberbio estudio en amarillo encendido, rojo y marrón tostado, una pintura que hace algunos años fue muy conocida y luego desapareció sin dejar rastro.»

Y etcétera.

Levanté los ojos de la revista.

—Bien presentado, pero no muy llamativo —dijo George—. Hacen que parezca un arco iris en mitad de la noche.

—No es eso lo que quiero decir. ¿Tú no sabes nada de ese cuadro?

—¿Por qué habría de saberlo?

—¿No he visto yo una pintura sin enmarcar que trajiste a casa hace cosa de una semana y que era algo así?

—Pues claro que sí, Georgie. Una copia.

—Ah, bien. ¿Y qué pasó con ella?

George me guiñó un ojo, pero sin calor alguno en el gesto. Sin nada. Simplemente un guiño en blanco.

—Me lo llevé al despacho, naturalmente. ¿De dónde crees que iban a sacar esos manazas una descripción tan precisa del original? —Me dio una palmada en el hombro y un beso fugaz—. Tengo que irme corriendo. Te llamaré esta tarde.

Cuando se fue y oí el coche bajar por el camino de entrada, dejé la revista y me incorporé lentamente. Fui hasta la cocina a ver a Nellie, comprendiendo lo que es sentirse vieja, verdaderamente vieja.

EMORY MAFFERSON

No conocía demasiado bien a Stroud hasta hace poco, y en realidad tampoco lo conozco ahora. Por consiguiente, no podría aventurar cómo o de qué manera encajaba en los patrones de Janoth.

Cuando me aconsejó que no intentara dar el perfil del hombre tipo
Crimeways
, eso no me dijo nada. Era el consejo típico que daban en todas nuestras publicaciones, y, por lo que yo sabía, Stroud no era más que otra de las muchas personas entusiastas, ambiciosas y egocéntricas de la organización que pasaban de un despacho a otro, de una alianza a otra, de una moda ética o política a otra, y que no tenían otro interés verdadero en la vida que ganar cada año más dinero, y siempre más que sus colegas.

Sin embargo, tenía la impresión de que Stroud no era tan simple. Todo lo que sabía de él, de hecho, era que se consideraba muy agradable, que parecía valorar mucho su propio ingenio y que nunca compraba nada de lo que hacíamos aquí.

Ni yo tampoco. Hasta ahora.

León Temple estaba en el despacho de Stroud cuando entré a última hora de la mañana del lunes para pedirle a Stroud que autorizase una orden de pago que juraba que le hacía falta para esa nueva misión tan histérica en la que parecía que todo el mundo menos yo estaba trabajando. Por lo que pude enterarme, Temple no hacía nada más que revolotear por el salón de cócteles del Van Barth con una mariposilla linda y juguetona que atiende por Janet Clark.

Mientras me dirigía al despacho de Stroud tratando de pensar en el mejor modo de dirigirme a él, me sentía como un extraño. Todos participaban en una fiesta larga y feliz, mientras yo me pasaba los días en el antiguo departamento de Homicidios o en las desvencijadas ruinas de la fiscalía del distrito.

Una vez que Stroud me firmó la orden para retirar el efectivo y León Temple se marchó, me di la vuelta y me retrepé en el alféizar de la ventana, detrás de la mesa de despacho. Él hizo girar la silla en redondo y bajo la luz que entraba descubrí algo que hasta entonces no había notado, que aquel hombre tenía la cara arrugada y unas facciones duras.

—¿Hay alguna novedad, Emory? —me preguntó.

—Bueno, sí. Es más que nada cosa de rutina. Pero quería comentarte otra cosa.

—Dispara.

—¿Sabes aquello tan extraño que pasó hace una semana, el sábado por la noche?

—¿La noche del asesinato?

—Sí. Pero es algo referente a Individuos Financiados. Pues esa noche me encontré con Fred Steichel, que es director editorial adjunto de Jennett-Donohue. ¿Lo conoces?

—Lo he visto alguna vez. Pero no sé a qué te refieres.

—Bueno, yo soy bastante amigo de Fred. Su mujer y la mía fueron juntas a clase, y siguen viéndose a menudo. Nos encontramos en una cena y luego hubo una buena fiesta. Fred se emborrachó y empezó a contarme todo lo de Individuos Financiados. Y la verdad es que sabía mucho del tema, tanto como yo.

Stroud no mostró una gran preocupación.

—No hay razón para que no lo supiera. No es ningún secreto. Todas las cosas de ese tipo acaban circulando.

—Claro, pero eso es en general. Y esto era distinto. Fred está muy bien cuando está sobrio, pero cuando se emborracha se pone insoportable, y esa noche procuraba con todas sus fuerzas mostrarse lo más desagradable posible. Se divertía recitando todos nuestros cálculos, citando las conclusiones a las que habíamos llegado, y hasta repitió algunos de los enfoques que intentamos durante una temporada y luego abandonamos. La cuestión es que tenía los números exactos, conocía con toda precisión los pasos que habíamos dado y, por ejemplo, se sabía una serie de frases que yo personalmente había usado en mis informes. No una cosa más o menos correcta en general, sino absolutamente literal. En otras palabras, que ha habido una filtración en alguna parte y él ha tenido acceso a nuestras investigaciones, nuestros informes y nuestras conclusiones.

—¿Y entonces?

—Bueno, pues me quedé bastante mosqueado. Una cosa es que en Jennett-Donohue oigan rumores sobre lo que estamos haciendo, y otra muy distinta que tengan acceso a archivos que se supone que son confidenciales. Quiero decir que, ¡qué demonios! No me gustó nada la manera en que Fred hablaba de Individuos Financiados. Como si se tratase de un peso muerto. Según él, yo estaba perdiendo el tiempo. Era sólo cuestión de semanas o de días que archivasen todo aquel plan. Cuanto más lo he estado pensando, menos me gusta. No puede ser que consiguiera esos datos por casualidad, y sus fanfarronadas no se basaban sólo en haber bebido de más.

Stroud asintió.

—Entiendo —dijo—. Y pensaste que era algo de lo que teníamos que enterarnos.

—Lo pensé y lo pienso. No es que pretenda entenderlo, pero es mi criatura y he invertido un montón de trabajo en ella, y para mí es algo más que uno de esos espejismos comunes y corrientes que presentamos aquí cada día. Me fascina. Tiene algo que resulta casi real. —Ahora al menos Stroud me escuchaba con interés, ya que no con asentimiento, y reforcé mis argumentos—. No se trata simplemente de otra flecha de inspiración que alguien lanza al aire. Se trata de un negocio a lo grande. Y en el momento en que sabes que puede existir una sociedad en la que cada uno de sus individuos tiene un valor monetario real de un millón de dólares, y que va pagando dividen dos sobre sí mismo, sabes también que nadie va a torpedear, asfixiar o arruinar una inversión totalmente segura.

Stroud me dirigió una sonrisa tímida y comprensiva, pero helada.

—Ya lo sé —dijo—. Está bien, hablaré con Hagen o con Earl de esta curiosa filtración de nuestro material confidencial.

—Pero ahí está la cuestión, yo ya lo he hecho. Eso es lo más raro de ese sábado por la noche. Te llamé por teléfono primero pero no te encontré, y entonces llamé a Hagen. Él sí que estaba y se mostró de acuerdo conmigo en que era algo condenadamente importante. Dijo que lo comentaría con Earl, y que quería verme a primerísima hora del lunes por la mañana. Y desde entonces no he vuelto a tener noticias de él.

Stroud se repanchingó en la silla para estudiarme, muy desconcertado.

—¿Llamaste a Hagen aquella noche?

—Tenía que informar a alguien.

—Naturalmente. ¿A qué hora le llamaste?

—Casi inmediatamente. Le dije a Steichel que iba a llamar y el cabrón se echó a reír.

—Sí, pero ¿a qué hora?

—Bueno, sobre las diez y media. ¿Por qué?

—¿Y hablaste sólo con Hagen? Con Earl no hablaste, ¿o sí?

—No hablé con él, no. Pero debía de estar allí cuando llamé. Porque aquella noche estaba allí, como sabes.

Stroud apartó la vista de mí, con el ceño fruncido.

—Sí, ya lo sé —dijo con voz muy cansada, distante—. Pero ¿recuerdas lo que dijo Hagen exactamente?

—Exactamente no. Me dijo que lo comentaría con Earl. Así que esto es una confirmación del paradero de Earl, ¿no es cierto? Y Hagen dijo que nos veríamos el lunes por la mañana. Pero el lunes por la mañana no supe nada de él ni he vuelto a tener noticias desde entonces, y empiezo a preguntarme qué está pasando. Supuse que tal vez te hubiera traspasado todo el asunto a ti.

—No, lo lamento, pero no. Pero averiguaré qué está pasando, naturalmente. Estoy completamente de acuerdo contigo en que es importante. Y con Hagen. —Volví a ver aquella sonrisa invernal, esta vez a varios grados bajo cero—. Una vida humana valorada en un millón de dólares sería toda una historia digna de publicarse, ¿no crees? No te preocupes, Emory, tu sueño infantil no se perderá.

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