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Authors: Kenneth Fearing

Tags: #Novela negra

El gran reloj (5 page)

BOOK: El gran reloj
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GEORGE STROUD, IV

Estuvimos cerca de una hora en el Silver Lining. Cenamos allí después de que Pauline reorganizase por teléfono unos planes anteriores.

Después fuimos al estudio desde el que emitían
Jinetes en el cielo
. Era uno de mis programas de radio favoritos, pero ése no era el atractivo principal de ir hasta allí. Podíamos oírlo en cualquier otra parte, en cualquier aparato. Aparte del encanto del programa, lo que me fascinaba sobre todo lo demás era el trabajo del nuevo encargado de efectos especiales, que, en mi opinión, estaba sentando las bases de una técnica radiofónica completamente nueva. Era un menda capaz de producir una serie de sonidos espectaculares durante cinco minutos por lo menos, y sin voces ni música. Además, manteniendo la emoción y dejando claro su sentido. Le expliqué a Pauline, que parecía sorprendida aunque interesada, que algún día aquel individuo haría un programa entero de quince o hasta treinta minutos a base de sonidos y nada más que sonidos, que no incluirían ni voz ni música, por supuesto, un drama sin palabras, y entonces la radio se habría hecho adulta.

Después Pauline hizo unas cuantas llamadas más de teléfono para cambiar otros planes, y yo me acordé de un bar de la Tercera Avenida, el Gil’s. No era exactamente un bar, ni tampoco un club nocturno exactamente. Quizás habría que llamarlo Coney Island en miniatura, o simplemente un tugurio. O puede que el nombre y la definición correctos fueran los que le daba el propio Gil, que lo llamaba museo.

Hacía uno o dos años que no iba por allí, pero cuando iba Gil jugaba con sus clientes y amigos a un juego que a mí siempre me pareció que merecía la pena.

Aunque en el Gil’s casi todo era básicamente vulgar y más sobado que un sello de correos, se bailaba con cualquier música que sonase y se entretenía uno con cualquier actuación, tenía una cosa que lo hacía distinto de cualquier otro local. Había una barra de diez metros de largo y una estantería de mucho fondo en la pared que quedaba detrás. Gil había ido acumulando y exponiendo en ella una inagotable cantidad de trastos —no hay otra palabra más adecuada— a los que llamaba su «museo particular». Gil pretendía que allí, por algún rincón, guardaba una muestra de todo lo que había en el mundo, y que cada artículo, fuera lo que fuese, tenía una historia que lo relacionaba de cerca con su vida y hazañas. El juego consistía en pillarle en falta con una cosa u otra.

Yo nunca lo había logrado, aunque debo reconocer que me había pasado muchas horas de copas intentándolo, y me había gastado un montón de dinero. Al mismo tiempo, a veces la lógica de Gil resultaba de lo más retorcida, y sus historias no eran demasiado divertidas. Corría el rumor persistente de que cada vez que pillabas a Gil con algo que no tenía, se las ingeniaba para salir en busca de su equivalente más próximo, y conseguía seguir por delante incluso de los que estudiaban de cerca el juego. Y aún más, antes del mediodía y a primera hora de la tarde sus explicaciones no estaban a la altura de las que se le ocurrían más tarde, cuando ya estaba bebido.

—¿Cualquier cosa? —preguntó Pauline observando atentamente la colección.

—Lo que sea —le aseguré.

Estábamos sentados junto a la barra, bastante despejada, y Pauline miraba con un cierto asombro aquella engañosa selva de cachivaches que teníamos delante. Había incluso un espejo normal de barra de bar detrás de toda aquella montaña de artilugios, tal como sabía por experiencia personal. Cabezas reducidas, billetes de francos franceses y marcos alemanes, dinero confederado, bayonetas, banderas, un trozo de tótem indio, una hélice de avión, pájaros y mariposas clavadas en paneles y expositores de rocas y conchas, instrumental quirúrgico, sellos de correos, periódicos antiguos: miraras donde miraras veías cualquier cosa disparatada y de ella pasabas medio mareado ya a otras más.

Gil se nos acercó, radiante, y noté que estaba en forma. Sólo me conocía de vista. Me saludó con un movimiento de cabeza, y le dije:

—Gil, la señora quiere jugar a tu juego.

—Naturalmente —dijo. Gil era un hombre afable que andaría por los cincuenta, calculé yo, tal vez cincuenta y cinco—. ¿Qué desea usted que le enseñe, señora?

Le interrumpí:

—¿Puedes enseñarnos un par de tragos largos mientras se decide?

Tomó nota de la comanda y se fue a prepararla.

—¿Sea lo que sea? —me preguntó Pauline—. ¿Por absurdo que resulte?

—Son todos recuerdos personales de Gil. No irás a llamar absurda la vida de un hombre, ¿verdad?

—¿Qué tuvo que ver él con el asesinato de Abraham Lincoln?

Estaba mirando el titular de un periódico amarillento enmarcado que lo anunciaba. Por supuesto, también yo me había preguntado eso mismo alguna vez, y le dije que ese periódico era un legado familiar. El titular lo redactó el abuelo de Gil cuando trabajaba para Horace Greeley en el
Tribune
.

—Así de simple —le comenté—. Y no le pidas sombreros femeninos. Allí detrás tiene el turbante de Cleopatra y otra media docena de reliquias apolilladas que puede hacer pasar por lo que sea.

Gil colocó las bebidas en la barra delante de nosotros y dirigió a Pauline una sonrisa de lo más profesional.

—Quiero ver una apisonadora —dijo ella.

La sonrisa de Gil se hizo más amplia. Se dirigió hacia el fondo de la barra y volvió con un cilindro negro de metal abollado que en cierta ocasión, si recordaba con claridad aquella noche loca, había sido el telescopio de Cristóbal Colón, reliquia de cuya autenticidad habían dado fe a Gil en persona unos aborígenes caribeños.

—No puedo enseñarle la apisonadora entera, señora —dijo Gil a Pauline—. Comprenderá que aquí no tengo sitio. Algún día tendré un local más grande y entonces podré ampliar mi museo particular. Pero esto que le traigo es una válvula de seguridad sacada de una apisonadora, tal cual. Adelante. —Empujó el objeto hacia ella—. Es un artefacto muy ingenioso. Mírelo bien.

Pauline aceptó el artículo sin molestarse siquiera en mirarlo.

—¿Y esto forma parte de su museo particular?

—La última vez que asfaltaron la Tercera Avenida —le aseguró Gil—, la apisonadora esta explotó justo aquí delante. La válvula de seguridad que tiene usted justo ahí en la mano entró por la ventana, como una bala. Me rozó. De hecho, me ha quedado una cicatriz. Mire, se la voy a enseñar. —Yo ya conocía la cicatriz, pero él volvió a enseñárnosla; aquella cicatriz era el activo más importante de Gil—. La válvula de la apisonadora estaba defectuosa, se nota perfectamente si se mira bien. Pero, vaya, ya que había caído aquí dentro, me limité a dejarla ahí detrás de la barra, en el mismo sitio donde impactó. Fue una de las veces en que me salvé por los pelos.

—Igual que yo —dije—. Yo también estaba aquí cuando explotó. ¿Qué quieres tomar, Gil?

—Bueno, me da lo mismo.

Gil dio media vuelta y se sirvió una copa sin pérdida de tiempo, era la recompensa merecida por ganar el punto. Alzamos las copas y Gil meneó una única vez la cabeza, gris y robusta. Luego se acercó a otro punto de la barra para atender a otro cliente jugador que pedía a voces que le enseñara un elefante rosa.

Gil le mostró con paciencia su elefante rosa y le explicó con toda amabilidad el papel que había tenido en su vida.

—Me gusta el museo —dijo Pauline—. Pero a Gil debe de resultarle terrible algunas veces. Lo ha visto todo, lo ha hecho todo, ha ido a todas partes, conoce a todo el mundo. ¿Qué le queda?

Le comenté entre dientes que mañana la historia seguiría en marcha, igual que hoy, y nos tomamos otra copa a la salud de esa idea. Entonces volvió Gil y Pauline le propuso otro experimento con sus recuerdos, y los tres nos tomamos una ronda. Y después otra más.

A la una ya estábamos hartos de la vida de Gil y yo empecé a pensar en la mía.

Siempre podría crear unos pocos recuerdos más yo también. ¿Por qué no?

Había muchísimas razones por las que no debería hacerlo. Las sopesé todas de nuevo e intenté una vez más explicar de alguna manera por qué iba a hacer lo que sabía que estaba a punto de hacer. Pero todas se me escurrieron entre las manos.

Invoqué toda suerte de explicaciones fantásticas, empezando por la más simple, pero ni las simples ni las fantásticas resultaban suficientes; yo no era muy quisquilloso a la hora de razonar por qué me comportaba como un tonto, o incluso como un temerario.

Quizás estuviese cansado de hacer siempre lo que debía, y más harto aún de no hacer las cosas que no se debían hacer.

Los atractivos de aquella mujer, de Pauline Delos, se multiplicaban por diez ellos solos, y en aquel momento ya se estaban multiplicando por cien. Nos miramos y ese instante fue como el chispazo de un interruptor reconectado cuando se forma un circuito nuevo y la corriente fluye invisible por el otro cable.

¿Por qué no? Conocía los riesgos y el precio. Y aun así, ¿por qué no? Tal vez los riesgos y el precio fueran también una parte de las razones, del porqué. El precio sería elevado, y exigiría unas cuantas mentiras y actuaciones de primera; sin embargo, si estaba dispuesto a pagarlo, ¿por qué no? Y los peligros serían todavía mayores. Respecto a éstos, no podía ni siquiera empezar a sospecharlos.

Pero tenía que ser una cosa muy estimulante pasar una noche con aquel misterio rubio que ciertamente debía ser resuelto. Y si no lo resolvía entonces, nunca lo resolvería. Ni lo resolvería nadie. Sería algo que se perdería para siempre.

—¿Qué? —me dijo.

Al ver que sonreía, me di cuenta de que me había entretenido en una discusión imaginaria con un doble de George Stroud que estaba justo detrás de la aureola ardiente en que se había convertido ella. Algo asombroso. Lo único que el otro George Stroud parecía decir era: «¿Por qué no?». No lograba imaginarme qué quería decir. ¿Por qué no qué?

Me acabé la copa que al parecer tenía en la mano y dije:

—Tengo que llamar por teléfono.

—Sí. Yo también.

Mi llamada era a un hotel residencia que estaba cerca de allí. El encargado no me había fallado nunca —al fin y al cabo, mi dinero le ayudaba a llevar a sus hijos e hijas al colegio, ¿no?—, y esa vez tampoco me falló. Al volver de la cabina dije:

—¿Nos vamos?

—Venga. ¿Está lejos?

—No está lejos —dije yo—. Pero no es nada del otro mundo.

Desde luego que no tenía ni la menor idea de en qué parte de aquel hotel de apartamentos un tanto triste y relativamente respetable nos iban a colocar. Pauline parecía dar todo aquello por descontado. Eso me hizo pensar en algo más; pero ese algo más se esfumó tan pronto como se me ocurrió. Así que confié en que no dijera nada sobre nadie ni sobre nada que no fuéramos nosotros dos.

No tenía por qué preocuparme. No lo dijo.

Estos momentos, cuando pasan, pasan muy deprisa, y sin tonterías superfluas. Si no pasan deprisa, mueren.

Bert Sanders, el encargado del Lexington-Plaza, me pasó una nota al entregarme la llave de una habitación del quinto piso. La nota decía que tenía que dejar la habitación libre a las doce del día siguiente, porque la tenía reservada. La habitación en sí, donde encontré ya mi maletín de fin de semana, estaba bastante bien, era un espació familiar, en el que pensé que ya me había alojado una o dos veces con anterioridad.

Me quedé un poco sorprendido y desanimado al ver que ya eran las tres de la mañana cuando saqué la media botella de whisky escocés, el batín y un par de zapatillas, un número atrasado de
Crimeways
—¿cómo había llegado hasta allí?—, tres libros de cuentos y poesía, la pila de pañuelos, pijama y pastillas de aspirina que constituían la casi totalidad del contenido del maletín.

—¿Qué te parecería un poco de whisky? —pregunté.

Nos pareció bien a los dos. El servicio de habitaciones del Lexington-Plaza fenecía sobre las diez de la noche, de manera que nos tomamos las copas con agua del grifo. Estaban perfectas. Daba la impresión de que la vida que vivíamos en esos momentos se aceleraba de un modo perceptible.

Me acordé de decirle a Pauline, tumbada en el suelo con la cabeza sobre un almohadón y un aspecto más deslumbrante que nunca metida en mi pijama, que aquel hogar nuestro dejaría de serlo a partir del mediodía. Me respondió como entre sueños que no hacía falta que me preocupase, que todo estaba bien y que por qué no le contaba cosas sobre Louise Patterson y las tendencias más importantes de la pintura moderna. Vi con no poca sorpresa que sobre mis rodillas tenía un libro abierto, aunque había estado hablando de algo totalmente distinto. Y ahora no me acordaba de qué. Solté el libro y me tumbé en el suelo al lado de ella.

—Nada de cuadros —le dije—. Vamos a resolver el misterio.

—¿Qué misterio?

—Tú.

—Yo soy una persona muy normal, George. Sin ningún enigma.

Creo que le dije:

—Eres el último enigma, el más hermoso, el definitivo. Quizá no se pueda resolver.

Y creo que lancé una mirada a nuestra grandiosa cama, grande y fastuosa, blanda, mullida y ancha. Pero me pareció a miles de kilómetros de distancia, y decidí que eso era demasiado lejos. Pero estaba bien así. Mejor que bien. Estaba perfecto. Pura y simplemente perfecto.

Descubrí otra vez para qué estamos en este mundo. Eso creo.

Y entonces me desperté y me vi solo en aquella cama ancha y grande, sobresaltado por los timbrazos y el ruido de puños que aporreaban la puerta. Como lo que tenía más cerca era el teléfono, lo descolgué y oí una voz que me decía:

—Lo siento mucho, señor, pero el señor Sanders me dice que no tiene usted la habitación reservada para hoy.

Miré el reloj: la una y media.

—Está bien.

Creo que solté un gemido y volví a tumbarme. Me tomé una aspirina que alguien sensato había dejado en la mesilla de noche y después, al cabo de un rato, me acerqué a la puerta a la que seguían llamando con puños y timbrazos. Era Bert Sanders.

—¿Se encuentra bien? —me preguntó con expresión de algo más que preocupación—. Recordará que le dije que esta suite la tenía reservada.

—¡Dios mío!

—Bueno, lamento muchísimo tener que despertarle, pero es que tenemos que…

—Muy bien.

—No sé exactamente cuándo…

—¡Dios mío!

—Si hubiera pensado que…

—Está bien. ¿Dónde está ella?

—¿Quién? Oh, bueno, esta mañana hacia las seis…

—Ah, vaya, no se preocupe.

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