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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

El Guardiamarina Bolitho (4 page)

BOOK: El Guardiamarina Bolitho
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Bolitho llenó de aire sus pulmones; se hallaba ante una puerta pintada de blanco que conducía a la toldilla. Acostumbrado al abarrotado espacio de las cubiertas inferiores, repletas de figuras oscuras de marinos que regresaban de su tarea en las vergas, aquella zona del navío le parecía extrañamente desierta. Junto a la puerta hacía guardia un centinela, en posición de firmes en el círculo que iluminaba una linterna de cubierta.

El guardia le examinó fieramente antes de avisar:

—¡Un guardiamarina, señor!

Un golpe de culata de su mosquete sobre la cubierta subrayó el aviso a su superior. La puerta se entreabrió. Bolitho vio al mayordomo del comandante que con un gesto le urgía para que entrara, manteniendo abierta sólo la porción de puerta necesaria para franquearle el paso. Parecía el portero de una mansión que, ante un visitante desconocido, duda de si de veras figura en la lista de invitados.

—Espere aquí —dijo, y tras una pausa añadió—: Señor.

Bolitho esperó. La cámara en que se hallaba abarcaba toda la manga del casco; estaba decorada y bien acondicionada, y comunicaba directamente con el comedor del comandante. Sonaba allí el tintineo de las copas de cristal guardadas en un aparador de caoba. Sobre la larga mesa, de superficie barnizada y brillante, colgaba una bandeja para botellas y jarrones que bailaba al ritmo del balanceo del buque. El suelo, cubierto de lona, había sido pintado a cuadros blancos y negros. Los dos cañones de nueve libras situados a ambos lados de la cámara se escondían tras discretas fundas forradas de seda.

Se abrió una puerta en otro mamparo.

—Por aquí, señor —dijo el mayordomo. Su mirada recorría el uniforme de Bolitho con evidentes muestras de asco y desesperación.

Así que ésa era la cámara principal. Bolitho se quedó quieto nada más cruzar el umbral y sujetó su sombrero bajo el brazo, mientras se extasiaba ante la grandeza de los dominios de su comandante.

Era una sala espléndida y estaba iluminada por las grandes cristaleras de las galerías de popa, que el rastro de sal de los rociones surcaba con sombras. A la luz naciente del alba, parecían los vitrales de una catedral.

El capitán de navío Beves Conway, comandante del
Gorgon
, se hallaba sentado frente a un amplio escritorio; ante él había una pila de documentos que sus manos hojeaban con lentitud. Junto a su codo humeaba un tazón de líquido caliente, iluminado por un candil que oscilaba de un lado a otro. Bolitho observó que el comandante vestía ya camisa y pantalón limpios, y que su casaca azul con solapas blancas reposaba plegada con cuidado sobre una banqueta. El sombrero y el capote se hallaban al lado. Nada en la cara o la apariencia de aquel hombre indicaba que un momento antes había estado en cubierta, expuesto al embate del viento y el agua.

Levantó la mirada y estudió a Bolitho sin cambiar de expresión.

—¿Su nombre? —preguntó el comandante.

—Bolitho, señor. —Sintió que su voz sonaba distinta en la amplia cámara.

—Sí.

El comandante se revolvió oyendo que su secretario entraba por una pequeña puerta. La cara de Beves Conway, recortada en la luz ladeada que venía de los ventanales, ofrecía un perfil despierto e inteligente, aunque sus ojos eran duros e inexpresivos.

Dirigió a Scroggs unas breves palabras, en tono rápido y directo, refiriéndose a cosas que Bolitho sólo podía imaginar.

Bolitho volvió la mirada hacia la derecha y se halló frente a frente con su imagen reflejada en un espejo alto y enmarcado en oro. Al instante entendió la mirada alarmada del mayordomo.

Richard Bolitho era alto para su edad, aunque bastante flaco; su pelo oscuro hacía que la piel curtida pareciese todavía más pálida. Vestido con su chaqueta de marino, adquirida hacía año y medio y, por tanto, ya pequeña para él, tenía más el aspecto de un indeseable que el de un oficial del Rey.

Con sorpresa, se dio cuenta de que el comandante le hablaba a él.

—Bien, señor, guardiamarina, eh… Bolitho, debido a circunstancias imprevistas parece que deberé usar de sus habilidades para ayudar a mi asistente mientras el señor Marrack se recupera de su… eso, herida.

Observó que se tomaba tiempo.

—¿A qué servicios está usted destinado?

—Batería de cañones de entrepuente, señor, y en prácticas de maniobra con la división del señor Hope.

—Aunque en ninguno de los dos casos haga falta vestir con elegancia, señor… Bolitho, en mi barco yo exijo que todos los oficiales den ejemplo, sea cual sea la tarea que lleven a cabo. Un aspirante a oficial como usted debe estar siempre listo para cualquier cosa. En su posición, usted manda, da ejemplo, y le lleve donde le lleve el navío no sólo representa a la Armada, sino que usted es la Armada.

—Comprendo, señor. —Bolitho intentó explicarse—. Hemos estado en la jarcia reduciendo el trapo, y…

—Sí.

El comandante torció la boca en lo que podía parecer una sonrisa.

—Yo di la orden. Me pasé varias horas en cubierta antes de decidir que era realmente necesario.

El comandante extrajo un fino reloj de oro de su pantalón.

—Vaya inmediatamente a su cabina del sollado y póngase presentable. Le quiero volver a ver aquí mismo dentro de diez minutos. —La tapa del reloj se cerró con un chasquido mientras el comandante añadía—: Ni un minuto más.

Fueron los diez minutos más rápidos de la vida de Bolitho. Le ayudaron Starr y el guardiamarina Dancer, mientras el infeliz Edén les retrasaba sintiéndose indispuesto precisamente en ese momento. Cuando por fin logró alcanzar la puerta vigilada por el centinela, se encontró la gran cámara repleta de visitantes que esperaban.

Los tenientes venían a informar de averías causadas por la tormenta, o a hacer consultas. El maestre, según Bolitho creyó entender, estaba a la vez a favor y en contra de la promoción de uno de sus oficiales. También hacía antesala el mayor Dewar, jefe de los infantes de marina, de mejillas tan encarnadas como su uniforme. Hasta el contador encargado de víveres y compras, el señor Poland, una auténtica comadreja, apareció deseando despachar con el comandante. Y todo eso, de madrugada.

El asistente condujo a Bolitho, ya sin ceremonias, a un pequeño escritorio colocado junto a las ventanas de la aleta. A través de aquellos gruesos cristales Bolitho vio el mar gris y opaco, surcado por crestas de blanca espuma. Una bandada de gaviotas revoloteaba persiguiendo el espejo de popa del
Gorgon
, sin duda con la esperanza tic que el cocinero arrojase algo a la mar. El estómago de Bolitho se contrajo al pensar eso. Poca suerte iban a tener, se dijo. Entre el cocinero y el avaro del contador, pocas sobras quedaban para arrojar a las gaviotas.

Oyó cómo el comandante discutía sobre agua potable con Laidlaw, el cirujano o doctor de a bordo, quien explicaba cómo había que fregar las barricas para asegurar su pureza durante una travesía larga.

El cirujano era un hombre cargado de espaldas, con aspecto siempre cansado y profundas ojeras. Quizá demasiados años en buques de poca altura de techo habían doblado su espalda, o acaso demasiadas horas encorvado sobre sus infelices pacientes, imaginó Bolitho.

—Es una costa de mal agüero, señor —le oyó decir.

—Ya lo sé, maldita sea —respondió el comandante enérgico—. No soy yo quien ha decidido llevar este buque y su dotación a la costa occidental de África, y no crea usted que la misión consiste en poner a prueba sus conocimientos sobre enfermedades tropicales.

El secretario se inclinó sobre el escritorio. Olía a cerrado y a ropa sucia.

—Empiece haciendo copias de estas órdenes del comandante —dijo con voz estricta— cinco de cada, bien claras y limpias, buena caligrafía, o se le caerá el pelo.

Bolitho esperó a que desapareciese Scroggs para prestar atención al grupo que conversaba con el comandante. Mientras sufría vistiéndose con su camisa limpia y su corbata blanca, descubrió que la primera impresión de admiración sentida al ver al comandante había derivado en resentimiento. Conway despreció, por inútil, incluso por trivial, la causa de su desaliñado aspecto. Ponía como ejemplo su propia imagen de comandante siempre atento, infatigable, siempre dispuesto a solucionar cualquier problema.

Ahora, en cambio, al oír la voz calmada y razonada de Conway, y ante la mención de una travesía de cuatro mil millas, los rumbos a seguir más efectivos, las vituallas, el agua potable y, por encima de todo, la instrucción y eficiencia de la dotación, se sentía maravillado.

En aquella cámara, en la que él por un momento sólo había percibido el colmo del lujo, el comandante libraba sus batallas privadas. Carecía de alguien con quien repartir sus angustias, y jamás podía compartir su responsabilidad. Bolitho se estremeció. La majestuosa cámara podía convertirse en una cárcel para un hombre asaltado por las dudas.

Recordó cuando, aún niño, visitó el navío que mandaba su padre. Era una de esas raras ocasiones, casi privilegio, en que anclaba en Falmouth. Qué diferente fue lodo entonces. Los oficiales de su padre sonreían, amistosos, casi serviles ante su presencia. Qué distinto de la experiencia al iniciarse como guardiamarina, con esos tenientes malhumorados e intolerantes.

Scroggs estaba de nuevo junto a él.

—Lleve este mensaje al contramaestre y regrese de inmediato —le ordenó metiendo un papel doblado entre sus dedos.

Bolitho recogió su sombrero y desfiló ante el gran escritorio. Se hallaba ya ante la puerta del mamparo cuando la voz del comandante hizo que se detuviera.

—¿Cuál ha dicho que era su nombre?

—Bolitho, señor.

—Muy bien. Puede retirarse, y recuerde lo que le he advertido.

Conway fijó su mirada en los papeles y esperó a que se cerrase la puerta.

Luego se dirigió de nuevo al médico.

—Para informar a la dotación de los planes de futuro, nada mejor que comentarlos en presencia de un nuevo guardiamarina —dijo escuetamente.

El médico le miró con gravedad.

—Creo que sé de qué familia viene el chico, señor. Su abuelo estaba con Wolfe en Quebec.

—¡No me diga! —Conway estudiaba ya otro documento.

—Era vicealmirante, señor —añadió con voz pausada el doctor.

Pero los pensamientos de Conway estaban ya muy lejos, la cara enfurruñada.

El doctor suspiró. Los comandantes suelen resultar inaccesibles.

3
EL CITY OF ATHENS

Primero hacia el suroeste, luego rumbo sur franco. Los días se sucedían sin pausa; ni un minuto de descanso entre las pesadas tareas de a bordo. El voluminoso casco del
Gorgon
, tras dejar a su estela el canal de la Mancha, penetró en aguas del golfo de Vizcaya. Para entonces Bolitho y sus compañeros formaban ya el grupo compacto de quien precisa unir fuerzas para enfrentarse al navío y a la fuerza del mar.

Era el peor tiempo, en aquella época del año, que se recordaba, repitió varias veces el piloto Turnbull. Turnbull no era hombre que dijese esas cosas a la ligera, con los treinta inviernos que llevaba a bordo de navíos de la Armada. Bolitho ya había perdido el privilegiado destino en la cámara del comandante. Marrack, repuesto de las heridas del brazo, recuperó su puesto. Bolitho se reunió de nuevo con Dancer en la guardia del trinquete, dispuesto a obedecer a la orden de rizar vela o soltar más trapo.

Cuando hallaba un momento para juzgar su situación en el nuevo embarque, cosa que no ocurría a menudo, Bolitho se ocupaba más de su forma física que de su estado mental. Se sentía perpetuamente hambriento; tenía todos los huesos y músculos de su cuerpo doloridos. Se debía, sin duda, al agotamiento por trepar y descender por el aparejo, seguido del inacabable trabajo de instrucción con los cañones de treinta y dos libras del entrepuente.

Una vez en pleno océano Atlántico, el viento moderó su furia y el
Gorgon
pudo navegar con todo el trapo desplegado. Así empezó la dotación a practicar y capacitarse en el uso de la artillería. Bajo cubierta se sudaba sangre. El trabajo de la primera cubierta de cañones era especialmente duro a causa del teniente que lo mandaba.

Ya Grenfell, el guardiamarina más antiguo, había advertido a Bolitho de lo que se les venía encima. El teniente de su grupo era un hueso, como se fue poniendo de manifiesto a medida que el buque se abría paso entre las islas Madeira y la costa marroquí, invisibles aún para los vigías situados en la cofa. El nombre del señor Piers Tregorren, cuarto teniente y encargado de los veintiocho cañones de mayor calibre del
Gorgon
, empezó a pesar sobre sus subordinados.

De tez morena y largo pelo lacio, el cuarto teniente parecía más un español o un gitano que un oficial de la Armada británica. Era alto, muy musculoso y corría continuamente de un lado a otro supervisando las prácticas de carga y disparo de todas las piezas. Los baos del entrepuente, traidores en la oscuridad reinante, le obligaban, cuando andaba hacia proa o popa, a bajar la cabeza y levantarla de nuevo, en un movimiento oscilante. Enorme, luchador e impaciente, era uno de esos oficiales a quienes no resulta fácil obedecer.

Bolitho notó al instante que el teniente le había cogido ojeriza. También Dancer, hábil en sortear los problemas y guardar energía para comer y dormir, notó que Tregorren se ensañaba especialmente con su amigo. Lo curioso era, pensó Bolitho, que Tregorren procedía, como él, de Cornualles. Lo normal hubiera sido que el afecto provocado por ese origen común pasara por encima de las incidencias militares.

Como resultado de esta hostilidad, Bolitho había sido ya destinado a tres turnos suplementarios de trabajo; en otra ocasión el teniente le ordenó permanecer en la cofa del mastelero mientras soplaba un vendaval, a la espera de una contraorden del jefe de guardia.

Trato riguroso, injusto sin duda, pero que hacía brotar entre sus compañeros muestras de solidaridad marinera. El joven Edén se le acercó con una jarra de miel de su madre, guardada en secreto para alguna necesidad superior. El artillero Tom Jehan, un oficial más bien gruñón, distante y siempre a popa del mamparo, como si le resultara indigno mezclarse con la chusma de guardiamarinas, ofreció a Bolitho un tazón de brandy de su propia reserva, diciendo que su cuerpo helado lo agradecería.

La constante práctica en la jarcia y en los cañones producía también su ración de incidentes.

Antes de cruzar la latitud de Gibraltar ya dos hombres habían desaparecido tras caer por la borda. Otro murió al partirse la espalda sobre un cañón de dieciocho libras, tras caer a cubierta desde la verga de la mayor. Su cuerpo fue envuelto en la lona de un coy y luego, cosido y bien lastrado con metralla, arrojado por la borda en una ceremonia mortuoria breve pero, para los recién llegados, repleta de emoción. El
Gorgon
proseguía su ruta empujado por un fresco viento del Noreste.

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