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Authors: Arthur C. Clarke & Gentry Lee

Tags: #Ciencia ficción

El jardín de Rama (3 page)

BOOK: El jardín de Rama
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Desde ese entonces hasta el nacimiento de Simone, Richard y Michael trabajaron en forma incesante. Mediante la información adicional sobre química que figuraba en la base de datos, resultó más fácil solicitar lo que necesitábamos a los ramanes. Incluso probé rociar la comida con ésteres inocuos y otros compuestos orgánicos simples, lo que dio como resultado un cieno mejoramiento en el sabor. Michael completó su habitación en el otro extremo del corredor, construimos la cuna de Simone, y nuestros baños mejoraron de manera notable. Considerando todas las limitaciones, las condiciones en las que vivimos son ahora más aceptables. Quizá pronto… logremos lo que tuvimos. Oigo un llanto débil junto a mí. Es hora de alimentar a mi hija.

Antes de que los últimos treinta minutos de mi cumpleaños pasen a la historia, quiero revivir con intensidad imágenes de cumpleaños anteriores que fueron las que suavizaron mi depresión de esta mañana Para mí, mi cumpleaños siempre fue el suceso más importante del año. El período que va de Navidad a Año Nuevo es especial pero de una manera diferente, pues es una celebración que todo el mundo comparte. Un cumpleaños se centra de modo más directo sobre la persona. Siempre utilicé mis cumpleaños como momento para la reflexión y la contemplación sobre el curso que lleva mi vida.

Si lo intentara, podría recordar algo sobre cada uno de mis cumpleaños desde que tuve cinco años. Algunos recuerdos, claro está, son más intensos que otros. Esta mañana, muchas de la imágenes de mis celebraciones pasadas evocaron poderosas sensaciones de nostalgia y de deseo de estar en el hogar. En mi estado depresivo, luché contra mi incapacidad para brindar orden y seguridad en la vida de Simone. Pero, aun estando en lo más profundo de mi depresión, enfrentada a la inmensa incertidumbre que rodea nuestra existencia aquí, jamas habría deseado que Simone no hubiera estado aquí para experimentar la vida conmigo. Por cierto, somos viajeras atadas por el vínculo más profundo, el de madre e hija, compartiendo el milagro de la conciencia al que denominamos vida.

Compartí algo similar antes, no sólo con mi madre y mi padre sino también con mi primera hija, Genevieve. Hmmm. Es sorprendente que todas las imágenes de mi madre todavía se conserven con tanta nitidez en mi mente. Aun cuando murió hace veintisiete años, cuando yo sólo tenía diez, me dejó una cornucopia de maravillosos recuerdos. Mi último cumpleaños con ella fue realmente extraordinario: los tres fuimos a París en tren. Mi padre estaba vestido con un nuevo traje italiano y lucía muy atractivo. Y mi madre había decidido usar uno de sus vestidos nativos brillantes, multicolores; con el cabello peinado en un rodete sobre la cabeza, se parecía a la princesa senoufo que había sido antes de casarse con mi padre.

Cenamos en un selecto restaurante, que estaba muy cerca de los Champs-Élysées. Después fuimos caminando a un teatro en el que vimos a una compañía íntegramente formada por negros representar danzas nativas de las regiones occidentales del África. Después del espectáculo, se nos permitió ir entre bastidores, donde mi madre me presentó a una de las bailarinas, una mujer alta, hermosa, de excepcional negrura. Era una de las primas lejanas de mamá, de la Costa de Marfil.

Escuché la conversación que sostuvieron en el lenguaje tribal senoufo, recordando fragmentos de mi educación con los poro tres años atrás y volví a maravillarme por el modo en que el rostro de mi madre siempre se tornaba más expresivo cuando estaba con su gente. A pesar de lo fascinada que estaba con la velada, yo sólo tenía diez años y habría preferido una fiesta normal de cumpleaños con todos mis amigos de la escuela. Mi madre se dio cuenta de mi decepción mientras viajábamos en el tren de regreso a nuestro hogar en el suburbio de Chilly-Mazarin.

—No estés triste, Nicole —dijo—, el año que viene podrás tener una fiesta. Tu padre y yo quisimos aprovechar esta oportunidad para recordarte, una vez más, la otra mitad de tu herencia. Eres ciudadana francesa y viviste toda tu vida en Francia, pero parte de ti es senoufo puro con raíces profundas en las costumbres tribales del África Occidental.

Hoy temprano, cuando recordé las
danses ivoiriennes
realizadas por la prima de mi madre y sus compañeros, me vi, por un instante, entrando en un hermoso teatro con mi hija Simone, ahora de diez años, junto a mí… pero entonces, la fantasía se desvaneció: no existen teatros más allá de la órbita de Júpiter; de hecho, el concepto de teatro probablemente nunca tenga significado alguno para mi hija. Todo es tan desconcertante.

Algunas de las lágrimas de esta mañana se debían a que Simone nunca va a conocer a sus abuelos, y viceversa Van a ser personajes mitológicos en la trama de su vida que sólo conocerá por fotografías y vídeos. Nunca tendrá el placer de escuchar la sorprendente voz de mi madre. Y nunca verá el amor suave y tierno que hay en la mirada de mi padre.

Después de que mi madre murió, mi padre tuvo mucho cuidado en hacer que cada uno de mis cumpleaños fuese muy especial. Cuando cumplí doce años, después de mudarnos a la villa Beauvois, mi padre y yo caminamos juntos bajo la nieve que caía, entre los jardines primorosamente cuidados del Château de Villandry. Ese día me prometió que siempre estaría junto a mí cuando lo necesitara. Apreté firmemente su mano mientras caminábamos por los setos. Lloré ese día también, admitiendo ante mi padre (y ante mí misma) cuan asustada estaba de que también él me abandonara. Me acunó contra su pecho y me besó. Nunca rompió su promesa.

Sólo el año pasado, en lo que ahora parece haber sido otra vida, mi cumpleaños empezó en un tren para esquiadores en la frontera francesa. Todavía estaba despierta a la medianoche, recordando mi encuentro del mediodía con Henry en la cabaña de la ladera del Weissfluhjoch. Yo no le había dicho, cuando me preguntó en forma indirecta, que era el padre de Genevieve. No le iba a dar esa satisfacción.

Pero recuerdo haber estado pensando en el tren: ¿es justo para mí ocultarle a mi hija que su padre es el Rey de Inglaterra? ¿son mi dignidad y mi orgullo tan importantes para justificar el ocultarle a mi hija que es una princesa? Seguía reformulando estas preguntas en mi mente con la mirada fija en un punto de la noche, cuando Genevieve, como si hubiera estado esperando su entrada en escena, apareció en mi litera.

—Feliz cumpleaños, mamá —dijo con amplia sonrisa—. Me dio un fuerte abrazo. En ese momento, casi le cuento sobre su padre. Lo habría hecho, estoy segura, si hubiera sabido lo que iba a ocurrirle a la expedición Newton. Te extraño, Genevieve. Ojalá hubiera podido despedirme de ti adecuadamente.

Los recuerdos son muy peculiares. Esta mañana, en mi depresión, el fluir de imágenes de cumpleaños anteriores aumentó mi sensación de aislamiento y pérdida. Ahora, cuando me encuentro en un mejor estado de ánimo, saboreo esos mismos recuerdos. En este momento ya no estoy tan triste por el hecho de que Simone no pueda experimentar lo que yo conocí. Sus cumpleaños van a ser completamente diferentes de los míos y exclusivos en su vida. Es mi privilegio y mi deber lograr que sean tan memorables y llenos de amor como pueda.

3

26 de mayo de 2201

Hace cinco horas una serie de acontecimientos extraordinarios empezó a tener lugar dentro de Rama. En aquel momento estábamos sentados juntos, comiendo nuestra cena compuesta por carne asada, papas y ensalada (en un esfuerzo por convencernos a nosotros mismos de que lo que estábamos comiendo era delicioso; tenemos un nombre en código para cada una de las combinaciones químicas que obtenemos de los ramanes: los nombres en código provienen de la clase de nutrición suministrada y así, nuestra “carne asada” es rica en proteínas; las “papas” son, primordialmente, hidratos de carbono, etcétera), cuando oímos un silbido nítido y lejano. Todos dejamos de comer y los dos hombres se arroparon bien para ir hacia arriba. Como el silbido persistía, agarré a Simone y junté mi ropa de abrigo, envolví a la beba con varias mantas y seguí a Michael y Richard hacia el frío exterior.

El silbido era mucho más intenso en la superficie. Estábamos casi seguros de que provenía del sur pero, como estaba oscuro en Rama, no nos animábamos a alejamos del túnel. Al cabo de algunos minutos, empezamos a ver destellos de luz que se reflejaban desde las superficies espejadas de los rascacielos circundantes, y nuestra curiosidad no se pudo contener. Nos arrastramos con cautela hacia la orilla sur de la isla donde no había edificios que se interpusieran entre nosotros y los imponentes cuernos del Tazón Austral de Rama.

Cuando llegamos a la orilla del Mar Cilíndrico, un fascinante espectáculo de luces había comenzado. Los arcos de luz multicolor que se desplazaban por todas partes y que iluminaban las gigantescas espiras del Tazón Austral continuaron durante más de una hora. Hasta Simone estaba hipnotizada por las largas bandas de amarillo, azul y rojo que rebotaban entre las espiras y trazaban arcos iris en la oscuridad. Cuando el espectáculo cesó en forma abrupta, encendimos nuestras linternas y retomamos el camino de regreso al túnel.

Después de caminar unos pocos minutos un prolongado chillido distante interrumpió nuestra animada conversación. Era el sonido inconfundible de uno de los avianos que el año anterior nos habían ayudado a Richard y a mí a escapar de Nueva York. Nos detuvimos súbitamente y escuchamos. Puesto que no habíamos visto ni oído ningún aviano desde que regresamos a Nueva York, para prevenir a los ramanes sobre los misiles nucleares que estaban por caer, tanto Richard como yo estábamos muy exaltados. Richard había ido hasta la guarida de los avianos algunas veces pero no había obtenido respuesta cuando había gritado a través del gran corredor vertical. Sólo un mes atrás, Richard había dicho que creía que los avianos se habían ido de Nueva York. El chillido de esa noche indicaba claramente que al menos uno de nuestros amigos estaba en los alrededores.

En cuestión de segundos, antes de que tuviéramos la oportunidad de decidir si alguno de nosotros iría en la dirección del chillido, oímos otro sonido, también familiar, que era demasiado intenso como para que cualquiera de nosotros se sintiera a salvo. Afortunadamente los cepillos que se arrastraban no estaban entre nosotros y el túnel. Tomé a Simone en mis brazos y salí disparada en dirección a casa, chocando al menos dos veces contra edificios, en mi precipitada huida en la oscuridad. Michael fue el último en llegar. Para ese entonces, yo había terminado de abrir la tapa y la red metálica.

—Hay varios de ellos —dijo Richard sin aliento, mientras el sonido de las octoarañas, cada vez más intenso, nos rodeaba. Richard dirigió el haz de su linterna y recorrió el largo sendero que salía desde nuestro túnel hacia el este. Todos vimos dos objetos grandes, oscuros, que se desplazaban en dirección a nosotros.

En condiciones normales, nos íbamos a dormir dos o tres horas después de cenar pero hoy era una excepción: el espectáculo de las luces, el chillido de los avianos y el encuentro cercano con las octoarañas nos había energizado a los tres. Hablamos sin cesar. Richard estaba convencido de que algo verdaderamente importante estaba a punto de ocurrir; nos dijo que recordáramos que la maniobra hecha por Rama para evitar el impacto con la Tierra también había sido precedida por un pequeño espectáculo de luces en el Tazón Austral. Recordó que en aquel entonces el consenso de los cosmonautas de la
Newton
había sido que toda la demostración perseguía el propósito de servir como anuncio o, posiblemente, como una especie de alerta. ¿Cuál era el significado de la deslumbrante exhibición de esta noche?, se preguntaba Richard.

Para Michael, que no había estado dentro de Rama durante un tiempo prolongado, antes que la nave espacial pasara junto a la Tierra, y que nunca antes había tenido contacto directo alguno ni con los avianos ni con las octoarañas, los sucesos de esta noche eran impresionantes. La fugaz imagen que tuvo de los seres provistos de tentáculos que venían hacia nosotros por el sendero le permitió comprender el terror que Richard y yo habíamos experimentado el año anterior cuando corríamos entre aquellas extrañas púas para escapar de la guarida de las octoarañas.

—¿Las octoarañas son los ramanes? —preguntó Michael esa noche—. De ser así —prosiguió—, ¿por qué tendríamos que huir de ellas? Su tecnología evolucionó tanto más que la nuestra y pueden hacer con nosotros lo que se les antoje.

—Las octoarañas son pasajeros en este vehículo —repuso Richard rápidamente—, tal como lo somos nosotros. Lo mismo ocurre con los avianos. Las octos creen que nosotros podemos ser los ramanes pero no están seguras. Los avianos son un enigma. Ciertamente, no pueden ser una especie itinerante del espacio: en primer lugar ¿cómo subieron a bordo? ¿Son, quizá, parte del ecosistema ramano originario?

Instintivamente, apreté a Simone contra mi cuerpo. Tantas preguntas. Tan pocas respuestas. El recuerdo del pobre doctor Takagishi, embalsamado como un enorme pez o un enorme tigre, y de pie en el museo de las octoarañas, se encendió en mi mente y me dio escalofríos.

—Si somos pasajeros —dije con voz queda—, entonces ¿adónde estamos yendo? Richard suspiró.

—Estuve haciendo algunos cálculos —dijo—, y los resultados no son muy alentadores. Aun cuando estamos viajando muy rápido con respecto al Sol, nuestra velocidad es insignificante cuando el sistema de referencia es nuestro grupo local de estrellas. Si nuestra trayectoria no se altera, abandonaremos el Sistema Solar siguiendo la dirección general de la estrella Barnard. Llegaremos al sistema Barnard dentro de varios miles de años.

Simone empezó a llorar: era tarde y estaba muy cansada. Pedí disculpas y bajé al cuarto de Michael para darle de comer, mientras los hombres analizaban en la pantalla negra toda la información suministrada por los sensores para ver si podían determinar qué podría estar sucediendo. Simone succionaba mis pechos con avidez, incluso llegando a lastimarme una vez. Su inquietud era extremadamente anormal; por lo común es una niña tan dulce.

—Sientes nuestro miedo, ¿verdad? —le dije. Leí que los bebés pueden percibir las emociones de los adultos que los rodean. Quizás es cierto.

No pude descansar, aun después de que Simone estuviera durmiendo cómodamente en su frazada extendida sobre el piso. Mis sentidos de premonición me estaban advirtiendo que los sucesos de esa noche señalaban la transición hacia alguna nueva fase de nuestra vida a bordo de Rama. El cálculo de Richard, de que Rama podría navegar por el vacío interestelar durante más de mil años, no me había alentado. Traté de imaginarme viviendo en las actuales condiciones durante el resto de mi vida, y mi mente se rebeló. Por cierto que sería una existencia aburrida para Simone. Me encontré rezándole a Dios, a los ramanes o a quien tuviera el poder para cambiar el futuro. Mi plegaria era muy sencilla. Pedía que los cambios que iban a sobrevenir enriquecieran de alguna manera la vida futura de mi bebita.

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