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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

El juego de los abalorios (6 page)

BOOK: El juego de los abalorios
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El juego de abalorios, realizado libremente en un principio por individuos y comunidades, y fomentado por cierto desde mucho atrás por las autoridades de la enseñanza, logró su organización pública primeramente en Francia e Inglaterra; los demás países siguieron el ejemplo con bastante rapidez. Se estableció entonces en cada país una Comisión y un supremo director, con el titulo de
Ludi Magister
, y se consagraron como festividades espirituales los juegos oficiales, realizados con la dirección personal del
Magister
. Éste, como todos los altos y supremos funcionarios del espiritualismo, permaneció naturalmente
en
el anónimo; fuera de pocos íntimos, nadie sabía su verdadero nombre. Los recursos oficiales e internacionales de divulgación, como la radiotelefonía, estaban solamente a disposición de los grandes juegos oficiales, de los que era responsable el
Ludi Magister
. Además de la dirección de los juegos públicos, correspondía a los deberes del
Magister
el fomento de los jugadores y sus escuelas, pero los maestros debían ante todo velar por el progreso del juego. La Comisión Mundial de los Maestros de todos los países era la única que resolvía la admisión (hoy casi eliminada totalmente) de nuevos signos y fórmulas en el conjunto de los juegos, la eventual ampliación de las reglas, la colaboración o la exclusión de nuevos terrenos. Si se considera el juego como una especie de idioma universal de lo espiritual, las comisiones de los distintos países con la dirección de sus maestros constituyen en conjunto la Academia que vigila la estabilidad, el progreso, la pureza de ese idioma. Cada Comisión nacional posee un archivo del juego, es decir, el archivo de todos los signos y claves hasta el momento examinados y admitidos, cuyo número desde hace tiempo se tornó mucho mayor que el de los antiguos signos de la escritura china. En general, como preparación cultural suficiente para un jugador de abalorios vale el examen final de las escuelas cultas superiores, sobre todo las escuelas de selección, pero se exigió y se exige previamente en forma implícita un dominio de las ciencias capitales o de la música, superior al común. Llegar a miembro de la Comisión de juego y aun a
Ludi Magister
, era el ambicioso sueño de cada uno de los alumnos de las escuelas de selección, a la edad de quince años. Pero ya entre los futuros doctores había sólo una minoría que cultivara con seriedad todavía el orgullo de poder servir activamente al juego de abalorios y a su progreso. Para ello todos estos aficionados se ejercitaban diligentemente en la ciencia respectiva y en la meditación, y formaban en los «grandes» juegos ese íntimo círculo de devotos y fieles participantes que dan a los juegos públicos el carácter solemne y los preservan de degenerar en actos meramente decorativos. Para estos verdaderos jugadores y aficionados, el
Ludi Magister
es un príncipe o un gran sacerdote, casi una divinidad.

Para el jugador independiente, sin embargo, y sobre todo para el
Magister
, el juego de abalorios es en primer término un hacer música, quizá en el sentido de las palabras que escribió una vez José Knecht acerca de la esencia de la música clásica:

«Consideramos la música clásica como el extracto y la esencia de nuestra cultura, porque es su gesto y su expresión más clara y explicativa. Poseemos en esta música le herencia de la antigüedad y del cristianismo, un espíritu de más alegre y valiente piedad, una moral insuperablemente caballeresca. Porque, en resumidas cuentas, todo gesto clásico cultural significa una moral, un modelo de la conducta humana concentrado en gesto. Sí, entre 1500 y 1800 se hizo mucha música, los estilos y las expresiones fueron sumamente distintos pero el espíritu, mejor aún la moral, es en todas partes el mismo. La postura humana, cuya expresión es la música clásica, es siempre la misma y siempre se funda en idéntica clase de conocimiento existencial y aspira a la misma categoría de superioridad sobre el acaso. El gesto de la música clásica significa sabiduría de lo trágico de la humanidad, afirmación del destino humano, valor, alegría. Ya sea la gracia de un minué de Haendel o de Couperin, ya sea la sensualidad sublimizada en gesto delicado como en muchos italianos o en Mozart, ya sea la calma y decidida disposición a la muerte como en Bach, siempre contiene íntimamente una porfía, un valor que no teme a la muerte, una caballerosidad y el eco de una risa sobrehumana de inmortal alegría. Así también sonará el eco en nuestros juegos de abalorios y en todo nuestro vivir, hacer y sufrir».

Estas palabras fueron anotadas por un discípulo de Knecht. Con ellas ponemos fin a nuestras consideraciones sobre el juego de abalorios.

I
LA VOCACIÓN

NADA sabemos acerca del origen de Josef Knecht. Como muchos de los estudiantes de selección o bien perdió en temprana edad sus padres, o bien fue sacado de una condición adversa y adoptado por las autoridades de la enseñanza. En todo caso le estuvo ahorrado el conflicto entre escuela selecta y hogar paterno, que pesó sobre los años juveniles de muchos otros de su clase y les dificultó la entrada en la Orden; conflicto que en muchos casos convierte a jóvenes altamente dotados en caracteres difíciles y problemáticos. Knecht pertenece a los felices que parecen nacidos y predestinados realmente a Castalia
[6]
; a la Orden y al servicio en los cargos educativos; y aunque no le fue desconocido en absoluto lo problemático de la vida espiritual, le fue dado sin embargo, experimentar lo trágico innato en toda existencia consagrada a lo intelectual sin particular amargura. Por cierto, no fue este aspecto trágico el que nos sedujo a dedicar nuestro profundo estudio a la personalidad de Josef Knecht; fue más bien la forma tranquila, alegre y hasta radiosa en que realizó su destino, su capacidad, su determinación. Como todo hombre importante, tiene su
daimónion
y su
amor fati
[7]
, pero este último se nos muestra libre de toda lobreguez y fanatismo. Es cierto, ignoramos lo oculto, lo íntimo, y no hemos de olvidar que escribir historia, aunque se haga con mucha sobriedad y con el mayor deseo de objetividad, sigue siendo siempre literatura y su tercera dimensión es la ficción. No sabemos, para elegir grandes ejemplos, si Juan Sebastián Bach o Amadeo Wolfgang Mozart vivieron realmente en forma alegre o grave. Mozart posee para nosotros la gracia del malogrado que conmueve extrañamente y despierta simpatía; Bach, la edificante y consoladora resignación al deber de sufrir y morir casi en la paternal voluntad de Dios, pero esto ciertamente no podemos leerlo en sus biografías y en los hechos transmitidos de su vida privada, sino que lo aprendemos exclusivamente en su obra, en su música. Además, a Bach, de quien conocemos la biografía y cuya figura imaginamos por su música, agregamos casi sin quererlo también su suerte póstuma: en nuestra fantasía, en cierta manera, pensamos que ya en vida supo (y sonrió y calló) que toda su obra sería olvidada en seguida después de su muerte y sus manuscritos se perderían como papel de desecho, que en lugar suyo uno de sus hijos sería el «gran Bach» y triunfaría; que su obra, más tarde, al ser redescubierta, caería justamente en los malentendidos y las barbaridades de la época folletinesca, etc. Y del mismo modo estamos inclinados a atribuir o imputar a Mozart, aún vivo y floreciente en la plenitud de la sana labor, un conocimiento de su oculta situación en manos de la muerte, una noción anticipada de estar envuelto en ella. Cuando hay una obra, el historiador no puede hacer otra cosa que reuniría con la vida de su creador como si ambas, obra y vida, fueran dos mitades inseparables de la misma unidad viviente. Y si así procedemos con Mozart o con Bach, lo haremos también con Knecht, aunque pertenezca a nuestra época esencialmente no creadora y no haya dejado una «obra» como la de aquellos maestros.

Si hacemos una tentativa de exponer la vida de Knecht, con ello intentamos también su interpretación, y si como historiadores debemos lamentar profundamente que falte casi toda noticia realmente comprobada acerca de la última parte de su vida, animó justamente nuestra empresa la circunstancia de que esta parte final de la existencia de Knecht se convirtió en leyenda. Recogemos esta leyenda y estamos de acuerdo con ella, sin que nos preocupe si es o no solamente devota literatura. Como nada sabemos del nacimiento y de los orígenes de Knecht, nada conocemos de su fin. Pero no tenemos la menor justificación para la hipótesis de que ese fin pudo ser casual. Vemos su vida, por lo que se conoce, edificada en clara serie de peldaños y si en nuestras suposiciones acerca de su muerte adherimos voluntariamente a la leyenda y la aceptamos de buena fe, lo hacemos porque lo que ella nos narra parece corresponder perfectamente, como último escalón de esta vida, a los precedentes. Aun confesamos que el diluirse de esta existencia en la leyenda nos resulta orgánico y correcto, del mismo modo que la continuidad de un astro que desaparece de nuestra vista
y
para nosotros «se ha perdido»; no crea en nuestra conciencia el menor escrúpulo de fe. En el mundo en que vivimos el autor y los lectores de estos apuntes, Josef Knecht alcanzó y dio lo más alto que puede imaginarse, porque como
Ludi Magister
fue guía y modelo de quien se educa espiritualmente y espiritualmente aspira, porque administró en forma ejemplar la herencia espiritual recibida, la aumentó y fue gran sacerdote de un templo que es sagrado para cada uno de nosotros. No sólo alcanzó y tuvo el lugar de un maestro: el sitio justo en la suprema cumbre de nuestra jerarquía; lo sobrepasó también, excediéndolo en una dimensión que sólo podemos sospechar respetuosamente, y por eso mismo nos parece perfectamente adecuado y ajustado a su vida que también su biografía haya traspasado las dimensiones habituales y al final haya entrado en la leyenda. Aceptamos lo maravilloso de este hecho y nos alegramos de lo prodigioso, sin querer investigar demasiado al respecto. Hasta donde la vida de Knecht es historia —y lo es hasta un día bien determinado—, la trataremos como tal; por eso hemos cuidado de transmitir la tradición con la misma exactitud con que se nos ofreció en nuestra investigación.

De su infancia, es decir, de la época de su admisión en la escuela de selección, sabemos un solo hecho, pero éste es muy importante y está colmado de sentido simbólico, porque significa el primer gran llamado del espíritu en él, el primer acto de su vocación; y es significativo que este primer llamamiento no surgió del lado de las ciencias, sino del de la música. Debemos este breve trozo de biografía, como casi todos los recuerdos de la vida personal de Knecht, a las anotaciones de un estudiante del juego de abalorios, un fiel admirador que conservó apuntadas muchas manifestaciones y confidencias de su gran maestro.

Knecht debía tener entonces quizá doce o trece años y era alumno de latín en la pequeña ciudad de Berolfingen, en la margen de la selva de Zaber que, es de presumir, fue también su lugar natal. En realidad, el niño era ya desde hacía tiempo un becado de la escuela de latín y había sido recomendado dos o tres veces por el colegio de maestros, con especial entusiasmo por el maestro de música, a las autoridades superiores para su admisión en las escuelas de selección, pero él nada sabía de esto y todavía no había tenido el menor contacto con los «selectos» y menos aún con los maestros del supremo poder de la educación. Un día, su maestro de música (estudiaba el violín y el laúd) le comunicó que tal vez llegaría muy pronto a Berolfingen el gran maestro de armonía, para inspeccionar la enseñanza musical en la escuela. Josef debía, pues, ejercitarse diligentemente y no colocar en aprietos a su maestro. La noticia excitó muy profundamente al niño porque, naturalmente, sabía con exactitud quién era el gran maestro y que no solamente acudía dos veces por año como los inspectores escolares con algún cargo en las zonas superiores de las autoridades de enseñanza, sino que era uno de los doce semidioses, uno de los doce directores supremos de esa respetabilísima autoridad y la más alta instancia en el país para todas las cuestiones musicales. ¡Llegaría, pues a Berolfingen el mismo gran maestro, el
Magister Musicae
en persona! Había en el mundo una sola personalidad que tal vez hubiera sido más legendaria y misteriosa para el niño Josef: el maestro del juego de abalorios. Un enorme y angustioso respeto hacia el anunciado
Magister Musicae
le invadió; se representaba a este hombre ora como un rey, ora como un hechicero, ora como uno de los doce apóstoles o uno de los fabulosos grandes artistas de las épocas clásicas, alguien como Miguel Praetorius, Claudio Monteverdi, Juan Jacobo Froherzer o Juan Sebastián Bach y, tan pronto se alegraba profundamente por el instante en que aparecía ese astro, como también lo temía. El hecho de que uno de los semidioses y arcángeles, uno de los misteriosos y todopoderosos regentes del mundo espiritual, aparecería allí personalmente en la pequeña ciudad y en la escuela de latín y que él lo vería, que el maestro quizá le hablaría, le examinaría, le censuraría o le alabaría, era algo muy grande, una suerte de milagro, un raro fenómeno celeste; porque también, como afirmaban los docentes, ocurría por primera vez desde muchas décadas que un
Magister Musicae
en persona visitara la ciudad y la escuelita. El niño imaginó el hecho inminente de muchas maneras; ante todo pensó en una gran fiesta pública y en un recibimiento como había visto una vez al tomar posesión de su cargo el nuevo burgomaestre, con banda de música y las calles embanderadas, quizá también con fuegos artificiales; hasta los camaradas de Knecht pensaban y esperaban lo mismo. Su anticipada alegría era disminuida solamente por la idea de que él estaría quizá muy cerca del grande hombre y no podría ufanarse ciertamente ante él, gran conocedor, con su música y sus respuestas. Pero esta angustia no era sólo torturante, era también dulce y, en absoluto secreto, no encontraba la tan esperada fiesta con banderas y fuegos artificiales tan hermosa, tan excitante, tan importante y tan maravillosamente alborozada como precisamente la circunstancia de que él, el pequeño Josef Knecht, vería a ese hombre desde muy cerca y que éste haría su visita a Berolfingen un poco por él, por Josef, porque venia para inspeccionar la instrucción musical y el maestro local de música suponía evidentemente que con toda posibilidad lo examinaría a él también.

Pero tal vez, ¡ay!, eso no ocurriría, era apenas posible; seguramente el
Magister
tendría otra tarea que cumplir que hacer tocar el violín a pequeñuelos delante de él, vería y escucharía ciertamente sólo a los mayorcitos, a los más adelantados entre los alumnos… Con estos pensamientos el niño esperaba el día, y el día llegó y comentó con una desilusión: ni música en las calles, ni banderas y guirnaldas en las casas; había que tomar libros y cuadernos como los demás días e ir a la clase acostumbrada; ni en las aulas se veía el menor rastro de adorno y festividad; era un día como todos los otros días… Comentó la lección; el maestro llevaba el mismo traje de siempre y no mencionó al gran huésped de honor con ningún discurso, ni siquiera con una palabra.

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