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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

El juego de los abalorios (71 page)

BOOK: El juego de los abalorios
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El enemigo, nada preocupado por esos problemas, puso fin a las discusiones, los proyectos y las vacilaciones, y un día acometió. Preparó un ataque por sorpresa a cargo de simples bandidos, y Dasa con el jefe de la caballería y sus mejores hombres fue atraído rápidamente hasta la frontera, y mientras éstos se hallaban en camino, aquél cerró con el grueso de sus fuerzas sobre el país y, directamente, sobre la capital de Dasa, tomó las puertas y sitió el palacio. Cuando Dasa lo supo regresó apresuradamente, tuvo noticia de que su mujer y su hijo estaban encerrados en el palacio amenazado, pero en las calles se desarrollaba una lucha sangrienta, y se le oprimió el corazón en cruel dolor pensando en los suyos y en los peligros que los acechaban. Y ya no fue un jefe de guerreros prudente y cauto, se encendió de dolor y de furia, se lanzó con su gente a salvaje pelea, vio la lucha hervir en todas las calles, se abrió paso hasta el palacio, atacó al enemigo y combatió como enloquecido, hasta que cayó al suelo agotado, al crepúsculo de la sangrienta jornada; estaba muy herido.

Cuando recobró el sentido, se encontró prisionero, la batalla estaba perdida, la ciudad y el palacio en manos del enemigo. Fue llevado en cadenas ante Covinda; éste lo saludó sarcásticamente y lo llevó a una habitación; era el cuarto de paredes talladas y doradas, lleno de libros. Allí estaba sentada sobre una alfombra, erguida y con la cara pétrea su mujer, Pravati, con guardias armados detrás de ella y en su seno yacía el niño; la delicada personita yacía muerta, como una flor quebrada, gris el rostro, bañado en sangre el traje… La mujer no se volvió cuando fue introducido el esposo, no lo miró; tenía los ojos rígidos y duros, fijos en el pequeño cadáver; le pareció a Dasa asombrosamente cambiada, sólo después de un rato vio que su cabello, negro aún pocos días antes, brillaba copiosamente encanecido. Mucho tiempo se quedó así sentada, con el niño en su halda, rígida, con el rostro de una máscara.

—¡Ravana! —gritó Dasa—; ¡Ravana, hijo mío, florecilla mía!

Se arrodilló y su cara cayó sobre la cabeza del muerto; se arrodilló como si orara delante de la mujer muda y del niño, quejándose por ambos, humilde ante ellos. Notó el olor de la sangre y de la muerte, mezclado con el perfume de la esencia de flores con que había sido untado el cabello del pequeño. Con mirada de hielo, Pravati contempló a los dos, bajando hasta ellos sus ojos.

Alguien le tocó el hombro; era un capitán de Govinda, que le hizo levantarse y se lo llevó. No había dicho una palabra a Pravati, ella nada le dijo tampoco.

Encadenado, le colocaron en un carro y le llevaron a la cárcel de la ciudad de Govinda; le quitaron parte de las cadenas, un soldado le trajo un jarro con agua y lo colocó en el suelo de piedra; le dejó solo, cerró la puerta y corrió los cerrojos. En su hombro, una herida ardía como fuego. Tanteando buscó el jarro y se humedeció las manos y la cara. Hubiera podido beber, no lo hizo; pensó que así moriría más pronto. Mas, ¡cuánto tardaría aún, cuánto! Deseó ardientemente la muerte, del mismo modo que su garganta reseca deseaba el agua. Sólo con la muerte terminaría el tormento en su corazón, sólo con la muerte se borraría en él el cuadro de la madre con el hijo muerto. Mas a pesar de tanta tortura, el cansancio y la debilidad se apiadaron de él: cayó y se durmió.

Cuando se despertó a medias de este breve sueño, quiso frotarse los ojos, pero no pudo; sus dos manos estaban ocupadas ya, tenían algo firmemente y cuando despertó del todo y abrió los ojos, ya no había muros de cárcel alrededor de él sino una luz verde que fluyó clara y violenta sobre las hojas y el musgo; parpadeó un rato, la luz lo golpeó como ramalazo silencioso pero violento; un estremecimiento, un miedo tembloroso le corrió por la nuca y la espalda, volvió a parpadear, contrajo la cara como lloriqueando y abrió los ojos desmesuradamente. Se hallaba en la selva y en ambas manos tenía el cuenca lleno de agua, a sus pies se tendía oscuro y verde el espejo de una fuente; supo que detrás de la espesura de los helechos estaba la choza y esperaba el yoghi que le enviara en busca de agua, aquel que había reído tan asombrosamente y a quien pidiera que le explicara algo acerca de Maya. No había perdido ni la batalla ni el hijo, no había sido ni príncipe ni padre; pero el yoghi había satisfecho su pedido y le había instruido acerca de Maya: palacio y jardín, biblioteca y pájaros, cuitas de príncipe y amor de padre, guerra y celos, amor por Pravati y honda desconfianza de ella, todo fue nada… ¡No, nada no, había sido Maya! Dasa se sintió estremecido; le corrieron lágrimas por las mejillas, en sus manos tembló y osciló el cuenco que acababa de llenar para el ermitaño, corrió enagua por encima del borde y le mojó los pies. Le parecía como si le hubieran amputado un miembro, como si hubiesen quitado algo de su cabeza, estaba vacío; de repente le habían sido arrancados, extinguidos, vueltos a la nada los largos años vividos, los tesoros guardados, las alegrías gozadas, los dolores sufridos, la angustia experimentada, la desesperación saboreada hasta las heces, hasta la proximidad de la muerte… Y a pesar de todo, vueltos a la nada no… Porque estaba el recuerdo, quedaban las imágenes, veía aún a Pravati sentada, grande y dura, con el cabello cano de pronto; en su seno yacía el hijo, como si ella misma le hubiese aplastado, como una presa, y sus miembros caían flojos, marchitos, de las rodillas de la madre. ¡Ay, qué pronto, qué horrendamente, con que crueldad y plenitud había sido instruido acerca de Maya! Todo había sido desplazado ante él, muchos años henchidos de hechos se concentraron en un instante, todo en sueño precisamente lo que pareciera impetuosa realidad; tal vez fue sueño en cambio todo lo demás, lo ocurrido antes, la historia de Dasa, vástago de príncipes, su vida de pastor, su casamiento, su venganza sobre Nala, su fuga hasta el ermitaño… Eran imágenes como las que pueden admirarse en una pared esculpida de un palacio, donde se podían ver flores, estrellas, pájaros, monos y dioses entre las frondas.
¿Y
no era lo que ahora revivía y tenia ante los ojos, este despertar de un sueño de príncipe, de guerra y de cárcel, este hallarse cerca de la fuente, este cuenco con agua, de la que acababa de volcar un poco justamente, junto con los pensamientos que pasaban allí por su mente, no era todo esto en el fondo la misma sustancia, no era sueño, trampantojo, Maya? ¿Y lo que experimentaría aún en el porvenir y vería con los ojos y tocaría con sus manos, hasta el día de su muerte, sería de otra sustancia, de otra clave? Juego y apariencia era, espuma y ensueño, Maya era todo el hermoso y horrendo juego de imágenes de la vida, seductor y desesperado, con sus goces ardientes y sus ardientes dolores…

Atontado, inhibido, siguió de pie Dasa. Volvió a temblar el cuenco en sus manos y el agua se volcó, chocó fresca en los dedos de sus pies y se perdió. ¿Qué debía hacer? ¿Llenar de nuevo el cuenco, devolverlo al yoghi, dejar que éste se riese por todo lo que él padeciera en sueños? No, esto no lo seducía. Dejó caer el cuenco que se vació; lo empujó en el musgo. Se sentó en la hierba y comenzó a pensar seriamente. Estaba más que harto de tanto soñar, de ese diabólico tejido de sucedidos, alegrías y dolores, que oprimían el corazón y detenían la sangre en las venas y de pronto eran Maya y lo dejaban enloquecido; estaba harto de todo y no deseaba ya ni mujer ni hijo, ni trono ni victoria ni venganza, no ansiaba ni dicha ni sabiduría, ni poder ni virtud. Sólo ambicionaba paz, sólo un fin; anhelaba únicamente detener y aniquilar la rueda en eterno movimiento, la infinita sucesión de imágenes. Quería llegar él mismo a la paz y apagarse como lo quiso aquella vez, cuando en la última batalla se lanzó sobre los enemigos, se batió y fue batido, hirió y fue herido, hasta que cayó desmayado. Mas ¿y después? Después habría la pausa de una impotencia o de un sueño o de una muerte. Y en seguida se despertaría, y habría que dejar penetrar en el corazón las corrientes de la vida y pasar ante los ojos la tremenda, hermosa y real sucesión de imágenes, sin fin, inevitablemente, hasta la próxima impotencia, hasta la próxima muerte. Ésta era, tal vez, una pausa, un breve, mínimo descanso, un alivio, pero la rueda continuaría y él volvería a ser una de las mil figuras en la danza salvaje, ebria y desesperada de la vida. ¡Ay, no había extinción, no había fin!…

La inquietud le hizo mover otra vez los pies. Si en esta maldita danza en círculo no había reposo, si ni un solo deseo ardiente podía realizarse, no quedaba más que volver a llenar el cuenco del agua y llevarlo al anciano que se lo había ordenado, aunque nada le correspondía ordenar. Era un servicio que se le había pedido, un encargo; se podía obedecer y realizarlo, sería mejor que estar sentado y pensar en métodos de autodisolución, de suicidio; obedecer y servir era mucho más fácil, más inocente y cómodo que reinar y tener responsabilidades; él lo sabía. Bien, Dasa, ¡toma el cuenco, llénalo de agua y llévalo a tu señor!

Cuando llegó a la choza, el maestro lo recibió con una mirada extraña, una mirada casi inquisitiva, compasiva a medias, divertida a medias, una mirada como por ejemplo suele tener un niño mayor para otro más pequeño, que ve retornar de una aventura esforzada y un poco avergonzante, de una prueba de valor que se le ha impuesto. Este príncipe pastor, este pobre diablo que había acudido a él, venía en realidad del manantial solamente, había ido en busca del agua y habría estado ausente un cuarto de hora quizá; pero venía también de una cárcel, acababa de perder a una mujer, a un hijo, todo un principado, de vivir una vida humana entera, de echar una mirada a la rueda que gira. Probablemente, este joven había sido despertado ya una vez antes o muchas veces, y supo respirar una bocanada de realidad; de otra manera no hubiera llegado hasta allí pero ahora parecía haber sido despertado correctamente y se revelaba maduro, para iniciar el largo camino. Necesitaría muchos años este joven, sólo para aprender a conducirse y respirar en forma correcta.

Únicamente con esta mirada, que contenía un adarme de bondadosa simpatía y la indicación de un acuerdo surgido entre ambos, el acuerdo entre maestro y alumno, únicamente con esta mirada realizó el yoghi la recepción del discípulo. Porque ella echó de la mente del alumno los pensamientos inútiles y lo tomó a su servicio, para educarlo.

Nada más queda por referir acerca de la vida de Dasa; el resto se cumplió más allá de las imágenes visibles y de las historias narrables. Dasa no abandonó nunca más la selva…

Hermann Hesse

HERMANN HESSE Novelista y poeta alemán, nacionalizado suizo. A su muerte, se convirtió en una figura de culto en el mundo occidental, en general, por su celebración del misticismo oriental y la búsqueda del propio yo. Hesse nació el 2 de julio de 1877 en Calw, Alemania. Hijo de un antiguo misionero, ingresó en un seminario, pero pronto abandonó la escuela; su rebeldía contra la educación formal la expresó en la novela
Bajo las ruedas
(1906). En consecuencia, se educó él mismo a base de lecturas. De joven trabajó en una librería y se dedicó al periodismo por libre, lo que le inspiró su primera novela,
Peter Camenzind
(1904), la historia de un escritor bohemio que rechaza a la sociedad para acabar llevando una existencia de vagabundo. Durante la I Guerra Mundial, Hesse, que era pacifista, se trasladó a Montagnola, Suiza; se hizo ciudadano suizo en 1923. La desesperanza y la desilusión que le produjeron la guerra y una serie de tragedias domésticas, y sus intentos por encontrar soluciones, se convirtieron en el asunto de su posterior obra novelística. Sus escritos se fueron enfocando hacia la búsqueda espiritual de nuevos objetivos y valores que sustituyeran a los tradicionales, que ya no eran válidos.
Demian
(1919), por ejemplo, estaba fuertemente influenciada por la obra del psiquiatra suizo Carl Jung, al que Hesse descubrió en el curso de su propio (breve) psicoanálisis. El tratamiento que el libro da a la dualidad simbólica entre Demian, el personaje de sueño, y su homólogo en la vida real, Sinclair, despertó un enorme interés entre los intelectuales europeos coetáneos (fue el primer libro de Hesse traducido al español, y lo hizo Luis López Ballesteros en 1930). Las novelas de Hesse desde entonces se fueron haciendo cada vez más simbólicas y acercándose más al psicoanálisis. Por ejemplo,
Viaje al Este
(1932) examina en términos junguianos las cualidades míticas de la experiencia humana.
Siddharta
(1922), por otra parte, refleja el interés de Hesse por el misticismo oriental —el resultado de un viaje a la India—; es una lírica novela corta de la relación entre un padre y un hijo, basada en la vida del joven Buda.
El lobo estepario
(1927) es quizás la novela más innovadora de Hesse. La doble naturaleza del artista-héroe —humana y licantrópica— le lleva a un laberinto de experiencias llenas de pesadillas; así, la obra simboliza la escisión entre la individualidad rebelde y las convenciones burguesas, al igual que su obra posterior
Narciso y Goldmundo
(1930). La última novela de Hesse,
El juego de abalorios
(1943), situada en un futuro utópico, es de hecho una resolución de las inquietudes del autor. También en 1952 se han publicado varios volúmenes de su poesía nostálgica y lúgubre. Hesse, que ganó el Premio Nobel de Literatura en 1946, murió el 9 de agosto de 1962 en Suiza.

Notas

[1]
Maestro del juego José III.
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[2]
Universidad de Letras.
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