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Authors: Adolfo Garcia Ortega

El mapa de la vida (8 page)

BOOK: El mapa de la vida
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—Lo haré, perdona, quiero decir que trataré de comprender —Eva se dulcificó—. Sí, sí cuenta, y por eso no olvido tus caricias, ni tu rostro, ni tu presencia. Me acostumbro a pensar que ya no estarás, Gabriel, que algo empieza y no sé qué es.

—Algo empieza, tú lo has dicho, Eva, algo empieza. De nuevo, cuando ya no somos niños, algo puede empezar otra vez.

—¿En dirección adónde?

—Eso no lo sé, al menos por lo que a ti respecta. En cuanto a mí, no quiero estafarme más. Hago esfuerzos por meterme en un tipo nuevo, que no conozco aún, cuya cara se me aparece cada mañana en el espejo.

—¿Meterte en él como en un traje?

—En cierto modo, sí.

—No me contestaste a mi pregunta. Te mandé un mensaje. ¿Lo leíste? —preguntó Eva.

(«La muerte te avisa de la vida», le había dicho Gabriel semanas atrás; se lo dejó a Eva en su buzón de voz. Ésa era la clave de todo lo que le había empezado a ocurrir. Y ella en otro mensaje le preguntó si había tiempo aún. No le contestó en aquella ocasión porque supo que no había tiempo ya entre ellos. Pero lo cierto era que no le había contestado, la duda es un arma de doble filo: cierra esperanzas o las abre. En Eva, por su voz, él dedujo que las había abierto. Mientras ella le hablaba, Gabriel miraba por la ventana del Medina; abajo veía a una camarera arreglar las mesas en el cenador cubierto. Le había puesto el nombre de Martes, por el día en que sistemáticamente se la encontraba. Se fijó en su cuerpo, parecía hermoso. Deseó mucho, en ese momento, hacer el amor con alguien, se imaginó el cuerpo de Eva, tan conocido, tan amado; se concentró en recordar el cuerpo de Ada, excitante, todavía extraño para él, nacido de la catástrofe, como el suyo, y pensó en el hueco de un pecho inexistente; la deseó más aún. Le vino a la cabeza que cuando murió su madre también sintió un deseo brutal de satisfacer un placer primario, instintivo. Conoció por aquel entonces a Virginia. Follaron, bebieron, todo parecía ser llevado al límite, como si la vida fuese a acabársele de un momento a otro. Es curioso que hubiera estado con Virginia —de la que sólo recordaba vagamente su sonrisa y su cuerpo— en ese mismo hotel donde ahora había puesto todas sus pertenencias y su provisionalidad, esperando inconscientemente que cierta vida suya se acabase de un momento a otro.)

—Eva, sé que te he hecho daño.

—Sí, me lo has hecho. Pero ¿sabes una cosa? Te comprendo perfectamente, cariño. Soy yo quien no sabe avanzar contigo. No sé ya ser tu mujer.

—...

—¿Qué has decidido?

—...

—¿Sigues ahí?

—Sí, sólo quería oírte, tan sólo eso, oírte. Tu voz me acompaña todavía cuando estoy solo en este lugar. Tu voz resuena en mi historia, en mi cabeza. Eva, te quiero, pero ya no soy quien tú amas. Tantos años juntos y ya ves, estoy perdido. Te veo atrás, eso es lo duro para mí también.

—No lo hice —dijo ella de golpe. Su voz ahora no era fría, había pasado a intrigante, como si estuviera declarando ante un juez, hablando para confesar o, lo que es lo mismo, hablando para sí.

—¿Qué?

—No lo hice, no hice lo que esperabas de mí, no supe ver cuál era tu verdadera herida. Lo de los trenes tan sólo la abrió, pero estaba dentro, ¿verdad? Ahora lo sé, en esta semana he pensado mucho en esa herida que no he sabido ver.

—No sé de qué me hablas —dijo Gabriel bruscamente para no adquirir ese mismo tono de confesión—. Pero quizá tengas razón.

—No has amado a nadie más que a ti, siempre te has amado a ti mismo, por eso ahora dices eso de resucitar, de empezar. Pero siempre has sido el centro de tu vida.

—Quién sabe. Aunque es precisamente eso lo que evito.

—¿Estás solo o con alguien?

—...

—¿Parpadeas? ¿Callas? ¿Asientes?

—Ya ves que callo.

—Luego otorgas. Bueno, eso ya no es de mi incumbencia. Aunque yo te quiero, y me muero de celos todavía. Por eso me pregunto qué habría sido de nosotros, Gabriel, si no hubieran estallado aquellos trenes.

—No me gustan los imposibles. Tal vez ahora seríamos los mismos que éramos el día anterior, pero con vías de escape, secretos, trampas, traiciones, la rutina de las cosas. La resignación también, la condena, el aburrimiento, no sé. ¿Para qué tratar de mover una piedra que no podemos ni sabemos levantar?

—¿Leíste mi mensaje?

—Sí.

(Se encamina a la nada, se está volviendo incomprensible para Eva porque ha cortado los puentes y ella ha quedado allá, en la otra orilla, tan perdida como lo está él, pero a decir verdad nunca fue de otro modo, más o menos Gabriel fue siempre bastante incomprensible. Como todos. Como Eva. Como Ada, tal vez. ¿Acaso comprende a Ada? ¿Acaso
ya
la comprende?)

—¿Sabes una cosa, Gabriel, algo que he pensado mucho desde que te fuiste?

—¿Qué es?

—Que querría haber estado contigo esa mañana en aquel maldito tren.

(Ajustar las emociones. Delicado momento. Comprender su mirada ansiosa al otro lado del teléfono. Esperar que exista un mundo al cabo de un minuto, qué dice, de un segundo. «Por favor, que exista un mundo diferente para cada uno de los dos», ruega él. Puede apartarse y morir. Ella puede morir, se irán los años pasados. Es como si muriera. Un divorcio es una especie de muerte cuya verdad se sabe tiempo después. ¿Qué recuerdo guardará de Eva?)

—Yo sigo temiendo la vida sin ti, Eva —dijo—. Te quiero y sin embargo quiero no quererte. ¿Qué te parece el lío egoísta en el que estoy?

(Quiso bromear, aligerar, irse. Abajo Martes, la camarera, ha desaparecido; en el cenador todo está ya preparado. El cielo de Madrid, al atardecer invernal, le parece un aliado y una promesa.)

—No sé deshacer líos. Era una vida deseada, la nuestra. Llena de años. Y cambios, muchos cambios. Casas, negocios. Tus jodidas montañas rusas... No hablo de amor, cariño, hablo sólo de años, de cosas, de tiempo y de un montón de sexo.

—Una vida deseada por los dos, Eva. Y cómo hemos cambiado. Porque yo he querido, por mi culpa, sí, por mí tan sólo. Pero...

—... —Ahora el silencio era de ella.

—No creo que nadie se haya amado como nosotros...

—¿Leíste mi mensaje?

—¿Qué mensaje?

—El del tiempo.

—Sí, lo leí.

—...

—No hay tiempo ya. Al menos...

Entonces Eva colgó. «Por favor, que exista un mundo diferente para cada uno de los dos», se dijo él. La frase cruzó por su mente como el ruego de un ángel mortal que no es todavía un diablo.

ADA. Ada escribía una biografía nueva de Giotto di Bondone que pensaba titular
El cielo vacío
. Era su gran obsesión, su especialidad; en ella se analizaban diversas hipótesis sobre el derrumbe del Campanile del Duomo, un hecho oscuro de la Florencia de entonces y más aún en la vejez de su constructor, el propio Giotto. Pero el manuscrito no conseguía acaparar su atención. Pensaba en otra cosa.

Cada cierto tiempo alzaba la cabeza de las páginas para mirar a su marido, recostado en un sofá del salón; veía su perfil a la luz filtrada por los visillos de los balcones que daban a la calle Príncipe de Vergara, donde vivían; la de aquella mañana de un frío sábado era una luz clara e intensa. Esa misma frialdad anidaba entre ellos, una dulce frialdad de conveniencia; pero para su bien habían pactado pequeños respiros cálidos, momentos en los que dejarse llevar sin demasiada profundidad ni excesiva sinceridad, bastaba con unas buenas maneras poco afiladas con las que poder soportar así la vida juntos después del atentado que había cambiado la de toda la familia.

Sus hijos estaban aún en sus habitaciones respectivas. Era una hora tranquila de un día de descanso en el que daba la impresión de que todo, en la casa, estaba en el lugar asignado pero con un desorden temporal. En la mesa baja, sobre una bandeja puesta por la asistenta, humeaba una cafetera con dos tazas; aficionado a los deportes, Santiago Bauman hojeaba tumbado una revista de golf mientras le ponía azúcar al segundo café de la mañana. A un lado de la mesa les esperaba la prensa, pero siempre era Ada quien la leía. Santiago practicaba el golf o cualquier deporte cuando podía, pero su gran pasión era el tenis; aunque disfrutaba por igual con el fútbol, el baloncesto o el ciclismo, y era capaz de mantener una conversación sobre tiros y posturas en la esgrima. Aborrecía, en cambio, la natación. La consideraba más una terapia que un deporte. «Los que nadan en las piscinas compiten contra la muerte, son todos jubilados», solía ironizar Santiago en las sobremesas. El piso era muy grande, de ocho habitaciones, en la confluencia entre Príncipe de Vergara y la plaza del Marqués de Salamanca, un ático heredado de su familia, con una terraza llena de plantas y arbustos, encima de otro piso similar, de la misma planta, que Bauman utilizaba como consulta privada.

Ada, por encima de todas las cosas, al pensar en sí misma y en la absorbente vida compartida con un cirujano cardiólogo, se había sentido sola. Sin embargo, había asumido ese estado de pareja dinámica, convenido entre los dos, de un paralelismo poco exigente y nada pasional, en el que cada cual por su lado llenaba su tiempo, coincidiendo a veces en poco más que en los niños. Por eso, cuando miraba a Santiago, veía apenas al padre de sus hijos y al compañero de algunos buenos y malos momentos, todos ya dejados atrás; veía también a alguien a quien había admirado, y ahora se preguntaba qué había sido de aquella admiración, por qué ya no veía en él más que rutina burguesa y vulgaridad insoportable. Aparte de
lo oscuro
, del secreto que había entre ellos y que la roía por dentro.

Hacían cosas juntos, como siempre de cara al exterior, pero en absoluto era ya como al principio: fiestas en la gran terraza de su casa, otras fiestas en casa de sus amigos o de los pacientes de Santiago, seguían viajando regularmente a Londres y a Nueva York una vez al año por lo menos, y por supuesto ella solía destinar anualmente unas semanas a Italia, casi siempre a Florencia, donde daba conferencias reputadas sobre la pintura de la época de Giotto. Las vacaciones, con sus hijos, las pasaban por costumbre en Ibiza. Pero todo eso era ya historia pasada; nada se mantenía en pie después de que ella se hubiera montado en aquel tren (fatalidad: justo en la fecha en que solían llamarla para ir a Italia, y ese año la invitación se atrasó a mayo, pero en mayo Ada todavía trataba de sobreponerse a las heridas del zarpazo); adiós a las fiestas, adiós a los viajes, adiós a la añorada alegría inconsciente. De eso quería hablar con Santiago cuando cerró el manuscrito sobre Giotto y lo puso en la mesa junto a la cafetera.

—¿Ocurre algo? ¿De qué se trata?

—No, sólo te miro. Necesito descansar, y mirarte me ayuda.

Santiago sonrió, lo tomó como un cumplido halagador. Pero en realidad Ada buscaba unas palabras que no encontraba, porque en ese momento la imagen que tenía era la de Gabriel besándola.

En Ada irrumpió en ese momento otro recuerdo: el de las operaciones de cirugía que tuvo durante el mes siguiente al atentado. No había expresado nunca delante de Santiago esa desolación interior que le producía pensar en los quirófanos, porque la bloqueaba la sensación de ser apartada por el «Dejémoslo, qué le vamos a hacer» que le había oído a él muchas veces al empezar a hablarle del asunto.

La verdad era que, desde lo del aborto, nunca encontró ya en la mirada de su marido esa orgánica intimidad de quien lo ha comprendido todo y da la mano sólo para acompañar e irse muy, muy lejos, pero juntos. Juntos ya no era una palabra posible entre Ada y Santiago. La habían sustituido otras como «hijos», «trabajo», «responsabilidad» o, quizá la peor de todas, «madurez». Ada revivía ahora aquellos quirófanos distintos, que eran sólo una luz cenital en un techo neutro, primero el de campaña, por Atocha, luego el de La Paz, luego en la clínica Ruber. Descenso en caída libre por el hueco negro de la anestesia, o al menos eso experimentaba cada vez que el anestesista le decía: «Repite tu nombre tres veces», y luego ese abismo vertiginoso que se abría hacia la nada. «¿Por qué en la anestesia tengo miedo a perderme y no saber regresar, en vez de sentir la placidez de un sueño, como todo el mundo?», preguntaba Ada. «Porque tu cuerpo se resiste y revive alguna sensación profunda que se quedó en tu cabeza cuando la explosión, algo que viste y ya no recuerdas, algo que sucedió y has querido olvidar», le dijo uno de los psicólogos que les asignaron a las víctimas durante los meses posteriores a las bombas. «Sólo vi y sucedió la muerte», le contestaba Ada, desarmada.

Se llevó la mano al pecho izquierdo, pero Santiago no lo vio desde donde estaba porque seguía inmerso en la revista de golf. No había pasado ningún día sin dolor en esa parte perdida. Puede que a veces pareciese sólo el eco de un dolor, una sensación repetida como la réplica de un terremoto, pero otras veces era una punzada crecida por la conciencia de saber que allí faltaba algo, que allí nunca más habría caricias. Cuando Santiago se movió, a ella le llegó de pronto el aroma del cuerpo de su marido, un olor con el que había convivido durante veinte años y que ahora, por primera vez, le era ajeno, incluso desagradable por extraño o inédito, como se le hacía extraño su pene y su espalda y sus piernas que trataban de enlazarse con las suyas algunas mañanas. Pensó, en cambio, en el aroma del cuerpo de Gabriel, inexplicable y sorprendentemente más familiar y deseado.

—He decidido operarme otra vez, para reconstruirme el pecho.

Quería volver a sentir de nuevo su mano llena, cuando se tocase ahí, y quería también que alguien llenara la suya cuando lo hiciese. Esas operaciones no serían peores que las otras por las que ya había pasado. Necesitaba volver a creer que podía ser quien fue. ¿Lo comprendería Santiago? ¿Alguna vez?

Santiago dejó la revista y apartó las tazas. Se irguió. Ada esperaba una caricia en el pelo; estaba a su lado, sólo con alargar la mano habría bastado. Pero no sucedió.

—¿Cuándo lo harás? ¿Has hablado con alguien? Debemos ir a ver a un quiroplástico que sea bueno. No, que sea el mejor —dijo Santiago—. Hay muchos compañeros en la lista.

Como siempre hacía, su marido aparcó en algún lugar de su mente todo sentimiento. Se dirigía a Ada como si fuera una paciente más; en realidad su mujer, en ese momento, pasó a ser una paciente más.

—Aún no sé cómo lo haré —prosiguió Ada—, tendrán que hacerme pruebas, y yo tendré que pensarlo bien. Porque, ¿cómo se reconstruye un pezón? ¿Qué siente un pezón falso? ¿Cuál es la conexión entre la silicona y el cerebro? ¿Habrá respuestas para eso? Y querría tener alguna opinión más para las cicatrices, los rechazos, todo eso que ya sabes.

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