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Authors: Juan José Millás

El mundo (7 page)

BOOK: El mundo
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La fiebre

En cierta ocasión, alguien me señaló que los personajes de mis libros siempre estaban a punto de escribir o de enfermar. A veces, enfermaban en el momento de ponerse a escribir, o escribían en el momento de enfermar. Las mejores cosas que he escrito están tocadas por la fiebre, quiero decir que están febriles. Tienen una febrícula. Qué palabra también, febrícula. Empecé este libro con un pequeño ataque de fiebre que aún no me ha abandonado. La fiebre crea una red de dolor dulce que te conecta a la realidad, al mundo, a la tierra… La fiebre daña y cura, como el bisturí eléctrico de mi padre.

El caso es que había estado incubando unas anginas que me condujeron en pleno verano a la cama de mis padres, donde, como he señalado, fui muy feliz. Tuve, entre aquellas sábanas, una alucinación productora de extrañeza y de serenidad. Sucedió por la tarde, cuando me subía la fiebre.

Mi madre había dicho varias veces que aquellas anginas me provocarían «un estirón». Yo, para comprobar la magnitud de aquel alargamiento corporal, me colocaba a veces boca arriba, cuan largo era, intentando alcanzar con la planta de los pies el extremo más meridional de aquella cama gigantesca. Un día, estaba realizando ese ejercicio cuando las plantas de mis pies chocaron con las plantas de otros pies idénticos a los míos, como si debajo de las sábanas hubiera otro niño colocado en espejo respecto a mí. Con más asombro que susto, retiré los pies y me quedé meditando unos instantes. Luego volví a estirarlos y mis plantas volvieron a encontrarse con las plantas del otro niño.

Me quedé dormido sintiendo su contacto. El tiempo transcurrido no ha aminorado en absoluto el sentimiento de realidad respecto a aquel suceso que atribuí al protagonista de
El orden alfabético.

Ocurrió para mostrarme que hay otro lado. Quizá no he hecho otra cosa en la vida que intentar alcanzar ese otro lado. A veces, sin llegar a traspasarlo, he podido asomarme a él. De eso en parte tratan estas páginas.

La expresión «me duele la cabeza» es una de las más torpes de la lengua, al menos desde la perspectiva de un niño. La cabeza incluye la barbilla, la nariz, la nuca, los pómulos, las orejas… Si uno escucha «me duele la cabeza», ha de incluir todas esas partes en el dolor. Pero cuando la fiebre era muy alta, me dolía el cerebro:

—Me duele el cerebro —le dije a mi madre.

—No digas cerebro —corrigió ella asustada—, di cabeza.

Mi madre y yo nos quedamos observándonos unos instantes, cada uno al acecho del otro. Algo terrible, que no he logrado averiguar, ocurría en torno al cerebro.

En efecto, di un estirón. Cuando salí de la cama, una semana más tarde, los brazos y las piernas me habían crecido de un modo anormal. Además, estaba muy delgado. Tenía de mí la percepción de un insecto palo. En cuanto a la realidad, no dejaba de dar vueltas. Averigüé en seguida que aquel raro estado se llamaba convalecencia. La convalecencia tenía algunas de las virtudes de la fiebre, pues todo, desde ella, parecía nuevo, sin estrenar, incluido el propio cuerpo. Recuerdo la impresión que me produjo el sol cuando salí al jardín (a aquello que llamábamos jardín). No he olvidado tampoco el asombro que me proporcionaba el mero tacto de las cosas. Antes de abrir una puerta acariciaba el picaporte mientras repetía para mis adentros su nombre, picaporte, pues también el lenguaje había adquirido, durante la enfermedad, una consistencia extraña. Me encontraba, literalmente, inaugurando todo.

Sentado en los escalones que daban al patio trasero y al taller, viendo cómo trabajaba mi padre, dediqué unos minutos casi exclusivamente a respirar, pues me había quedado muy débil. Del mismo modo que era consciente de mis brazos, de mis piernas, de mi lengua, de mi cerebro, era consciente también de mis pulmones, a los que imaginaba como dos bolsas de papel de seda que se inflaban y se desinflaban cada vez que tomaba o expulsaba el aire. Con el aire, a veces, expulsaba palabras: bobina de cobre, por ejemplo. Pronunciaba dentro de mí, a la altura del pecho, la expresión bobina de cobre y sentía cómo atravesaba la garganta, cómo se humedecía al deslizarse por la lengua (donde dejaba un sabor a electricidad), cómo buscaba un hueco entre la empalizada de los dientes para salir al exterior, donde flotaba como el humo de los cigarrillos, deshilachándose hasta perder el sentido.

Las palabras adquirieron algunas cualidades de los objetos sólidos, de las cosas macizas. Podía tomar una palabra y darle vueltas dentro de la boca, como a un caramelo, antes de tragármela o escupirla. Me hacía preguntas locas sobre el lenguaje. ¿Por qué, por ejemplo, todo el mundo comía lentejas, cuando lo lógico era que los hombres comieran lentejos? Estoy hablando de un mundo en el que la frontera entre lo masculino y lo femenino era brutal (quizá sigue siéndolo). No es que no hubiera educación mixta, es que no había nada mixto. En un mundo así, resultaba contradictorio que ellas comieran garbanzos, en vez de garbanzas; que ellos se sentaran en sillas, en vez de en sillos; que ellas tuvieran cabello, o pelo, en vez de cabella, o pela; que ellos usaran camisas, en vez de camisos…

Estaba todo patas arriba y así se lo dije a mi madre, con un hilo de voz, cuando salió a darme una yema de huevo batida con azúcar y vino dulce, que era el reconstituyente de la época. Mi madre me escuchó con perplejidad y me pidió que no le contara a nadie aquella reflexión, que ella se ocuparía de arreglarlo todo. Otra promesa falsa, como la de su inmortalidad. Mi madre no arregló la realidad, lo que tardé mucho tiempo en perdonarle. En cuanto a mí, caí en la obsesión de corregir, para mis adentros, todas las frases mal empleadas por los demás. Si uno de mis hermanos decía, por ejemplo, que se había hecho daño en una pierna, yo susurraba pierno, se ha hecho daño en un pierno. Si era una de mis hermanas, se había hecho daña en una pierna. Arreglar la realidad resultaba agotador, pero alguien se tenía que ocupar de ello.

No todo, en el lenguaje, resultaba así de imperfecto. Me asombraba, por ejemplo, la capacidad de las palabras para encontrarse con los objetos que nombraban. Así, una mesa no podía ser otra cosa que una mesa, la misma palabra lo decía, mesa. O caballo. Decías caballo y estabas viendo las crines del animal, su cola, sus ojos inquietos… ¿Acaso habríamos podido llamar caballo a la mesa y mesa al caballo? Imposible. ¿Cómo habría sido la operación por la que las palabras y las cosas, en un tiempo remoto, se habían encontrado? Había en el mundo tantas palabras, y tantas cosas, que podría haberse producido con facilidad alguna confusión, algún matrimonio equivocado. Pero no hallé ninguno. Cada cosa se llamaba como debía. Me parecía inexplicable en cambio que si al pronunciar la palabra gato aparecía un gato dentro de mi cabeza, al decir «ga» no apareciera medio gato. No le dije nada a mi madre para no preocuparla, pues me pareció que escuchaba mis reflexiones acerca de las palabras con cierta angustia.

La convalecencia de aquellas anginas duró mucho, toda la vida en realidad, pero a los dos o tres días de abandonar la cama dejé de ser objeto de preocupación para los mayores y regresé a mi invisibilidad anterior. Lo primero que hice fue visitar al Vitaminas, que al contemplar mi transformación corporal aseguró que parecía un niño araña. Él, por el contrario, había engordado de una forma rara. Cuando más tarde se lo comenté a mi madre, me dijo que no estaba gordo, sino hinchado. Me pareció una precisión asombrosa y me pregunté si algún día controlaría las palabras con aquella exactitud. Quizá fue entonces cuando empecé a aficionarme al diccionario, descubriendo que la definición era el resultado de aplicar el bisturí sobre la realidad (sobre la realidad verbal), pero ya he dicho que entonces no había ninguna diferencia entre la palabra y la cosa. ¿La hay ahora?

Mientras yo había sufrido un estiramiento, el Vitaminas se había encogido. Le daban medicinas para retrasar o atenuar el «estirón», que para él constituía una sentencia de muerte. Me habría gustado hablar de esto con él, pero no me atreví. Nunca supe hasta qué punto era consciente de su situación. Quizá había descubierto que si se enquistaba duraría más, incluso eternamente. Se decía entonces de las garrapatas que cuando las condiciones ambientales les eran desfavorables, se ensimismaban, creando una corteza dura alrededor de sí en cuyo interior permanecían hasta que llegaban tiempos mejores.

—Una garrapata —me explicó un día el Vitaminas— puede estar cincuenta años en la rama de un árbol esperando que pase un perro para dejarse caer.

Me pareció un ejercicio de paciencia increíble. ¿Y qué ocurriría si al dejarse caer cometía un error de cálculo y, en vez de posarse sobre el perro, se precipitaba en la tierra? No se lo pregunté, pero la imagen de aquella garrapata me ha acompañado durante toda la vida. Años más tarde, cuando conocí el budismo, la bauticé como la garrapata budista. Tengo pendiente escribir un relato con este título.

Aquel día, el Vitaminas me invitó a ver la calle. Debían de ser las tres de la tarde, la hora en la que el barrio parecía el producto de una explosión nuclear. Bajamos, pues, al sótano, y nos dirigimos excitados al observatorio. Al poco, y debido al contraste entre la oscuridad de dentro y la luz inclemente de fuera, el Vitaminas descubrió unos pelillos sobre mi labio superior.

—Tienes bigote —dijo.

—Y más cosas —añadí yo pensando en el vello púbico y en la pelusilla que comenzaba a aflorar en los sobacos.

El Vitaminas me miró nostálgico, con una nostalgia del futuro, pues resultaba evidente que, adondequiera que yo fuese, él no podría seguirme. Luego sacó del bolsillo un destornillador y comenzó a quitar los tornillos que sujetaban a la pared la rejilla que nos separaba de la calle.

—Vamos a salir a la calle por aquí, a ver qué pasa —dijo.

Intuí que salir a la calle por allí tendría consecuencias, pero no imaginé de qué tipo. Una vez fuera, comprobé con asombro que no perdía la calidad hiperreal que apreciábamos al mirarla desde el sótano. Todo estaba nuevo, por estrenar, lo mismo que mi cuerpo convaleciente. Incluso las esquinas más rotas emitían una suerte de resplandor que te obligaba a admirarlas. El Vitaminas era, evidentemente, un niño acabado, pero se percibía también en su acabamiento una perfección admirable. Recuerdo que pasó a nuestro lado un perro al que observé como si se tratara del primer perro de la Creación. Nunca un animal de esa especie había reclamado mi atención de aquel modo.

Al detenerse para mear, levantando la pata, nos observó con el mismo asombro con el que nosotros lo observábamos a él. Quiero decir que se trataba de un asombro de ida y vuelta, un asombro que compartíamos con la normalidad con la que compartíamos la calle, como si el perro y nosotros fuésemos extensiones de la misma sustancia. El Vitaminas y yo nos miramos y nos echamos a reír, pero su risa y la mía eran también la misma. Se trataba de una risa colocada en el mundo para que la compartiéramos.

La puerta de la academia a la que iba Luz se encontraba abierta, de modo que nos asomamos y la vimos inclinada sobre una máquina de escribir, con los ojos tapados por una venda, practicando ejercicios de escritura ciega (así se llamaba, Dios mío, lo que aquella chica aprendía allí, escritura ciega). Al percibir nuestra presencia, se retiró la venda y nos miró, nos miramos, intercambiando algo que era de los tres, pero también del perro con el que nos acabábamos de cruzar. Fueron unos segundos de una intensidad irrepetible. Luz nos guiñó un ojo y sonrió. Luego, al ajustarse la falda debajo de los muslos, para evitar que se arrugara, nos mostró sin querer, durante unas décimas de segundo, el borde de sus bragas. Aquellas décimas de segundo no han dejado de durar, todavía estoy dentro de ellas. Si yo hubiera sabido dibujar, habría dibujado obsesivamente, durante el resto de mi vida, aquella visión. Al percibir nuestro desconcierto, nos sacó la lengua con gesto de burla cariñosa.

Luego se colocó otra vez la venda y continuó practicando el método ciego mientras la adorábamos.

Llevaba un niqui blanco y una falda blanca también, de las de vuelo, pero la venda con la que se tapaba los ojos, sin embargo, era negra. Negros eran también, para hacer juego, los golpes de los tipos que golpeaban la cuartilla al ritmo con el que sus dedos se deslizaban sobre el teclado de la máquina de escribir. Un día, un periodista me preguntó si me gustaba la música negra. Le dije que sí pensando en la que escuché aquel día remoto desde la puerta de la academia de mi calle.

La experiencia me agotó. Pero se trataba también de un agotamiento alucinatorio, repleto de detalles admirables tanto si los consideraba individualmente o en conjunto. La realidad había adquirido, además de aquel resplandor inédito, las propiedades de una construcción cuyas partes permanecían a la vista para que desde ellas pudiera viajar al todo. El Vitaminas reparó en mi palidez y me preguntó si me iba a desmayar. Le dije que no, pero le sugerí que regresáramos al sótano, por cuya abertura me colé de nuevo con la agilidad de una lagartija. Una vez dentro, el Vitaminas, que permanecía fuera, se agachó y me dijo que él entraría por la puerta de la tienda, como si no quisiera renunciar a la visión que nos había proporcionado salir al mundo por aquella trampilla secreta. Me preguntó si quería acompañarle, pero me faltó valor. No creí entonces que pudiera soportar una visión tan intensa durante mucho tiempo. Necesitaba recuperar el tacto gris de las cosas, sus calidades cotidianas, su vulgaridad habitual.

Cuando nos encontramos en el sótano, tras colocar de nuevo la rejilla sobre el vano, el Vitaminas, que tenía una mirada semejante a la de los santos en las estampas, me preguntó si quería ver «el ojo de Dios». Le pregunté cuánto me costaría y respondió que nada, que era un regalo. Entonces me llevó arriba, cogió algo de uno de los cajones del mostrador de la tienda y salimos a la calle, donde me enseñó el objeto. Se trataba del chasis de un carrete de hilo tapado por uno de sus extremos. Me dijo que mirara por el agujero libre y recibí una de las impresiones más fuertes de mi vida. En efecto, desde el fondo del tubo, un ojo me observaba. Tardé sólo unos instantes en comprender que se trataba de mi propio ojo, pues lo que había en el extremo del carrete era un espejo sujeto con un esparadrapo. Pero incluso después de haberlo comprendido continuó produciéndome impresión, si no miedo, mirar por el tubo (años más tarde recordaría este episodio al leer, creo que en un libro de Bataille, que el ojo por el que Dios nos ve es el mismo que por el que nosotros le miramos). El Vitaminas observaba mis reacciones con una sonrisa orgullosa, su rostro transfigurado por un halo de santidad. Comprendí que, aun estando el uno al lado del otro, nos encontrábamos en dimensiones diferentes. A él, quizá porque no había regresado al sótano por el mismo sitio por el que había salido, no le había abandonado aquella visión alucinada de la calle a la que yo había renunciado por agotamiento.

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