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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

El palacio de la medianoche (24 page)

BOOK: El palacio de la medianoche
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Abrió el cesto e introdujo el puño en el interior. Sus ojos despidieron un brillo malicioso. Cuando lo extrajo, sostenía en sus manos el cuerpo sinuoso y brillante de una serpiente. Un áspid.

—Éste es el animal más parecido al hombre. Se arrastra y cambia de piel a conveniencia. Roba y se come las crías de otras especies en sus propios nidos, pero es incapaz de enfrentarse a ellos en una lucha limpia. Su especialidad, con todo, es aprovechar la menor oportunidad para asestar su picadura letal. Sólo tiene veneno para una mordedura y necesita horas para rehacerse, pero aquel que lleva su marca está condenado a una muerte lenta y segura. Mientras el veneno penetra por las venas, el corazón de la víctima late cada vez más despacio, hasta detenerse. Incluso esta pequeña bestia, en su mezquindad, dispone de un cierto gusto por la poesía. Como el hombre. Aunque ella, a diferencia de éste, nunca mordería a sus semejantes. Un fallo. ¿No crees? Tal vez por eso hayan acabado sirviendo de divertimiento callejero de faquires y curiosos. Todavía no está a la altura del rey de la creación.

Jawahal acercó el reptil a Sheere y la muchacha se apretó contra la pared. Jawahal sonrió complacido ante la mirada de terror que advirtió en sus ojos.

—Siempre tememos a lo que más se nos parece. Pero no te preocupes —la tranquilizó Jawahal—, no es para ti.

Jawahal tomó una pequeña caja de madera roja e introdujo la serpiente en su interior. Sheere respiró con más calma una vez que el reptil estuvo fuera de su campo de visión.

—¿Qué piensa hacer con ella?

—Como he dicho, es para llevar a cabo un pequeño juego —explicó Jawahal—. Esta noche tenemos invitados y debemos procurarles toda suerte de entretenimientos.

—¿Qué invitados? —preguntó Sheere, rogando que Jawahal no confirmase sus peores temores.

—Una cuestión superflua, querida Sheere. Reserva tus preguntas para los verdaderos interrogantes, como por ejemplo, ¿verán nuestros amigos la luz del día?, o, ¿cuánto tarda el beso de nuestra pequeña amiga en templar un corazón sano y joven, rebosante de la salud de los dieciséis años? La retórica nos enseña que eso son preguntas con sentido y estructura. Si no sabes expresarte, Sheere, no sabes pensar. Y si no sabes pensar, estás perdida.

—Esas palabras pertenecen a mi padre —acusó Sheere—. Él las escribió.

—Entonces veo que ambos leemos los mismos libros —replicó Jawahal—. ¿Qué mejor principio para una amistad eterna, querida Sheere?

Sheere asistió en silencio al pequeño discurso de Jawahal sin apartar la vista de la caja de madera roja que cobijaba al áspid, imaginando su cuerpo escamoso retorciéndose en el interior. Jawahal alzó las cejas.

—Bien —concluyó—, ahora deberás disculparme si me ausento unos momentos para ultimar el recibimiento de nuestros huéspedes. Ten paciencia y espérame. Valdrá la pena.

Acto seguido, Jawahal asió de nuevo a Sheere y la condujo hasta un minúsculo cubículo al que se accedía por una estrecha puerta practicada en uno de los muros del túnel y que en otro momento había hecho las veces de cuarto para cobijar las clavijas de seguridad del cambio de vías. Empujó a la muchacha al interior y depositó la caja roja a sus pies. Sheere le miró suplicante, pero Jawahal cerró la puerta frente a ella y la dejó en la más absoluta de las oscuridades.

—Sáqueme de aquí, por favor —suplicó Sheere.

—Te sacaré muy pronto, Sheere —susurró la voz de Jawahal al otro lado de la puerta—. Y entonces nadie nos separará.

—¿Qué quiere hacer conmigo?

—Voy a vivir dentro de ti, Sheere. En tu mente, en tu alma y en tu cuerpo —respondió Jawahal—. Antes de que amanezca, tus labios serán los míos y tus ojos verán lo que yo vea. Mañana serás inmortal, Sheere. ¿Quién podría pedir más?

Sheere gimió en la oscuridad.

—¿Por qué hace usted todo esto? —suplicó la muchacha.

Jawahal guardó silencio unos instantes.

—Porque te quiero, Sheere… —respondió—. Y ya conoces el dicho: siempre matamos aquello que más amamos.

Tras una interminable espera, Seth apareció finalmente al pie de la plataforma que rodeaba la parte superior de la sala. Ian suspiró aliviado.

—¿Dónde te habías metido? —exigió Ian.

Su voz rebotó en la sala, formando un extraño diálogo con su propio eco. Sus escasas esperanzas de pasar desapercibidos durante el registro se estaban esfumando a toda prisa.

—No es fácil llegar hasta aquí —voceó Seth—. Este lugar es el peor nido de corredores y pasillos oscuros, quitando las pirámides de Egipto. Da gracias que no me haya perdido.

Ian asintió e indicó a Seth que se dirigiera al conducto que se internaba en el corazón de la araña de cristal. Seth recorrió la plataforma y se detuvo a su inicio.

—¿Algo va mal? —preguntó Ian observando a su compañero situado a unos diez metros sobre él.

Seth negó en silencio y siguió caminando sobre la estrecha pasarela hasta detenerse de nuevo a dos metros del cuerpo que pendía de la soga. Se aproximó lentamente hasta el borde y se inclinó a examinar el cuerpo. Ian observó que el rostro de su compañero se desencajaba.

—¿Seth? ¿Qué ocurre, Seth?

Los cinco segundos siguientes transcurrieron a velocidad vertiginosa e Ian no pudo sino asistir al terrible espectáculo que se desplegaba ante sus ojos y registrar cada uno de sus detalles sin disponer de tiempo para reaccionar. Seth se arrodilló para desatar la soga que sujetaba el cuerpo, pero, al asirla, la cuerda se enroscó entre sus piernas como una serpiente y el cuerpo inerte se precipitó en el vacío. Ian contempló que la cuerda que había sostenido el cuerpo tiraba de su amigo con una violenta sacudida y le arrastraba hacia las tinieblas de la bóveda, como a un títere indefenso. Seth, sujeto por la pierna, forcejeaba inútilmente y gritaba pidiendo ayuda mientras su cuerpo se elevaba en vertical a escalofriante velocidad y desaparecía de la vista.

Mientras eso sucedía, el cuerpo que había caído al vacío se precipitó sobre el charco de sangre. Ian observó que, bajo el manto brillante que lo envolvía, apenas quedaban los restos de un esqueleto cuyos huesos estallaron al impactar con el suelo y se disolvieron en polvo; el manto cubrió la mancha oscura y la absorbió. Ian reaccionó y se aproximó a él. Al examinarlo, reconoció aquel manto que había creído ver tantas ocasiones en el St. Patricks durante sus noches de insomnio, vistiendo a aquella dama de luz que visitaba a su amigo Ben en sueños.

Alzó de nuevo la mirada en busca de algún rastro de su amigo Seth, pero la oscuridad impenetrable lo había devorado y no quedaba más vestigio de su presencia que el eco moribundo de sus gritos recorriendo los recovecos de la bóveda catedralicia.

—¿Has oído eso? —preguntó Roshan deteniéndose a escuchar los gritos que parecían provenir de las entrañas de la gigantesca estructura.

Michael asintió. El eco de los gritos se desvaneció y pronto ambos quedaron de nuevo envueltos en el intermitente tintineo que producían las gotas de la llovizna al impactar contra la parte superior de la bóveda bajo la que se encontraban. Habían ascendido hasta el último nivel de Jheeter's Gate y una vez allí habían descubierto el insólito espectáculo de la gran estación desde las alturas. Los andenes y las vías aparecían lejanos y el preciosista entramado de arcos y niveles superpuestos se apreciaba con mucha mayor claridad desde aquel punto.

Michael se detuvo al borde de una balaustrada metálica que se adentraba en el vacío sobre la vertical del gran reloj bajo el que habían cruzado al penetrar en la estación. Su percepción pictórica le permitió apreciar el hipnótico efecto óptico que insinuaba la fuga de cientos de vigas combadas desde el centro geométrico de la cúpula y que parecían perderse en una curva infinita que jamás llegaba al suelo. Desde aquella atalaya privilegiada, el espectador experimentaba la sensación de que la estación ascendía hacia el cielo, trazando una insondable torre de Babel que se adentraba en las nubes y se retorcía entre ellas como una columna bizantina. Roshan se unió a él y echó un breve vistazo a la vertiginosa visión que parecía embrujar a su amigo.

—Te vas a marear. Venga, sigamos.

Michael alzó la mano en señal de protesta.

—No, espera. Ven aquí.

Roshan se asomó fugazmente al borde de la balaustrada.

—Si miro otra vez, me caeré.

Una enigmática sonrisa afloró en los labios de Michael. Roshan observó a su compañero, preguntándose qué es lo que sus ojos habrían descubierto.

—¿No te das cuenta, Roshan? —preguntó Michael.

Su amigo negó.

—Explícamelo.

—Esta estructura —indicó Michael—. Si observas la fuga desde ese punto de la cúpula, te darás cuenta.

Roshan trató de seguir las indicaciones de Michael, pero el objeto de sus observaciones ni siquiera se le insinuaba.

—¿Qué estás tratando de decirme, Michael?

—Es muy sencillo. Esta estación, toda la estructura de Jheeter's Gate, no es más que una inmensa esfera de la que sólo vemos la parte que emerge de la superficie. La torre del reloj está situada directamente en la vertical del centro de la cúpula, como un asomo del radio.

Roshan absorbió las palabras de Michael con parsimonia.

—Bien. Es una condenada pelota —admitió—. ¿Y qué?

—¿Sabes la dificultad técnica que entraña construir una estructura como ésta? —preguntó Michael.

Su compañero negó de nuevo.

—Deduzco que considerable —adujo Roshan.

—Radical —sentenció Michael, desempolvando el adjetivo que reservaba al súmmum de los superlativos—. ¿Por qué motivo alguien diseñaría una estructura como ésta?

—No estoy muy seguro de querer saber la respuesta —replicó Roshan—. Bajemos al nivel inferior. Aquí no hay nada.

Michael asintió, ausente, y siguió a Roshan en dirección a las escalinatas.

El subnivel inferior que se extendía bajo la plataforma de observación de la cúpula apenas medía metro y medio de alzada y estaba virtualmente inundado por las aguas filtradas de las lluvias que habían empezado a caer sobre Calcuta desde inicios de mayo. La superficie del suelo, casi bajo un palmo de agua estancada y corrompida que emitía un vapor fétido y nauseabundo, estaba cubierta por una masa de fango y escombros, descompuestos por la acción de las filtraciones durante más de una década. Michael y Roshan, agachados para poder introducirse en el angosto subnivel, avanzaban trabajosamente entre el lodo que les cubría hasta el tobillo.

—Este lugar es peor que las catacumbas —comentó Roshan—. ¿Por qué demonios este piso es tan condenadamente bajo? Hace siglos que la gente no mide metro y medio.

—Probablemente ésta era una zona restringida —respondió Michael—. Quizá albergue parte del sistema de pesos que compensan la bóveda. Procura no tropezar. A lo mejor se viene todo abajo.

—¿Eso es una broma?

—Sí —repuso escuetamente Michael.

—Es el tercer chiste que te oigo contar en seis años —comentó Roshan—. Y es el peor.

Michael no se molestó en contestar y siguió avanzando lentamente a través de aquel paradójico pantano elevado en las alturas. El hedor de las aguas corrompidas empezaba a martillearle el cerebro y comenzó a contemplar la posibilidad de sugerir que diesen la vuelta de nuevo y descendiesen a otro nivel, puesto que dudaba que nada ni nadie se ocultase en aquel lodazal inexpugnable.

—¿Michael? —preguntó la voz de Roshan, perdida unos metros más atrás.

El joven se volvió y advirtió la silueta de Roshan encorvada junto a un tramo oblicuo de una gran viga metálica.

—Michael —dijo Roshan en tono desconcertado—, ¿puede ser que esta viga se esté moviendo o son ilusiones mías?

Michael supuso que su amigo también había inhalado aquellos vapores putrefactos demasiado tiempo y se dispuso a abandonar definitivamente el subnivel cuando escuchó un fuerte estruendo en el otro extremo del piso. Ambos se volvieron al unísono y clavaron los ojos el uno en el otro. El sonido estalló de nuevo, esta vez con movimiento, y los dos muchachos observaron que algo avanzaba hacia ellos a gran velocidad, sumergido en el fango y levantando a su paso una estela de desperdicios y agua sucia que se estrellaban contra el techo bajo. Los dos muchachos, sin esperar un segundo, se lanzaron a toda prisa hacia la puerta de salida, avanzando tan rápidamente como podían hacerlo, agachados y sorteando una capa de barro y agua de treinta centímetros.

Antes de que pudieran alejarse más de unos pocos metros de allí, el objeto sumergido les rebasó a toda velocidad, describió una curva cerrada a su alrededor y enfiló de nuevo en línea recta en dirección a ellos. Roshan y Michael se separaron y cada uno corrió en direcciones opuestas, tratando de distraer la atención de lo que fuera que les estaba dando caza implacablemente. La criatura oculta bajo el lodo se dividió en dos mitades y cada una de ellas se lanzó en una vertiginosa persecución tras los muchachos.

Michael, jadeante y perdiendo el resuello, se volvió medio segundo a comprobar si aún le seguían y sus pies impactaron con un escalón sumergido en el barro. Su cuerpo cayó sobre la superficie cenagosa y las aguas fétidas le engulleron. Cuando emergió y abrió los ojos mordidos por el escozor, una columna de lodo se alzaba lentamente frente a él, semejante a una figura de chocolate caliente vertida desde una jarra invisible. Michael se arrastró entre el barro y sus manos resbalaron de nuevo, dejándole tendido sobre el lodo.

La figura de barro desplegó dos largos brazos a cuyo extremo brotaron dedos largos y combados en grandes anzuelos de metal. Michael asistió aterrado a la formación de aquel siniestro golem y contempló que del tronco se alzaba una cabeza, en cuyo rostro se dibujaron unas grandes fauces surcadas de colmillos largos y afilados como cuchillos de caza. La figura se solidificó al instante y la arcilla seca desprendió una cortina de vaho. Michael se incorporó y escuchó que la estructura de lodo crujía, mientras cientos de grietas se extendían sobre ella. Las fisuras del rostro se expandieron lentamente y los ojos de fuego de Jawahal se encendieron sobre él. La arcilla seca se desplomó en un mosaico de infinitas piezas. Jawahal asió a Michael por la garganta y acercó al muchacho a su rostro.

—¿Eres tú el dibujante? —preguntó Jawahal alzando a Michael en el aire.

Él asintió.

—Bien —dijo Jawahal—. Tienes suerte, hijo. Hoy verás cosas que mantendrán tu lápiz ocupado durante el resto de tu vida. Suponiendo, claro está, que vivas para dibujarlas.

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