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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

El sastre de Panamá (48 page)

BOOK: El sastre de Panamá
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—¿Sí? ¿Quién es? —pregunta a voz en cuello cuando el teléfono vuelve a sonar.

Es Naomi, la ministra de Tergiversación de Panamá, dispuesta a participarle de algún sabroso escándalo. Bien. Teníamos pendiente esta conversación desde hace mucho tiempo.

—Naomi, me alegra que hayas llamado, porque pensaba escribirte, y así me ahorraré el sello. Naomi, quiero que desaparezcas de mi vida de una jodida vez. No, no, escúchame, Naomi. Si un día casualmente pasas por el parque Vasco Núñez de Balboa y ves a mi marido tumbado de espaldas en el suelo practicando el sexo oral con una cría de elefante del circo Barnum, te agradecería que se lo contases a tus veinte mejores amigas y me excluyeses a mí. Porque no quiero volver a oír esa jodida voz tuya hasta que el Canal se congele. Buenas noches, Naomi.

Con el vaso en mano, Louisa se pone un salto de cama rojo que Harry le ha regalado recientemente —tres enormes botones y un escote según el ánimo—, coge un escoplo y un martillo del garaje y cruza el patio interior en dirección al estudio de Harry, que desde hace un tiempo cierra con llave. Un cielo magnífico. No había visto un cielo tan hermoso desde hacía semanas. Las estrellas de las que antes hablábamos a nuestros hijos. Ahí está el cinto de Orión con la daga, Mark. Y ésas son las Pléyades, que también se conocen como las Siete Hermanas, Hannah, las que a ti te gustaría tener. Luna nueva, preciosa como un potrillo.

Desde aquí le escribe Harry, pensó cuando se acercaba a la puerta de su reino. A mi querida
chiquilla
: cuida del arrozal de mi esposa. A través de la ventana empañada de su cuarto de baño, Louisa lo ha observado durante horas, perfilado tras el escritorio, con la cabeza ladeada y la lengua entre los labios, mientras escribe sus cartas de amor, aunque Harry nunca ha escrito con soltura; ése es uno de los aspectos que Arthur Braithwaite, el mayor santo vivo desde Saint Laurent, descuidó en la formación de su hijo adoptivo.

La puerta está cerrada con llave, como Louisa había previsto, pero ese pequeño detalle no representa mayor problema. La puerta, si uno le pega con ganas valiéndose de un robusto martillo, o sea echando atrás el brazo todo lo posible y descargándolo luego con fuerza contra la cabeza de Emily, que era el sueño de Louisa en su adolescencia, resulta ser una mierda, como casi todo en este mundo.

Tras echar abajo la puerta, Louisa se acomodó en el escritorio de su marido y forzó el primer cajón con el martillo y el escoplo; sólo al tercer intento se dio cuenta de que en realidad no estaba cerrado con llave. Revolvió el contenido. Facturas. Los planos del arquitecto para el Rincón del Deportista. A nadie le sonríe la suerte a la primera. O por lo menos a mí no, desde luego. Probó con el segundo cajón. Sí estaba cerrado con llave, pero sucumbió al primer asalto. Ya a primera vista el contenido era más estimulante. Escritos inacabados sobre el Canal. Publicaciones especializadas, recortes de periódico, resúmenes a mano de lo anterior en la florida letra de sastre con que escribía Harry.

¿Quién es esa fulana? ¿Por quién coño hace todo esto? Harry, te estoy hablando. Atiéndeme, haz el favor. ¿Quién es esa mujer que has instalado en
mi
arrozal sin
mi
consentimiento y a la que necesitas impresionar con tu inexistente erudición? ¿A quién pertenece esa sonrisa bovina y soñadora que asoma a tu cara últimamente: soy el elegido, soy un bienaventurado, camino sobre las aguas? ¿O esas lágrimas? Por Dios, Harry, ¿a quién pertenecen esas espeluznantes lágrimas que se forman en tus ojos y nunca se derraman?

En un nuevo arrebato de rabia y frustración, abrió a golpes otro cajón y se quedó helada. ¡Joder! ¡Dinero! ¡Dinero a lo grande! ¡Un cajón lleno a rebosar de billetes de cien, de cincuenta, de veinte! Metidos en el cajón de cualquier manera, sueltos como viejas multas de aparcamiento. Mil. Dos, tres mil. Ha estado atracando bancos. ¿Para quién?

¿Para esa mujer? ¿Se acuesta con él por dinero? ¿Para llevarla a comer sin vaciar la cuenta familiar? ¿Para proporcionarle el tren de vida al que no está acostumbrada, en
mi
arrozal, comprado con
mi
herencia? Louisa intentó gritar el nombre de su marido varias veces, primero para preguntarle educadamente, luego para exigirle una respuesta porque no contestaba, y por último para maldecirlo porque no estaba allí.

—¡Vete a la mierda, Harry Pendel! ¡A la mierda, a la mierda, a la mierda! Dondequiera que estés. ¡Eres un embustero de mierda!

Para ella a partir de ese momento no existía otra palabra. Mierda. Era el vocabulario que empleaba su padre cuando pillaba una curda, y Louisa sintió un súbito orgullo filial al advertir que, habiendo pillado también ella una curda o estando cerca de pillarla, era tan malhablada como su jodido padre.

«¡Eh, Lou, cielo, ven aquí! ¿Dónde está mi Titán? —Llama Titán a su hija, en honor a la grúa alemana gigante del puerto de Gamboa—. ¿Es que no se merece un viejo alguna atención por parte de su hija? ¿No vas a darle un beso a tu viejo? ¿Eso es un beso? ¡Vete a la mierda! ¿Me oyes? ¡Vete a la mierda!».

Notas, en su mayor parte sobre Delgado. Versiones distorsionadas de informaciones que le había sonsacado a ella durante las cenas que acostumbraba prepararle. Mi Delgado. Mi amada figura paterna, nada menos que Ernesto, la honradez sobre ruedas, y mi marido escribe notas obscenas sobre él. ¿Por qué? ¿Porque le tiene celos? Siempre se los ha tenido. Cree que quiero más a Ernesto que a él. Cree que quiero follar con Ernesto. Encabezamientos: «Las mujeres de Delgado. (¿Qué mujeres? Ernesto no se dedica a esas cosas). Delgado y el presi. (Otra vez el presi del señor Osnard). Las opiniones de Delgado sobre los japoneses. (A Ernesto le dan miedo. Piensa que quieren su Canal, y tiene razón.)» Louisa estalló de nuevo. A voz en grito dijo:

—¡Vete a la mierda, Harry Pendel! ¡Yo nunca he dicho eso! ¡Te lo estás inventando! ¿Para quién? ¿Por qué?

Una carta, inacabada, sin destinatario. Un breve fragmento que debía de tener intención de tirar a la papelera:

He pensado que te gustaría oír un retazo de conversación relacionado con nuestro Ernie que Louisa oyó ayer en la oficina y consideró oportuno comunicarme…

¿Consideró oportuno?
Yo no
consideré
oportuno nada. Comenté un chisme de la oficina. ¿Por qué coño ha de
considerar
oportuno una esposa contarle a su
marido
en su propia casa un chisme que ha oído en la oficina sobre un hombre benévolo e íntegro que sólo desea lo mejor para Panamá y el Canal? ¡Qué oportuno ni qué mierda! ¡Y tú, la que está tan interesada en oír lo que
consideramos oportuno
contarnos en nuestra casa, vete también a la mierda! Eres una puta. Una mala puta de orejas sucias que me ha robado el marido y el arrozal.

¡Eres…
Sabina
!

Louisa había encontrado por fin el nombre de la puta. Con las pulcras mayúsculas de sastre, porque le resultaba más fácil escribir en mayúsculas, con letra pequeña y cariñosa, dentro de un círculo, SABINA, seguido de ESTUD RAD entre paréntesis. Eres Sabina y eres una estud rad y conoces a otras estuds y trabajas por cierta cantidad de signos de dólar de Estados Unidos, o esa impresión da porque «trabaja para Estados Unidos» aparece entrecomillado y te embolsas quinientos pavos, más una prima cuando realizas un trabajo de primera. Todo estaba allí, representado mediante uno de esos ordinogramas que había aprendido de Mark. «Las ideas de un ordinograma no tienen por qué ser lineales, papá. Pueden flotar como globos sujetos por hilos en el orden que prefieras. Puedes agruparlas o ponerlas por separado. Quedan muy bien». El hilo del globo de Sabina, como trazado con tiralíneas, iba hasta H, que era la firma napoleónica de Harry cuando tenía delirios de grandeza. Mientras que el hilo de Alfa —porque Louisa acababa de descubrir a Alfa— iba hasta Beta, de allí a Marco (presi), y por último a H. El hilo del Oso iba también hasta H, pero el globo que lo envolvía era un trazo ondulado y tenso como si fuese a reventar de un momento a otro.

Y Mickie tenía un gran globo para él solo y aparecía descrito como «mandamás de la OS», y su hilo lo unía de por vida al globo de Rafi. ¿
Nuestro
Mickie? ¿
Nuestro
Mickie es el mandamás de la OS? ¿Y salen de su globo un total de seis hilos que lo conectan con Armas, Informadores, Sobornos, Comunicaciones, Fondos y Rafi? ¿
Nuestro
Rafi? ¿
Nuestro
Mickie, que telefonea una vez por semana en plena noche para anunciar su enésimo suicidio?

Volvió a revolver el contenido del cajón. Buscaba las cartas que la puta de Sabina había enviado a Harry. Si le había escrito, Harry habría guardado las cartas. Harry era incapaz de tirar una caja de cerillas vacía o una yema de huevo sobrante. Una secuela más de las privaciones de la infancia. En su afán por encontrar las cartas de Sabina, puso todo el estudio patas arriba. ¿Bajo el dinero? ¿Bajo una tabla del suelo? ¿Dentro de un libro?

¡Dios santo, la agenda de Delgado!
Con la letra de Harry, no la de Delgado. No la auténtica sino una imitación, con las líneas trazadas a lápiz; debe de haberlas copiado de mis papeles. Los compromisos reales de Delgado anotados en los lugares correspondientes. Los compromisos imaginarios anotados en los espacios libres:

Reunión a medianoche con los «capitanes de puerto» japoneses, a la que asistirá en secreto el presi… Un paseo secreto en coche con el embajador fr., un maletín con dinero cambia de manos… Entrevista con un emisario de los carteles colombianos a las 23 h. en el nuevo casino de Ramón… Cena privada fuera de la ciudad con los «capitanes de puerto» japoneses, funcionarios panameños y el presi…

¿
Mi
Delgado hace todo eso? ¿Mi Ernesto Delgado está en la nómina del embajador francés? ¿Anda en tratos con los
carteles colombianos
? Harry, ¿estás loco? ¿Qué repugnantes calumnias estás inventándote sobre mi jefe? ¿Qué espantosas mentiras son éstas? ¿Para quién? ¿Quién te paga por esta basura?


¡Harry!
—exclamó en lo que pretendía ser un grito de ira y desesperación. Pero la voz le brotó de la garganta en un susurro al mismo tiempo que el teléfono volvía a sonar.

En esta ocasión, prevenida, Louisa se limitó a descolgar el auricular, escuchar y no decir nada, ni siquiera «Desaparece de mi vida de una jodida vez».

—¿Harry? —Una voz de mujer, ahogada, suplicante. Es ella. Una conferencia. Desde el arrozal. Un tableteo de fondo. El molino debe de estar en funcionamiento—. ¿Harry? ¡Háblame! —Gritando. Una zorra hispana. Papá siempre decía que no me fiase de ellas. Sollozando. Es ella. Sabina. Necesita a Harry. ¿Quién no?—. ¡Harry, ayúdame, te necesito!

Espera. No hables. No le digas que no eres Harry. Escúchala. Los labios apretados. El auricular pegado a la oreja derecha. ¡Habla, zorra! ¡Delátate! La zorra respira. Una respiración ronca. ¡Vamos, Sabina, encanto, habla! Di: «Ven, Harry, quiero follar contigo». Di: «Te quiero, Harry». Di: «¿Dónde está el jodido dinero? ¿Por qué lo tienes guardado en un cajón? Soy yo, Sabina, la estud rad, llamando desde el jodido arrozal, y estoy sola».

De nuevo el tableteo. Una crepitación, como el petardeo de las motos. Un sonoro golpe. Ahora dejo el vaso de vodka y le hablo enérgicamente en el clásico español sudamericano de mi padre.

—¿Quién es? ¡Conteste! —Silencio. Nada. Sollozos pero no palabras. Louisa cambia al inglés—. ¡Aléjate de mi marido! ¿Me oyes, Sabina, zorra? ¡Vete a la mierda! ¡Y aléjate también de mi arrozal! —Todavía silencio—. Estoy en su estudio, Sabina, buscando las cartas que le has enviado. Ernesto Delgado no es un hombre corrupto, ¿me oyes? Todo eso es mentira. Trabajo para él. Los corruptos son otros, no Ernesto. ¡Di algo!

Otra vez el tableteo y potentes detonaciones en el auricular. ¿Qué es eso, por Dios? ¿Otra invasión? La zorra llora lastimeramente, cuelga. Louisa se ve a sí misma al dejar con rabia el auricular en la horquilla, como en cualquier buena película. Se queda sentada en la cama. Mira fijamente el teléfono, esperando que vuelva a sonar. No suena. Así que por fin le he aplastado la cabeza a mi hermana. Yo o alguna otra. Pobre Emily. Vete a la mierda. Louisa se pone en pie. Con firmeza. Bebe un trago de vodka para serenarse. Tiene la cabeza totalmente despejada. Mal asunto, Sabina. Mi marido se ha vuelto loco. También tú debes de estar pasándolo mal. Te está bien empleado. Los arrozales son sitios muy solitarios.

Estantes llenos de libros. Alimento para la mente. Lo idóneo para intelectos perplejos Busca las cartas de la zorra en los libros. Libros nuevos en lugares antiguos. Libros antiguos en lugares nuevos. Explícate. Harry, por amor de Dios, explícate. Cuéntamelo, Harry. Háblame. ¿Quién es Sabina? ¿Quién es Marco? ¿Por qué te inventas mentiras sobre Rafi y Mickie? ¿Por qué difamas a Ernesto?

Una pausa para el estudio y la reflexión mientras Louisa Pendel, en su salto de cama rojo con tres botones y nada debajo, registra la estantería de su marido, sacando pecho y trasero. Se siente en extremo desnuda. Más que desnuda. Desnuda y en celo. Le gustaría tener otro hijo. Le gustaría tener las Siete Hermanas de Hannah, siempre y cuando ninguna se parezca a Emily. Los libros de su padre sobre el Canal desfilan ante ella, empezando por la época en que los escoceses intentaron fundar una colonia en el Darién y perdieron la mitad de las riquezas de su país. Los abre uno por uno, los sacude con tal brío que los lomos crujen, y va tirándolos al suelo sin contemplaciones. No contienen cartas de amor.

Libros sobre el capitán Morgan y sus piratas, que saquearon Ciudad de Panamá y provocaron un incendio que la arrasó completamente, salvo por las ruinas adonde llevan a los niños de excursión. Pero ninguna carta de amor de Sabina ni de nadie más. Ni de Alfa ni de Beta ni de Marco ni del Oso. Ni de ninguna estud rad de culo bonito con dólares estadounidenses de misteriosa procedencia. Libros del período en que Panamá perteneció a Colombia. Pero ninguna carta de amor por más que los lance con todas sus fuerzas contra la pared.

Louisa Pendel, futura madre de las Siete Hermanas de Hannah, se agacha desnuda bajo el salto de cama con el que su marido nunca se la ha follado hasta juntar los muslos y las pantorrillas y vuelve a erguirse, ojeando los estantes dedicados a la construcción del Canal y arrepintiéndose de haber levantado la voz a la pobre mujer cuyas cartas no encuentra, y que probablemente no era Sabina ni telefoneaba desde el arrozal. Relatos de auténticos hombres como George Goethals y William Crawford Gorgas, hombres responsables y metódicos en su locura, hombres que habían sido fieles a sus esposas en lugar de andar escribiendo cartas sobre qué consideraban ellas oportuno, o desacreditando a sus jefes, o guardando billetes de banco bajo llave en los cajones de sus escritorios, además de cartas que no encuentro. Libros que su padre la obligaba a leer con la esperanza de que algún día ella construyese su propio canal.

BOOK: El sastre de Panamá
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