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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I (22 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I
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Sashka estuvo largo rato mirando al suelo, sin hablar. La embargaba un sentimiento de gloriosa supremacía producido por el hecho de estar a tan gran altura, y de no haber sido por las cuatro titánicas y melancólicas torres del Castillo que empequeñecían incluso las murallas y que ella prefería no mirar, igual habría podido estar en el techo del mundo. Cautelosamente, para no romper el hechizo de la noche, dirigió una mirada al hombre que tenía a su lado. La luz de la luna endurecía los ángulos de su perfil, haciéndole parecido a un ave de presa; el viento apartaba los cabellos de su cara, y sus ojos se movían inquietos. Sashka se acercó un paso más, permitiendo que su manga le rozase una mano cuando él se acercó a su vez.

Tarod la miró, dándole de algún modo la impresión de que se había olvidado de que existía; pero esta ilusión se desvaneció cuando él sonrió.

—¿Satisface esta vista lo que esperabas? —preguntó Tarod.

—Es tres veces más hermosa de lo que había imaginado… —Lanzó un hondo suspiro de satisfacción—. Está todo tan tranquilo… Me encantaría vivir en este palacio y poder disfrutar de este espectáculo siempre que me apeteciese.

El señaló con la cabeza la negra mole de la torre del sur, a pocos pasos de donde se hallaban.

—La vista es todavía mejor desde lo alto de la torre. ¿Te gustaría verla?

—No… —La apresurada respuesta fue seguida de un estremecimiento involuntario—. No…, creo que no. Estoy bien aquí.

Se movió de nuevo, esta vez para colocarse delante de él y exhibir el hombro que el amplio escote de su vestido dejaba al descubierto. Un instante después, una mano se apoyó ligeramente sobre su piel, y ella cerró momentáneamente los ojos con la satisfacción de otro pequeño triunfo, de otro paso en la dirección que quería tomar. Advirtió que la mano de Tarod era delgada pero sumamente vigorosa; el anillo que llevaba en el dedo índice captaba la luz nacarada y la multiplicaba, despertando en ella deseos de tocar la piedra. Pero permaneció quieta, inclinando ligeramente la cabeza hacia atrás en muda invitación.

Tarod contempló su esbelta figura, consciente de que en su interior se agitaba una emoción como jamás había sentido hasta ahora. A pesar de su astucia, que ella jamás había tratado apenas de disimular, Sashka le había impresionado profundamente, y él se sentía cada vez más impotente contra la oleada de sus propios sentimientos. Una vocecilla interior le decía que fuese precavido, pero se estaba acercando a un punto en que, por ella, mandaría al diablo la prudencia. Estaba totalmente cautivado… y al aproximarse más a ella y rozar sus cabellos con los labios, comprendió que nunca en su vida había deseado nada con tanta fuerza como deseaba ahora a esta hermosa criatura.

Más tarde, a Tarod le fue imposible recordar cuánto tiempo habían estado allí, bajo el cielo nocturno, ni lo que habían dicho, ni siquiera lo que él había pensado. Le parecía que había pasado una eternidad hasta el momento en que la condujo lentamente hacia la empinada escalera de caracol que descendía al patio. Al pasar junto a la torre, aquel dedo gigantesco se interpuso delante de las lunas sumiéndoles en una densa sombra. Sashka tropezó y él la asió por la cintura. Ella se volvió. En el óvalo de su cara apenas si se percibían las facciones, y él la besó con una intensidad que le dejó pasmado. Por un instante, Sashka permaneció absolutamente inmóvil, como petrificada, y después correspondió al beso con igual apasionamiento, hincando los dedos en los hombros de él, con un deseo casi animal.

Súbitamente, se apartó. Le miró con ojos muy abiertos por la emoción y se echó atrás, acabando de desprenderse suavemente.

—Tengo… que irme… —balbució—. Es tarde, Tarod… ¡Tengo que irme!

—¡Sashka…!

Ella no esperó. Se había vuelto y corría en dirección a la escalera. Pasaron unos momentos antes de que la confusión de Tarod le permitiese seguirla, y cuando llegó a lo alto de la escalera, la joven estaba ya en la mitad de ésta, descendiendo a toda prisa hacia el patio iluminado por las antorchas. Ya al final de la escalera, se detuvo, miró hacia atrás… y él creyó que levantaba una mano en ademán de despedida o para lanzarle un beso. Después, desapareció.

Incluso los más obstinados juerguistas habían renunciado al fin a sus cantos y sus bailes, y volvían tambaleándose a sus tiendas o se quedaban sencillamente dormidos donde caían, hasta que reinó en la Península de la Estrella un silencio sólo turbado por el débil murmullo del mar, a cientos de pies debajo de los acantilados de granito.

Cyllan se despertó, sin saber por qué, y se encontró envuelta en los pliegues de su única manta y con la cabeza reposando en la mata de hierba que le servía de almohada. De momento, mientras se desvanecían en su mente los vestigios de lo que debió ser un sueño, no pudo recordar dónde se hallaba…, pero en seguida recobró la memoria.

Desde donde estaba podía ver el Castillo y las luces todavía encendidas en su interior. Debía ser muy tarde; las dos lunas se movían ahora hacia el horizonte; la más pequeña parecía balancearse sobre su hermana gemela, y el lejano edificio proyectaba una sola sombra lúgubre.

Cyllan se incorporó, frotándose los ateridos brazos. Algo atraía una parte de su mente; algo inquietante y triste, y miró rápidamente a su alrededor, pero no vio nada alarmante. Esa noche había elegido dormir a la intemperie en vez de compartir la ruidosa tienda con su tío y sus vaqueros borrachos, que ahora estarían como muertos para el mundo; nada tenía que temer de ellos. Entonces, ¿de quién?

Recordó los últimos acontecimientos. Más temprano, había conseguido escabullirse por segunda vez y había vuelto junto a las murallas del Castillo y escuchado los lejanos acordes de la música de la fiesta de los nobles. Se había preguntado si volvería a ver a Tarod, pero no había aparecido ni siquiera un criado, y por fin había renunciado a su vela y regresado al campamento, donde se había acomodado lo mejor posible, quedándose dormida de puro agotamiento, mientras el jolgorio continuaba a su alrededor.

Pero el sueño estaba ahora a un mundo de distancia. Sólo sabía que había soñado y que en aquel sueño había una advertencia. Cyllan había aprendido hacía tiempo a confiar en los augurios, buenos o malos, y el hecho de que éste se negase a revelarle su naturaleza la trastornaba. Algo andaba mal, y no podría descansar hasta que supiese lo que era.

Moviéndose con cautela, se sentó, apartó la manta y esperó unos momentos hasta estar segura de que nadie daba señales de vida en la tienda de los boyeros. Cuando hubo comprobado que todo seguía en silencio, hurgó en una bolsita de cuero que llevaba en la cintura, oculta debajo del sucio jubón, y sacó un puñado de piedrecitas grises y azules, que el mar había pulido casi como gemas. Las había buscado en las tristes playas de las Grandes Llanuras del Este y nunca se había desprendido de ellas. Eran un catalizador del pequeño poder que había aprendido a ejercer en sus momentos más secretos, y si quería resolver este enigma, las piedras podían darle la solución que buscaba.

Furtivamente, se deslizó hacia el borde del acantilado, donde nadie había levantado tiendas. Allí no había arena, pero el suelo era llano y granulado y podía servirle igualmente. Encontró un lugar donde no crecía la hierba, se agachó de cara al norte y alisó la tierra lo mejor que pudo en un tosco círculo, antes de apretar con fuerza las piedras en el puño y ordenar a su mente que saliese de los confines de lo mundano y entrase en un mundo diferente; un mundo donde todo era posible. Durante unos pocos minutos, temió que le fallase su antigua habilidad…, pero entonces sintió en la nuca un cosquilleo que le dijo que su conciencia empezaba, despacio y sutilmente, a cambiar.

Colores extraños giraron detrás de sus párpados cerrados; sintió delante de ella una presencia que sabía que era ilusoria, pero a la que no obstante se aferró con fuerza. Las piedras empezaron a moverse en sus manos, como si tuviesen vida propia, y ella las arrojó al suelo en el momento que juzgó oportuno.

Al caer, formaron un dibujo que le era desconocido; lo supo incluso antes de abrir los ojos y verlo con sus sentidos físicos. Una piedra, la más grande, estaba sola en el centro, mientras que las otras se habían desparramado en una tosca y excéntrica espiral de siete brazos. Mientras observaba fijamente las piedras, sintió resurgir, súbita y violentamente, el miedo que le había producido el sueño, pero su causa seguía ocultándose y, por mucho que se esforzase, no podía recordar siquiera lo más esencial de la pesadilla. Solamente tenía otro recurso. Cerró los ojos una vez más y abrió despacio las manos, con las palmas hacia abajo, sobre el dibujo formado por las piedras. Oyó resonar su respiración en su cabeza; entonces empezó a sentir, entre los dedos extendidos, una pulsación débil y regular. Fue como si estableciese contacto con los latidos mismos de la tierra, trayendo de ellos un poder que añadir al suyo propio para encontrar el camino hacia la meta que buscaba.

Una imagen fue formándose en su visión interior. Al principio, era demasiado imprecisa para tener sentido, pero al fortalecerse el pulso en lo más hondo de su conciencia, también la imagen adquirió más intensidad. El mundo real se estaba desvaneciendo; ya no percibía el frío ni el viento ni el duro suelo; se sentía como suspendida en un limbo extraño e imprevisible.

Con sorprendente brusquedad, la imagen astral que tenía delante se definió de pronto. Cyllan se encontró mirando, a través de lo que parecía una ventana de vago perfil, una habitación iluminada por una sola antorcha que ardía lánguidamente en un soporte clavado en la pared. Había dos personas en aquella habitación, y estaban muy juntas: una mujer de largos y hermosos cabellos castaños, y un hombre mucho más alto, moreno, que tenía un aire en cierto modo familiar…

El corazón se le encogió desesperadamente al reconocer el cuerpo esbelto de Tarod. Si esta visión era real, y no tenía motivos para creer lo contrario, sus propias fantasías habían quedado reducidas a cenizas.

Sin embargo, la razón, luchando por romper este tupido velo de dolor, le recordó que la ominosa sensación que la había despertado esta noche no tenía nada que ver con sus propios deseos incipientes; había sido un presagio, y un presagio que hacía que todos los sentimientos personales fuesen fútiles y no significasen nada. Mordiéndose el labio, se esforzó en concentrarse en el cuadro expuesto a su mirada interior, queriendo comprender, tratando de desterrar los celos inútiles que la agitaban. Y vio que el hombre alto y de cabellos negros se movía y volvía la cabeza, como si pudiese percibir su presencia astral, y a punto estuvo de cortarse la lengua con los dientes cuando, en aquel instante, cambió de forma y, en su lugar, apareció una cara espantosa, desconocida pero familiar, que le sonreía con malevolencia.

Aquel hombre se parecía tanto a Tarod que hubiesen podido ser gemelos, pero tenía los cabellos rubios como el oro, y un instinto profundo dijo a Cyllan que no era, que no podía ser humano. Su sonrisa se acentuó y ella vio que sus ojos cambiaban de color, que parecía estar hablando pero de manera que no oía sus palabras; de pronto, se sintió sofocada por una niebla pegajosa, mortífera, maligna…

No…

Su propia voz, surgiendo en una protesta involuntaria, rompió el frágil velo del hechizo, y Cyllan se echó atrás y estuvo a punto de caerse mientras el mundo físico volvía a su sitio y la envolvía con su frío abrazo. Temblando por la impresión de haber recobrado tan violentamente la conciencia, empezó a ponerse en pie… y se quedó petrificada. Había alguien al otro lado de la Península, más allá de las tiendas y las carreteras y los puestos de los vendedores. Un personaje alto y tétrico, envuelto en una capa larga o un manto que le cubría todo el cuerpo, la estaba mirando. Un aura peculiar, como los engañosos fuegos fatuos de los pantanos de las Llanuras, resplandecía a su alrededor y hacía que sus cabellos brillasen como el oro.

El corazón de Cyllan empezó a palpitar dolorosamente al sentir de nuevo el miedo que había experimentado durante el sueño. Se apretó los ojos con las palmas de las manos, sacudió violentamente la cabeza y volvió a mirar.

Allí no había nadie.


Aeoris

Susurró esta palabra entre los apretados dientes, como un ensalmo, e hizo al mismo tiempo, involuntariamente, un signo supersticioso contra el mal. Aunque sus ojos la hubiesen engañado, no así su mente; fuese real o ilusorio, aquel fantástico personaje era significativo. En cuanto a la naturaleza de lo que significaba… eso era otra cuestión, y se necesitarían una mentalidad más desarrollada y un poder más grande de los que ella poseía para desentrañar aquel misterio.

Temblando, recogió rápidamente sus piedras y volvió corriendo al campamento de los vaqueros. Al mirar hacia el Castillo, le pasó por la cabeza la idea de volver allí, buscar al Adepto de cabellos negros y contarle sus presentimientos; pero la rechazó furiosamente. No tenía ninguna prueba, y sus motivos eran demasiado confusos…

Al tumbarse una vez más en el suelo y arrebujarse en la manta, su miedo era como una pequeña brasa que se negase a apagarse. Las lunas se estaban poniendo, dando paso a la verdadera oscuridad… Un poni pataleó y resopló, sobresaltándola. Se esforzó en recobrar el aplomo y se hundió más entre los pliegues de la manta, cerrando los ojos y rezando para que viniese el sueño y la librase de la noche.

Cyllan no era la única alma desvelada aquella noche. De vuelta en sus habitaciones, Tarod llevaba casi dos horas sentado, contemplando el patio del Castillo. Allí ardían todavía las antorchas, calentando las negras piedras frías y proyectando una luz apacible y amable sobre el escenario; junto a la puerta, un vigilante solitario bostezó y empezó a andar despacio de un lado a otro, para estirar las entumecidas piernas; un gato se deslizó entre las columnas con alguna finalidad particular.

Tarod deseaba ardientemente poder dormir, pero sabía que era imposible. ¿Cuántas noches había pasado en vela junto a esta ventana, maldiciendo las largas horas de oscuridad, pero temeroso incluso de tratar de descansar? Esta vez no era miedo, sino un torbellino emocional distinto; la imagen de una cara ovalada y blanca en la oscuridad, un cuerpo suave y flexible, una voz dulce… Ella se había alejado tan rápidamente, que no había tenido tiempo de aclarar los confusos sentimientos que se profesaban; sin embargo, ahora habría dado la mitad de su vida para estar de nuevo con ella. Y si esta confusión de angustia y alegría era amor, entonces éste se había apoderado de él con toda su fuerza.

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