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Authors: James Fenimore Cooper

Tags: #Narrativa, Novela histórica

El último mohicano (8 page)

BOOK: El último mohicano
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—¡Detente! —gritó Cora, despavorida, echando a correr detrás del magua— ¡Suelta a esa niña, miserable!

El hurón se internó en la selva por un pequeño barranco, donde estaban los dos caballos que los viajeros habían abandonado días antes y que él había dejado al cuidado de uno de su tribu. Colocando a Alicia sobre uno de los caballos, indicó a Cora que montara el otro. Obedeció la orden del indio y tendió los brazos hacia su hermana con tal expresión de súplica y de cariño, que ni el más fiero hurón pudo rehusar. Puso a Alicia sobre el caballo que montaba Cora, asió las riendas y se internó en el bosque.

David subió al otro caballo y se fue tras las dos hermanas. Al llegar a la meseta de la montaña, el magua hizo que las hermanas se desmontaran, y a pesar de su triste situación, contemplaron lo que ocurría en el llano. Los hurones perseguían a sus víctimas y el ejército francés, aunque armado, permanecía en una apatía inexplicable. Los lamentos de los heridos y los gritos de los asesinos fueron menos frecuentes; dejaron de oírse los alaridos de espanto, dominados por los sonoros y penetrantes gritos de guerra de los salvajes.

Como una hora antes de la puesta del sol del mismo día, cinco hombres salían del desfiladero que conducía por entre la selva a las orillas del Hudson, dirigiéndose hacia las ruinas de la fortaleza.

Uncás, a la cabeza, echaba furtivas miradas a los cadáveres mutilados esparcidos sobre el llano. De pronto, el joven lanzó un grito que atrajo inmediatamente a su padre, al cazador, a Heyward y a Munro. Habían llegado al sitio de la matanza. Munro y Duncan buscaron con cariñoso afán entre los cadáveres, pero no encontraron ni a Cora ni a Alicia, lo cual les hizo sentir un gran alivio.

—Si alguno de esos franceses que permitieren esta matanza se pone ante mí, no verá nunca más la luz del día. ¿Qué dices tú, Chingachgook? —añadió el cazador—: ¿Se jactarán de esto les hurones ante sus mujeres cuando vengan los tiempos de nieve?

Un relámpago de cólera pasó por el semblante del jefe mohicano; aflojó su puñal en la vaina y después desvió los ojos mirando al espacio; había recobrado la calma que lo hacía parecer inaccesible a ninguna pasión.

En ese instante, Uncás saltó como un gamo y echó a correr entre los árboles y pronto se vio que arrancaba de entre la enramada un fragmento del velo de Cora y que lo agitaba en señal de triunfo.

—¡Hija mía! —exclamó Munro—. ¿Quién me las devolverá?

—Uncás lo intentará —fue la conmovedora respuesta del indio.

Chingachgook, que se ocupaba en ese momento en examinar la maleza, señaló al suelo con el aire de repulsión con que miraría a una serpiente:

—Aquí está palpable la marca de un pie de hombre —dijo Heyward, inclinándose sobre el punto indicado.

—Encontraremos las tiendas de esos salvajes antes de un mes —replicó el cazador—. Uncás, trata de reconocer los mocasines; porque son mocasines y no zapatos.

El joven indio se inclinó, apartó unas hojas y examinó con atención la huella y luego dijo:

—Es de Zorro Sutil.

—¡Un mocasín se parece tanto a otro! Es posible que haya alguna equivocación —repuso Duncan.

—No cabe duda; por aquí han pasado el magua y la señora de cabellos oscuros.

—¿Y Alicia, no? — preguntó Heyward.

—Aún no hemos visto señales del pase de ella —repuso el cazador—. ¿Qué es eso que está en el suelo? Uncás, ve por ello.

El indio obedeció, y el cazador levantó el objeto en alto, diciendo en seguida:

—¡Es el arma sonora del cantor! Ahora tenemos una pista.

—Creo que Cora, Alicia y el músico han sido capturados por Zorro Sutil —dijo Heyward.

Más tarde Heyward reconoció una joya que Alicia usaba y la hizo desaparecer tan hábil y rápidamente que el cazador, asombrado, la buscaba en vano mirando al suelo. Estaba oculta sobre el corazón agitado de Duncan.

—Debemos regresar. Encenderemos fuego en las ruinas del fuerte, y mañana, al amanecer, estaremos descansados para reanudar la búsqueda.

Heyward comprendió que sería inútil discutir y siguió al cazador y a los mohicanos.

Las sombras de la noche hacían aún más lúgubre las ruinas del William Henry. El cazador y sus compañeros hicieron, sin perder tiempo, los preparativos para pasar allí la noche. Contra la pared, había unas ennegrecidas vigas; Uncás las cubrió con ramas y debieron contentarse con aquel precario techo. Heyward insistió para que Munro se recostara, dejando al anciano solo con su dolor.

Mientras Ojo de Halcón y los mohicanos encendían fuego y consumían su frugal cena de carne seca de oso, Duncan recorrió las ruinas del fuerte semiderruido que miraba hacia el Horican. El viento había cesado. De pronto el oficial creyó escuchar unos pasos rápidos y al no poder dominar por más tiempo su inquietud, llamó al cazador. Ojo de Halcón empuñó su rifle y acudió sin apuro.

—¡Escuche! —le dijo Duncan—. En el llano hay sonidos que prueban que Montcalm aún no ha abandonado su conquista.

Ojo de Halcón movió lentamente la cabeza y le indicó al oficial que le siguiera adonde no llegaba el resplandor del fuego y se colocó en actitud de asecho.

Luego de unos minutos le dijo al mayor que era preciso llamar a Uncás.

—El muchacho tiene sentidos indios, y puede oír lo que no oímos nosotros.

Ojo de Halcón habló en delaware con el joven indio y le explicó en pocas palabras lo que quería.

Uncás desapareció rápidamente. Momentos más tarde se escuchó un estampido de rifle. El aire se llenó de chispas en torno del sitio que Heyward seguía mirando con admiración y asombro. Una segunda mirada, lo hizo darse cuenta de que Chingachgook había desaparecido. Siguió luego un profundo silencio y después se oyó un chapoteo en el lago, al que siguió otro disparo.

—¡Ése es Uncás! —dijo el cazador—. El muchacho lleva un arma excelente. Conozco tan bien su estampido, pues yo usé ese rifle hasta que me conseguí otro mejor.

El viejo mohicano volvió a sentarse y se puso a examinar el tizón que había recibido la bala destinada a él. En ese momento aparecía Uncás. Tomó asiento frente al fuego, indiferente como su padre. Heyward, asombrado, observaba esto con vivo interés. Dedujo que estos indios empleaban un sistema secreto de comunicación entre sí que él no había notado, a pesar de su vigilancia. El joven oficial le preguntó qué había sido del enemigo, el joven mohicano se levantó una punta de su vestido y mostró la fatal cabellera. Chingachgook la tomó y la examinó con detención. Después la dejó caer con repulsión, diciendo:

—¡Oneida!

—¡Oneida! —exclamó el cazador—. Si los oneidas nos siguen mientras nosotros perseguimos a los hurones, nos encontraremos flanqueados por los diablos.

La confusión de naciones indias, y aun de tribus era muy grande en ese tiempo.

Se había disuelto el gran vínculo del idioma y procedencia que los unía, y a causa de esta desunión los delawares y los mingos, nombre genérico que se daba a las naciones aliadas, combatían en las mismas filas, aunque eran enemigos entre sí.

Heyward, que los observaba desde lejos, dedujo que los dos indios discutían con el cazador. La disputa fue acalorándose gradualmente, hasta que los participantes perdieron algo de su calma habitual. Por los gestos expresivos pudo deducir que padre e hijo defendían una misma opinión y el cazador otra diferente.

La frecuente repetición de signos con que los dos indios explicaban las diferentes huellas que es posible hallar en el bosque probaba que insistían en que la persecución se hiciera por tierra, y el brazo de Ojo de Halcón, dirigido con frecuencia hacia el Horican, revelaba que su opinión era la de que se viajara por agua.

Parecía que estaba dispuesto a ceder, cuando súbitamente gesticuló de tal manera que impresionó a los mohicanos. Éstos finalmente se convencieron, y cuando todo estuvo resuelto, el cazador se tendió tranquilamente delante del fuego y no tardó en dormirse. Lo mismo hicieron más tarde, luego de conversar, padre e hijo.

Heyward, tranquilizado por la actitud de estos experimentados moradores del desierto, siguió su ejemplo. Mucho antes de que la noche avanzara hacia el amanecer, los refugiados dormían profundamente entre las ruinas.

La pista se clarifica con el canto

Aún brillaban las estrellas cuando Ojo de Halcón los despertó a todos. Partieron con precaución sin detener la marcha hasta que se encontraron en las orillas del Horican.

El cazador hizo que Uncás empujara la canoa más cerca de la playa, evitando tocar tierra para que los salvajes no descubrieran por dónde se habían embarcado. El joven indio siguió con exactitud las instrucciones del cazador, y pronto todos se embarcaron.

La canoa avanzó por las aguas del lago durante algunas millas.

Al amanecer llegaron a un lugar del Horican cubierto de pequeñas islas.

Navegaron con mucha cautela, ya que por allí se había retirado el ejército de Montcalm.

—¡Silencio! —ordenó el cazador—. ¿Ven esa pequeña niebla que flota sobre esa isla? Es humo, además veo dos canoas. Vamos, amigos, remen con fuerza. Estamos fuera de su alcance.

En ese mismo instante sonó un disparo de fusil. Los alaridos les anunciaron que habían sido descubiertos y eran atacados.

Los indios gritaban de un modo tal que hasta el mismo Munro salió de su apatía. Pronto se encontraron fuera del alcance de los hurones, que los seguían por la espalda, y una descarga hizo silbar las balas en sus oídos. Ojo de Halcón cogió su fusil y disparó contra sus enemigos. Los hurones respondieron con alaridos.

Una de las balas agujereó el borde de la canoa y las otras caían a corta distancia.

—A estos salvajes les gusta oír las detonaciones de sus rifles, pero no hay entre los mingos quien pueda acertarle a una canoa en movimiento —observó el cazador—. Ahora, mayor, si quiere remar, verá lo que haré con mi fusil. Heyward empuñó el remo y Ojo de Halcón apuntó a un hurón que se disponía a hacer fuego, el indio cayó de espaldas soltando el rifle, que desapareció en el agua.

Se recobró y se puso en pie, haciendo movimientos extraños y torpes. Sus compañeros dejaron de remar y se agruparon en torno de él. Las canoas de los salvajes quedaron detenidas. Duncan siguió remando, pero el cazador le pidió que no lo hiciera con tanto ardor; necesitaba la distancia precisa para que el fusil cumpliera su oficio.

—Estamos olvidando nuestra misión —dijo con premura Duncan—. Les pido que aprovechemos esta ventaja para alejarnos de nuestros enemigos.

—Recuerde a mis hijas —exclamó Munro con voz ronca—. No jueguen con mi dolor.

El cazador echó una mirada a las canoas enemigas, bajó el rifle y empuñó el remo, relevando al fatigado oficial. Poco después, la distancia que los separaba de los hurones era tan considerable, que Duncan respiró con más libertad.

Habían llegado a una pequeña bahía en la orilla septentrional del lago. La canoa fue llevada hasta la playa y todos sus tripulantes desembarcaron. Ojo de Halcón y Duncan subieron a una prominencia del terreno. El cazador, tras observar toda la extensión de agua que abarcaba su vista, señaló a su compañero un pequeño punto en la cima de un gran cabo a varias millas de distancia.

—Parece un pájaro —repuso el joven oficial.

—Es una canoa de buena corteza, tripulada por fieros y astutos mingos, sedientos de sangre. Apenas el sol se ponga, seguirán nuestra pista. Tenemos que desorientarlos.

Ojo de Halcón y el mayor dejaron su puesto de observación y bajaron a la playa.

La canoa fue sacada del agua y transportada en hombros al interior del bosque, dejando un rastro tan marcado y visible como se pudo. Vadearon un río y siguieron hasta llegar a una roca enorme y desnuda de vegetación. En este punto, donde las pisadas no serían visibles, los perseguidos volvieron sobre sus pasos, hacia el riacho, caminando cuidadosamente hacia atrás; después siguieron el curso del río hasta su desembocadura en el lago, y allí lanzaron al agua la canoa. Un pequeño promontorio los ocultaba, y el lago estaba bordeado hasta cierto trecho por una densa franja de árboles. Protegidos por tales ventajas naturales, prosiguieron hasta que el cazador les indicó que volvieran a desembarcar.

Al oscurecer, remaron silenciosamente pero con vigor hasta la costa occidental que contaba con montañas de gran elevación. Aunque a los ojos de Duncan la geografía no ofrecía ningún accidente, Chingachgook entró en el pequeño puerto con la exactitud y la confianza de un experto piloto.

La canoa fue nuevamente levantada y transportada al bosque, donde se la ocultó cuidadosamente entre la espesura. Los viajeros, con sus armas y sus morrales a la espalda, estaban listos para partir, y así se lo hizo saber el cazador a Duncan y a Munro.

Ojo de Halcón y los mohicanos conocían bien las montañas y los valles de ese desierto por haberlos recorrido muchas veces, y no vacilaron en internarse en lo más espeso de los bosques, con la seguridad de quienes están habituados a afrontar sus privaciones sin dificultades.

Caminaron durante varias horas, hasta que el cazador decidió, con los mohicanos, que aquel era un buen lugar para pasar la noche. Munro y Duncan durmieron sin temor, aunque con inquietud. Cuando el sol disipaba la niebla y llenaba de luz el bosque, continuaron su marcha.

Recorridas algunas millas, Ojo de Halcón, que iba a la vanguardia, comenzó a caminar más lentamente y con mayor cuidado, deteniéndose para examinar los árboles, el color del agua o la rapidez de la corriente.

—Al descubrir que las huellas de Zorro Sutil —reflexionó el cazador—se dirigían al norte, pensé que seguiría los valles y que se mantendría entre las aguas del Hudson y las del Horican, hasta llegar al nacimiento de los ríos de Canadá, lo cual lo conducirá al interior del país ocupado por los franceses. Sin embargo, estamos muy cerca del lago Scaroon y no hemos encontrado ninguna huella. Es posible que no hayamos seguido la pista correcta.

Pero ya Uncás, con los ojos chispeantes de alegría y dando brincos como un ciervo, había subido a una pequeña altura y señalaba la tierra recién removida.

Todos acudieron a observar su descubrimiento.

—¡Mira! —dijo Uncás, señalando las huellas.

Se pusieron nuevamente en marcha, caminaban con tanta rapidez y con tanta seguridad como si recorrieran un camino real. Sin embargo, el hurón no había descuidado las tretas que los indios no olvidan cuando se baten en retirada.

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