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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (32 page)

BOOK: El viaje de Hawkwood
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Se dio cuenta de que la muchacha lo observaba, y le devolvió una mirada inexpresiva hasta hacerla apartar los ojos. Tenía un agradable rostro bronceado de campesina rodeado por una masa de rizos oscuros, y su cuerpo era robusto y fuerte, pero no demasiado excitante. Había compartido su hamaca desde que zarparon de Abrusio, pero no era la mujer que realmente deseaba. Aquella chica de cabello corto y ojos despectivos llamada Griella; ella era a quien quería. Sería divertido domesticarla, y sentía curiosidad por ver qué clase de cuerpo se ocultaba bajo aquella ropa masculina que usaba. Además, ella lo odiaba, lo que era aún mejor. ¿Dónde estaría aquella noche? Su ausencia le irritaba, y ésa era una de las razones del miedo en los ojos de la otra chica.

—Un brandy excelente —dijo Ortelius en el silencio—. Tenéis una buena bodega incluso a bordo, lord Murad.

Murad inclinó la cabeza.

—Hay algunos lujos que en realidad no son lujos, sino más bien… accesorios del rango. Tal vez no los necesitamos, pero sirven para recordarnos quiénes somos.

Ortelius asintió gravemente.

—A condición de que no descubramos que no podemos pasar sin ellos.

—Me temo que vos contáis con muy pocos artículos de lujo en este viaje —dijo Murad con aire comprensivo, aunque por dentro estaba rabiando por la insinuación del clérigo.

—Sí. Me temo que embarqué de modo algo precipitado. Pero eso no importa. Puede que no tenga las costumbres austeras de un fraile mendicante, pero no me hará ningún daño prescindir de algunos de los privilegios de mi rango durante un tiempo. Estas cosas nos acercan más a Dios. —Apuró el resto de su brandy.

—Por supuesto, admirable —dijo Murad con aire ausente. Buscaba una abertura, alguna grieta en los modales impasibles del inceptino.

Vio que Sequero y Di Souza se miraban; sabían que el juego de todas las noches había vuelto a empezar.

—Bien, sois nuestro guardián espiritual, padre Ortelius. Estoy seguro de que hablo en nombre de los soldados, marineros y gente común de a bordo cuando os digo que dormiremos más tranquilos sabiendo que estáis aquí para absolvernos de nuestros pecados y velar por la salud de nuestra moral. Pero decidme: ¿qué opináis de las tripulaciones que manejan nuestros barcos, o de los pasajeros con quienes habéis embarcado?

Ortelius lo miró, y su expresión normalmente educada se alteró con lo que parecía un asomo de cautela.

—No estoy seguro de seguiros, hijo mío.

—¡Oh, vamos, padre! Seguro que habréis observado que la mitad de hombres de Hawkwood tienen rostros negros como simios. Son paganos… ¡merduk!

—¿Estáis seguro, hijo mío? —Ortelius había dejado de jugar con su vaso vacío y observaba atentamente a Murad, como un luchador esperando el cambio que anunciaba una estocada.

—¡Claro que sí! Algunos son adoradores del malvado profeta Ahrimuz.

—Entonces debo hacer lo que esté en mis humildes manos para mostrarles el verdadero camino hacia la compañía de los santos —dijo dulcemente Ortelius.

Pero Murad continuó como si el sacerdote no hubiera hablado.

—Y los pasajeros, padre. ¿Sabéis quiénes son? Os lo diré. Son los desechos de nuestra sociedad. Son hechiceros, herbolarios, comadronas, e incluso, que Dios nos proteja, magos. ¿No lo sabíais?

—Yo… puede que haya oído algún rumor sobre ello.

—De hecho, son la clase de gente que los inceptinos han estando intentando eliminar de Abrusio durante las últimas semanas. Pero ahora vos embarcáis con ellos, dormís junto a ellos y cuidáis de sus supuestas necesidades espirituales. Perdonadme que os lo diga, padre, pero me resulta difícil comprender por qué un hombre como vos iba a querer asociarse con semejantes compañeros de viaje. Sabemos que la vocación de los frailes mendicantes es la de conseguir prosélitos y conversiones, predicar la nueva de las Visiones del Primer Santo, pero creía que los inceptinos estaban bastante más arriba en la jerarquía de la Iglesia.

Murad dejó que la pregunta no formulada quedara en el aire.

—Vamos a donde nos envían, lord Murad. Los que llevamos la túnica negra no somos más que siervos.

—Ah, ¿de modo que os enviaron?

—No. He empleado mal el término. Debéis excusarme.

—O bien os envió alguien o no, padre. A propósito, tomad un poco más de brandy.

Murad sirvió al clérigo más brandy fimbrio mientras los dos alféreces observaban como espectadores en un combate de gladiadores. Sequero parecía divertido y fascinado, pero Murad se sorprendió al ver una mirada de auténtico terror en el rostro de Di Souza.

—¿Estás bien, Valdan? —le preguntó de inmediato—. ¿Algo mareado, tal vez?

El suboficial de cabello pajizo meneó la cabeza. Su aspecto era el de un hombre conducido al patíbulo.

—Como iba diciendo —dijo suavemente Murad, volviéndose hacia el clérigo—, o bien os enviaron, padre, o vinisteis por decisión propia. O alguien os pidió que os unierais a nuestro grupo.

En aquel momento volvió a mirar a Di Souza, leyendo la expresión sofocada del joven y dejando que su última frase quedara flotando en el aire.

—¡Yo le pedí que viniera! —estalló Di Souza—. Fui yo, señor. La idea fue sólo mía. Los soldados querían un capellán. Se lo pedí al padre Ortelius. ¡Creí que hacía lo correcto, señor, por mi honor!

Murad paseó la vista en torno a la mesa. Ortelius se estaba secando delicadamente los labios con una servilleta, con los ojos bajos y la expresión otra vez serena. El rostro de Sequero era pétreo, como si temiera que lo asociaran a la culpabilidad de Di Souza a causa de su proximidad a su colega. Murad se echó a reír.

—Bueno, ¿por qué no lo dijiste? —Se levantó—. Lamento haber puesto a prueba vuestra paciencia durante estos días, padre. Por favor, perdonadme. —Y se inclinó para besar el nudillo del clérigo.

—Todo está bien, hijo mío —dijo Ortelius, sonriente.

—Y con esta revelación, me temo que debo poner fin a nuestra deliciosa velada, caballeros. Me gustaría retirarme. Buenas noches, padre. Espero que durmáis bien. Sequero, buenas noches. Estoy seguro de que acompañarás al padre Ortelius hasta su hamaca. Alférez Di Souza, quédate un momento, por favor.

Cuando los otros dos se hubieron marchado, Di Souza se sentó muy tieso en su silla con las manos en el regazo.

—Habla, alférez —dijo suavemente Murad.

El rostro firme del joven brillaba de sudor. Tenía la piel sofocada por el vino y el calor, en un fuerte contraste con su cabello rubio.

—A los hombres no les gustaba la idea de navegar sin un capellán, como ya os dije una vez, señor, según creo.

—¿Fue Mensurado quien te lo propuso? —interrumpió Murad.

—¡No, señor! La idea fue sólo mía. —Si Di Souza hubiera culpado a su sargento, Mensurado, Murad se habría visto obligado a hacerlo pasar por la estrapada, o tal vez a matarlo. Y Mensurado era el soldado más experimentado del barco.

—¿Conoces bien a ese Ortelius?

Los ojos de Di Souza se levantaron por un momento, y se enfrentaron a la mirada firme de Murad. Pareció encogerse en su silla.

—No muy bien, señor. Sé que había pertenecido al personal del prelado de Hebrion, y que está bien considerado en la orden.

—¿Y por qué iba un clérigo tan distinguido a embarcar en una expedición hacia un lugar desconocido y con semejantes compañeros de viaje?

—Es sacerdote. —Di Souza se encogió de hombros—. Ése es su trabajo. Cuando me absolvió antes de embarcar, parecía saber algo del viaje. Me preguntó si estaba tranquilo ante la idea de emprender una expedición sin guía espiritual. No lo estaba, señor, os digo la verdad. Se ofreció a venir, pero pensé que sólo trataba de consolar mi alma atribulada. No creí que lo dijera de veras.

—Tienes mucho que aprender, Valdan —dijo Murad—. Ortelius es un espía pagado por Himerius, el prelado de Hebrion. Ha venido con nosotros para ver qué está tramando el rey, financiando esta expedición y con estos pasajeros. Pero no importa. Ahora sé lo que es, y puedo tratarlo en consecuencia.

—¡Señor! No iréis a…

—Cállate, Valdan. Eres un joven estúpido. Podría despojarte del rango y encadenarte durante el resto del viaje por lo que has hecho. Pero te necesito. Sin embargo, te diré algo que será mejor que recuerdes.

Murad se inclinó hasta que pudo oler el brandy en el aliento de su subordinado.

—Me debes lealtad a mí, y a nadie más. Ni a la Iglesia, ni a un sacerdote, ni a tu propia madre. Me lo consultarás todo. Si no lo haces, tu carrera ha terminado, y puede que tu vida también. ¿Me expreso con claridad?

—Sí —graznó Di Souza.

—Me alegro de que lo entiendas. —Murad sonrió—. Puedes retirarte.

El alférez se levantó de su silla como un artrítico, saludó y salió precipitadamente. Murad se sentó de nuevo y apoyó los pies en la mesa. Volvió la cabeza para contemplar la estela del barco. Ni rastro de tierra. Las Hebrionesas ya se habían perdido de vista, lo que significaba que por fin se encontraban realmente en el gran Océano Occidental.

«Y nadie puede tocarnos», pensó Murad. «Ni los reyes, ni los clérigos, ni las maquinaciones del gobierno. Hasta que uno de estos barcos regrese, estaremos solos y nadie podrá encontrarnos.»

Recordó el diario de Tyrenius Cobrian, la oscura historia de matanzas y locuras que narraba, y sintió un escalofrío de intranquilidad.

—¡Vino! —gritó con voz fuerte.

Cuando volvió la cabeza tras su contemplación de las ventanas de popa, descubrió que el vino estaba ya sobre la mesa, resplandeciente y rojo como la sangre en la botella, con una linterna de mesa ardiendo junto a él.

La muchacha, Griella. Estaba entre las sombras. La reconoció por las absurdas calzas que llevaba y por su peinado. Y por el peculiar brillo de sus ojos, que siempre le hacían pensar en una bestia a la luz de las antorchas.

Murad sintió un momento de sobresalto ante aquella presencia silenciosa; no había oído ningún sonido. Se sirvió un vaso del luminoso vino.

—Ven hacia la luz, muchacha. No voy a morderte.

Ella se adelantó, y sus ojos volvieron a parecer humanos. Lo estudió con un interés distante que nunca dejaba de irritarlo. Tenía que acostarse con ella, imponerle su presencia y superioridad. Su piel tenía una especie de luminosidad, acentuada por la linterna. Bajo el cuello de su camisa, pudo distinguir la curva de un pecho pequeño, una curva de luces y sombras.

—Quítame las botas —le dijo bruscamente.

Ella obedeció, arrodillándose ante él y despojándolo de las largas botas marineras con una fuerza que le sorprendió. Podía verle el interior del escote. Bebió más vino.

—Hoy dormirás conmigo —le dijo.

Ella lo miró fijamente.

—No quiero más excusas. Ya habrás dejado de sangrar, y si no es así no me importa. Levántate.

Ella lo hizo.

—¿Por qué no hablas? ¿No tienes nada que decir? Hace unas noches te pusiste furiosa como una gata. ¿Te has reconciliado ya con tu nueva situación? ¡Hablame!

Griella lo observó, con una pequeña sonrisa en una esquina de los labios.

—Eres noble —dijo—. En este viaje, tu palabra es la ley. No tengo elección.

—Así es —se burló él—. ¿Acaso tu anciano guardián te ha metido algo de sentido común en esa hermosa cabecita?

—Sí.

—Un hombre prudente, desde luego.

¿Por qué le parecía que ella le estaba ganando, que se burlaba de él en secreto? Deseó borrar con sus besos aquella sonrisa de sus jóvenes labios, magullarla con sus dientes.

—Quítate la ropa —dijo. Bebió más vino. Los latidos de su corazón se estaban convirtiendo en algo audible, martilleándole en las sienes.

Ella se quitó la camisa por encima de la cabeza, se desabrochó el cinturón y dejó caer las calzas sobre la cubierta. Cuando la tuvo ante él, desnuda, oyó claramente ocho tañidos de la campana del barco. Ocho campanadas de la primera guardia. Medianoche. Fue como una advertencia.

Murad se levantó, enfatizando su estatura. Ella permaneció dorada a la luz de la linterna, hasta que él la cubrió con su sombra. Le acarició los pezones y oyó que ella jadeaba. Murad sonrió, satisfecho de haber alterado aquella extraña compostura. Luego inclinó la cabeza y le aplastó la boca con la suya.

Más tarde, recordó lo pequeña que había parecido entre sus brazos, tan esbelta, dura y viva. Tenía los músculos tensos, y todos los nervios a flor de piel.

Y era virgen, pero no había gritado cuando él la penetró, limitándose a encogerse un instante. Recordó la sensación caliente y líquida, cómo la había aplastado contra las mantas mientras le mordía en el cuello, los hombros y los pechos. Ella había permanecido quieta debajo de él hasta que algo la había encendido. Sin querer, había empezado a moverse y a emitir pequeños sonidos. Entonces el apareamiento se había convertido en una batalla, un combate por la dominación. Juntos, sus cuerpos habían luchado hasta que ella chilló, lo rodeó con las piernas y se echó a llorar furiosamente en la oscuridad. Se habían dormido después de aquello, exhaustos, con los cuerpos pegados por el sudor y los fluidos de sus esfuerzos. Había sido un sueño extrañamente pacífico, como la tregua después de que dos ejércitos hayan luchado hasta la extenuación.

Murad había despertado en la hora oscura que precede al alba… o había creído despertar. No podía respirar. Se estaba ahogando en un calor abrasador, y sus pulmones parecían constreñidos por un peso abrumador. Algo enorme y pesado yacía encima de él, inmovilizándole las extremidades. Había abierto los ojos, sintiendo un aliento cálido en la cara, y había visto dos luces amarillas contemplándolo a seis pulgadas de distancia. El destello frío de unos dientes. Una vaga impresión de dos orejas parecidas a cuernos sobresaliendo de un cráneo ancho y cubierto de pelo. Y el calor paralizante y el peso sobre su cuerpo.

Se había desvanecido, o el sueño había terminado. Despertó más tarde, después del amanecer, con un grito en los labios… pero se encontró solo en la hamaca que se balanceaba suavemente, mientras la luz del sol entraba a raudales por las ventanas de popa. Vio una mancha de sangre sobre las mantas. Respiró profundamente entre estremecimientos. Un sueño, o una pesadilla, nada más. No podía ser nada más.

Bajó de la hamaca. Sus piernas parecían de goma. El barco se movía con más fuerza; la proa subía y bajaba. Pudo ver olas de cresta blanca rompiendo en el agua al otro lado de las ventanas.

Necesitó recurrir al vino que quedaba en el frasco para calmar el temblor de sus manos, para borrar el horror del sueño. Cuando éste hubo pasado, sólo pudo recordar el placer de haberla tenido debajo, su rendición involuntaria. Curiosamente, el recuerdo no le provocó una sensación de triunfo, sino de fuerza, de vigor renovado.

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