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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (49 page)

BOOK: El viaje de Hawkwood
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—Deberíais salir del sol. Es demasiado brillante en esta parte del mundo. No hay polvo que suavice su paso.

—Espero mi carruaje, señor. ¿Me acompañaréis hasta la esquina? Parece que mis doncellas me han abandonado.

—Desde luego, señora. Primo, ¿queréis esperarme aquí?

Mark agitó una mano en señal de acuerdo y enterró la nariz en su vaso.

—No le gusto —dijo Jemilla cuando el otro rey ya no pudo oírlos.

—Se siente atraído por ti, pero Mark es un tipo austero. Ama a su esposa, y tiene tendencia a culpabilizarse.

—Os comportáis como un par de aprendices de alférez de permiso por la ciudad. ¿Es que no tenéis sirvientes?

—Mis guardias personales (y los de Mark) son muy discretos —rió Abeleyn—, y sin duda Cadamost tiene a gente vigilándonos. No debéis temer por mi seguridad en Vol Ephrir. Si me ocurriera algo aquí, daría mala imagen al rey de Perigraine.

Jemilla se apoyó en su brazo. Andaba más lentamente de lo habitual en ella.

—¿Os ocurre algo, señora?

Ella se inclinó hacia él y le habló al oído.

—Estoy embarazada.

Se detuvieron en la calle, atrayendo las miradas de los curiosos que pasaban.

—¿Estáis segura? —dijo Abeleyn en un tono de voz frío e inexpresivo.

—Sí, señor. Es vuestro. No ha habido nadie más durante el tiempo que hemos estado juntos.

Abeleyn la miró fijamente. La brillante luz del sol resaltaba las arrugas en las esquinas de sus ojos, acentuando la blancura de su piel y las sombras bajo sus pómulos.

—No os encontráis bien, señora —murmuró.

—No puedo retener la comida. Es algo pasajero.

—¿Lo sabe alguien más?

—Mi doncella lo habrá adivinado. —Jemilla se acarició el estómago a través de la túnica, gruesa y suelta—. Por el momento, apenas se nota, pero mis periodos se han…

—¡Está bien! ¡No quiero oír hablar de mecanismos femeninos!

Como casi todos los hombres, Abeleyn sabía poco de aquel tema, que no le importaba en lo más mínimo. Traía mala suerte acostarse con una mujer durante aquellos días, era una ofensa contra Dios. Era todo lo que sabía.

—¿Estáis segura de que es mío, Jemilla? —preguntó en voz baja, cogiéndole los brazos.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Sí, señor. —Inclinó la cabeza y empezó a sollozar suavemente.

—¡Por los dientes del Santo! ¿Dónde está ese maldito carruaje? ¡Secaos los ojos, mujer, por el amor de Dios!

El carruaje cubierto apareció traqueteando por la calle, y Abeleyn lo detuvo.

—¿Estaréis bien? —preguntó él mientras la ayudaba a subir. Nunca la había visto llorar hasta entonces, y estaba desconcertado.

—Sí, señor. Estaré bien, pero no podré… no podré realizar los mismos servicios que he desempeñado hasta ahora.

—Eso no importa —dijo Abeleyn, enrojeciendo—. Os llevaremos de nuevo a Hebrion por mar. No quiero que atraveséis las Malvennor en vuestro estado. Debo arreglar algunas cosas. Cuidaré de vos, Jemilla.

—Señor, debo deciros que… quiero tener este hijo. No voy a… librarme de él.

Abeleyn se irguió. Durante un segundo, adquirió el aspecto rígido y severo de su padre.

—Esa idea nunca se me ha pasado por la cabeza, Jemilla. Como he dicho, cuidaré de vos, y también del niño.

—Gracias, señor, no lo dudaba.

Cerró la puerta y el carruaje se dirigió al palacio, donde ella tenía sus propias habitaciones. Abeleyn contempló su marcha con expresión preocupada.

Un hijo bastardo, y no de una cualquiera. De una dama de casa noble. Aquello podía causarle problemas. Tendría que ir con cuidado.

—¿Algún problema? —preguntó Mark cuando Abeleyn se reunió con él.

—No. Curiosidad femenina. La he enviado a casa.

—Una mujer hermosa, aunque algo madura.

—Sí. Es viuda.

—Y de origen noble —observó Mark sin sonreír. Abeleyn le dirigió una mirada penetrante.

—No lo bastante noble, primo, creedme. No lo bastante noble. Pedid algo de vino, ¿queréis? Estoy seco como un prado en verano.

En el carruaje cubierto, el rostro de lady Jemilla era brillante y duro, sin rastro de lágrimas. El vehículo tenía una buena suspensión y su movimiento era suave, por lo que se sintió agradecida. Nunca había llevado un embarazo hasta el final. No estaba demasiado segura de lo que le esperaba. Pero no importaba.

Abeleyn la había creído; aquello era lo principal. ¿Qué haría a continuación? ¿Qué perspectivas tenía un hijo bastardo del rey de Hebrion? Estaba por ver. No le gustaba la amistad que había surgido entre Abeleyn y Mark de Astarac. Si seguía soltero, era posible que Abeleyn se alegrara en secreto de la llegada de un hijo, aun nacido en el lado equivocado de la cama; pero si se casaba y convertía a una princesa de Astarac en su reina…

Por supuesto, el hijo no era de Abeleyn; era de Richard Hawkwood. Y sería un niño, lo sentía en la médula. Pero Hawkwood estaría probablemente muerto, a muchas brazas de profundidad en las aguas de algún océano interminable. Y aunque no lo estuviera, no era de origen noble. Nunca debía saber que tenía un hijo. No, aquel hijo de Jemilla crecería siendo el vástago de un rey, y llegaría el momento en que ella misma se encargaría de que reclamara todo lo que le correspondía. Nadie le privaría de su herencia, y cuando la reclamara, su madre estaría con él para guiarlo.

23

Encontraron a Billerand durante la guardia media en la parte de la bodega que contenía el pañol de las jarcias. Había bajado para comprobar las amarras de ocho pulgadas que sujetaban las anclas. El grumete, Mateo, lo había acompañado; no encontraron rastro de su cuerpo. Los soldados dijeron que no habían oído nada.

Una hilera de arcabuceros disparó una salva cuando lo que quedaba del cadáver de Billerand fue entregado al mar, en reconocimiento al soldado que había sido. Luego regresaron a sus puestos, en grupos de cuatro y no por parejas, encendiendo linternas por toda la bodega para tratar de mantener a raya las sombras.

Hawkwood y Murad pasaron lo que quedaba de noche bebiendo un buen brandy en el camarote del noble, y devanándose los fatigados sesos en busca de algo que hacer, algún curso de acción que pudiera ayudarles. Hawkwood llegó a proponer pedir ayuda a Ortelius, pero Murad se lo prohibió. Ya era bastante malo que el sacerdote pareciera estar ganando cada vez más influencia entre los soldados y marineros, pero que los oficiales del barco corrieran a pedirle ayuda era intolerable.

Bardolin se reunió con ellos, con las malas noticias escritas en la cara.

—Ortelius está pronunciando una especie de discurso en la cubierta inferior —les dijo.

—¡En la cubierta inferior! —exclamó Murad.

—Sí. Al parecer, ha decidido que su misión es convertir a las pobres almas perdidas que practican el dweomer. Hay muchos soldados, y también algunos marineros.

—Haré que Sequero les interrumpa la fiesta —dijo Murad, empezando a levantarse de la silla.

—No, lord Murad, os ruego que no lo hagáis. Sólo nos causará más daño. La mayor parte de vuestros hombres continúa en sus puestos, igual que la mayoría de los marineros, capitán, pero me he fijado en uno de los oficiales del barco, Velasca. Estaba allí con los demás.

—¿Velasca? —estalló Hawkwood—. ¡Ese perro traidor!

—Al parecer —dijo Murad lentamente—, nuestros subordinados están desarrollando sus propias opiniones. Tomad algo de brandy, mago. Y dejad salir a esa cosa de vuestra túnica, por el amor del Santo. He visto familiares muchas veces.

Bardolin soltó al duende, que saltó a la mesa y olfateó el cuello de la botella de brandy; luego sonrió mientras Murad le acariciaba suavemente la barbilla.

—Un duende a bordo trae buena suerte —dijo Hawkwood en voz baja.

—Sí —dijo Bardolin—. Recuerdo que Billerand me lo contó una vez en Abrusio.

Hubo un silencio tenso. Hawkwood vació el vaso de brandy como si fuera agua.

—¿Qué habéis descubierto? —preguntó finalmente al mago, con los ojos húmedos a causa del fuerte licor.

—He estado leyendo sobre los hombres lobo. Mi colección de libros taumatúrgicos es lastimosamente escasa (mi casa fue saqueada antes de salir de Hebrion), y he tenido que ser discreto al preguntar si alguno de los demás pasajeros tenían obras similares en su posesión, ¿comprendéis? Pero según las pocas investigaciones que he podido llevar a cabo, los cambiaformas detestan dos clases de confinamiento. Gregory de Touron sostiene que cuanto más tiempo la persona retenga la forma humana, más violentos son sus actos como bestia cuando se transforma. Por eso, si los cambiaformas no quieren perder el control por completo en su forma animal, deben transformarse regularmente, aunque permanezcan inmóviles en forma de bestia. Es como reventar un forúnculo. Hay que dejar salir el pus de vez en cuando. La bestia tiene que respirar.

—¿Cuál es la otra forma de confinamiento? —preguntó Murad con impaciencia.

—Es muy simple. Cualquier periodo prolongado de encierro en espacios pequeños, como una casa, una cueva…

—O un barco —interrumpió Hawkwood.

—Exacto, capitán.

—Fantástico —dijo Murad en tono cáustico, blandiendo su vaso—. ¿De qué nos sirven esas perlas de sabiduría, anciano?

—Nos dicen que el cambiaformas está sufriendo por dos motivos. En primer lugar porque está confinado en el interior de un barco, y en segundo lugar, porque no puede transformarse con la frecuencia que desearía. De modo que la presión aumenta, y también su frustración.

—Tenéis la esperanza de que pierda el control y cometa un error —dijo Hawkwood.

—Sí. Hasta el momento, ha tenido mucho cuidado. Ha asesinado a nuestro brujo del clima, dejándonos inmóviles, con la esperanza de que tal vez sería suficiente. Pero el viento ha vuelto a levantarse y el barco sigue navegando rumbo al oeste, de modo que ha vuelto a atacar, y esta vez a un oficial del barco. Está empezando a sembrar las semillas del pánico.

—Saben que fue un cambiaformas el que mató a Pernicus —dijo Murad, con los ojos convertidos en dos ranuras en su cara pálida—. Es difícil decir quiénes están más aterrados, si los soldados o los pasajeros.

—Tal vez quiera provocar un motín —dijo Hawkwood, pensativo.

—Sí. Pero Gregory nos dice algo más. Un cambiaformas que acaba de matar no queda saciado; de hecho, sucede justo lo contrario. A menudo descubre que tiene que matar una y otra vez, especialmente si se encuentra encerrado, como ya he mencionado. Va perdiendo más control con cada crimen, hasta que al final su parte racional retrocede y la bestia se apodera del individuo.

—Tal vez eso es lo que le ocurrió al cambiaformas del
Halcón
—intervino Hawkwood.

—Sí, eso me temo.

—El
Halcón
no llevaba una dotación de soldados hebrioneses, ni arcabuces con balas de hierro —dijo Murad con firmeza—. No, yo creo que esa cosa está empezando a asustarse. Si el mago tiene razón, el cambiaformas está sucumbiendo a sus impulsos más bestiales. Puede que eso nos beneficie.

—¿Y entre tanto esperaremos a que vuelva a matar? —preguntó Hawkwood.

—Sí, capitán, eso creo —dijo Bardolin.

—No me gusta demasiado vuestra estrategia, mago. Es como la de las ovejas cuando se acerca el lobo.

—No se me ocurre nada más.

—¿No hay ninguna marca, ningún signo por el que se pueda identificar a la bestia en forma humana?

—Algunas comadres dicen que hay algo raro en sus ojos. A menudo tienen un aspecto extraño, no del todo humano.

—No es gran cosa.

—Es todo lo que tengo.

—¿Dónde creéis que atacará a continuación? —preguntó Murad.

—Creo que será en el punto que percibe como el centro de resistencia y el origen de la autoridad. Creo que el siguiente objetivo será uno de los que están sentados a esta mesa.

Murad y Hawkwood se miraron sin expresión. Finalmente, el noble de las cicatrices consiguió emitir una risa ahogada.

—Tenéis una forma infalible de arruinar un buen brandy, mago. Me está sabiendo a vinagre.

—Estad preparados —insistió Bardolin—. No estéis a solas en ningún momento, y llevad siempre algún arma que pueda perforar su carne negra.

El galeón siguió adelante con su cargamento de miedo y descontento. Hawkwood observó que Velasca obedecía con lentitud y parecía siempre incómodo, incluso cuando el espléndido viento del nordeste siguió soplando con fuerza por encima de la amura de estribor y empujando al barco a una velocidad de más de seis nudos. Recorrían dos leguas con cada dos giros del reloj, ciento cuarenta y cuatro millas náuticas con cada día de navegación. Y rumbo al oeste, siempre al oeste. La proa del galeón cortaba en dos el disco de todos los ocasos, como si quisiera llegar al mismo centro del sol. Hawkwood amaba su barco más que nunca en aquellos momentos, cuando respondía a sus atenciones, sus halagos, su entrega de vela tras vela. Parecía inmune a los sentimientos de a bordo, y saltaba sobre las olas como un caballo impaciente por regresar a casa.

Segundo día de Endorion, año del Santo 551

Viento del nordeste, fuerte y constante. Rumbo oeste. Velociad de seis nudos con la brisa en la amura de estribor. Velas mayores, gavias y bonetas.

Hace seis semanas que partimos de Abrusio, según mis cuentas a más de ochocientas leguas al oeste del Cabo del Norte en las Hebrionesas, en la latitud aproximada de Gabrion, por la que seguiremos hasta encontrar tierra en el oeste.

En la guardia de mañana, lord Murad ha hecho pasar por la estrapada a tres soldados por insubordinación. Mientras escribo, están siendo atendidos por el hermano Ortelius y algunas comadres de a bordo. Extraños compañeros de cama.

Hawkwood repasó la entrada, frunciendo el ceño, y se encogió de hombros mientras se sentaba y volvía a sumergir la pluma en el tintero.

En los cinco días transcurridos desde que perdimos al segundo Billerand y al grumete Mateo, no ha habido más muertes a bordo, aunque el ánimo de la compañía no ha mejorado. He hablado con el segundo en funciones, Velasca; al parecer, no está satisfecho con nuestro rumbo ni con el viaje en general. Le he dicho que espero avistar tierra antes de tres semanas, lo que al parecer ha mejorado su humor y el de la tripulación. Los soldados, sin embargo, están cada vez más inquietos, y, pese a los esfuerzos de los oficiales de Murad, se niegan a ocupar sus puestos en la bodega. Dicen que hay algo allá abajo, y sólo acceden a proteger a los grupos de trabajo que suben las provisiones. Echo de menos a Billerand.

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