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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

Ender el xenocida (66 page)

BOOK: Ender el xenocida
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—Los privilegios no son nada —dijo Qing-jao—. Tú mismo me lo enseñaste. Sólo son la forma que tiene el pueblo de expresar su reverencia a los dioses.

—Ay, hija mía, ojalá supiera que hay más agraciados que comparten esa humilde visión de nuestra situación. Demasiados consideran que es su derecho mostrarse altaneros y opresivos, porque los dioses les hablan a ellos y no a los demás.

—Entonces los dioses los castigarán. No temo a vuestro virus.

—Pero sí tienes miedo, Qing-jao, lo veo.

—¿Cómo puedo decirle a mi padre que no ve lo que afirma ver? Sólo puedo decir que yo debo de estar ciega.

—Sí, mi Qing-jao, lo estás. Ciega a propósito. Ciega a tu propio corazón. Porque incluso ahora tiemblas. Nunca has estado segura de que yo me equivocara. Desde que Jane nos mostró la auténtica naturaleza de la voz de los dioses, has estado insegura de lo que era cierto.

—Entonces estoy insegura de que sale el sol. Estoy insegura de la vida.

—Todos estamos inseguros de la vida, y el sol permanece en el mismo sitio, día y noche, sin subir ni caer. Somos nosotros quienes subimos y caemos.

—Padre, no temo nada de ese virus.

—Entonces nuestra decisión está tomada. Si los lusitanos pueden traernos el virus, lo usaremos.

Han Fei-tzu se levantó para marcharse.

Pero la voz de Qing-jao le detuvo antes de que llegara a la puerta.

—¿Es éste el disfraz que tomará el castigo de los dioses?

—¿Qué? —preguntó él.

—Cuando castiguen a Sendero por tu iniquidad al trabajar contra los dioses que han dado su mandato al Congreso, ¿disfrazarán su castigo haciendo que parezca un virus que los silencia?

—Ojalá los perros me hubieran arrancado la lengua antes de haberte enseñado a pensar de esa forma.

—Los perros están ya arrancándome el corazón —le respondió Qing-jao—. Padre, te lo suplico, no hagas eso. No dejes que tu rebeldía provoque a los dioses para que permanezcan silenciosos en toda la faz de este mundo.

—Lo haré, Qing-jao, de forma que no tengan que crecer más hijos siendo esclavos como lo has hecho tú. Cuando pienso en tu cara contra el suelo, siguiendo las vetas de la madera, quiero cortar los cuerpos de quienes te obligaron a hacerlo, hasta que sea su sangre la que forme líneas, que seguiría alegremente, para saber que han sido castigados.

Ella se echó a llorar.

—Padre, te lo suplico, no provoques a los dioses.

—Más que nunca estoy decidido ahora a liberar el virus, si viene.

—¿Qué puedo hacer para persuadirte? Si guardo silencio, lo harás, y si hablo para suplicarte, lo harás con toda seguridad.

—¿Sabes cómo podrías detenerme? Podrías hablarme como si supieras que la voz de los dioses es producto de un desorden cerebral, y luego, cuando yo sepa que ves el mundo con claridad y firmeza, podrías persuadirme con buenos argumentos de que un cambio tan rápido, completo y devastador sería dañino, o cualquier otro argumento que quieras presentar.

—Entonces, para convencer a mi padre, ¿debo mentirle?

—No, mi Gloriosamente Brillante. Para persuadir a tu padre debes mostrar que comprendes la verdad.

—Comprendo la verdad —afirmó Qing-jao—. Comprendo que algún enemigo te ha arrancado de mí. Comprendo que ahora sólo me quedan los dioses y madre, que está entre ellos. Suplico a los dioses que me dejen morir y unirme a ella, para no tener que sufrir más el dolor que me causas, pero ellos me dejan aquí. A mi entender eso significa que quieren que siga adorándolos. Tal vez no estoy suficientemente purificada. O tal vez saben que pronto tu corazón volverá a cambiar, y vendrás a mí como solías hacerlo, hablando honorablemente de los dioses y enseñándome a ser una verdadera servidora suya.

—Eso no sucederá nunca —declaró Han Fei-tzu.

—Una vez pensé que algún día podrías ser el dios de Sendero. Ahora veo que, lejos de ser el protector de este mundo, te has convertido en su más oscuro enemigo.

Han Fei-tzu se cubrió el rostro y salió de la habitación, sollozando por su hija. Nunca podrían persuadirla mientras oyera la voz de los dioses. Pero tal vez si traían el virus, tal vez si los dioses guardaban silencio, ella lo escucharía. Tal vez podría devolverla a la razón.

Estaban sentados en la nave, que más parecía dos cuencos de metal, colocados uno sobre el otro, con una puerta en un lado. El diseño de Jane, fielmente ejecutado por la reina colmena y sus obreras, incluía muchos instrumentos en el exterior. Pero incluso rebosando de sensores no se parecía a ningún tipo de astronave vista antes. Era demasiado pequeña, y no había ningún medio. de propulsión visible. La única energía que podría dirigir aquella nave a alguna parte era el invisible aiua que Ender llevaba a bordo consigo.

Estaban sentados formando un círculo. Había seis asientos, porque el diseño de Jane permitía la posibilidad de que la nave fuera usada de nuevo para llevar gente de un mundo a otro. Habían ocupado los asientos alternos, así que formaban los vértices de un triángulo: Ender, Miro, Ela.

Atrás quedaron las despedidas. Habían acudido amigos y familiares. Sin embargo, una ausencia fue dolorosa: Novinha. La esposa de Ender, la madre de Miro y Ela. No quería tomar parte en esto. Ése era el auténtico dolor real de la partida.

El resto era todo miedo y nerviosismo, esperanza e incredulidad. Tal vez la muerte los esperaba al cabo de unos instantes. Tal vez las ampollas que Ela llevaba en el regazo se llenarían en unos momentos, para liberar dos mundos. Tal vez fueran los pioneros de un nuevo tipo de vuelo espacial que salvaría las especies amenazadas por el Ingenio D.M.

Tal vez no fueran más que tres idiotas sentados en el suelo, en un prado ante la colonia humana de Lusitania, hasta que por fin hiciera tanto calor en el interior de la nave que tuvieran que salir de ella. Ninguno de los que esperaban fuera se reiría, por supuesto, pero habría carcajadas por toda la ciudad. Sería la risa de la desesperación. Eso significaría que no había escapatoria, ni libertad, sólo más y más miedo hasta que llegara la muerte con uno de sus muchos disfraces posibles.

—¿Estás con nosotros, Jane? —preguntó Ender.

La voz en su oído sonó tranquila.

—Mientras esté haciendo esto, Ender, no podré dedicarte ninguna atención.

—Entonces estarás con nosotros, pero muda. ¿Cómo sabré que estás ahí?

Ella se rió suavemente.

—Qué tonto eres, Ender. Si tú estás ahí, yo estaré dentro de ti. Y si no estoy dentro de ti, no tendrás ningún lugar en el que estar.

Ender se imaginó fragmentándose en un trillón de partes, dispersándose en el caos. La supervivencia personal dependía no sólo de que Jane mantuviera la pauta de la nave, sino también de que él pudiera contener la pauta de su mente y su cuerpo. Pero no tenía ni idea de que su mente fuera lo bastante fuerte como para mantener la pauta cuando estuviera en el lugar donde las leyes de la naturaleza carecían de vigencia.

—¿Preparados? —preguntó Jane.

—Pregunta si estamos preparados —dijo Ender.

Miro estaba ya asintiendo. Ela inclinó la cabeza. Luego, después de un instante, se persignó, asió con fuerza la cajita con las ampollas que tenía en el regazo, y asintió también.

—Si vamos y volvemos, Ela —dijo Ender—, entonces no será un fracaso, aunque no crees el virus que deseas. Si la nave funciona bien, podremos volver otra vez. No pienses que todo depende de lo que imagines hoy.

Ella sonrió.

—No me sorprenderá si fracaso, pero también estoy preparada para triunfar. Mi equipo está dispuesto para liberar cientos de bacterias en el mundo, si regreso con la recolada y podemos anular la descolada. Será difícil, pero dentro de cincuenta años el mundo se convertirá en una gaialogía autorreguladora de nuevo. Veo ciervos y vacas en la alta hierba de Lusitania, y águilas en el cielo. —Entonces volvió a mirar las ampollas de su regazo—. También he rezado a la Virgen, para que el mismo Espíritu Santo que creó a Dios en su vientre aliente de nuevo vida en estos recipientes.

—Amén a esa oración —dijo Ender—. Y ahora, Jane, si tu estás lista, podemos irnos.

Fuera de la pequeña nave, los demás aguardaban. ¿Qué esperaban? ¿Que la nave empezara a echar humo y sacudirse? ¿Que retumbara un trueno, que destellara un rayo?

La nave estaba allí. Estaba allí, y siguió estándolo, sin moverse, sin cambiar. De repente desapareció.

Cuando sucedió, no sintieron nada dentro de la nave. No se produjo ningún sonido ni movimiento que anunciara el paso del Inspacio al Expacio. Pero supieron al instante que algo había sucedido, porque ya no eran tres, sino seis.

Ender se encontró sentado entre dos personas, un hombre y una mujer, ambos jóvenes. Pero no tuvo tiempo de mirarlos, pues sus ojos se clavaron en el hombre sentado en lo que antes era el asiento vacío que tenía enfrente.

—Miro —susurró.

Pues era él. Pero no Miro el lisiado, el joven minusválido que había subido a la nave con él. Ése estaba sentado en la siguiente plaza a la izquierda de Ender. Este Miro era el joven fuerte que conoció antaño. El hombre cuyo vigor era la esperanza de su familia, cuya belleza significaba el orgullo de la vida de Ouanda, cuya mente y cuyo corazón se habían apiadado de los pequeninos hasta negarse a dejarlos sin los beneficios que pensaba podría ofrecerles la cultura humana. Miro, entero y restaurado. ¿De dónde había salido?

—Tendría que haberlo supuesto —exclamó Ender—. Tendríamos que haberlo pensado. La pauta de ti mismo que contienes en tu mente. Miro… no es como eres, sino como eras en el pasado.

El nuevo Miro, el joven Miro, alzó la cabeza y sonrió.

—Yo sí lo pensé —dijo, y su habla sonó clara y hermosa, y las palabras salieron fácilmente de su boca—. Lo esperaba. Le supliqué a Jane que me trajera por eso. Y se hizo realidad. Exactamente como esperaba.

—Pero ahora sois dos —observó Ela. Parecía horrorizada.

—No —respondió de nuevo Miro—. Sólo yo. Sólo el yo real.

—Pero ése sigue ahí.

—No por mucho tiempo. Ese viejo cascarón está ahora vacío.

Y era cierto. El viejo Miro se desmoronó en su asiento como un muerto. Ender se arrodilló ante él, lo tocó. Le palpó el cuello, buscándole el pulso.

—¿Por qué debería latir el corazón? —dijo Miro—. Yo soy el lugar donde habita el aiua de Miro.

Cuando Ender retiró los dedos de la garganta del viejo Miro, la piel se desprendió con una pequeña nube de polvo. Ender retrocedió. La cabeza cayó de los hombros y aterrizó en el regazo del cadáver. Entonces se disolvió en un líquido blanquecino. Ender se levantó de un salto. Tropezó con el pie de alguien.

—Ay-se quejó Valentine.

—Mira por dónde vas —advirtió un hombre.

«Valentine no está en la nave —pensó Ender—. Y también conozco la voz del hombre.»

Se volvió hacia ellos, hacia el hombre y la mujer que habían aparecido en los asientos vacíos a su lado.

Valentine. Imposiblemente joven. Con el aspecto que tenía cuando, de adolescente, nadó junto a él en el lago de una residencia privada en la Tierra. El aspecto que tenía cuando él más la amaba y la necesitaba, cuando ella era la única razón que tenía para continuar con su entrenamiento militar, cuando era la única razón que tenía para pensar que podía valer la pena tomarse el trabajo de salvar el mundo.

—No puedes ser real —jadeó.

—Por supuesto que lo soy —respondió ella—. Me has pisado el pie, ¿no?

—Pobre Ender —dijo el joven—. Torpe y estúpido. No es una buena combinación.

Ahora Ender lo reconoció.

—Peter —dijo.

Su hermano, su enemigo de la infancia, a la edad en la que se convirtió en Hegemón. La imagen que reprodujeron todos los vídeos cuando Peter se las arregló para que Ender nunca pudiera regresar a la Tierra después de su gran victoria.

—Creía que nunca volvería a verte cara a cara —dijo Ender—. Moriste hace mucho tiempo.

—Nunca creas los rumores de mi muerte. Tengo tantas vidas como un gato. Y también tantos dientes, tantas garras y la misma disposición alegre y cooperativa.

—¿De dónde venís?

Miro proporcionó la respuesta.

—Deben venir de pautas de tu mente, ya que tú los conoces.

—Sí, pero ¿por qué? Se supone que traemos nuestra autoconcepción. La pauta por la que nos conocemos a nosotros mismos.

—¿Es así, Ender? —dijo Peter—. Entonces tal vez eres realmente especial. Una personalidad tan complicada necesita dos personas para contenerla.

—No hay nada mío dentro de ti —espetó Ender.

—Y será mejor que siga así —dijo Peter, sonriendo obscenamente—. Me gustan las mujeres, no los viejos achacosos.

—No te quiero —declaró Ender.

—Nadie me quiso nunca. Te querían a ti. Pero me tuvieron a mí, ¿no? Me trajeron hasta aquí. ¿Crees que no conozco toda mi historia? Tú y ese libro de mentiras, el Hegemón. Tan sabio y comprensivo. Cómo se ablandó Peter Wiggin. Cómo resultó ser un gobernante sabio y justo. Qué risa. Portavoz de los Muertos, sí. Mientras lo escribías, sabías la verdad. Lavaste a título póstumo la sangre de mis manos, Ender, pero tú y yo sabíamos que mientras estuve vivo, anhelé esa sangre.

—Déjalo en paz —dijo Valentine—. Dijo la verdad en el Hegemón.

—¿Todavía protegiéndolo, pequeño ángel?

—¡No! —exclamó Ender—. He acabado contigo, Peter. Estás fuera de mi vida, desapareciste hace tres mil años.

—¡Puedes correr, pero no esconderte!

—¡Ender! ¡Ender, basta! ¡Ender!

Se volvió. Ela estaba gritando.

—¡No sé qué está pasando aquí, pero basta! Sólo nos quedan unos cuantos minutos, ayúdame con las pruebas.

Tenía razón. Pasara lo que pasara con el nuevo cuerpo de Miro, con la reaparición de Peter y Valentine, lo importante era la descolada. ¿Había tenido éxito Ela al transformarla, al crear la recolada? ¿Y el virus que transformaría a la gente de Sendero? Si Miro consiguió rehacer su cuerpo, y Ender conjurar de algún modo a-los fantasmas de su pasado y hacerlos nuevamente de carne y hueso, éra posible, realmente posible, que las ampollas de Ela contuvieran ahora los virus cuyas pautas había mantenido en su mente.

—Ayúdame —repitió.

Ender y Miro (el nuevo Miro, su mano fuerte y segura) cogieron las ampollas que les ofreció, y dieron comienzo a la prueba. Era una prueba negativa: si las bacterias, algas y pequeños gusanos que añadían a los tubos permanecían varios minutos sin ser afectados, entonces no había descolada en las ampollas. Ya que contenían los virus cuando subieron a la nave, eso sería la prueba de que algo, al menos, había sucedido para neutralizarlos. Cuando regresaran, tendría que descubrir si era la recolada o sólo una descolada muerta e ineficaz.

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