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Authors: Julian Fellowes

Tags: #Relato

Esnobs (13 page)

BOOK: Esnobs
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El pensamiento no había desaparecido cuando se despertó —la primera vez en mucho tiempo que despertaba junto a otra persona—, y se sintió aliviada al comprobar que Charles dejaba claro, un tanto avergonzado, que no era «hombre de mañanas». Las cosas mejoraron cuando empezaron a charlar de la boda, de los diversos pequeños dramas, de los invitados que no les gustaban, qué parejas no eran felices, quién estaba en la ruina. «Por supuesto —pensó Edith—, de esto es de lo que vamos a hablar, de las cosas que hemos hecho juntos. Y cuanto más tiempo llevemos casados, más experiencias compartidas tendremos de las que hablar». Estaba consolándose con aquellas reflexiones cuando Charles se quedó callado. Se había quedado sin nada que decir, y esta no sería la última vez. Se oyó llamar a la puerta. Entró un camarero empujando un carrito con el desayuno.

—Buenos días, milord —le dijo a Charles. Y luego, mientras se acercaba a la cama con una bandeja—: Buenos días, milady.

«Bueno —pensó Edith—, las cosas podrían ir peor».

Considerando el hecho de que sus primeras horas juntos no habían sido particularmente apasionantes, resultó un tanto sorprendente que el viaje a Roma fuera, por el contrario, muy agradable. Se alojaron en el Hotel de la Ville, muy cerca de la parte alta de las escalinatas de la Plaza de España y a un paso de la Villa Medici. Roma es una ciudad muy bella y era la primera vez que llamaban a Edith
milady
y
contessa
por todas partes, lo que le divertía (aunque era lo bastante lista para no demostrarlo) y le recordaba constantemente por qué estaba allí. La comida era deliciosa y había muchas cosas que ver y, en consecuencia, mucho de que hablar; por eso, mientras cenaban bajo las estrellas en Piazza Navona o paseaban junto a los muros salpicados de fuentes en Villa d’Este junto al Tivoli, Edith empezó a pensar que había tomado la decisión correcta y que, después de todo, le esperaba la vida plena y satisfactoria que había imaginado.

Durante su estancia allí, Charles empezó a hablar de Broughton y de Feltham en un tono afectuoso y detallado que le era desconocido. Tal vez imaginara que hasta que no se hubiera
convertido
en una verdadera Broughton no le interesaría. Él adoraba sus casas y su cuidado, y, puesto que el tema se ajustaba a sus fantasías prenupciales, le quiso por ello. Estaba dispuesta a responder a su entusiasmo con un irreductible entusiasmo propio. Con gran placer descubrió que él tenía algunas lagunas en lo concerniente a la historia de la familia. ¡Aquella era su tarea! Se vio a sí misma catalogando amorosamente muebles y cuadros, recibiendo a ancianas tías, escribiendo crónicas de largos y cálidos veranos en Broughton, bajando de las buhardillas y limpiando retratos olvidados de algún ancestro particularmente divertido. Le interesaba tanto la historia como el cotilleo. ¿Qué mejor cualificación podría tener? Cierto es que el sexo no mejoró drásticamente y su formato no varió nada, pero una vez que Charles estuvo menos nervioso, al menos duraba un poco más. En resumen, cuando tomaron el avión a Madrid, primera escala del viaje a Mallorca, Edith y Charles eran capaces de mirarse a los ojos en una verosímil imitación de dos personas que son «felices como recién casados».

Capítulo 8

E
n Palma, donde salieron de la puerta de embarque acompañados por lo que parecía ser todo el club de hinchas de los Wolverhampton Wanderers, y sonaba como tal, les recibió un
cockney
arrugado con la cara como de cuero curtido y pantalones cortos de nylon rojo. Era, según explicó, el «chófer» de Eric y había ido a recogerles para llevarles a la villa. A Charles le desilusionó un poco que no fueran a recibirles en persona. Edith aprendería más tarde que, como muchos notables aparentemente campechanos, su inseguridad se ponía de manifiesto si se le trataba como a «una persona normal», a pesar de decir con mucha frecuencia que eso era exactamente lo que quería. Ella, por su parte, estaba sencillamente encantada de haber salido del aeropuerto y de estar en el coche, y, poco a poco, le fue transmitiendo su alivio a él. Al final, les perdonó a los Chase que se quedaran en casa: el trayecto consistía en dos horas y media de matojos resecos y casuchas para atravesar el centro de la isla. Edith nunca había estado en Mallorca y no sabía qué esperar. Pero al mirar por la ventanilla del coche se dio cuenta de que en su cabeza había imágenes que eran una mezcla de Monte Carlo y Blackpool, no los sembrados secos y el polvo de los llanos de Salamanca. Sin embargo, a medida que se acercaban a Calaratjada los enormes hoteles de su imaginación empezaron a materializarse junto con la multitud —mayoritariamente respetable, aunque con ciertos toques de mal gusto veraniego—, y las vistas y los olores de la costa hicieron su aparición reconfortante y familiar.

La villa misma era un edificio grande, blanco y moderno construido alrededor de una especie de jardín que era en realidad la vegetación natural de una colina, con espaciosas terrazas embaldosadas que miraban a la bahía. Tenía un embarcadero privado que, al parecer, estaba pensado más para bañarse que para atracar barcos, y con el fin de que los habitantes de la villa no tuvieran que usar la atestada playa de arena en la que se zambullían los turistas unos cien metros a su izquierda. Al otro lado, las elegantes casas de los mallorquines se entreveían tras la modesta cortina de árboles y más allá estaba el inmenso y azul océano. Edith y Charles se quedaron contemplando la vista mientras una figura diminuta les saludaba desde el embarcadero y se lanzaba escaleras arriba. Unos minutos más tarde aparecía Caroline. Les besó y felicitó y, en justa reciprocidad, ellos alabaron la villa.

—¿Verdad que es fabulosa? Es de un cliente de Eric que nos la ha dejado a un precio baratísimo. Nos cuesta la mitad que la del año pasado y es el doble de grande. Ni que decir tiene que la vamos a tener como una pensión durante todo el verano.

Charles frunció el ceño ligeramente.

—Creía que esta semana solo íbamos a estar nosotros.

—Lo sé. Yo también lo creía. Pero llamó Peter diciendo que esta era la única semana de la que disponía. Y Jane y Henry de repente nos dijeron que al final sí podían venir. Y luego se presentó uno de los socios de Eric con su mujer —Caroline arrugó la nariz un instante—. Parece ser que Eric les había invitado y se le olvidó por completo. Qué horror, ¿verdad? En fin, que ya están aquí y parece que nos han perdonado.

—¿Quieres decir que todos están aquí ahora, esta semana?

—En este momento. Mientras charlamos están cambiándose para la cena. ¿Os ha enseñado alguien vuestra habitación? Tenéis la mejor, así que no te puedes quejar.

Charles se tiró en la cama con una actitud que Edith solo podía describir como «una rabieta».

—¡Dios! No sé por qué no fuimos a Trafalgar Square y montamos una tienda de campaña.

Edith se tumbó a su lado.

—Querido, no tiene importancia. Estoy segura de que cada uno hará lo que quiera. Podremos hacer nuestros propios planes.

Lo cierto era que se sentía bastante culpable porque al oír a Caroline se dio cuenta de pronto de que le tranquilizaba descubrir que, después de todo, no iban a estar ellos cuatro solos. Eric no le gustaba demasiado, Caroline le asustaba, y tenía que admitir que se encontraba un poquito escasa de temas de conversación con Charles. «Será mucho más sencillo cuando hayamos hecho más cosas juntos», se decía. Pero se daba cuenta, con una vaga sensación de desánimo, de que ya podía predecir las opiniones de Charles en casi todos los temas. Como una especie de juego privado con ella misma, había empezado a introducir asuntos raros en las conversaciones, como la psicosíntesis o el Dalai Lama, con la esperanza de que le sorprendiera una opinión de él. Hasta el momento eso no había sucedido.

Saludaron al resto de los invitados cuando se reunieron a última hora de la tarde en la terraza más alta. Durante los meses de noviazgo, Caroline le ponía nerviosa por la simple razón de que era mucho más inteligente que Charles, y a Edith le preocupaba que intentara prevenirle, si no contra ella, sí al menos para que se pusiera en guardia, y podría haber sido así, pero Caroline, por muy esnob y egocéntrica que fuera, no tenía mal corazón. Ahora que Edith era su cuñada estaba decidida a llevarse bien con ella del mismo modo que había decidido que Charles, al que tenía mucho cariño aunque fuera un tanto maternal, pasara unas buenas vacaciones. Edith vio todo esto en las sonrisas auténticas y los enternecedores detalles con que estaban preparados los aperitivos y el champán metido en hielo cuando cruzaron la sala y salieron por las puertas de cristal para reunirse con los demás. Todas las mujeres llevaban vestidos caros de cóctel, no de noche, y todos los hombres iban en camisa con el cuello abierto. Se les veía extrañamente desemparejados, como una mala mano del juego de las familias. Jane Cumnor era la que vestía más exagerada, con un vestido de
moiré
negro sin tirantes, pero ya no suponía una amenaza para Edith, que se encontraba muy a gusto con su sencillo vestido de algodón. Desde la última vez que se vieron Edith había conquistado la fortaleza de Jane y, además, era la más guapa. Su relación se había transformado sutilmente de la noche a la mañana, un hecho del que Jane era tan consciente como ella. Se le acercó humildemente y le plantó un beso en la mejilla que le dejó la huella de su carmín. Henry cruzó pesadamente la habitación y arrimó su mejilla a la de ella. Con la ropa colorista de verano parecía una caseta de baño del siglo diecinueve. Edith pensó que en cualquier momento se le iba a abrir la camisa y mostraría un púdico bañista con su traje de baño a rayas. Caroline levantó la copa:

—Bienvenida a la familia.

—Sí —dijo Eric, que estaba detrás de los demás, cerca de la barandilla de la terraza—. Bien hecho, Edith.

Todos notaron e ignoraron el tono, y levantaron las copas en su honor, haciendo que el brindis resultara más normal. Edith sonrió, y Charles y ella bebieron de sus copas y todos se sentaron.

El mar iluminado por la luna brillaba a sus espaldas mientras charlaban arrellanados en aquellos cómodos sillones de mimbre, el champán en las copas, las mujeres con sus vestidos de
couture
y diamantes brillándoles en las orejas. Allí sentada, recostada sobre los mullidos estampados Liberty, más espectadora que partícipe, Edith se sintió abrigada por el envolvente lujo del privilegio. Durante los años de su infancia y juventud no solo había deseado no pasar necesidades, sino llevar una vida definitivamente acomodada, y ahora, por fin, cuando había empezado a afrontar la posibilidad del fracaso, allí estaba, viviendo su sueño. Aquel grupo de lores y millonarios era un ejemplo de lo que sería su ambiente a partir de entonces; aquel exótico escenario, el primero de muchos. Lo mismo que un motorista ve las montañas a lo lejos desde el otro extremo del desierto y de repente se da cuenta de que se encuentra en ellas sin haber sido consciente de que se acercaban, Edith evaluaba maravillada su evolución desde la respetable alta burguesía de Elm Park Gardens y Milner Street a aquella mezcla de teleserie norteamericana y novela de Laclos.

La primera noche pasó sin mayor novedad. Edith conocía a todos salvo a una rubia deslucida que al parecer había venido con los amigos de Peter y Eric, los Watson. De aquellos, Bob, el marido, era aburrido y bastante ordinario, pero la mujer, Annette, aunque también era corriente, tenía gracia y belleza, y a Edith le cayó bien. Había sido modelo y actriz en los años ochenta, antes de casarse, y contaba innumerables anécdotas de las diversas películas de romanos y
spaghetti westerns
en los que había trabajado. No paró de hablar en toda la cena, que se sirvió en el comedor que se abría a la terraza.

Charles fue más escéptico respecto a sus compañeros de vacaciones.

—Bueno, la verdad es que tiene mucho que decir. Eso no se lo niego —fue su único comentario cuando apagaba la luz.

—Me gusta. Es divertida.

—No te precipites.

Aunque su tono no había sido recriminatorio, ella se sintió regañada de alguna manera, y se recostó en la almohada con una vaga sensación de aprensión, como un niño que espera que le den unos azotes al día siguiente. Y el tren de sus pensamientos no se detuvo hasta que le alcanzó el sueño, porque aquella fue la primera noche desde su boda que no hicieron el amor.

A la mañana siguiente Edith se levantó tarde y descubrió que estaba sola. Con una deliciosa y casi tangible sensación de bienestar, llamó para que le trajeran el desayuno, como le habían indicado, y volvió a sumirse en la habitual recreación de la vida que le esperaba. La doncella llegó con su bandeja y le dijo que los demás ya habían desayunado y que la esperaban en el embarcadero, así que, en cuanto estuvo lista, se puso un traje de baño, agarró una toalla y bajó las empinadas escaleras talladas en la roca que había detrás de la villa. Vio a los Cumnor, a los Chase y a Charles, pero no había ni rastro del resto de la pandilla. Ya en el embarcadero saludó a los presentes, extendió la toalla y se tumbó dejando que el calor suave y afelpado del sol sureño acariciara su cuerpo. Charles se tiró a su lado salpicándola con unas gotas de mar y le dio un beso salado.

—Buenos días, querida.

Ella sonrió y le devolvió el beso.

—¿Qué vamos a hacer hoy? ¿Tumbarnos aquí y darnos un atracón de sol?

Caroline le dio la respuesta.

—Habíamos pensado que podíamos ir a comer a Calaratjada y luego los Frank nos han invitado a tomar el té. Estáis todos incluidos.

—¿Quiénes son los Frank?

—Es una familia bastante peculiar y aterradoramente rica con una colección de escultura que, según dicen, no se puede uno perder.

—¿Cómo es que son tan ricos y de qué los conocéis?

—A la primera pregunta, sólo Dios lo sabe. Tiene algo que ver con Franco, así que es mejor no preguntar. A la segunda, no les conocemos, pero mamá es madrina de uno de sus sobrinos que vive en Roma y les dijo que íbamos a estar aquí.

Edith se recostó y cerró los ojos. Aquella enorme trama, aquella malla que abarcaba mucho más allá de los límites nacionales, que cruzaba mares y montañas, ya no tenía por qué amedrentarla, puesto que formaba parte de ella. Y pronto habría gente en Viena, Dublín o Roma que diría: «Vi a Edith Broughton cuando estuve en Londres. Dice que puede que vaya a Nueva York en septiembre...», y otro miembro del Círculo de Iniciados recibiría estas palabras con un: «¿Edith? ¿Qué tal está?»; o mejor aún: «Me encanta Edith. ¿A ti no?», y así quedaría excluida toda la gente de Viena, Dublín o Roma que
no
conociera a Edith Broughton; y se sentirían tan míseros y tan clase media por ello —que sería la intención de los que la citaban— que se irían satisfechos de haber reafirmado una vez más su linaje. Edith colaboraría a todo esto siendo una de esas personas imposibles de conocer a no ser que pertenezcas a su círculo. Y solo por un momento, con el sol acariciándole los párpados cerrados y los niños gritando en la distancia, Edith sopesó el propósito final de aquel interminable subir y bajar de barreras.

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