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Authors: Julian Fellowes

Tags: #Relato

Esnobs (37 page)

BOOK: Esnobs
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—¿Y está segura de que no podría ser el de Edith?

—¿Tú qué crees?

Recordaba a Edith bostezando aburrida en la cacería de Broughton y aguantando hastiada una velada tras otra los cuentos de Tigger y la exquisitez de Googie. Pero claro, lo que lady Uckfield no sabía y yo sospechaba era lo aburrida y deprimida que estaba Edith con su nueva vida. Pensé en cómo la exhibieron en la fiesta de Fiona Grey, llevándola de un lado para otro como si fuera una ternera premiada en una feria de ganado. Lady Uckfield interpretó mi silencio como señal de asentimiento y adoptó un comportamiento más cálido.

—No es solo culpa suya. Esa horrible madre que tiene le ha llenado la cabeza con tonterías de Barbara Cartland.

—Pobre señora Lavery —dije.

Lady Uckfield se estremeció con una leve mueca. Aquella era la mujer con la que la señora Lavery había deseado compartir deliciosos almuerzos y visitas al sombrerero.

—No soy una esnob —empezó a decir lady Uckfield, pero aquello sí que era demasiado y no pude evitar que al menos una ceja se me arqueara. Intentó rebatirme—: ¡No lo soy! Sé que hay personas que se pueden casar con alguien de clase superior y salir airosas. Tengo cantidad de amigos diferentes. ¡De verdad!

Estaba realmente indignada. Supongo que creía que estaba diciendo la verdad.

—¿Quién? —pregunté.

Pensó un instante.

—Susan Curragh y Anne Melton. Las dos me caen muy bien. Te reto a que me contradigas. —Había mencionado a una heredera norteamericana inmensamente rica que era entonces la mujer de un ministro bastante soso, y a la hija de un millonario de la industria textil que se había casado con un conde irlandés venido a menos, poniéndole así de nuevo en el candelero social. Yo no conocía a ninguna de las dos, pero pobre Edith si aquella era la idea de lady Uckfield de un «matrimonio con alguien de clase superior»—. Sé que no me crees, pero me educaron para no pensar en términos de clase.

Lo que más gracia me hacía era que lady Uckfield podía haber hecho esa afirmación tranquilamente en un detector de mentiras cuando la verdad era que, por supuesto, se le había educado para pensar única y exclusivamente en esos términos y se mantenía en gran medida (si no ciegamente) fiel a su aprendizaje. Continuó:

—Lo importante no es la clase a la que pertenezca Edith, si es que eso significa algo, sino que no le gusta el trabajo. Ella y su espantosa madre son «damas londinenses». Quieren comer en restaurantes italianos y asistir a fiestas benéficas y viajar al trópico en invierno. Llevar una casa como Broughton, o como Feltham, es pura rutina una vez que pierde el primer esplendor. Es papeleo y comités. Es discutir con el inspector del patrimonio nacional que te odia por vivir en esas casas y se empeña en ponértelo todo tan difícil como pueda. Es rogar a los organismos gubernamentales y ahorrar en calefacción. Estas casas son magníficas de visita. Hasta a las «damas londinenses» les gustan. Pero tenerlas supone un trabajo muy, muy duro. Ella no sería capaz ni de disfrutar ni de sentirse satisfecha con esa vida. No se lo reprocho, pero no podría. Y para serte totalmente sincera —hizo una pausa, como si pensara que estaba quemando demasiada munición—, no estoy muy segura de que le guste Charles.

Recordé aquella lejana cena de compromiso con Caroline Chase a mi izquierda.
Esto es terriblemente aburrido... exposiciones de flores todo el verano y cañerías congeladas todo el invierno
. Podía oír el eco de su voz fría y severa.
¿Crees que Edith está preparada para ello?
Y lo triunfante que parecía Edith. Cómo había vencido todas las adversidades y ganado el primer premio.

—Entonces, ¿qué peligro hay en permitir que se vean?

—Que sospecho que ocho meses en un piso de Ebury Street con un actor en paro le han recordado por qué antes encontraba a Charles atractivo, o más bien una propuesta atractiva. Creo que puede querer volver con él.

—¿Y usted se opone?

Me daba un poco de pena que se hubiera referido a Simon como «un actor en paro» cuando él, pobre criatura, creía que estaba en la cima del éxito. Pero bueno, no era el momento para ese tipo de reproches.

Habló con una claridad meridiana.

—Me opongo con cada fibra de mi ser.

Creo que en el fondo me sorprendió su sinceridad. Estaba acostumbrado a la repulsión tácita que inspiraba el divorcio y que es una de las actitudes obligatorias de la buena sociedad. Aunque, a la hora de la verdad, les importa poco que una persona esté divorciada o no; lo que les importa es con quién está casada en el momento. Aun así, eran de la vieja escuela y yo estaba seguro de que no habría ningún divorcio ni en su genealogía ni en la de Tigger.

—Te sorprende que prefiera que el escándalo siga su curso —continuó—. Lo admito. Prefiero pasar por lo poco que queda ya de esta historia que poner un parche y arriesgarme a que dentro de cinco años haya un escándalo mayor, cuando Edith descubra otra vez lo mucho que se aburre o encuentre a alguien tan rico como Charles y que le aburra menos. Para entonces puede que haya niños y prefiero ver que mis nietos se educan en Broughton con sus padres.

—Ya veo —dije. Era inútil negar que había una buena cantidad de lógica en su razonamiento.

—Entonces, ¿vas a ayudarme?

Se entretuvo en elegir otro sándwich y en llenar las tazas de ambos. Había sido sincera conmigo y yo no podía corresponderle de otra manera.

—No, lady Uckfield, no puedo ayudarla. —La sorpresa le hizo deja de servir el té. Supongo que pensaba que al haberme concedido el enorme privilegio de revelarme tanta información no podría evitar sentirme firmemente comprometido con sus intereses. Al ver su decepción, le aclaré—: No es porque no esté de acuerdo con usted. Lo cierto es que lo estoy. Es porque no creo que ningún argumento haga desistir a Edith de ese encuentro. Y creo que no tengo ningún derecho a intervenir.

Asintió suavemente, con un movimiento brusco y agarrotado que traicionaba su tremendo dolor.

—Imagino que quieres decir que yo tampoco lo tengo.

Negué con la cabeza.

—Usted es la madre de Charles. Usted tiene derecho a intervenir. No estoy muy seguro de que vaya a tener el menor éxito, pero tiene derecho a intentarlo.

Tuve la sensación de que la conversación había llegado a su fin y me levanté. Después de aquello tenía serias dudas de que lady Uckfield y yo volviéramos a tratarnos con naturalidad. Ella había bajado demasiado las defensas para poder perdonarme en breve haberla visto en aquel estado. Y para colmo, noté que los ojos se le empañaban y, ante mi horrorizada mirada, una lágrima única, asombrada de verse liberada del reducto en el que había permanecido retenida durante veinte años, empezó a trazar su indeciso camino por la mejilla cuidadosamente empolvada.

Se levantó y me puso la mano en el brazo.

—Solo te pido que no la ayudes a ella —su voz mantenía la urgencia, es cierto, pero no el tono infantil de «no se lo digas a papá» al que me había acostumbrado. Ahora era un grito de desesperación—. No la animes. Es lo único que te pido. Tanto por su bien como por el de Charles. Los dos pueden sufrir mucho.

Asentí y me comprometí con ella hasta donde consideré que podía hacerlo, le di las gracias por el té y esperé hasta que comprobé con mis propios ojos que recobraba la compostura, de modo que cuando crucé el arco que daba a la entrada de Arlington Street, pudo despedirme con la mano tan tranquilamente como si estuviera en el palco real de Ascot. Yo lo único que sabía era que no tenía nada claro lo que le iba a decir a Edith.

—Tenías razón, por supuesto. No quiere que os veáis.

—Te lo dije.

—Pero aun así, no sé cómo puede evitarlo.

—Le volverá a mandar de viaje. A América. A comprar caballos o algo así. Lo organizará con unos amigos. Los tiene por todas partes.

—Parece el Watergate.

Soltó una risita amarga.

—No es ninguna broma.

—En todo caso —dije—, no puede quedarse en América para siempre. Solo tienes que seguir intentándolo. Cuando consigas ponerte en contacto con él no creo que te evite. En serio. Tienes que darte tiempo, simplemente.

—No
tengo
tiempo —dijo Edith.

Algo en el tono de su voz me aconsejó que no le pidiera una explicación y debo confesar que borré deliberadamente aquel comentario de mi cabeza. Supongo que no quería enfrentarme a él y, desde luego, no quería contárselo a Adela, presintiendo quizá que podía significar todo o no significar nada. Si significaba todo, ¿por qué arriesgarse a lanzar la noticia a los cuatro vientos? Si no significaba nada, ¿por qué no olvidarlo?

Nos quedamos un momento en silencio. Tal vez Edith pensaba que había dicho más de lo que pretendía. Puede que estuviera evaluando cómo neutralizar el comentario sin tener que referirse a él.

—Entonces, ¿qué piensas hacer? —pregunté.

—No lo sé —dijo ella.

Capítulo 21

N
o lo sabía. Parecía una locura, pero literalmente no sabía cómo ponerse en contacto con su propio marido? Puede que esto le sorprenda a algunas personas, pero durante un tiempo Edith pensó que Sotheby’s o Christie’s le sacarían del dilema. El público en general no lo sabe pero, a lo largo de la última década, las galas de verano de estas dos grandes casas de subastas se han convertido en muchos sentidos en los puntos álgidos del calendario social para el auténtico
gratin
, en contraposición con la omnipresente Café Society, donde se reúnen y se despiden antes de dispersarse para el verano. Edith sabía que Charles asistiría a las dos, al igual que Googie. Incluso Tigger estaba dispuesto a hacer el esfuerzo de dejar el campo a fin de renovar amistades con los de su clase. Era un placentero deber anual que un sector mayoritario de la alta aristocracia aceptaba de buen grado, como antes era la inauguración de la Exposición de Verano. Allí encontraría a Charles y allí le acorralaría. El problema era que iban pasando los días y todas las mañanas había nuevos sobres en el felpudo, pero las tarjetas de cartulina blanca escritas en cursiva que tanto necesitaba no se encontraban entre ellos. Tal vez para evitarle a Charles una situación embarazosa, o para proteger a lady Uckfield del engorro (a nadie se le ocurriría pensar que lord Uckfield llegara siquiera a notar la presencia de Edith), fuera cual fuera la razón, era evidente que el nombre de la condesa Broughton había sido eliminado de las listas. No estaba invitada a ninguno de los eventos.

Al final le resultó imposible no aceptar que la habían ignorado. Había llegado el momento de pensar un plan alternativo. Se sentó con su agenda de direcciones y repasó los nombres pulcramente escritos a lápiz. Era una costumbre que había adoptado inconscientemente de su detestada madre política. De esa manera era más fácil borrar los nombres cuando las personas en cuestión cambiaban de dirección o ya no tenían utilidad para ellas. Aquella mañana repasó nombre por nombre, buscando alguien que pudiera ayudarla. Finalmente, y a falta de algo mejor, marcó el número de Tommy Wainwright. Contestó Arabella y Edith preguntó por Tommy, petición que fue recibida con un frío silencio al otro lado de la línea antes de que Arabella hablara.

—Me temo que está en el Parlamento.

—¿Cuándo volverá?

—La cuestión es que está terriblemente ocupado en este momento. ¿Puedo ayudarte yo?

«No», pensó Edith. «Ni puedes ni quieres».

—La verdad es que no —dijo con viveza—. No quiero ser una molestia. Dile que le he llamado y nada más.

—Por supuesto que se lo diré.

Por su tono neutro estaba claro que Arabella no tenía intención de decirle una palabra pero, por si acaso, le incomodó la idea de ser pillada en una mentira y le dio el recado a su marido al tiempo que le aconsejaba que lo ignorara. Edith ya se había representado esta escena en la cabeza, por eso le sorprendió cuando aquella noche contestó al teléfono y oyó la voz de Tommy.

—Quiero ver a Charles y todo el mundo intenta impedírmelo —le dijo después de las cortesías de rigor.

—¿Por qué?

—Porque le tienen miedo a Googie, porque no quieren enfrentarse con la familia. No sé por qué.

Hubo un breve silencio. Tal vez no había expresado la petición con todas las palabras, pero ya estaba hecha.

—No quiero poner a Charles en una situación incómoda.

—Yo tampoco —dijo Edith con entereza—. Solo quiero verle.

Otro silencio. Luego, con un suspiro casi inaudible, Tommy dijo:

—Va a venir a tomar una copa a casa el miércoles a las siete. Podrías pasarte por aquí.

—Nunca lo olvidaré —la voz de Edith se llenó de agradecimiento y por ella Tommy pudo deducir el trato que estaba recibiendo Edith de su mundo anterior.

—No abrigues demasiadas esperanzas —le advirtió. Era muy consciente del poder al que se estaba enfrentando.

• • •

Yo ya estaba en la sala de los Wainwright cuando llegó Edith. No era una reunión muy numerosa, unas veinte o treinta personas que no tenían nada mejor que hacer. Se habían reunido tranquilamente para empezar la noche con unos rollos de salmón ahumado de Mark & Spencer y unas botellas de champán Majestic. La reunión ya había pasado su cénit y los invitados empezaban a desaparecer para atender sus compromisos vespertinos, asistir al teatro o hablar con las niñeras cuando Edith cruzó la puerta. Sonreía anticipadamente pero me di cuenta de que su cara se contraía con un gesto de decepción tras recorrer la sala con la mirada. Me acerqué a ella.

—No me digas que Charles se ha ido. He pillado un atasco, además de haber salido tarde.

Era fácil de entender por qué. Le había dedicado mucha atención a su aspecto y yo no recordaba haberla visto tan guapa, su preciosa cara perfecta, el pelo brillante y un seductor vestido de noche que se ajustaba a sus ya deseables formas.

—Deja de preocuparte —susurré para animarla—. Todavía no ha llegado.

—Pero ¿va a venir?

—Supongo que sí. Tommy ha dicho que venía.

—Eso es lo que me dijo a mí, pero ¿dónde está?

Se mordió el labio nerviosa mientras un par de sus antiguas amigas decidían a regañadientes percatarse de su presencia y la incluían en su conversación. Adela se acercó a mí.

—¿Qué hace aquí? Creía que esto era terreno enemigo.

—Pues no. Me parece que Tommy quiere que vuelvan a estar juntos.

—Me dejas de piedra. Hace dos días me encontré con Arabella en Harvey Nicks y me dijo que le parecía que la ruptura era lo mejor que les podía pasar.

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