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Authors: Julian Fellowes

Tags: #Relato

Esnobs (6 page)

BOOK: Esnobs
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—Puede salirles muy caro.

—Desde luego que sí. Uno nunca sabe hasta dónde llegar. Fíjate en los Clanwilliams. Seis chicas antes de que decidieran parar, y ahora es peor.

—¿Por qué?

—¿Tú por qué crees? Hoy en día hasta las chicas tienen que ir a colegios decentes.

Durante un rato siguieron bailando en silencio, mientras Charles saludaba de vez en cuando a algún conocido que encontraba en la pista. Edith reconoció encantada a dos chicas de su época de debutante y les lanzó rutilantes sonrisas. Tras identificar a su pareja, ellas le devolvían el saludo, lo que le permitió sentirse algo menos invisible. Mientras regresaban a la mesa ella empezó a tener la sensación de que lo estaba pasando muy bien.

Henry y Jane no se habían movido y cuando se acercaron, ella se levantó de un salto y agarró a Charles de la mano.

—Ahora te toca bailar conmigo. Henry odia bailar. Vamos.

Se llevó a Charles a la pista dejando a Edith sola con su porcino marido.

Este sonrió vagamente.

—Siempre dice eso. La verdad es que no odio bailar en absoluto. ¿Te apetece que lo intentemos?

Edith negó con la cabeza.

—A no ser que te mueras de ganas, preferiría dejarlo, si no te importa. Estoy agotada.

La idea de verse estrujada contra aquella masa de adiposidad le daba escalofríos.

Él asintió filosóficamente. Evidentemente, ser rechazado no era una experiencia nueva.

—¿Conoces bien a Charlie?

—No. Nos conocimos hace poco en el campo y luego coincidimos en Ascot.

—¿En qué lugar del campo? ¿Con quién? —Se animó un poquito ante la perspectiva de un nuevo Intercambio de Nombres.

—Con los Easton. En Sussex. David e Isabel. ¿Los conoces? —sabía muy bien que no. Y estaba en lo cierto.

—Conozco a Charlie desde siempre.

Edith buscó en su cerebro algo que decir.

—Creo que no conozco a nadie desde siempre. Salvo a mis padres —añadió con una carcajada.

Henry no rio con ella.

—Oh —dijo.

Ella lo volvió a intentar:

—¿Quiénes son Caroline y Eric?

—Caroline es su hermana. También a ella la conozco desde siempre —movió la cabeza para sí, satisfecho de aquellas largas relaciones—. Eric es el chico con el que acaba de casarse.

—Deduzco que no le conoces de toda la vida.

—No le había visto hasta el día de la boda.

—¿Es agradable?

—La verdad es que no sabría qué decirte.

Era evidente que, en opinión de Henry, Caroline había cometido una especie de imperdonable felonía. Aquel enlace con un foráneo era una horrible perversión. Edith tuvo la sensación de que ella misma se acercaba peligrosamente al límite de la zafiedad por hablar de aquel advenedizo.

—¿Dónde está Royton?

Aquella vez el rostro de Henry expresó sorpresa en vez de disgusto. Que no supiera dónde estaba Royton seguramente se debía a que era una excéntrica.

—En Norfolk.

—¿Es bonito? —Edith empezaba a tener la sensación de estar levantando enormes bloques de tierra con un arado en su esfuerzo por darle conversación a Henry.

Él se encogió de hombros y cogió la botella para servirse otra copa.

—Parece que la gente así lo cree.

Edith abrió la boca para volverlo a intentar, pero volvió a cerrarla. No sería la última vez que sufriera la tiranía de los socialmente ineptos. Es necesario hacer un ímprobo esfuerzo para mantener una conversación lenta y aburrida solo para que zotes como aquel no se sientan desplazados. Lo más gracioso es que ellos son totalmente inconscientes de su incapacidad. Si Henry se hubiera dado cuenta de que la situación era algo incómoda, habría culpado sin dudar a Edith y al hecho de que ella no conociera a nadie interesante. Antes de que el silencio se hiciera sofocante, Charles y Jane regresaron a la mesa y pasaron el resto de la noche cotilleando de más gente que Edith no conocía.

—Ha sido una noche estupenda —dijo cuando el coche se detuvo delante del piso de sus padres. Charles no hizo intención de aparcar, o sea que tenía muy claro que no habría epílogo sexual.

—Me alegro de que te hayas divertido. Siento que nos hayan invadido.

—No te preocupes. Me han caído bien —mintió ella.

—¿De verdad? —parecía un poco nervioso—. Me alegro.

—Henry me ha hablado de Royton.

Él asintió, de nuevo en su terreno.

—Sí, son mis vecinos allá arriba. Así es como los conocí.

—Creía que erais primos.

—Sí, lo son. Por un matrimonio en mil ochocientos treinta o algo así. Pero realmente les conozco porque somos vecinos.

—Parece un sitio encantador.

—Lo es. No estoy muy seguro de qué tal lo lleva el bueno de Henry, pero es precioso. De todos modos, tienen montones de dinero, así que supongo que no importa demasiado —estaba claro que Charles consideraba que él llevaba Broughton
maravillosamente
.

Se miraron durante un instante. Edith se dio cuenta de que quería que la besara. En parte porque quería estar segura de que la velada había sido un éxito, y en parte porque quería besarle, sencillamente. Él se inclinó torpemente y apoyó su boca sobre la de ella. Sus labios eran duros y estaban firmemente cerrados. Se separó de ella. Ah, pensó: más parecido a Philip que a George. ¿Qué se le va a hacer?

—Buenas noches y muchas gracias otra vez. Lo he pasado muy bien.

—Estupendo —dijo él, y salió del coche para cruzar la calle y acompañarla hasta la puerta, pero no intentó besarla otra vez al despedirse, ni hizo mención alguna a la próxima cita. Sería justo decir que, hasta aquel momento, Edith no había sido consciente de esperar de aquella noche mucho más que la confirmación de que Charles la encontraba atractiva, disfrutaba con su compañía y quería volver a verla. Pero ahora que la despedida resultaba tan insulsa, se sentía invadida por una sensación de desencanto, de ocasión perdida. Había tenido una gran oportunidad y la había perdido sin saber muy bien por qué. Entre una cosa y otra, una sensación de fracaso la acompañaba cuando entró en su habitación sigilosamente para no despertar a su madre, que descansaba con la mirada clavada en el techo dos habitaciones más allá.

No tenía por qué preocuparse. No conocía a Charles y había interpretado mal su prudencia. Como él era considerado públicamente un triunfador, ella creía que se ajustaría a aquella imagen, pero no era así. Charles creía que la responsabilidad del éxito de aquella noche le correspondía a él, no a Edith. Era tímido (no tímido-grosero, sino tímido de verdad) y por eso, a pesar de no ser capaz de expresarlo, estaba muy satisfecho de que ella pareciera haberlo pasado bien en su compañía. De hecho, Charles metió la llave en la cerradura del piso de sus padres en Cadogan Square con la cálida sensación de haber aprovechado bien la noche. Edith le gustaba mucho. Más de lo que recordaba que le hubiera gustado ninguna otra chica. Con el respeto que le debe a la hipocresía una sociedad hipócrita, la admiraba aún más por haber fingido que le caían bien los Cumnor, cuando era evidente que ellos, sobre todo Jane, se habían pasado la noche tratándola a patadas. Empujó la puerta y entró en la casa.

El domicilio londinense de los Uckfield ocupaba las plantas baja y primera de uno de esos edificios altos de ladrillo rojo y estilo holandés que rodean la exclusiva, ya que no exactamente atractiva, Cadogan Square. Era un lugar bastante acogedor, amueblado con ese delicado equilibrio entre lo cómodo y lo grandioso que su madre había aprendido de John Fowler y adoptado como propio. Los cuadros, de la lista B de la colección familiar, habían sido elegidos cuidadosamente para sugerir importancia ancestral sin atosigar el espacio. Los tapices, los adornos, incluso las mesas y las sillas pregonaban la categoría de la familia, pero con cierta modestia. «Estamos aquí de visita —parecían decir los objetos—, pero este no es nuestro lugar». De la misma manera, ningún miembro de la familia, ni siquiera Caroline, que había vivido allí durante cuatro largos años antes de casarse, se refería a él como «casa». Casa era Broughton. «Estaré en el piso la próxima semana», «Me voy al piso», «¿Por qué no quedamos en el piso?», «Tengo que irme a casa», incluso al concluir una larga cena en Londres, sólo podía significar que el Broughton en cuestión se iba esa misma noche a Sussex. Aquella gente podía tener un piso en Chester Square y una cabaña alquilada en Derbyshire, pero «casa» es la que está rodeada de campo. Y si no poseyeran tal refugio, dejarían muy claro que es esencial para su bienestar huir del humo y el pavimento e ir a visitar a sus amigos rurales cada vez que les es posible, sugiriendo así que, aunque se pasen la vida pateando el asfalto o detrás de un escritorio en el centro de la ciudad, en el fondo de su corazón siempre serán gente de campo. Es difícil encontrar un aristócrata que sea feliz en Londres; al menos es difícil encontrar uno que lo admita.

Charles tenía su propio piso, un puñado de modestas habitaciones en un tercer piso de Eaton Place, pero normalmente no le apetecía ir allí. El de Cadogan Square era más bonito y más cómodo, y allí podía recibir cualquier clase de correo y contestarlo discretamente. Pero, tal vez porque Broughton era después de todo producto del gusto de muchas generaciones, siempre que visitaba el piso de Londres era consciente de la huella de su madre. El auténtico cuartel general de la familia en Londres, Broughton House, estuvo en St. James’s Square, pero había sido blanco de los bombardeos durante la guerra, lo que les ahorró tomar la difícil decisión a la que se enfrentaron la mayoría de sus familiares sobre si era sensato o no abandonar la casa de la ciudad al final de la guerra. Los abuelos de Charles adquirieron un piso bastante lúgubre en Albert Hall Mansions que su madre rechazó de plano, y ella misma eligió y creó por completo aquel piso que serviría de centro de operaciones para sus obras de caridad y los compromisos que exigían su presencia en la ciudad de vez en cuando.

Mientras se sentaba para disfrutar de un último vaso de whisky, Charles pensó en su madre. Miró al apunte primorosamente enmarcado de una lady Harriet Trevane (nombre de soltera de lady Uckfield) con siete años. Era de Annigoni y descansaba en una mesita regencia junto a la chimenea de la salita. Ya de niña, con el lazo colgando sobre sus rizos de azabache, se reconocía su particular mirada impasible y felina. A su madre no le iba a gustar Edith. De eso estaba seguro. Si la hubiera conocido como la mujer de un amigo a lo mejor le habría gustado —en caso de que llegara a prestarle la menor atención—, pero nunca sería bien recibida como novia de Charles. Y en caso de que semejante cosa llegara a pasar, era aún menos probable que la aceptara como la próxima lady Uckfield, a la que su madre tendría que confiar casa, posición y hasta el territorio por el que ella había trabajado tanto y durante tanto tiempo.

Esto no quiere decir que Charles no sintiera afecto por su madre. Al contrario, la quería mucho y pensaba que era un cariño merecido. Él veía más allá de la imagen pública de estudiada perfección y le gustaba lo que veía. A lady Uckfield le gustaba dar la impresión de que todo en la vida se le había ofrecido en bandeja de plata, cuando no era más cierto respecto a ella que respecto al resto del género humano, pero prefería ser objeto de envidia que de lástima y siempre había elegido guardar sus problemas en la vieja mochila y sonreír, como dice la canción. Por lo general aquello no era una labor demasiado onerosa, ya que sus problemas le parecían tan insignificantes como los de todos los demás, pero Charles respetaba su filosofía y la quería por mantenerse fiel a ella. Lo que quizá no acababa de valorar del todo era que, en su decidida postura de mantenerse firme en sus convencimientos, solo era leal a los principios de su clase.

La clase alta no es, en general, un colectivo protestón. Como grupo suelen preferir «no darle demasiada importancia a las cosas». Un paseo enérgico y una copa de algo fuerte son sus métodos preferidos para recuperarse cuando se sienten heridos en el corazón o en la cartera. En la prensa sensacionalista se ha escrito mucho sobre su frialdad, pero no es la falta de sentimientos lo que les hace diferentes de los demás, sino la falta de expresión de los sentimientos. Naturalmente, ellos no ven esto como un defecto propio, como tampoco admiran las demostraciones públicas de emoción en los otros. La aflicción de la clase trabajadora les causa un genuino asombro: esas madres enlutadas que entran en la iglesia sollozando y sin poder sostenerse, esas viudas de soldados que retratan llorando sobre «su última carta». La sola palabra «asesor» hace que un escalofrío de desagrado recorra cualquier espalda de auténtico rancio abolengo. De lo que no se dan cuenta es de que esas tragedias, nacionales o domésticas, las bajas de guerra, los asesinatos arbitrarios, los accidentes múltiples en la M3, quizá sean la única ocasión de los anónimos afectados para disfrutar de una efímera popularidad. Por una vez en su vida pueden satisfacer esa necesidad tan humana de tener un poco de relevancia, un poco de reconocimiento público de su triste situación. Las clases altas no entienden este afán porque no lo comparten. Nacen siendo ya importantes.

La única anécdota sobre posibles dificultades que Charles conocía de su madre era la guerra que lady Uckfield había librado con su abuela, la marquesa viuda, que no había sido una suegra fácil. Alta, huesuda y de nariz prominente, era la hija de un duque y, como tal, no se dejó impresionar por la guapa morenita que su hijo le trajo a casa. La anciana lady Uckfield había sido para su nuera lo que la reina Mary a lady Elizabeth Bowes-Lyon, y la relación nunca fue buena. Incluso después de que muriera su marido y hasta que Charles tuvo ya edad para entender las cosas, la marquesa viuda se mantenía firme y seguía intentando rectificar las órdenes del ama de llaves, dar instrucciones directas a los jardineros y anular los pedidos de las tiendas con la idea de sustituirlos por compras más «sensatas» hasta el día de su muy poco llorada desaparición.

Pensar que sus pretensiones resultaron infructuosas, que su poder fue desmantelado como consecuencia directa de la única pelea real entre ellas, siempre hacía sonreír a Charles. Poco después de su destitución como dueña y señora de Broughton, su abuela se había inmiscuido en la nueva colocación de los cuadros del salón mientras lady Uckfield estaba en Londres. Cuando volvió y descubrió que no se habían cumplido sus disposiciones, lady Uckfield se puso tan furiosa que, por primera y última vez en la historia, perdió los papeles, como se dice vulgarmente. La cosa creció hasta llegar a una batalla verbal, que seguramente fue única en la historia del salón en cuestión, al menos desde los días más bulliciosos del siglo XVIII. Para mayor disfrute de los criados presentes, lady Uckfield llamó a su suegra perra vieja, cascarrabias y maleducada.

BOOK: Esnobs
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