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Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

Gengis Kan, el soberano del cielo (87 page)

BOOK: Gengis Kan, el soberano del cielo
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Permaneció con él durante toda la noche. Cubrió su cuerpo, que ardía de fiebre, con mantas, le enjugó el rostro y le levantó la cabeza para darle de beber leche de yegua. El chamán volvió con una cola de oveja; ella desgarró pedazos de grasa y los puso entre los labios de su esposo.

El Kan no podía morir. La mujer se acurrucó cerca de él, escuchando su respiración trabajosa mientras fuera de la tienda el chamán entonaba sus letanías. Ella había temido a Temujin, y la mezcla de furia y gozo que había sentido cuando copulaban estaba tan próxima al odio como al amor, pero él era el centro de su mundo y de su pueblo.

Al amanecer, la mujer salió. Borchu y Subotai habían regresado, pero no estaban solos. Los hombres permanecían en cuclillas alrededor de las hogueras; otros chamanes se habían unido al primero, y todos ellos hacían sonar sus tambores e invocaban a los espíritus. Ogedei estaba junto al general Tolun Cherbi; Tolui se encontraba al lado de Mongke y Khubilai, los hijos que había traído para cuidar de los caballos. Los guardias que rodeaban la tienda retrocedieron cuando Yisui se dirigió hacia los hombres.

—Animaos, bravos guerreros —dijo la mujer—. No veréis una lanza delante de esta tienda.

—¿El Kan se encuentra mejor? —preguntó Subotai.

—Aún tiene fiebre. Estuvo tranquilo gran parte de la noche. No ha empeorado.

Tolun Cherbi se puso de pie y clavó en ella sus ojos pequeños inyectados en sangre.

—Debemos hablarle —dijo.

—Veré si está despierto.

Cuando volvió a entrar, Temujin alzó la cabeza.

—¿Quién está allí fuera? —preguntó.

—Ogedei, Tolui y varios de tus generales.

—Ayúdame a sentarme —dijo él.

—Temujin…

—Ayúdame, Yisui.

Ella se arrodilló junto a él, lo alzó hasta sentarlo, y colocó cojines detrás de su espalda. Él apretó los dientes con fuerza; tenía el rostro demacrado y empapado de sudor.

—Ahora los recibiré.

La mujer enrolló la cortina y entraron Borchu y Subotai, seguidos de Tolun Cherbi y los dos hijos del Kan. Otros se reunieron frente al pequeño "yurt".

—¿Qué habéis venido a decirme? —preguntó Temujin en cuanto Yisui se sentó a su lado.

—Creo que puedo hablar por todos —dijo Tolun Cherbi—. Mi Kan, deberíamos regresar. Los Tangut tienen ciudades amuralladas y campamentos que no se trasladan. No recogerán sus casas ni se irán a otra parte. Podemos regresar a tu campamento a orillas del Tula, esperar a que te recuperes y, cuando regresemos, los Tangut todavía estarán en el mismo lugar.

—¿Todos los demás están de acuerdo? —quiso saber el Kan.

—Tolun Cherbi habla por mí —respondió Tolui—. Tú me conoces, padre; jamás he postergado una guerra sin una buena razón para hacerlo.

—Yo hablé con mi hijo Guyuk antes de venir a tu tienda —dijo Odegei—. Él dice que los Tangut no podrán oponer resistencia, ni ahora ni más tarde.

Temujin miró hacia la entrada, pero los hombres allí apiñados permanecieron en silencio.

—Ahora escuchad las palabras de vuestro Kan. El rey de Hsi-Hsia sabrá pronto que marchamos sobre él. Si nos retiramos ahora, dirá que fue a causa del miedo. Juré que serían castigados. No me enviaron soldados cuando se los pedí, y desde entonces han sido una lanza clavada en mi costado. ¿Hasta cuándo debo esperar para llevar a cabo mi venganza?

Subotai se inclinó hacia adelante.

—Le Te Wang no gobernaba Hsi-Hsia cuando partimos a guerrear rumbo al oeste. Es cierto que él te ha insultado y que se ha negado a enviar el tributo que le exigiste, pero fue su padre quien no nos envió tropas. Este rey puede evitar la guerra si se le ofrece la oportunidad, y tú tendrías tiempo para recobrar tus fuerzas. —El general sonrió—. Es probable que más tarde Le Te Wang nos dé una excusa para atacarlo.

—Muy bien —dijo Temujin—. Le daré una última oportunidad. Subotai, busca al más confiable entre tus oficiales Tangut y dile que le lleve este mensaje al rey. —Hizo una pausa—. "Juraste ser mi mano derecha, pero no me enviaste soldados cuando marché al oeste. No me vengué entonces, pero ahora exijo que te rindas. Te someterás a mí y me enviarás un hijo como rehén, junto con el tributo que me debes, o sólo Dios sabe lo que te ocurrirá".

Subotai asintió.

—Se cumplirá tu orden, Temujin.

Pocos días después de que partiese el emisario, el ejército marchó hacia el sur siguiendo el curso del Onghin. A pesar de sus heridas, el Kan se negó a viajar en un carro y cabalgó junto a sus hombres. Los soldados se animaron al ver que no estaba tan débil como temían; las mujeres ya no mumuraban malos augurios. Sólo Yisui oía sus gemidos durante la noche, sus febriles balbuceos cuando no podía dormir.

El enviado del Kan regresó tres días después de que hubieran alzado un nuevo campamento. Aunque Temujin estaba descansando, igualmente insistió para que Yisui lo ayudara a sentarse a fin de recibir adecuadamente al hombre. Borchu y Subotai acompañaron al mensajero a la tienda del Kan, con rostros sombríos, y al verlos Yisui perdió sus últimas esperanzas.

—Dame tu informe —dijo Temujin.

—Transmití tu mensaje, mi Kan —dijo el enviado Tangut—. El rey vaciló. Lo oí murmurar que su padre Li Tsun-hsiang era quien te había ofendido, pero finalmente su ministro Asha Gambu habló por él.

—¿Y qué es lo que dijo? —preguntó el Kan.

El mensajero respiró profundamente.

—Dijo esto: "Si el llamado Gengis Kan quiere luchar, dile que venga a probar sus fuerzas. Si quiere tesoros, dile que puede intentar conseguirlos en nuestras poderosas ciudades de Ling Chou y Ning-hsia". —El hombre tragó saliva—. Creo que fui afortunado al poder regresar con la cabeza sobre los hombros.

El rostro de Temujin estaba pálido.

—Después de una respuesta así, no podemos retirarnos. ¡Marcharé contra Hsi-Hsia aunque eso signifique mi muerte! ¡Lo juro por Koko Monzke Tengri!

—Ningún hombre puede discutir ese juramento. —La mano de Subotai tembló al beber éste su "kumiss".

—Han estado reforzando sus defensas —masculló Temujin—, pero todas sus fuerzas están dispersas en las ciudades y poblaciones. Atacaremos Etzina, tal como lo planeamos. —Jadeó—. Debemos atacar duramente y con rapidez. Mañana nos pondremos en marcha.

Los hombres terminaron el "kumiss" y luego se pusieron de pie.

—Tus hombres estarán preparados —dijo Subotai.

Cuando todos se fueron, Yisui se acercó a su esposo.

—Tal vez me necesites —dijo—. No puedo pensar en un lugar más seguro que a tu lado mientras diriges esta guerra. —Rozó levemente el rostro del hombre—. Me gustaría que regresaras y que dejases que los demás siguieran adelante sin ti, pero también veo que tus hombres lucharán con mayor ardor si permaneces con ellos. Deja que vean tu dolor, que sepan que ni siquiera el sufrimiento físico puede empañar tu coraje. Harán cualquier cosa por preservar la vida de su Kan, al igual que yo. ¿Qué sería de nosotros sin ti?

Él suspiró.

—Acabarás por hacerme creer que has llegado a amarme —dijo.

No tenía nada que ver con el amor. Ella no podía considerarlo un hombre como los demás. Si el cielo lo arrancara del mundo sería como si el sol desapareciera, o como si la luna no estuviera más para iluminar la noche.

—Juré que sería tu sombra hasta que regresases al campamento, de que permanecería a tu lado si te ocurría algo —dijo ella.

—Entonces dejaré que cumplas tu juramento. —Enarcó las cejas—. Tal vez también te seduzca la idea de escuchar canciones que elogien el coraje y la devoción de Yisui Khatun.

Ella cumpliría su promesa. Él no debía saber que Bortai, que temía no volver a verlo, era quien la había obligado a hacer esa promesa.

121.

Los mongoles cruzaron el desierto, marchando hacia el sur en dirección al río Etzingol, y hasta los espíritus del desierto parecieron temblar ante el Kan. Las repentinas tormentas que habían enrojecido el cielo y velado el sol, forzando a la gente a aferrarse a sus animales y a acurrucarse junto a los carros, los azotaron durante poco tiempo antes de desaparecer. Los vientos que sin cesar asolaban la desolada planicie se atenuaron mientras pasaba el ejército. Las voces que susurraban en el desierto, los espíritus que podían desviar de su ruta a los viajeros desprevenidos, parecían mostrarles el camino; los remolinos causados por los espíritus de la arena pasaban de largo, sin tocar la caravana. Durante las noches frías, el cielo era como seda negra, las estrellas brillantes linternas que las nubes no apagaban, y el silencio tan profundo que hasta se podía oír un susurro distante.

Siguieron adelante, sin prestar atención a los lagos que centelleaban en el horizonte, espejismos que los espíritus del desierto enviaban para tentarlos. Cuando finalmente avistaron un lago verdadero, les llevó tres días llegar hasta él. Más allá de la arena y de las ciénagas que rodeaban el lago, se distinguían las murallas de una ciudad, por encima de las torres de asedio, las catapultas y la oscura masa del ejército.

Subotai y sus hombres habían conquistado Etzina y prendido fuego a la ciudad. Temujin contempló la destrucción sobre su caballo, y Yisui vio que la expresión de dolor abandonaba sus ojos. Etzina era un fuego que le daría calor y le devolvería las fuerzas.

Yisui había jurado que sería su sombra, de modo que cuando se abrieron las puertas y la gente salió para rendirse, ella permaneció con el Kan mientras sus hombres ordenaban a los defensores tibetanos de Etzina que se ataran entre sí para luego decapitarlos. Las ejecuciones se realizaban en orden: los soldados y oficiales enemigos se arrodillaban, caían las espadas, los cadáveres eran despojados de su ropa y arrojados a un lado. Montículos de cabezas se alzaron alrededor de los soldados mongoles; sus abrigos, túnicas y armaduras estaban salpicados de sangre.

Los soldados enemigos habían sabido cuál sería su destino. Pero otros fueron conducidos ante Temujin: mujeres que llevaban en brazos a sus hijos, niños y niñas demasiado aterrados para llorar, ancianos de túnicas amarillas.

Yisui sabía que Temujin exigiría que murieran: había jurado borrar a los Tangut de la faz de la tierra. El rey había hecho caer este castigo sobre ellos, así como el propio padre de la mujer había conducido al pueblo tártaro a la perdición. Era raro, pensó Yisui, que pensara en ello en ese momento. Había creído que era algo olvidado, un destino cruel que ella no había podido impedir.

Se le ocurrió entonces que Temujin sabía que se estaba muriendo, que no sobreviviría a esa guerra. La matanza no significaba tan sólo que el Kan estuviera librándose de sus enemigos, sino también una ofrenda fúnebre. Esto era lo que el Cielo quería de ella: que sirviera a su esposo durante su última guerra. Había sido salvada de las cenizas de su propio pueblo. Ahora volvería a oír sus olvidados gritos una vez más, pero en las gargantas de los Tangut que morían.

Los caballos pastaron en los campos que rodeaban Etzina y los mongoles sumaron a su ganado el de los Tangut.

Avanzaron hasta llegar a un terreno arenoso, donde los tamariscos estaban semienterrados. El ejército se abrió paso a través del laberinto de altas montañas y de ramas entrelazadas hasta llegar a unos sauces y a campos cultivados. Delante se extendían campos de pastoreo y las aguas dulces del río que se ensanchaba; detrás, los mongoles dejaban un rastro de ciudades incendiadas, campos devastados y montículos de cabezas.

El ejército del Kan había bordeado la muralla al norte de Kansu; sus torres y almenas eran inútiles ahora para el enemigo. Las huellas de las rutas comerciales que marcaban la tierra amarilla estaban despojadas de caravanas y los campos que rodeaban las arrasadas ciudades de los oasis estaban sembrados de cadáveres y huesos. Los caballos pastaban bajo los álamos y los sauces; las fuerzas de vanguardia ya habían empezado a cumplir su tarea allí.

El calor del verano era agobiante, el viento levantaba las arenas de Kansu y oscurecía el cielo. Los picos altos y nevados de las montañas Nan Shan se erguían hacia el sur, y constituían un refugio donde el Kan podía establecer su cuartel general. Siguió adelante y, mientras avanzaban, sus soldados diezmaron las bandas de fugitivos.

Por encima de oscuros acantilados de granito y laderas amarillas, el Kan encontró refugio en un amplio prado montañoso. Las tiendas se alzaron en las orillas de una rápida corriente, los animales pastaron, alimentándose de trébol y hierba moteada de flores azules.

Temujin ya no llevaba vendaje, pero Yisui veía sus gestos de dolor cuando se movía y oía sus gemidos durante la noche. Ella estaba siempre a su lado. Los hombres venían con frecuencia a su tienda a informar al Kan acerca de los progresos de la guerra, y él insistía en recibirlos.

Escuchar los mensajes, alterar las tácticas y decidir las señales que debían transmitirse entre los ejércitos insumía casi todas las horas de vigilia de Temujin. Sus dolores lo perturbaban demasiado para permitirle que se entretuviera cazando; no llamaba a ninguna de sus mujeres e ignoraba a las muchachas Tangut que podría haber reclamado. Sólo Yisui sabía que él ya no le hacía el amor; también ese placer le había sido arrebatado.

Ella lo instaba a descansar, a permitir que el aire más fresco lo reanimara, pero él estaba impulsado por la guerra. Se sentía obligado por su juramento: la flecha había salido disparada de su arco y debía clavarse en el corazón del enemigo. Si su espíritu debía abandonar su cuerpo al menos no permitiría que los Tangut lo sobrevivieran.

Con la ayuda de sus mujeres, Yisui atendía el "yurt", cocinaba, iba en busca de estiércol y ramas secas de tamarisco para alimentar el fuego, descuartizaba la caza y limpiaba la piel de los animales desollados. Incluso mientras cuidaba de su esposo se compadecía de los Tangut. Los hombres de Temujin se regocijaban ante la perspectiva de poder hacer lo que se les antojara con sus víctimas, y sólo el Kann podía impedírselo. Ella rogaba por victorias rápidas, aun sabiendo el sufrimiento que implicarían, porque los triunfos podían llegar a ablandar el corazón de Temujin.

Pero las noticias de las victorias sólo servian para fortalecer la determinación del Kan. Ese verano cayó Su Chou, y todos sus habitantes fueron ejecutados por haberse negado a entregarse. Kan Chou fue tomada por el general Chagan, quien sólo ejecutó a los oficiales que habían instado a la resistencia. Temujin permitió ese gesto de clemencia porque le había llegado la noticia de la muerte del rey Tangut; el hermano de Le Te Wang, llamado Li Hsien, lo había sucedido en el trono.

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