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Authors: Otfried Preussler

Krabat y el molino del Diablo (20 page)

BOOK: Krabat y el molino del Diablo
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—¡Atiende nuestras súplicas! —le rogaron—. ¡Atiende nuestras súplicas!

—¡De eso nada! —el maestro permaneció implacable—. ¡Largaos a casa! ¿Qué me importa a mí vuestra siembra? ¡Yo aquí... y esos de ahí —dijo señalando a los muchachos— no tendremos que pasar hambre! Ya me encargaré yo de ello, y si es necesario, aun sin nieve. ¡Pero vosotros, chusma de campesinos, me estáis cargando con vuestros huevos y vuestras aves de corral! ¡Por mí como si reventáis, eso es asunto vuestro! ¡No pienso mover ni un dedo por vosotros! ¡Ni por vosotros ni por vuestros polluelos! ¡No podéis esperar en serio de mí que haga eso!

—¿Y vosotros? —dijo el alcalde dirigiéndose a los ayudantes del molinero—. ¿Tampoco vosotros queréis ayudarnos, señores mozos de molino? ¡Hacedlo, por el amor de Dios, hacedlo por nuestros pobres hijos, sabremos agradecéroslo!

—Este tipo está loco —dijo Lyschko—. Voy a soltar los perros... ¡ea!

Silbó con dos dedos, un silbido tan agudo que a los muchachos se les metió hasta el tuétano. Se empezó a oír un ladrido, de varios perros al mismo tiempo, rabioso, un único aullido, un único alarido.

El alcalde dio un respingo, dejó caer la gorra.

—¡Vámonos! —exclamó—. ¡Nos van a hacer trizas! ¡Corramos, corramos!

Los dos ancianos y él se recogieron las capas, salieron corriendo del molino, cruzaron los prados, desaparecieron en el bosque, por donde habían venido.

—¡Bien hecho! —dijo el maestro—. ¡Bien hecho, Lyschko! —exclamó dándole palmadas en el hombro—. Nos hemos librado de los tres... y me apuesto lo que sea a que no van a volver por aquí tan pronto.

Krabat estaba furioso, el alcalde y sus acompañantes le daban pena. ¿Qué habían hecho de malo para que el molinero les negara su ayuda? No le hubiera costado más que consultar el
Grimorio
y pronunciar un par de palabras: las palabras que eran conocidas para aquel caso, y que Krabat no conocía.

El maestro aún no les había enseñado a los mozos cómo hacía uno que nevara.

Era una pena; si no, Krabat no se lo habría pensado demasiado y habría ayudado por su cuenta a los campesinos. Petar probablemente también lo hubiera intentado y Hanzo y algún otro.

Únicamente Lyschko se había alegrado por el desaire que el molinero les había hecho a los campesinos. Estaba orgulloso de que le hubiera salido bien el truco de hacerles creer que les iban a azuzar los perros.

Sin embargo, su alegría por el mal ajeno quedaría empañada. A la noche siguiente Lyschko se despertó sobresaltado dando fuertes gritos de dolor, y cuando los muchachos le preguntaron que, por todos los diablos, qué le había pasado, él se les quejó, los dientes castañeteándole de miedo de que en el sueño una trailla de perros carniceros negros le habían atacado y habían querido hacerle trizas.

—¡Oh, no! —dijo compasivo Juro—. ¡Qué suerte que sólo lo hayas soñado!

Aquella noche Lyschko soñó otras cinco veces con los perros carniceros, y las cinco veces se despertó sobresaltado y gritando de tal forma que los muchachos se despertaron con sus gritos.

—Coge tu manta, Lyschko, ¡y lárgate al granero! Allí puedes soñar con los perros todas las veces que quieras, y gritar de miedo hasta que te quedes ronco, ¡con tal de que no tengamos que oírte!...

A la mañana siguiente los muchachos tuvieron que frotarse los ojos antes de podérselo creer. Esa mañana todo estaba blanco fuera. Había nevado durante la noche, y aún siguió nevando, en copos grandes y suaves, hasta media mañana. Ahora los campesinos podían estar contentos, los de Schwarzkollm y los de los demás pueblos de los alrededores de Koselbruch.

¿Habría cambiado de idea el maestro y les habría ayudado?

—Quizá haya intervenido Pumphutt —opinó Juro—. Los campesinos podrían haberse encontrado con él. Yo creo que él no les hubiera dicho que no.

—¿Quién, Pumphutt? ¡Por supuesto que no! —coincidieron con él los muchachos.

Pero Pumphutt no podía haber sido, pues a eso del mediodía —y una vez más había sido Lobosch el que los había visto llegar—... pues, bien, a eso del mediodía llegaron al molino el alcalde y sus ancianos en un trineo tirado por caballos para llevarle al maestro lo que creían deberle por su ayuda: siete gallinas, cinco gansos y cinco docenas de huevos.

—Te damos las gracias, molinero de Koselbruch —dijo el alcalde, haciéndole una profunda reverencia al maestro—. Te damos las gracias por haber tenido piedad de nuestros hijos. Tú sabes que no somos ricos. Toma lo que aquí te traemos en señal de nuestro agradecimiento. ¡Que el cielo te recompense!

El maestro le había estado escuchando con el ceño fruncido. Entonces, y los mozos del molino se dieron cuenta de lo mucho que tuvo que esforzarse por permanecer tranquilo, dijo:

—Yo no sé quién os ha ayudado... Desde luego yo no he sido; que no quede ninguna duda. ¡Meted vuestras cosas en el trineo e iros al diablo!

Dicho aquello dejó plantados a los campesinos y se fue a la cámara negra. Los mozos del molino oyeron cómo echaba el cerrojo por dentro.

El alcalde y sus acompañantes estaban allí con sus regalos como si se hubieran quedado de piedra.

—¡Venid! —dijo Juro, y les ayudó a cargar—. Regresad ahora a Schwarzkollm... ¡y cuando lleguéis a casa bebeos una copa de aguardiente fuerte o dos y olvidaos de todo esto!

Krabat siguió con la mirada el trineo con los tres hombres hasta que desapareció en el bosque. Durante un rato se siguió oyendo aún el tintineo de los cascabeles, el restallido del látigo y la voz del alcalde, que gritaba «¡iah, iah!» para arrear a los caballos.

Yo soy Krabat

La nieve se derretía, llegaba la primavera, Krabat aprendía como un poseso. Aventajaba por mucho a sus camaradas. El maestro le alababa, se mostraba muy satisfecho con sus progresos en la magia negra. Parecía no sospechar que Krabat sólo aprendía y aprendía y seguía aprendiendo para estar bien armado el día de la lucha, para la hora del ajuste de cuentas.

El Domingo de Ramos fue la primera vez que Merten se volvió a levantar. Se sentó detrás de la leñera al sol. Estaba pálido, estaba flaco, casi se transparentaba. Y ahora se veía que se le había quedado el cuello torcido. Con todo, ahora ya volvía a decir lo mínimo imprescindible: «sí» y «no» y «trae» o «deja».

El Viernes Santo acogieron a Lobosch en la Escuela Negra. ¡Cómo se sorprendió el pequeño cuando el maestro le transformó en un cuervo! Revoloteó alegremente por la cámara, rozó con la punta de sus alas la calavera y el libro de magia. Tres veces tuvo el maestro que chistarle..., sólo entonces se posó el chiquillo en la barra, un gracioso pájaro negro de un palmo de largo con ojillos vivarachos y plumas esponjadas.

«Éste es el arte de hablarle a otra persona con el pensamiento de tal forma que ésta te pueda oír y comprender las palabras como si salieran de ella misma.»

A los mozos del molinero aquella noche no les resultó fácil seguir al maestro porque Lobosch les distraía constantemente. Era divertido mirarle, ponía los ojos en blanco, retorcía el cuello y batía las alas. ¡Ya podía leer el molinero lo que fuera del
Grimorio!

Krabat entretanto no dejaba que se le escapara ni una sola palabra.

Había comprendido lo importante que era la nueva lección... para él y para la cantora. Iba memorizando la fórmula sílaba por sílaba. Antes de dormirse, en el catre, la repitió muchas veces hasta estar seguro de que jamás se le olvidaría.

El sábado de Gloria, cuando empezó a oscurecer, el maestro volvió a enviar a los mozos del molino a por la señal. Los últimos que quedaron al echar a suertes fueron Krabat y Lobosch, y el molinero les hizo partir tras darles su bendición negra.

Krabat había dejado mantas preparadas en la leñera, dos para cada uno, porque al caer la tarde el tiempo se había nublado y olía a lluvia. Como fueron los últimos que partieron del molino, le metió prisas a Lobosch. Consideraba posible que ya otros dos muchachos fueran de camino hacia la Muerte de Bäumel: un temor que no tenía fundamento, según se demostró cuando llegaron a la cruz de madera.

En la linde del bosque recogieron trozos de corteza y ramas, encendieron una pequeña hoguera. Krabat le explicó al muchacho por qué estaban allí fuera, en aquel lugar, y que tenían que pasar la víspera de Pascua juntos en vela al lado del fuego.

Lobosch, tiritando de frío, se envolvió en sus mantas y dijo que menos mal que no tenía que estar allí él solo, que, si no, se moriría de miedo y entonces posiblemente tendrían que erigir en aquel lugar una segunda cruz de madera, si bien más pequeña...

Más tarde hablaron de la Escuela Negra y de las reglas por las que se regía la clase de magia. Luego estuvieron callados durante un rato; y finalmente Krabat empezó a hablar de Tonda y de Michal.

—Ya te avisé de que algún día te hablaría de ellos.

Mientras le informaba a Lobosch sobre sus amigos se dio cuenta de que él mismo estaba ocupando ahora el lugar de Tonda, al menos por lo que se refería a aquel muchacho que estaba enfrente de él al otro lado del fuego.

Inicialmente tenía previsto no contarle a Lobosch el final que habían tenido Michal y Tonda, por lo menos no de una forma muy concreta; sin embargo, cuanto más hablaba de ambos, también de Worschula, que estaba enterrada en el cementerio de Seidewinkel, y de que Tonda había afirmado que los mozos del molino de Koselbruch habían hecho caer sobre ella la desgracia. Cuanto más hablaba, más natural le parecía que el muchacho tenía derecho a saber aquello que él al principio había querido ahorrarle. Así fue como Krabat le contó todo lo que había que contar. Únicamente no le mencionó nada del secreto de la hoja de la navaja para no poner en peligro la fuerza mágica que en ella residía.

—¿Tú sabes —preguntó Lobosch— quién es el culpable de las muertes de Tonda y de Michal?

—Me lo imagino —dijo Krabat—. Y si mi sospecha se confirma, me vengaré.

A eso de la medianoche empezó a llover ligeramente. Lobosch se echó la manta por encima de la cabeza.

—¡No lo hagas! —dijo Krabat—. Así no podrás oír las campanas ni el canto del pueblo.

Poco después percibieron cómo allá a lo lejos empezaban a repicar las campanas de Pascua, y oyeron la voz de la cantora, que llegaba hasta allí desde Schwarzkollm: la voz de la cantora y, alternando con ella, las de las demás muchachas.

—Suena bien —dijo Lobosch un rato después—. Por oír esto merece la pena calarse.

Las horas siguientes las pasaron en silencio. Lobosch había comprendido que Krabat no quería hablar ni quería que le molestaran. No le fue difícil conformarse con ello. Lo que había conocido sobre Tonda y sobre Michal daba para reflexionar más de media noche.

Las muchachas cantaban, las campanas repicaban.

Krabat no se dio cuenta de que un rato después dejó de llover. Para él en aquel momento no había ni lluvia ni viento, ni frío ni calor, ni luz ni oscuridad: para él ahora no existía nada más que la cantora, su voz... y el recuerdo del brillo de sus ojos a la luz del cirio pascual.

Aquella vez Krabat estaba dispuesto a no salirse de sí mismo. ¿No les había enseñado el maestro el arte de hablarle a otra persona con el pensamiento «de tal forma que ésta pudiera oír y comprender las palabras como si salieran de ella misma»?

Al amanecer Krabat pronunció la nueva fórmula. Se concentró con toda su alma en la cantora... hasta que creyó sentir que había llegado hasta ella... y entonces le habló.

«Alguien te ruega, cantora, que le escuches», dijo. «Tú no le conoces, pero él te conoce a ti desde hace mucho tiempo. Cuando hayas cogido esta mañana el agua de Pascua procura quedarte atrasada con respecto a las demás muchachas mientras regresas a casa. Tienes que ir tú sola con tu cántaro de agua, pues ese alguien quiere encontrarse contigo... y no quisiera que ocurriera ante los ojos de todos, porque sólo te interesa a ti, y a él, y a nadie más en este mundo.»

Tres veces le imploró, siempre con las mismas palabras. Luego empezó a clarear la mañana, el canto y las campanas se acallaron. Ya había llegado el momento de enseñarle a Lobosch a trazar la estrella de cinco puntas y de signarse, el uno al otro, con las astillas de la cruz de madera que Krabat había cortado del tronco con la navaja de Tonda y convertido en carbón en la lumbre.

Krabat tenía tanta prisa por regresar a casa que parecía estar poseído por la ambición de que fueran los primeros que llegaran al molino. Lobosch, con sus cortas piernas, apenas era capaz de seguirle el paso.

Poco antes de llegar a Koselbruch, a la altura de los primeros matorrales, Krabat se detuvo. Se hurgó en los bolsillos, luego se llevó las manos a la cabeza y dijo:

—Me la he dejado en la cruz de madera...

—¿El qué? —preguntó Lobosch.

—La navaja.

—¿La que te dio Tonda?

—Sí..., la de Tonda.

El muchacho sabía que la navaja era el único recuerdo que Krabat tenía de Tonda.

—¡Pues entonces tendremos que volver a buscarla! —dijo.

—No —le contradijo Krabat esperando que Lobosch no se diera cuenta del engaño—. Déjame que vaya yo solo, así tardaré menos. Tú mientras tanto puedes esperarme sentado entre los matorrales.

—¿De verdad?

El chiquillo reprimió un bostezo.

—Sí, de verdad, haz lo que te digo.

Mientras Lobosch se sentaba entre los matorrales sobre la hierba húmeda Krabat se fue corriendo a toda prisa al sitio por donde sabía que tenían que pasar las muchachas cuando llevaran a sus casas el agua de Pascua; allí se acurrucó entre los setos.

No mucho después llegaron las muchachas con sus cántaros de agua, pasando a su lado en una larga fila. Krabat vio que la cantora no estaba entre ellas. O sea, que le había oído, y había entendido lo que él le había rogado desde la distancia.

Luego, cuando ya todas las muchachas habían desaparecido, la vio venir. Iba sola, muy arropada con su capa de lana. Entonces él se asomó y se dirigió hacia donde estaba ella.

—Yo soy Krabat, un mozo del molino de Koselbruch —dijo—. No te asustes de mí.

La cantora le miró a la cara, muy tranquila, como si le hubiera estado esperando.

—Ya te conozco —dijo ella—, porque he soñado contigo. Contigo y con un hombre que tenía intención de hacerte algo malo...; pero nosotros, tú y yo, no le hicimos ningún caso. Desde entonces he estado esperando encontrarme contigo, y ahora ya estás aquí.

—Estoy aquí —dijo Krabat—, pero no puedo quedarme mucho tiempo: me están esperando en el molino.

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