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Authors: Fernando Trujillo

La biblia de los caidos (2 page)

BOOK: La biblia de los caidos
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—No lo creo —bufó Ernesto. Conocía de sobra a su hijo para saber que lo había dicho solo para incomodarle aún más.

—¿La policía? —preguntó Mario frunciendo el ceño ante el teléfono—. ¿Estás seguro?... ¿Los cuatro?... ¿Mi hija está bien?... No me extraña. Como si no conociera a mi mujer. Estará dándose el tercer masaje del día, o perdiendo el tiempo de cualquier otro modo. Pregúntale a la niñera... Esos perros son peligrosos, atrapadlos... ¡Maldición! Siempre tengo que ocuparme de todo. Voy para allá.

Colgó el teléfono y se levantó.

—¿Le ha pasado algo a Silvia?

—Tengo que irme. Los malditos perros se han escapado...

Ernesto le agarró por el brazo.

—Olvida nuestras diferencias. Quiero saber si le ha pasado algo a mi nieta.

Mario se sacudió de encima la mano de su padre con un movimiento brusco.

—La niña está bien. Pero yo no me olvido de nada. Tú, en cambio, puedes ir olvidándote de tu empresa. Si quieres hacer algo por tu nieta, paga la cuenta.

Y se marchó.

Ni siquiera recogió su abrigo del ropero.

—A mi casa —le indicó al chófer cerrando la puerta de la limusina—. Y date prisa.

El tráfico de Madrid era un obstáculo que el dinero de Mario no podía sortear. Tardaría como poco media hora en llegar, a pesar de estar a un máximo de cinco minutos con las calles despejadas. Mario dio un puñetazo en el asiento y se sirvió una copa.

La situación podía empeorar mucho si no encontraban a los perros. Por lo visto se habían escapado del chalé. Según le había contado su abogado, uno se había colado en la casa del vecino, un tipo desagradable con el que ya había tenido altercados en el pasado debido a los perros; dos más estaban corriendo por las calles y el cuarto había desaparecido. Aquello distaba mucho de ser un problema sencillo.

Los perros los había comprado para su mujer. Mario se negó al principio, pero ella insistió hasta que lo consiguió. «Es por mi seguridad —había dicho ella—. Me siento desnuda con la niña sola en un chalé tan grande».

Las explicaciones de Mario respecto al sistema de seguridad de la casa no sirvieron absolutamente de nada. Había más cámaras de vigilancia que en el Museo del Prado, pero eso daba igual. Su mujer quería perros guardianes, y los consiguió, aunque luego no les hizo el menor caso.

Lo verdaderamente peligroso era que esos condenados chuchos podían despedazar a un adulto en pocos segundos. Mario no quería ni imaginar lo que serían capaces de hacerle a un niño en plena calle. Según su cuidador, un viejo domador de leones que cobraba una fortuna por adiestrar a los perros, no atacarían a nadie si no se les gritaba una palabra concreta. ¿O era un gesto especial? Mario no lo recordaba. Pagaba mucho para no tener que ocuparse de ese tipo de cosas. El mundo real era un lugar complicado, imperfecto, y lo peor de todo, impredecible. Él se sentía mejor inmerso en su universo particular, donde solo importaban las finanzas, algo que dominaba a la perfección.

Y su mujer sin aparecer por ninguna parte. Mario la llamó pero no contestó al teléfono. Cuando recuperasen a los animales, cuando Mario pagara lo que hubieran trastrocado, y cuando ya estuviera todo resuelto, entonces ella aparecería.

Pero esta sería la última vez. Averiguaría quién había sido el responsable de que se hubieran escapado y lo despediría. Luego sacrificaría a los perros y los convertiría en salchichas.

La limusina entró en la calle Parque Conde Orgaz, en el barrio de la Piovera, una de las zonas más caras y lujosas de Madrid.

Había un coche de la policía aparcado en doble fila, y varias personas frente a la puerta de su chalé. El vecino estaba despotricando, pero su abogado parecía controlar la situación. Los dos agentes mediaban entre ellos, mientras los curiosos revoloteaban en los alrededores.

—¿Qué ha sucedido? —exigió saber Mario saliendo de la limusina.

Su abogado se alegró de verle.

—¿Es usted Mario Tancredo? —preguntó un agente de policía demasiado joven para inspirar autoridad.

—El mismo.

—Uno de sus perros se ha colado en el chalé de...

—¿Ha causado algún daño?

—No, pero su vecino le ha denunciado...

—Mi vecino es idiota —atajó Mario, respirando tranquilo al saber que nadie estaba herido. Si había que pagar alguna multa le traía sin cuidado—. ¿Me ha denunciado porque se le ha colado un chucho en casa? Lo que hay que ver. Como si no tuvieran ustedes cosas más importantes de las que encargarse.

—¡Ni que fuera la primera vez! —gritó el vecino—. Estoy harto de esos sacos de pulgas que no paran de ladrar cuando alguien pasea por la acera a menos de veinte metros de tu parcela...

—Tu mujer también ladra y yo no me quejo —repuso Mario.

Su abogado se interpuso a tiempo de evitar una confrontación. Los policías impusieron orden, y poco a poco el vecino se tranquilizó.

—Señor Tancredo —dijo un agente—, por lo visto tres de sus perros siguen desaparecidos y eso podría ser peligroso.

Antes de que Mario dijera nada, otro coche se detuvo en doble fila. Se bajó un hombre mayor con la barba descuidada y una ropa excesivamente informal.

—Le he llamado yo —dijo el abogado a Mario—. Pensé que le necesitaríamos.

Mario asintió.

—Tus perros se han escapado —le reprochó al viejo cuidador.

—¿Cómo es posible? —preguntó el hombre.

—Aún no lo sé, pero si le hacen algo a alguien...

—No lo harán, a menos que les ataquen.

—Bien, pues faltan tres. Vas a encontrarlos ahora mismo...

Un nuevo coche de la policía estacionó junto a ellos y tuvo que subirse a la acera para no bloquear la calle. Salieron dos agentes arrastrando a dos enormes dóberman. Los animales se negaban a salir del vehículo y los policías tuvieron que tirar de las correas con todas sus fuerzas.

—Yo no haría eso —gritó el cuidador con tono de preocupación—. Si estranguláis a los perros los podéis cabrear y no os lo recomiendo.

—¿Son sus perros? —preguntó el policía—. No creo que vayan a atacar a nadie.

El cuidador llegó hasta el coche y echó un vistazo dentro.

—Son ellos—confirmó mirando a Mario y a los demás—. Pero solo hay dos. Venid aquí, ¡vamos!

Mario fue el que más se sorprendió de que los animales se negaran a obedecer. Había visto al cuidador manejar a aquellas máquinas de matar como si fuesen marionetas, con una sencillez que invitaba a pensar que cualquiera podía hacerlo. Esa era la única razón por la que le había contratado. De otro modo, no se hubiera atrevido a tener a esas bestias cerca de su hija de ocho años.

Tras mucho esfuerzo, uno de los perros salió del coche. Se acercó un poco al chalé, constantemente envuelto en una mezcla de palabras dulces y órdenes firmes del cuidador, pero al llegar junto a la puerta se giró como un rayo y salió disparado. El cuidador no se lo esperaba y se le escapó. El animal volvió a meterse en el coche.

—¿Qué les habéis hecho? —preguntó el cuidador—. Nunca les había visto comportarse de ese modo.

—Nada en absoluto —dijo el policía—. Les encontramos así, entre dos coches.

—Así, ¿cómo? —preguntó Mario.

—Asustados.

—Eso es absurdo —dijo el cuidador—. Nada puede asustar a esos perros. Les he entrenado personalmente. Se pelearían contra un tigre si se lo ordenara.

—Mire, abuelo —dijo el agente sin vacilar—. Yo no sé gran cosa de chuchos, pero cuando miran hacia abajo y meten el rabo entre las piernas es que están cagados de miedo.

—Es imposible —insistió el cuidador.

—Yo no me invento nada. Todos lo han visto —dijo el policía—. Esos perros tienen miedo de entrar en el chalé.

Entonces les llegó un grito agudo, desesperado, que se prolongó varios segundos. Todos volvieron la cabeza hacia la casa. Los perros ladraron enloquecidos en el interior del coche de policía. Un estruendo reveló que se había roto una ventana.

Mario identificó la voz. Era la niñera. Debía de haberse topado con el cuarto perro. Si estaba herida, tendría problemas con la policía. Salió corriendo y abrió la verja de entrada a su parcela.

—¡Eh, espere! —le gritó uno de los agentes —. Vamos con usted. Puede ser peligroso.

Corrieron hacia él, pero Mario cerró la puerta antes de que ninguno pudiera entrar.

—¿Qué está haciendo? Déjenos pasar. Somos la policía y alguien podría necesitarnos.

—De ser así, les avisaré enseguida, pero si no es el caso, nadie entrará en mi propiedad.

—Tienes que dejarles pasar. Son la policía.

—Tú eres mi abogado. Inventa alguna excusa legal para retenerles.

Desatendió las demandas de los policías mientras cruzaba a toda velocidad el jardín, hacia la entrada más cercana. Al llegar, vio la nevera estampada contra el rosal, con la puerta desencajada y la comida desperdigada por el césped. La ventana de la cocina estaba unos metros por encima, completamente destrozada. Aquello no podía haberlo hecho un perro, ni siquiera un hombre corriente. Se necesitaba a alguien muy fuerte para arrojar una nevera por la ventana, probablemente más de uno, eso le hizo pensar que tal vez no hubiera sido buena idea dejar a la policía al margen. Se le pasó por la cabeza dar media vuelta, pero entonces se acordó de Silvia, su pequeña de ocho años. El grito que había escuchado era de la niñera, y ella nunca se separaba de Silvia, así que su hija estaba dentro de la casa, con lo que fuera que había destrozado la cocina.

—¡Silvia! ¿Dónde estás, cariño? —gritó casi sin aliento al entrar.

No obtuvo respuesta.

La puerta de la cocina cayó al suelo en cuanto Mario la tocó con la yema de los dedos. Prácticamente, no había un solo objeto en su sitio, era como si hubiera pasado un tornado por allí. Una de las paredes presentaba una telaraña de grietas con un agujero del tamaño de una pelota de tenis en el centro.

Mario volvió a llamar a su hija con todas sus fuerzas. No era buena señal que no le contestara.

—Estoy aquí, papi —dijo una voz que definitivamente no era la de Silvia.

Más que sonar, había retumbado. Demasiado grave para pertenecer a una mujer, tenía que ser un hombre, y uno enorme, para tener un pecho capaz de emitir aquel sonido. Le recordó a la voz de un ogro que había visto en una película de dibujos con Silvia hacía poco. El problema era que, en la película, la voz estaba retocada para parecer inhumana.

Provenía del salón de lectura, de eso estaba seguro. En el pasillo vio dos piernas asomando tras una esquina. Se arrojó al suelo apresuradamente y encontró un cuerpo yaciendo boca abajo.

Era la asistenta. Mario no apreció signos de violencia en su cuerpo. Comprobó el pulso y suspiró aliviado al comprobar que estaba viva. Tal vez solo fueran ladrones y no hicieran daño a nadie.

—¿No vienes conmigo, papi? —tronó la misma monstruosa voz.

Mario descorrió las dos amplias puertas correderas y penetró en el salón de lectura resuelto a enfrentarse a un ladrón, probablemente uno muy gordo con una cicatriz horrible en la garganta que justificara ese estruendo.

La estancia era amplia, circular, completamente revestida de madera y libros, excepto por un ventanal por el que penetraba abundante luz natural. Había un elegante escritorio, que Mario nunca utilizaba, pero que quedaba bien, y dos sillones algo incómodos colocados para recibir el calor de la chimenea. En el centro había una alfombra y sobre ella estaba el cuarto perro. Nadie más.

Mario consideró haberse equivocado al ubicar la procedencia de la voz, pero entonces reparó en que le sucedía algo al animal. Estaba aplastado contra el suelo, sin moverse, y con la misma expresión de aquel que había sacado el cuidador del coche de policía. Estaba aterrado.

—¿Qué te pasa, chico? —le susurró Mario doblando las rodillas—. Tienes que levantarte y venir conmigo. Tu ayuda me vendría muy bien.

El perro no se movió.

Algo sonó por encima de su cabeza.

—Me alegro de verte, papi.

Mario miró hacia arriba y su corazón estuvo a punto de detenerse.

El techo era muy alto, y de él pendía una complicada lámpara hecha a base de piezas de cristal, más de trescientas si no recordaba mal. De la punta de la lámpara colgaba su hija, boca abajo... y le sonreía.

La mente de Mario sufrió un pequeño colapso intentando entender la imagen que le transmitían sus ojos. Dio un paso hacia atrás y cayó torpemente en el suelo, sin dejar de mirar hacia arriba.

Silvia se soltó. Separó las manos y los pies, y se posó tan delicadamente en el suelo como lo hubiera hecho un gatito. Luego sonrió a su padre con los ojos abiertos al máximo.

Mario se fijó en que estaba extremadamente pálida y daba la impresión de haber perdido peso.

—Si... Silvia, ¿qué te ha pasado?

—Nada, papi —dijo su hija con esa voz que no era suya. Mario no pudo contener su miedo. Veía los labios de su pequeña moverse pero no podía creer que ese sonido saliera de su garganta—. Estoy mejor que nunca —continuó ella—. Mira lo que puedo hacer ahora.

Entonces su hija puso las manos alrededor de la cabeza del perro, y con un sencillo movimiento la giró. Mario escuchó el crujido con toda claridad y profirió un grito desgarrador. El cuello del perro se partió. La niña sostuvo la cabeza del animal sobre la suya, dejando que una sangre de color marrón oscuro se derramara sobre su boca abierta hasta que la desbordó y resbaló por su cuello. Silvia hizo gárgaras. El sonido fue grotesco, más de lo que Mario podía soportar.

Se tapó los ojos, convencido de que se volvería loco.

—¿Ya no me quieres, papi? A lo mejor tienes sed. ¡Toma!

Mario no contestó. Sollozó intentando aferrarse a la cordura. Sintió un golpe en el hombro, algo rebotó en el suelo. No necesitó abrir los ojos para saber que era la cabeza del perro.

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