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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

La casa Rusia (11 page)

BOOK: La casa Rusia
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—Está chiflada —declaró a la oscuridad que se abría bajo él—. Total y absolutamente chiflada. Ella ni siquiera estuvo allí.

Nadie preguntó de quién hablaba ni a qué lugar se refería. Hasta Clive conocía el valor de un buen silencio.

—K de Katya, abreviatura de Yekaterina, según tengo entendido —dijo Walter al cabo de unos momentos—. El patronímico es Borisovna —llevaba una torcida corbata de lazo, amarilla y con un motivo en colores pardo y naranja.

—No conozco ninguna K, no conozco ninguna Katya, no conozco ninguna Yekaterina —dijo Barley—. Y tampoco ninguna Borisovna. Nunca he jodido con ninguna, nunca he flirteado con ninguna, nunca me he declarado a ninguna, nunca me he casado siquiera con ninguna. Nunca he conocido a ninguna, que yo recuerde. Sí, una.

Todos esperaron, esperé yo también, y habríamos esperado toda la noche y no se habría oído el crujir de una silla ni el carraspear de una garganta mientras Barley escrutaba su memoria en busca de una Katya.

—La vieja bruja de Aurora —continuó Barley—. Trató de colocarme unas láminas artísticas de pintores rusos. No piqué. Las tías habrían montado en cólera.

—¿Aurora? —preguntó Clive, sin saber si se trataba de una ciudad o de una agencia oficial.

—Editores.

—¿Recuerda su otro nombre?

Barley meneó la cabeza, con la cara todavía oculta.

—Barba —dijo—. Katya de la barba. Treinta a la sombra.

La rica voz de Bob poseía una calidad estereofónica, y la habilidad de cambiar por sí sola las cosas.

—¿Quiere leerla en voz alta, Barley? —preguntó, con el tono de camaradería de un viejo amigo—. Quizás el leerla en voz alta le refresque la memoria. ¿Quiere intentarlo, Barley?

Barley, Barley, todo el mundo amigo suyo, excepto Clive, que ni una sola vez, que yo recuerde, le llamó nada más que Blair.

—Sí, hágalo, ¿quiere? Léala en voz alta —dijo Clive, haciendo de ello una orden, y, para mi sorpresa, Barley pareció considerarlo buena idea. Irguiéndose con un rígido movimiento de la espalda, dispuso el busto de tal modo que tanto la carta como su rostro quedaban a la luz. Frunció el ceño como antes y empezó a leer en voz alta, con tono de estudiada perplejidad.


Mi querido Barley
—ladeó la carta y empezó de nuevo—.
Mi querido Barley: ¿Recuerdas la promesa que me hiciste una noche en Peredelkino mientras nos hallábamos en la galería de la dacha de nuestros amigos y nos recitábamos el uno al otro la poesía de un gran místico ruso que amaba a Inglaterra? Tú me juraste que siempre preferirías la Humanidad a las naciones y que cuando llegase el momento te comportarías como un ser humano decente.

Había vuelto a detenerse.

—¿No es verdad nada de eso? —preguntó Clive.

—¡Ya le he dicho que nunca he estado con esa tipa!

Había en la negativa de Barley una energía y un vigor antes inexistentes. Estaba rechazando algo que le amenazaba.


Así que ahora te pido que cumplas tu promesa, aunque no en la forma que podríamos haber imaginado la noche en que consentimos en hacernos amantes.
—Chorradas, murmuró. Esta tía lo confunde todo—.
Te ruego que enseñes este libro a personas inglesas que piensen igual que nosotros. Publícalo por mí, utilizando los argumentos que expresaste con tanto ardor. Enséñaselo a tus científicos y artistas e intelectuales, y diles que
es
la primera piedra de un gran alud y que ellos deben arrojar por sí mismos la siguiente. Diles que con la nueva apertura podemos actuar juntos para destruir la destrucción y castrar al monstruo que hemos creado. Pregúntales qué
es
más peligroso para la Humanidad, someterse como un esclavo o resistir como un hombre. Compórtate como un ser humano decente, Barley. Amo a la Inglaterra de Herzen y a ti. Tu amante K.
¿Quién diablos es ella? Está completamente tarumba. Los dos lo están.

Dejando la carta sobre la mesa, Barley se dirigió con pasos inciertos hacia el extremo oscuro de la estancia, maldiciendo por lo bajo y golpeando el aire con su puño derecho.

—¿Qué diablos se propone la mujer? —protestó—. Ha tomado dos historias completamente distintas y las ha mezclado. Y, de todas maneras, ¿dónde está el libro?

Había recordado nuestra presencia y estaba de nuevo vuelto hacia nosotros.

—El libro está a salvo —respondió Clive, mirándome de soslayo.

—¿Dónde está, por favor? Es mío.

—Nosotros pensábamos más bien que era del amigo de ella —dijo Clive.

—Me ha sido confiado a mí. Ya ha visto lo que él escribió. Yo soy su editor. Es mío. No tienen ustedes ningún derecho sobre él.

Se había posado con los dos pies justamente en el terreno en que no queríamos que entrase. Pero Clive fue rápido en distraerle.


¿Él?
—repitió Clive—. ¿Quiere decir que Katya es un hombre? ¿Por qué dice
él?
Realmente, nos está usted desconcertando. Es usted una persona desconcertante, supongo.

Yo había estado esperando que el estallido se produjese antes. Había percibido ya que la sumisión de Barley era una tregua, no una victoria, y que cada vez que Clive la refrenaba le empujaba un poco más a la rebelión. Así que, cuando Barley se acercó a la mesa, se inclinó sobre ella y levantó flojamente las manos con las palmas hacia arriba, desde los costados, en lo que muy bien podría haber sido un dócil gesto de desvalimiento, yo no esperaba precisamente que fuese a ofrecer a Clive una respuesta dulcemente razonada a su pregunta. Pero ni yo mismo había imaginado la intensidad de la detonación.

—¡No tiene usted ningún derecho! —rugió Barley directamente en la cara de Clive, golpeando con las palmas de las manos la mesa con tanta fuerza que mis papeles saltaron delante de mí. Brock acudió corriendo desde el pasillo. Ned tuvo que ordenarle que se volviera—. Ése es
mi
manuscrito. Enviado para mí por
mi
autor. Para
mi
consideración en
mi
propio tiempo. No tiene usted ningún derecho a robarlo, leerlo, ni guardarlo. Así que deme el libro y vuélvase a su cochina isla —agitó un brazo.


Nuestra
isla —le recordó Clive—. El libro, como usted lo llama, no es en absoluto un libro, y ni usted ni nosotros tenemos ningún derecho sobre él —continuó gélida y mendazmente—. No me interesa su preciosa ética de editor. A nadie aquí le interesa. Todo lo que sabemos es que el manuscrito en cuestión contiene secretos militares acerca de la Unión Soviética que, suponiendo que sean ciertos, son vitales para la defensa de Occidente. Hemisferio al cual pertenece usted también…, creo que agradecidamente. ¿Qué haría usted en nuestro lugar? ¿Ignorarlo? ¿Tirarlo al mar? ¿O tratar de averiguar cómo llegó a ser dirigido a un negligente editor británico?

—¡Quiere que se publique! ¡Que lo publique yo! ¡No que permanezca oculto en sus cámaras acorazadas!

—Exactamente —dijo Clive, volviendo a mirarme.

—El manuscrito ha sido requisado oficialmente y clasificado como materia de alto secreto —dije—. Está sometido a las mismas restricciones que esta reunión. Incluso más.

Mi viejo profesor de Derecho se habría revuelto en su tumba… y me temo que no por primera vez. Pero siempre es maravilloso lo que un abogado puede conseguir cuando nadie conoce la ley.

Un minuto y catorce segundos fue lo que el silencio duró en la cinta, Ned lo midió con su cronómetro cuando volvió a la Casa Rusia. Había estado esperándolo, incluso complaciéndose en aguardarlo, pero empezó a temer haber tropezado con uno de esos enloquecedores fallos que siempre parecen aquejar a las grabadoras en el momento crucial. Pero al escuchar más atentamente captó el zumbido un coche lejano y un retazo de risa femenina llegando hasta la ventana. Para entonces, Barley había descorrido las cortinas y estaba mirando a la plaza. Durante un minuto y catorce segundos, pues, permanecimos contemplando la espalda de Barley, nítidamente recortada sobre la noche lisboeta. Se oye luego un terrible fragor, como el estallido de varios cristales a un tiempo, seguido del surtidor de un pozo petrolífero, y uno supondría que Barley había iniciado su marcha, largo tiempo demorada, llevándose consigo los ornamentales platos portugueses que decoraban la pared y los ondulados jarrones de flores. Pero, en realidad, todo el estruendo era solamente el ruido de Barley al descubrir la mesita de las bebidas, echar tres cubos de hielo en un vaso de cristal y verter sobre ellos una generosa cantidad de whisky escocés, todo ello a cinco centímetros de distancia del micrófono que Brock, con su esmero característico, había ocultado en uno de los compartimientos ricamente tallados.

Capítulo 4

Había establecido un campamento base en un extremo de la habitación, en una silla alta y recta tan alejada de nosotros como pudo encontrar. Se encaramó en ella de costado hacia nosotros y se inclinó sobre su vaso de whisky, que sostenía con las dos manos, mirándolo fijamente como un gran pensador, o, al menos, como un pensador solitario. No nos hablaba a nosotros, sino a sí mismo, enfática y mordazmente, sin rebullir más que para tomar un sorbo de su vaso o mover afirmativamente la cabeza en relación a algún punto privado y habitualmente abstruso de su narración. Hablaba con la mezcla de pedantería e incredulidad que la gente utiliza para reconstruir un episodio desastroso, como una muerte o un accidente de tráfico. Así que yo estaba
aquí
, y tú estabas
allí
, y el otro tipo venía por
allá
.

—Fue en la última feria del libro de Moscú. El domingo. No el domingo anterior, el domingo siguiente —dijo.

—Septiembre —sugirió Ned, y Barley, al oído, volvió la cabeza y murmuró «gracias», como si agradeciera sinceramente ser aguijoneado. Luego arrugó la nariz, se ajustó las gafas y empezó de nuevo.

—Estábamos agotados —dijo—. La mayoría de los expositores se habían marchado el viernes. Éramos sólo unos cuantos los que quedábamos por allí. Los que tenían contratos que ultimar o carecían de razones especiales para apresurarse a regresar.

—Era un hombre comprometido, en lo alto del escenario, y resultaba difícil no sentir simpatía por él, allí, erguido, solo. Era difícil pensar «vamos, por Dios, vamos». Y tanto más difícil cuanto ninguno de nosotros sabía dónde iba a ir a parar.

Nos emborrachamos el sábado por la noche, y el domingo nos fuimos todos a Peredelkino en el coche de Jumbo.

De nuevo pareció tener que recordarse a sí mismo que tenía un auditorio.

—Peredelkino es el «poblado» de los escritores soviéticos —dijo, como si ninguno de nosotros hubiese oído hablar de él—. Disponen allí de dachas, siempre y cuando se porten bien. El Sindicato de Escritores lo gobierna sobre la base de su utilización exclusiva por sus miembros y decide quién tiene una dacha, quién escribe mejor en la cárcel, quién no escribe en absoluto.

—¿Quién es Jumbo? —preguntó Ned, interviniendo contra su costumbre.

—Jumbo Oliphant. Peter Oliphant. Presidente de «Lupus Books». Fascista escocés de salón. Masón cinturón negro. Cree tener una longitud de onda especial con los soviéticos. Tarjeta de oro —acordándose de Bob, inclinó la cabeza hacia él—. Me temo que no es American Express. Es una tarjeta de oro de la feria del libro de Moscú, distribuida por los organizadores rusos y que indica que se es un tipo importante. Coche gratis, intérprete gratis, hotel gratis, caviar gratis. Jumbo nació con una tarjeta de oro en la boca.

Bob sonrió demasiado ampliamente para demostrar que se tomaba a bien la broma. Pero era hombre de gran corazón, y Barley se había dado cuenta. Se me ocurrió la idea de que Barley era una de esas personas para las que un buen carácter no puede permanecer oculto, lo mismo que él no podría enmascarar su propia accesibilidad.

—Así que allá nos fuimos todos —continuó volviendo a su ensoñación—. Oliphant, de «Lupus». Emery, de la «Bodley Head». Y alguna chica de «Penguin» cuyo nombre no recuerdo. Sí, sí que lo recuerdo, Magda. ¿Cómo diablos podría yo olvidarme de una Magda? Y Blair, de «A B».

—Viajando como nababs en la estúpida limusina de Jumbo —dijo Barley, lanzando frases cortas como ropas viejas extraídas del baúl de su memoria—. Un coche corriente no era lo bastante bueno para Jumbo, tenía que ser un maldito y enorme «Chaika», con cortinas en el dormitorio, sin frenos y con un gorila al que le olía el aliento como conductor. El plan era echar un vistazo a la dacha de Pasternak, que se rumoreaba iba a ser declarada museo, aunque otro rumor insistía en que los bastardos se disponían a derribarla. Quizá también su tumba. Al principio, Jumbo Oliphant no sabía quién era Pasternak, pero Magda murmuró «Zhivago», y Jumbo había visto la película —dijo Barley—. No había ninguna prisa, todo lo que querían era pasear un poco y tomar el aire del campo. Pero el chófer de Jumbo utilizó el carril especial reservado para automovilistas oficiales en «Chaikas», así que hicieron el viaje en diez segundos en lugar de una hora, aparcaron en un charco y se dirigieron al cementerio, temblando todavía de gratitud por el viaje.

—El cementerio está en la falda de una colina, entre un montón de árboles. El chófer se queda en el coche. Está lloviendo. No mucho, pero él está preocupado por su horrible traje. —Hizo una pausa, aparentemente para meditar en la enormidad del chófer—. Gorila chiflado —murmuró.

Pero me dio la impresión de que Barley estaba despotricando contra sí mismo y no contra el chófer. Me parecía oír en Barley todo un coro autoacusador, y me pregunté si también lo oirían los otros. Tenía dentro de sí personas que realmente le volvían loco.

La cuestión era, explicó Barley, que habían acertado a ir un día en que las masas liberadas habían acudido también en gran número. En el pasado, dijo, siempre que había estado allí había encontrado el lugar desierto. Sólo las cercadas tumbas y los pequeños árboles. Pero aquel domingo de septiembre, con los poco familiares aromas de libertad en el aire, había unos doscientos entusiastas apiñados en torno a la tumba, y más cuando se marcharon, de todas las formas y tamaños. La tumba desaparecía bajo una montaña de flores, dijo Barley. Llegaban ofrendas sin cesar. La gente iba pasando los ramos por encima de sus cabezas para hacerlos llegar hasta el montón.

Luego empezaron las lecturas. El tipo bajito leyó poesía. La chica alta leyó prosa. Una avioneta pasó volando a tan baja altura que no se podía oír ni una palabra. Y volvió a pasar una y otra vez.

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