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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

La falsa pista (13 page)

BOOK: La falsa pista
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—Era lo que se dice un pedante.

—¿Qué quieres decir?

—Que me trataba con condescendencia. Para él solamente era una «chacha» sin importancia. A pesar de que una vez perteneció al partido que se dice defendía nuestra causa. La causa de las «chachas».

—¿Sabes que te llamaba «chacha» en su agenda?

—No me extraña en absoluto.

—Pero te quedaste.

—Ya te he dicho que pagaba bien.

—Intenta recordar la última visita. ¿Estuviste allí la semana pasada?

—Todo era exactamente como siempre. He intentado recordar. Pero él estaba como era habitual.

—O sea que, durante estos tres años, ¿nunca ocurrió nada fuera de lo normal?

Detectó enseguida que ella dudaba antes de contestar. Prestó más atención.

—Una vez, el año pasado —empezó vacilante—. En noviembre. No sé por qué. Pero me equivoqué de día. Llegué allí un viernes por la mañana en lugar del jueves. En ese momento salía un gran coche negro del garaje. Un coche con los cristales ahumados. Luego llamé a la puerta como siempre. Tardó un buen rato antes de abrir. Al verme se puso furioso. Luego cerró la puerta de golpe. Pensé que me despediría, pero cuando volví la vez siguiente no dijo nada. Fingió como si no hubiera pasado nada.

Wallander se quedó esperando a que continuara, pero no lo hizo.

—¿Eso es todo?

—Sí.

—¿Un gran coche negro que salía de la casa?

—Sí.

Wallander comprendió que no llegaría más lejos. Acabó el café rápidamente y se levantó.

—Si recuerdas algo más te agradecería que me llamases —le dijo al despedirse.

Regresó a la ciudad.

«Un gran coche negro que le visitaba», pensó. «¿Quiénes iban en aquel coche? Lo tengo que averiguar.»

Eran las seis. Un viento fuerte había empezado a soplar. Al mismo tiempo volvió la lluvia.

9

Cuando Wallander regresó a la casa de Wetterstedt, Nyberg y sus ayudantes ya estaban dentro. Habían estado removiendo toneladas de arena sin encontrar el lugar del crimen. Al llover de nuevo, Nyberg decidió colocar las lonas. Tendrían que esperar a que mejorase el tiempo. Wallander volvía a la casa con el presentimiento de que lo que Sara Björklund le había dicho sobre el día equivocado y el gran coche negro significaba que habían abierto un pequeño pero importante agujero en la coraza del perfecto Wetterstedt. Ella había visto algo que nadie debía ver. Wallander no podía interpretar de otra manera la furia de Wetterstedt ni el hecho de que nunca más comentase lo ocurrido. La ira y el silencio eran las dos caras de la misma manera de comportarse.

Nyberg estaba sentado en una silla en el salón de Wetterstedt y tomaba café. Wallander pensó que el termo de Nyberg debía de ser muy viejo. Le recordaba los años cincuenta. Nyberg había colocado un periódico encima del asiento para protegerlo.

—Todavía no hemos encontrado tu lugar del crimen —dijo Nyberg—. Y ahora no podemos buscar, está lloviendo.

—Espero que hayáis asegurado las lonas —comentó Wallander—. El viento es cada vez más fuerte.

—No se moverán —contestó Nyberg.

—Pensaba continuar examinando el escritorio —dijo Wallander.

—Hansson ha llamado —continuó Nyberg—. Ha hablado con los hijos de Wetterstedt.

—¿Ahora? —dijo Wallander—. Pensaba que lo había hecho hace tiempo.

—No sé nada de eso —respondió Nyberg—. Sólo te explico lo que me ha dicho.

Wallander entró en el despacho y se sentó en el escritorio. Movió la lámpara para que iluminase un círculo lo más amplio posible. Luego abrió uno de los cajones del lado izquierdo. Allí había una copia de la declaración de la renta de ese año. La sacó y la colocó ante sí sobre la mesa. Vio que Wetterstedt había declarado unos ingresos de casi un millón de coronas. Al repasar la declaración observó que los ingresos provenían en su mayor parte de sus ahorros personales, de la pensión y de los dividendos de acciones. En un resumen de la central de accionistas Wallander se dio cuenta de que Wetterstedt tenía acciones en la gran industria tradicional sueca. Había invertido en Ericsson, Asea Brown Boveri, Volvo y Rottneros. Aparte de estos ingresos, Wetterstedt había declarado unos honorarios del departamento de Exteriores y de la editorial Tidens. En concepto de patrimonio Wetterstedt había declarado cinco millones. Wallander memorizó los datos. Dejó la declaración en su sitio y abrió el cajón siguiente. Allí había algo parecido a un álbum de fotos. «Aquí estarán las fotos familiares que Ann-Britt Höglund echaba de menos», pensó. Puso el álbum en la mesa y abrió la primera página. Con creciente asombro pasó una hoja tras otra. El álbum estaba lleno de fotografías pornográficas antiguas, algunas de ellas muy atrevidas. Wallander notó que unas páginas se abrían más fácilmente que otras. Wetterstedt había sentido predilección por las páginas donde había modelos jóvenes. De repente oyó la puerta de fuera. Poco después entró Martinsson. Wallander le saludó señalando el álbum abierto.

—Algunos coleccionan sellos —dijo Martinsson—. Otros, obviamente, este tipo de fotos.

Wallander cerró el álbum y lo colocó otra vez en el cajón del escritorio.

—Ha llamado un tal Sjögren, abogado de Malmö —dijo Martinsson—. Me informó que tenía el testamento de Wetterstedt. Son bienes bastante considerables. Le pregunté si había herederos indirectos, pero todo recae en los directos. Wetterstedt también ha creado una fundación que repartirá dinero a jóvenes juristas. Hace tiempo que destinó ese dinero y pagó sus impuestos por ello.

—Sabemos otra cosa —dijo Wallander—. Gustaf Wetterstedt era un hombre acaudalado. Pero ¿no era hijo de un pobre estibador portuario?

—Svedberg está indagando sobre su historia —prosiguió Martinsson—. Me suena que ha encontrado a un viejo secretario del partido con buena memoria que tiene mucho que contar sobre Wetterstedt. Pero he venido para hablar de la chica que se suicidó en el campo de colza de Salomonsson.

—¿La has encontrado?

—No. Sin embargo, a través del ordenador he recibido más de dos mil propuestas del significado de la combinación de las iniciales. Es una lista bastante larga.

Wallander reflexionó. ¿Qué iban a hacer a continuación?

—Tendremos que sacarlo a través de la Interpol —dijo—. ¿Y cómo se llama eso nuevo? ¿Europol?

—Eso es.

—Envía una petición con sus datos personales. Mañana tomaremos una foto de la joya. La imagen de la Virgen. Aunque todo se ahogue en la marejada de la muerte de Wetterstedt, tenemos que publicar esa foto en los periódicos.

—La hice examinar por un joyero —dijo Martinsson—. Afirmó que era de oro puro.

—Al final alguien tendrá que echarla de menos —continuó Wallander—. Es muy raro que la gente no tenga ningún familiar.

Martinsson bostezó y preguntó si Wallander necesitaba alguna ayuda.

—Esta noche, no —dijo.

Martinsson abandonó la casa. Wallander continuó una hora más repasando el escritorio. Más tarde apagó la luz y permaneció sentado en la penumbra. «¿Quién era Gustaf Wetterstedt?», pensó. «La imagen que tengo todavía es muy vaga.»

De repente se le ocurrió algo. Salió al salón y buscó un nombre en el listín de teléfonos. Todavía no eran las nueve. Marcó el número y le contestaron casi enseguida. Dijo quién era y preguntó si podía hacer una visita. Luego dio por finalizada la rápida conversación. Fue en busca de Nyberg, que se encontraba en el piso superior de la casa, y le dijo que volvería más tarde, esa misma noche. El viento era fuerte, racheado, cuando salió. La lluvia golpeaba su cara. Se dirigió al coche corriendo para no quedar completamente empapado; se encaminó otra vez hacia el centro de la ciudad y se detuvo ante un bloque de apartamentos cerca del colegio Österportskolan.

Llamó al timbre del portal y la puerta se abrió. Cuando llegó al segundo piso, Lars Magnusson le estaba esperando descalzo. Desde dentro se oía una hermosa música de piano.

—Cuánto tiempo —exclamó Lars Magnusson al darle la mano a Wallander.

—Y que lo digas —contestó Wallander—. Debe de hacer más de cinco años que no nos vemos.

Una vez, hacía muchos años, Lars Magnusson había sido periodista. Después de una temporada en el Expressen se había cansado de la gran ciudad y había vuelto a Ystad, su ciudad natal. Él y Wallander se habían conocido a través de sus esposas. Ante todo habían descubierto su interés común por la ópera. Hasta muchos años después, cuando él y Mona ya se habían divorciado, Wallander no se dio cuenta de que Lars Magnusson estaba alcoholizado. Cuando la verdad se descubrió lo hizo con contundencia. Por casualidad, Wallander se encontraba en la comisaría muy tarde una noche cuando una patrulla de agentes entró llevando a rastras a Lars Magnusson. Estaba tan borracho que no se sostenía de pie. Había conducido en ese estado y al perder el control del vehículo se había estrellado directamente contra la vidriera de un banco. Más tarde le condenaron a seis meses de cárcel. Al volver a Ystad, nunca regresó al periódico. Su esposa también había abandonado su matrimonio sin hijos. Continuaba bebiendo, pero lograba mantenerse sin pasarse demasiado de la raya. Después de abandonar el periodismo vivía de plantear problemas de ajedrez para varios periódicos. Lo que le salvaba de no beber hasta matarse era el hecho de que cada día se obligaba a no tomar la primera copa de alcohol antes de haber realizado al menos un problema de ajedrez. Ahora que tenía fax ya ni siquiera necesitaba ir a correos. Podía enviar sus problemas directamente desde casa.

Wallander entró en el sencillo apartamento. Se le notaba en el aliento que Lars Magnusson había bebido. En la mesa, al lado del sofá, había una botella de vodka. Sin embargo, Wallander no vio ninguna copa.

Lars Magnusson era algunos años mayor que Wallander. Tenía una mata de pelo gris, que le caía por encima del cuello sucio de la camisa, y la cara roja e hinchada. Wallander vio que sus ojos estaban muy despiertos. Nunca nadie había tenido motivos para dudar de la inteligencia de Lars Magnusson. Se rumoreaba que una vez la editorial Bonniers le había aceptado una antología de poesía, pero que en el último momento él se había arrepentido y había devuelto el dinero del anticipo.

—Una visita inesperada —dijo Lars Magnusson—. Siéntate. ¿Qué te puedo ofrecer?

—Nada —dijo Wallander acomodándose en un sofá después de haber apartado un montón de diarios.

Lars Magnusson bebió un sorbo de la botella de vodka sin inmutarse y se sentó frente a Wallander. Había bajado el volumen de la música de piano.

—Hace tiempo —comentó Wallander—. Estoy intentando recordar cuándo fue la última vez.

—En la tienda de licores —contestó Lars Magnusson con rapidez—. Hace casi exactamente cinco años. Tú compraste vino y yo todo lo demás.

Wallander asintió con la cabeza. Lo recordaba.

—Tu memoria no falla —dijo.

—Todavía no la he matado con el alcohol —bromeó Lars Magnusson—. La guardo para el final.

—¿Nunca has pensado en dejarlo?

—Cada día. Pero supongo que no has venido para eso, para convencerme de que debería volverme abstemio.

—¿Has leído en los periódicos que han asesinado a Gustaf Wetterstedt?

—Lo he visto en la televisión.

—Recuerdo vagamente que una vez me contaste cosas sobre él. Sobre los escándalos que le rodeaban, pero que siempre fueron acallados.

—Algo que era lo más escandaloso de todo —interrumpió Lars Magnusson.

—Intento entender quién era —continuo Wallander—. Pensé que me podías ayudar.

—La cuestión es si quieres oír los rumores no confirmados o si quieres saber la verdad —dijo Lars Magnusson—. No estoy seguro de poder separarlos.

—Los rumores raras veces surgen sin que haya una causa —comentó Wallander.

Lars Magnusson apartó la botella de vodka, como si de repente hubiese decidido que estaba demasiado cerca de él.

—Empecé como voluntario a los quince años en uno de los periódicos de Estocolmo —dijo—. Era en 1955, en primavera. Allí había un viejo redactor de noche llamado Ture Svanberg. Él estaba por aquel entonces más o menos tan alcoholizado como yo lo estoy ahora. Pero cuidaba su trabajo a la perfección. Además era un genio creando titulares que vendían bien. No toleraba los textos mal escritos. Todavía recuerdo una vez que se enfadó a causa de un reportaje tan mal redactado que rompió los papeles y se comió los trozos. Los masticó y se los tragó. Luego dijo: «Esto no merece salir de otro modo que como mierda». Fue Ture Svanberg el que me enseñó el oficio de periodista. Solía decir que había dos tipos de escritores. «Uno es el tipo que cava la tierra en busca de la verdad. Está abajo en el hoyo echando la tierra hacia arriba. Pero encima de él hay otro hombre devolviendo la tierra abajo. Él también es periodista. Entre ambos siempre hay un duelo. La lucha de fuerza del tercer poder del Estado por el dominio que nunca acaba. Tienes periodistas que quieren informar y descubrir. Tienes otros que ejecutan los recados del poder y contribuyen a ocultar lo que realmente está ocurriendo.» Y así era. Lo aprendí con rapidez, a pesar de tener sólo quince años. Los hombres del poder siempre tienen empresas de limpieza y funerarias simbólicas. Hay cantidad de periodistas que no dudarían en vender sus almas por ejecutar sus recados. Volver a tapar la tierra. Enterrar los escándalos. Elevar las apariencias a verdades, garantizar la ilusión de la sociedad limpia.

Con una mueca se acercó la botella de vodka y bebió un trago. Wallander notó cómo luego se ponía la mano encima del estómago.

—Gustaf Wetterstedt —dijo—. ¿Qué fue en realidad lo que pasó?

Lars Magnusson sacó un arrugado paquete de tabaco del bolsillo de la camisa. Encendió un cigarrillo y expulsó una nube de humo.

—Prostitutas y arte —continuó—. Durante muchos años era un hecho bien conocido que el bueno de Gustaf se hacía llevar una chica a un apartamento en el barrio de Vasastan, uno pequeño del que su mujer no sabía nada. Tenía un mayordomo personal que se encargaba de todo el asunto. Oí rumores de que era adicto a la morfina y que Wetterstedt se la suministraba. Contaba con muchos amigos médicos. El que se acostara con putas no era interesante para los periódicos. No era ni el primero ni el último de los ministros suecos que lo hacían. Una cuestión interesante podría ser si hablamos de la regla o de la excepción. A veces me lo pregunto. Pero un día fue demasiado lejos. Una de las prostitutas se armó de valor y le denunció a la policía por malos tratos.

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