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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

La falsa pista (38 page)

BOOK: La falsa pista
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Tres horas más tarde, cuando la reunión terminó, sólo les quedaba una cosa pendiente: continuar. Wallander miró las caras fatigadas a su alrededor y les dijo que intentaran descansar. Canceló todas las reuniones del domingo. Se verían de nuevo el lunes por la mañana. No hacía falta mencionar la única excepción: sólo si algo grave sucedía, si el hombre que estaba allí fuera en el verano atacaba de nuevo.

Cuando Wallander llegó a casa por la tarde, Linda le había dejado una nota diciendo que estaría fuera hasta la noche. Wallander estaba cansado y durmió unas horas. Después llamó a Baiba en dos ocasiones sin encontrarla. Habló con Gertrud, que le dijo que su padre estaba como siempre. La única diferencia era tal vez que hablaba a menudo del viaje a Italia que realizarían en septiembre. Wallander pasó la aspiradora por el apartamento y arregló el cierre de una ventana. Todo el tiempo le roían los pensamientos sobre el asesino desconocido. A las siete se preparó una cena sencilla, filetes de bacalao congelado y patatas cocidas. Luego se sentó con una taza de café en el balcón y hojeó distraídamente un viejo ejemplar de
Ystads Allehanda
. Linda llegó a las nueve y cuarto. Tomaron té en la cocina. Al día siguiente le dejaría ver un ensayo de la obra de teatro en la que estaba trabajando junto con Kajsa. Estaba muy misteriosa y no quería explicar de qué se trataba. A las once y media se fueron los dos a la cama.

Wallander se durmió casi enseguida. Linda permaneció despierta en su habitación escuchando los pájaros nocturnos. Después también se durmió. Había dejado la puerta entornada. Ninguno de ellos notó que, poco después de las dos, la puerta se abría sigilosamente.

Hoover iba descalzo. Se quedó inmóvil en el recibidor escuchando el silencio. Podía oír a un hombre roncar en la habitación que estaba a la izquierda del salón. Con cuidado se adentró en el apartamento. La puerta de una de las habitaciones estaba entornada. Vio que alguien estaba durmiendo en ella. Una joven que tendría la edad de su hermana. No pudo resistir la tentación de entrar y ponerse a su lado. Su poder sobre la persona que dormía era total. Luego salió de la habitación y continuó hacia el dormitorio del que provenían los ronquidos. El policía llamado Wallander dormía boca arriba y se había quitado de encima toda la sábana excepto un trozo. Dormía profundamente. Su pecho subía y bajaba con movimientos lentos.

Hoover lo contempló sin moverse.

Pensó en su hermana, que pronto estaría liberada de todo mal. Que pronto volvería a la vida.

Observó al hombre que dormía. Pensó en la chica de la habitación de al lado, que debía de ser su hija.

Tomó una decisión.

Volvería dentro de unos días.

Abandonó el apartamento tan silenciosamente como había llegado. Cerró con las llaves que había sacado de la chaqueta del policía.

Poco después una motocicleta que se puso en marcha y desapareció rompió el silencio.

Luego todo quedó de nuevo en calma.

Excepto el trino de los pájaros nocturnos.

27

Cuando Wallander se despertó el domingo por la mañana, por primera vez en mucho tiempo se sentía descansado. Eran más de las ocho. Por la ranura de la cortina podía ver un trozo de cielo azul. El buen tiempo continuaba. Permaneció en la cama escuchando los ruidos. Luego se levantó, se puso el batín recién lavado y miró por la puerta entreabierta de Linda. Estaba durmiendo. Por un momento se sentía que retrocedía en el tiempo, cuando ella todavía era niña. Sonrió al recuerdo y entró en la cocina a preparar café. El termómetro que había delante de la ventana de la cocina marcaba diecinueve grados. Cuando el café estuvo listo, preparó una bandeja de desayuno para Linda. Recordaba lo que le gustaba. Un huevo pasado por agua tres minutos, pan tostado, unas lonchas de queso y un tomate cortado en rodajas. Solamente agua para beber. Tomó su café y esperó hasta las nueve menos cuarto. Entonces entró a despertarla. Pronunció su nombre y Linda se sobresaltó. Cuando vio la bandeja con el desayuno se echó a reír. Wallander se sentó a los pies de la cama y miró cómo desayunaba. Tras una primera reflexión al abrir los ojos, no había dedicado un solo pensamiento a la investigación. Le había sucedido antes, por ejemplo aquella vez que llevaban un caso difícil sobre quién o quiénes habían matado a un matrimonio de ancianos granjeros que vivían en una finca solitaria cerca de Knickarp. Cada mañana la investigación le pasaba por la cabeza, reducida a unos breves segundos en los que estaban concentrados todos los detalles y preguntas no contestadas.

Apartó la bandeja recostándose hacia atrás en la cama al mismo tiempo que se estiraba.

—¿Qué hacías levantado esta noche? —preguntó Linda—. ¿No podías dormir?

—He dormido como un tronco —contestó Wallander—. Ni siquiera he ido al lavabo.

—Debí de soñar —dijo, y bostezó—. Me pareció que abrías mi puerta y entrabas en la habitación.

—Sería un sueño —contestó—. Por una vez he dormido toda la noche sin despertarme.

Una hora más tarde Linda dejó el apartamento. Quedaron en verse en la plaza de Österportstorg a las siete de la tarde. Linda le preguntó si se acordaba de que precisamente a esa hora Suecia jugaba los octavos de final contra Arabia Saudí. Wallander contestó que no le importaba. Sin embargo, le había pagado cien coronas más a Martinsson apostando a que Suecia ganaría tres a uno. A Linda y a su amiga les habían dejado un local comercial vacío donde podían ensayar. Cuando Wallander se quedó solo, sacó la tabla de planchar y empezó con las camisas recién lavadas. Después de planchar dos con mucho esfuerzo, se cansó y llamó a Baiba a Riga. Contestó casi enseguida y por la voz percibió que se puso contenta de que la llamara. Le contó que Linda estaba de visita y que por primera vez desde hacía semanas se sentía descansado. Baiba estaba terminando su trabajo en la universidad antes del verano. Habló del viaje a Skagen con una ilusión casi infantil. Tras finalizar la conversación, Wallander entró en el salón y puso
Aida
con el volumen muy alto. Se sentía contento y lleno de energía. Se sentó en el balcón y leyó minuciosamente los periódicos de los últimos días. Sin embargo, se saltó los artículos sobre la investigación de los asesinatos. Se había concedido unos momentos de descanso y vacío mental hasta las doce. Entonces retomaría su trabajo. No obstante, no salió como había planeado, puesto que Per Åkeson le llamó a las once y cuarto. Había estado en contacto con el fiscal general de Malmö y juntos comentaron la solicitud de Wallander. Åkeson creía posible que Wallander tendría respuestas a algunas preguntas sobre Louise Fredman dentro de algunos días. Sin embargo, quiso que Wallander le informara sobre una cuestión.

—¿No habría sido más fácil hacer que la madre de la chica te facilitara esta información? —señaló.

—No lo sé —dijo Wallander—. No estoy seguro de que me hubiesen dicho la verdad que estoy buscando.

—¿Y cuál es? Si es que hay más verdades que una.

—La madre está protegiendo a su hija —dijo Wallander—. Es lógico. Yo también lo habría hecho. Aunque me lo explicara, lo que dijese estaría marcado por la protección. El historial clínico o los informes médicos hablan otro idioma.

—Supongo que tú lo sabes mejor —dijo Åkeson, y prometió que se pondría en contacto con él el lunes, en cuanto tuviese algo más que decirle.

La conversación con Per Åkeson había devuelto a Wallander a la investigación. Decidió tomar una libreta y sentarse a repasar la organización de la investigación para la semana siguiente. Tenía hambre y pensó que se podía permitir invitarse a sí mismo a comer ese domingo. Poco antes de las doce salió del apartamento, vestido de blanco como un tenista y con sandalias. Se dirigió hacia Österlen con la idea de visitar a su padre más tarde. Si no tuviese la investigación siempre en mente, habría invitado a su padre y a Gertrud a comer en algún sitio. Pero ahora sentía que necesitaba el tiempo para sí mismo. Durante la semana casi siempre estaba rodeado de gente, manteniendo conversaciones privadas y reuniones con el equipo de investigación. Ahora quería estar a solas. Sin darse cuenta fue conduciendo hasta Simrishamn. Se detuvo cerca de los barcos y dio un paseo. Después comió en el restaurante Hamnkrogen. Encontró una mesa apartada en un rincón y estuvo contemplando a las personas que estaban de vacaciones y que llenaban el restaurante. «Uno de los que están sentados aquí puede ser el hombre al que estoy buscando», pensó. «Si la teoría de Ekholm es correcta, que el asesino lleva una vida normal, sin señales exteriores de que dentro de él cobija un alma deformada que le permite exponer a otras personas a la violencia más tremenda que uno sea capaz de imaginar, podría ser uno de los que están comiendo aquí.»

En ese momento, el día veraniego se le escapó de las manos. Volvió a pensar en todo lo que había sucedido. Por alguna razón que no acababa de entender, empezó a pensar en la chica que se suicidó en el campo de colza de Salomonsson. No tenía nada que ver con los demás sucesos, era un suicidio, aún no se sabía por qué, y nadie le había asestado un hachazo en la columna vertebral o en la cabeza. Y sin embargo, Wallander empezó por ahí. Le ocurría cada vez que retrocedía en la investigación. Pero ese domingo, sentado en el restaurante Hamnkrogen en Simrishamn, algo empezó a removerle el subconsciente. Recordaba vagamente algo que alguien dijo respecto de la chica muerta en el campo de colza. Permaneció sentado con el tenedor en la mano e intentó atraer el pensamiento hacia la superficie. ¿Quién dijo algo? ¿Qué dijo? ¿Hasta qué punto era importante? Después de un rato se dio por vencido. Sabía que tarde o temprano lo recordaría. Su subconsciente exigía siempre paciencia. Como para demostrar que realmente poseía esa paciencia, de forma excepcional pidió postre antes de tomar café. También pudo constatar con satisfacción que los pantalones de verano que llevaba por primera vez este año le apretaban en la cintura bastante menos que el anterior. Tomó pastel de manzana y luego pidió café. Durante la hora siguiente hizo nuevas regresiones en la investigación. Intentó leer sus pensamientos como un actor crítico contempla por vez primera el texto de una obra. ¿Dónde están las trampas y los vacíos? ¿Dónde se equivocan los pensamientos? ¿Dónde he combinado los hechos con las circunstancias de manera arbitraria sacando una conclusión equivocada por haber simplificado? En su cabeza volvió a recorrer la casa de Wetterstedt, el jardín, la playa, e iba con Wetterstedt delante de él, él mismo era el asesino que le seguía como una sombra silenciosa. Se subía al tejado del garaje y leía una revista rota de
Fantomas
mientras esperaba a que Wetterstedt se sentara en su escritorio y tal vez empezara a hojear su colección de fotografías pornográficas antiguas. Luego hizo lo mismo con Carlman, colocó una moto detrás de la caseta de Obras Públicas y siguió el camino hacia la colina desde donde tenía buena vista sobre la finca de Carlman. De vez en cuando anotaba algo en su libreta. «El tejado del garaje. ¿Qué fue lo que esperaba ver? La colina de Carlman. ¿Prismáticos?» Repasó metódicamente lo ocurrido, sordo y ciego a todo el alboroto de su alrededor. Visitó de nuevo a Hugo Sandin, habló con Sara Björklund y anotó que hablaría otra vez con ella. ¿Quizá las mismas preguntas tendrían nuevas respuestas al volver a responderlas? ¿Y en qué consistiría la diferencia? Pensó en la hija de Carlman que le abofeteó, pensó en Louise Fredman. Y en su hermano, tan bien educado. Notó que sus regresiones eran fluidas. Había dormido bien, estaba descansado, los pensamientos se elevaban con facilidad y seguían sus corrientes ascendentes interiores. Cuando finalmente llamó al camarero para pagar, había transcurrido más de una hora. El tiempo estaba enterrado en las huellas de la regresión. Echó una mirada a los garabatos que había trazado en la libreta como si fuesen una escritura automática llena de magia, y después abandonó el restaurante Hamnkrogen. Se sentó en uno de los bancos del parque delante del hotel Svea a contemplar el mar. El viento era suave y cálido. La tripulación de un velero con bandera danesa luchaba infructuosamente contra un
spinnÅker
reacio. Wallander leyó los precipitados garabatos. Luego se colocó la libreta debajo del muslo.

Pensó que la conexión se estaba moviendo. De padres a hijos. Pensó en la hija de Carlman y en Louise Fredman. ¿Realmente era una casualidad que una de ellas intentara suicidarse después de la muerte del padre y que la otra estuviese ingresada en una clínica psiquiátrica desde hacía tiempo? De repente le costaba creerlo. Wetterstedt era la excepción. Ahí sólo había dos hijos adultos. Wallander recordaba algo que Rydberg dijo una vez. «Lo que ocurre primero no es necesariamente el principio.» ¿Podría ser ése el caso? Intentó imaginarse que el asesino fuese una mujer. Pero la idea era imposible. La fuerza de la que habían visto señales, las cabelleras, los hachazos, el ácido en los ojos de Fredman. Debía ser un hombre, determinó. Es un hombre que mata a hombres, mientras las mujeres se suicidan o enferman psíquicamente. Se levantó y fue a otro banco, como para indicar que también existían otras explicaciones posibles. Gustaf Wetterstedt estuvo involucrado en negocios turbios, por muy ministro de justicia que fuese. Había un eslabón débil pero evidente entre él y Carlman. Se trataba de arte, robos, tal vez falsificaciones. Ante todo se trataba de dinero. No era inconcebible que a Björn Fredman le pudiesen encerrar en el mismo terreno si profundizaban lo suficiente. En el material que Forsfält le entregó no había encontrado nada. Pero no tenía por qué archivarlo. Nada se debería archivar, y eso era un problema y una posibilidad al mismo tiempo.

Wallander contemplaba pensativo el velero danés en el que la tripulación estaba guardando el
spinnÅker
. Luego sacó su libreta y miró la última palabra que había escrito. El misticismo. Había un rasgo ritual en los asesinatos. Él mismo lo había pensado y Ekholm también lo señaló en la última reunión del equipo de investigación. Las cabelleras eran un ritual como siempre lo habían sido las colecciones de trofeos. El significado de la cabellera era el mismo que la cabeza de alce en la pared del cazador. Eran la prueba. ¿La prueba de qué? ¿Para quién? ¿Solamente para el asesino o también para otra persona? ¿Para un dios o un diablo ideado por la mente de una persona enferma? ¿Para otra persona cuya apariencia tranquila era tan insignificante y tan poco sensacional como la del asesino? Wallander pensó en lo que Ekholm había dicho sobre conjuros y ritos iniciáticos. Se sacrificaba algo para que otra persona obtuviera misericordia. ¿Ser rica, adquirir una capacidad, curarse? Las posibilidades eran muchas. Existían bandas de motoristas que tenían reglas fijas sobre cómo los nuevos miembros podían mostrar su dignidad. En Estados Unidos no era raro que tuvieran que matar a una persona, elegida al azar o designada, para ser admitidos en la comunidad. Esa costumbre macabra ya estaba llegando aquí. Wallander se detuvo también en las bandas de motoristas de Escania, y pensó en la caseta de Obras Públicas debajo de la colina de Carlman. La idea era vertiginosa: que las pistas, o mejor dicho la carencia de ellas, llevaran a las bandas de motoristas. Wallander desechó la idea aun sabiendo que no se podía excluir nada.

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