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Authors: Marcela Serrano

Tags: #Narrativa, #Drama

La Llorona (6 page)

BOOK: La Llorona
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También nos tocó salir al extranjero. Mamacita mía, ¡qué miedo teníamos de subir a un avión! (¿Cómo se sostienen estas cosas en el aire, Jesusa? ¡Qué voy a saber yo!) Participamos en un congreso por la eliminación de la violencia contra la mujer. Fuimos nosotras un capítulo nuevo. Las estrellas. La novedad. Recién se incluía este tema en
la agenda.
Y nosotras éramos las portadoras. Desde el avión hasta el hotel, Jesusa y yo no podíamos cerrar la boca de tanta impresión que nos hacía lo que veíamos. Las camas eran suaves y enormes y además nos regalaban jabones y champú. No quiero salir nunca más de esta pieza, le dije a Jesusa, pero como a ella le aburren pronto las cosas de este mundo, ya estaba partiendo a las reuniones. Aplicada Jesusa, más que yo. Tú tienes el carisma, me decía Olivia, Jesusa la disciplina. En esa oportunidad se nos abrió un mundo desconocido y misterioso. Muchas mujeres juntas de muchos países. Todas del continente. Casi todas del mismo idioma. Pero ¡cómo hablaban en difícil! Me costaba bastante seguir los conceptos y discusiones. A algunas las habría amordazado, tan pedantes ellas.

¿Sabías, me dijo Jesusa una tarde después de una asamblea, que esa mujer indígena que habló hoy nunca fue a la escuela? Y esa misma noche, tirada sobre la cama tan blanda, comenzó a leerme en voz alta un librito que le habían regalado. Eran testimonios de mujeres, tanto campesinas como de la ciudad, que venían de lugares muy pobres y que a través del liderazgo en sus organizaciones habían logrado sobresalir y encontrarse con el mundo grande. Sus historias eran bastante similares a la nuestra, lo que me llamó mucho la atención. Qué sorpresa, le dije a Jesusa, no somos tan únicas ni tan originales después de todo.

Era difícil encontrar pedazos de alegría mientras trabajábamos. Sólo hablábamos de nuestros problemas. Uno tras otro. Pero en las noches, ya de fiesta, algunas dejaban las penas en los papeles y bailaban; ahí sí cambiaba la cosa. Se lo comenté a una mujer negra que se sentaba a mi lado en el comedor. Nunca son alegres las luchas o la guerra, me respondió. Yo no estoy en guerra, dije. Y traté de explicarle que, a pesar de las penas, creía que ser mujer era más divertido que ser hombre. Cuando me miró raro, le dije rapidito, como quien no quiere la cosa: nosotras tenemos hijos e ilusiones; los hombres sueñan poco. Sentí su incomodidad y guardé silencio. Cualquier cosa que yo dijera resultaba inapropiada. Al fin comprendí que salir de un campo perdido y llegar al extranjero era mucho camino para mí y que debía ir lento o perdería la razón.

Pasaba el tiempo. Entre viajes y datos, nos acercábamos a una posible verdad. En medio de todos los temas, de pronto, el tráfico de órganos comenzó a obsesionarme. A más conocimiento del tema, más perdía la convicción de que mi niña estaba viva.

Por esos días, un médico estaba siendo procesado por la justicia. Había vendido por lo menos a siete recién nacidos en su hospital. Cargaba con siete muertes. (Un niño debe morir para disponer de sus órganos, yo nunca perdía eso de vista.) En las reuniones nos habíamos enterado de los
procedimientos utilizados.
Por lo tanto, ese médico era, ante nosotras, un demonio. Debo reconocerles que todavía yo dividía el mundo entre gente buena, muy buena, mala y muy mala.

Una tarde de invierno, casi de noche, mientras yo cocinaba una tarta, sonó el timbre en mi casa. Frente a mí, una señora muy elegante, de esas que usan perlas verdaderas a toda hora y que no llevan nada sintético en el cuerpo. Ante mi estupor, se presentó como la esposa de ese médico. Me estoy volviendo loca, me dijo. Por eso quería hablar conmigo. Aunque fuera tan distinguida, no pensaba yo perder el trabajo de la tarta y la senté a la mesa de la cocina. Le preparé un té. Mientras lo hacía, ella empezó a contarme toda su vida con el doctor. Una bonita vida. Toneladas de amor, de éxito, de todo. Me mostró fotografías familiares y algunas cartas. Su incredulidad iba en aumento. ¿Éste es el hombre que ustedes acusan de traficar con niños pobres?, ¿para vender sus ojos, su médula, sus pequeños órganos apenas desarrollados? O ustedes están locas o la loca he sido yo todos estos años. Quince años conociéndolo y queriéndolo. Por favor, dígame, ¿quién está insana, usted o yo? Así gritaba la infortunada en la cocina de mi casa, pobre y pequeña, que apenas resistía tanto ruido e intensidad. Las dos estamos locas, señora, respondí con voz firme, las dos. Porque nadie nos crió para imaginar que existen seres humanos que pueden ser buenos y malos a la vez. Terminé de decirlo y me di cuenta de que nunca había pensado en eso. Ella se derrumbó sobre la mesa. Lloró en silencio. El tribunal tiene su verdad, usted tiene la suya, agregué. Quizá la vida es así, dos verdades corriendo juntas como dos cauces paralelos que desembocan en un mismo río. Levantó los ojos como si mis palabras en algo la consolaran. Y antes de partir repitió varias veces: ¿qué les digo a mis hijos si resulta culpable, cómo enfrento a mis hijos?

Al menos tiene hijos a los que enfrentar, no se los han robado, comentó airada Olivia cuando se lo conté al día siguiente. ¿Tienes pena por ella?, me preguntó, mirándome fijo. Le hablé de esas caritas en la fotografía, de esos pobres hijos. Olivia se impacientó. Ojo con la debilidad, me dijo en un tono muy seco, aquí no cabe.

Yo, que siempre dormí como una niña, comencé a perder el sueño. La causa: el tráfico de órganos. Tanto fue así que, embargada por la desesperación, hablé con Olivia. Si algún día descubren que eso le ocurrió a mi niña, le dije, no me lo digas. Pero no tuvo oídos para mí. Le insistí en que era mejor pensar a los niños con otros padres que imaginarlos muertos, destripados. Pero Olivia era partidaria de la verdad. Yo le había tomado un poco de distancia a esa palabra. Comprendía que era un tema delicado. Evitar los desacuerdos y las peleas entre nosotras era un mandato, más aún para mí como presidenta. Sin verdad no hay castigo, dijo Olivia. Contesté: quiero que me mientas si eso me ayuda a sobrevivir. Como una potranca herida, daba mis últimos corcoveos. Inútiles. Ella creía en los países y en el futuro. Yo, en las necesidades de los que estamos vivos. Respiré en el aire algo espeso como un presagio. Le temí a la desbandada. Si una empieza la lucha por una causa, me dijo, debe llegar hasta el final. Entonces yo le grité: ¡hablemos cuando tengas tu primer hijo, no sabes nada de este dolor!

Ésa fue mi primera y única pelea con Olivia. Aquel día, ella se levantó del asiento y partió. Y yo, camino a casa, me sentí como una sin hogar. Como una que deja el rancho.

Me llamó al día siguiente para disculparse por su falta de sensibilidad. Ay, Olivia. Nadamos entre tanta pena, rabia y dolor. Olvidadas por la paz, nosotras, tan dañadas. ¿Cómo no sucumbir?

Una tarde nublada llegó a nuestras oficinas una mujer extraña, desgarbada, casi en harapos. Su pelo, todo enmarañado y su expresión, aterrada pero resuelta. Esto sucedió antes de instalarnos en la capital. Pensé que era retrasada mental porque no hablaba y se arrinconaba en una esquina como un animal descartado. Sólo sus ojos refulgían y reconocí allí la chispa de la inteligencia. No sabíamos qué le pasaba ni cómo ayudarla. Ella buscó un lápiz y un papel y resultó que escribía mejor que todas nosotras. Tenía un problema en el paladar que le impedía hablar. Y como para mucha gente los mudos y los sordos son casi lo mismo, ella pasaba inadvertida. Invisible. Tuvo un niño de padre desconocido (para la ley, no para mí, diría más tarde). Seguro creyeron en el hospital que, por venir del campo y ser idiota, la habrían violado o inducido a tener sexo con un borracho. Nació el niño, perfectamente sano. Durante el parto, ella escuchó al médico decirle a su enfermera: aquí tenemos por fin el niño que buscamos. Hablaban en voz baja pero lo hacían frente a ella. Le pusieron una inyección que la durmió pero antes alcanzó a oírlos: Cuidado con el certificado de nacimiento, que no aparezca el nombre de la madre… como es enferma. Dos días después le avisaron que su niño había muerto. Pensando que nada entendía, la sacaron del hospital sin siquiera un certificado de defunción. Ella fue nuestra primera testigo y a poco andar cayeron el médico y la enfermera. Lamentablemente, el niño no fue encontrado. No hubo papeles y los condenados no conocían el nombre real de la mujer que lo adoptó (mejor dicho, que se lo llevó). Luego de mucha investigación, los abogados dedujeron que se trataba de una extranjera que habría dejado el país de inmediato. Y ella, la verdadera madre, llegó a creer que era mejor así. No deseaba encontrar a un niño con padres y hogar seguros y quitárselos. Así lo viviría el bebé, como un robo, dijo, robaría a sus padres como a mí me robaron al hijo.

Su situación fue muy bullada. Nosotras la acicalamos, la vestimos y la llevamos a la tele. Era el caso más evidente de todos los que habían pasado por nuestras oficinas. Se volvió emblemático. Un médico italiano, de paso por el país, se interesó por su problema del paladar y la operó gratuitamente. A poco andar, entre rehabilitaciones y terapias, se transformó en una mujer estupenda. Dueña de una energía feroz. Su nombre era Flor.

A veces la miraba trabajar en su escritorio frente a mí, tan concentrada y competente. Mi mente vagaba. Los destinos de los seres humanos, ¿quién los fija? Flor era huérfana, recogida al otro lado del país, en los cerros, por una familia de pastores. Criada por ellos como otro animal de la manada. Forzada a trabajar como esclava. Sin nombre, sin fecha de nacimiento. Escapó cuando se hizo mujer. (¿Cuál es esa edad si te arrebatan la infancia? Cuando me vino la primera regla, respondió.) Bajó por los cerros y caminó varios días hasta encontrar un escondite. Era una capilla al lado del río. Allí se fue quedando, recogiendo frutas, cazando pájaros y peces, aterrada de ser encontrada y nuevamente maltratada. Hasta que la avistaron los de la iglesia. La recogieron, la lavaron, la cuidaron. El cura se hizo cargo: fue inscrita y bautizada. Luego de que un médico de la parroquia le explicara que su único daño era un paladar mal formado, el cura le enseñó a leer y a escribir. En sus manos quedó el aseo de todas las pequeñas iglesias al borde del río. Las mantenía limpias, las preparaba para la misa mensual, lavaba los hábitos, tocaba las campanas. Y el cura la cultivaba. Pasaron los años. Cuando comprendió que estaba embarazada, escapó. Viajó de día y de noche hasta saberse lejos del río. La policía la encontró y la llevaron a un albergue de la iglesia local. Uno para mujeres sin hogar. A la supuesta muerte de su niño, volvió a escapar. Ya había leído sobre nosotras y salió a buscarnos.

Pasado el tiempo, llegó un hombre a nuestra puerta un mediodía. Vestía con cuidado y hablaba bonito. Preguntó por Flor. Cuando ella apareció, volvió a preguntar por Flor, sin reconocerla. Era el cura. Había leído su historia en la prensa. Sólo entonces comprendió la razón de su huida. Ella volvió muy contenta de la reunión con él. Como un hormigueo, una cierta paz le recorría el cuerpo. Todo parecía calzar y encontrar su razón de ser. No dejó más de visitarnos este cura, engrosando así la lista de los amigos de nuestra organización.

En mi trabajo, nunca dejaba de maravillarme ante nuestros propios cambios. Al abandonar a los pastores, Flor no imaginaba que aprendería a leer y a escribir. Ni a ser formada por un hombre bueno e ilustrado. Menos aún pensó que, al escapar para protegerlo, encontraría el habla y un destino.

Teníamos un juego ella y yo. Conocía una canción que se cantaba en el río. Describía la naturaleza.
Estaba
la rana cantando debajo del agua/ cuando la rana salió a cantar/ vino la mosca y la hizo callar.
Luego sale a cantar la mosca y se la come la araña, a la araña se la come el ratón y así llega hasta el hombre. Luego se canta al revés.

Del hombre al palo

Del palo al fuego

Del fuego al perro

Del perro al gato

Del gato al ratón

Del ratón a la araña

De la araña a la mosca

De la mosca a la rana

… que estaba sentada cantando debajo del agua.

La naturaleza es predecible, le decía yo, tu vida no. Entonces le inventé su propia canción.

Del pastor a la regla

De la regla a la fuga

De la fuga al río

Del río al cura

Del cura al bautismo

Del bautismo al nombre

Del nombre al lápiz

Del lápiz al libro

Del libro al trabajo

Del trabajo al goce

Del goce al embarazo

Del embarazo al dolor

Del dolor al habla

Del habla a la gloria.

Entre nosotras, cada vez que emprendíamos una nueva tarea venturosa, nos preguntábamos: de la rana, ¿adónde?

III: Elvira
Capítulo 1

D
e marginal a presidenta, de presidenta a la fama, de la fama al presidio, del presidio a la locura. Así cantó la rana para mí.

Ustedes se preguntarán
qué
pudo sucederme como para emprender un rumbo tan errático. En la encarnizada lucha por encontrar viva a mi hija, un día el azar me hizo dar por fin con ella. Y entonces… entonces se apoderaron de mí los demonios. Todos los demonios. Hice añicos mi existencia y heme aquí pagando las culpas.

Pero tengan paciencia y vayamos por partes.

¿Sabían ustedes que los hospitales psiquiátricos pueden ser también prisiones? Se supone que un delito debe ser expiado ante la sociedad y que la cárcel debiera formar. Pero todo eso es patraña. Somos tan poco iguales los ricos y los pobres que ni los presidios son los mismos. A los militares se los llevan presos a los cuarteles, a los privilegiados a los hospitales y la cárcel termina siendo para los demás. (Claro, algunos actúan de verdad bajo estado de locura y en el psiquiátrico cumplen doble función: tratan la locura y cumplen la pena. Pero son pocos, los menos.) Qué contradictorio resultó que yo, la campesina, recalara en un lugar como éste y no en una raída celda de una cárcel perdida en la provincia. Igual me preguntaba cada día: Virgencita santa, ¿qué hago aquí?, ¿qué hago entre tanta enfermedad y tanta descomposición?

El hospital se encuentra en las afueras de la capital, en una antigua granja. Una familia adinerada legó la casa con sus tierras para los tuberculosos. El hijo heredero la padecía. Hay un retrato de él. Parece un fantasma, engañado por mujeres con buenos pulmones y mala cabeza. La casa original se usa como oficina de los médicos. A través del tiempo se fueron construyendo múltiples pabellones, por todos lados el cemento gris. Sirven para esconder horrores que la gente no desea ver. Lisiados, postrados, dementes, abandonados. De todo. Personas que fueron tiradas allí. Como bolsas de basura. Ni una gota de belleza en todo el vasto lugar.

BOOK: La Llorona
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