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Authors: Hanns Heinz Ewers

La mandrágora (10 page)

BOOK: La mandrágora
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Pero se equivocó. El profesor repuso tranquilamente:

—¿Le has dicho ya entonces a la muchacha de qué se trata? Y está conforme?

Frank Braun se echó a reír:

—Ni la menor idea. No he hablado una palabra de ello. Apenas he andado cien pasos con la señorita, ni hablado más de diez palabras. Antes... la he visto bailar.

—Pero doctor —le interrumpió el ayudante—, después de la experiencia que acabamos de hacer...

—¡Querido Petersen! —dijo el joven—. Acabo de convencerme de que esta muchacha es la que necesitamos. Creo que esto basta.

El coche se detuvo ante una taberna. Frank Braun pidió un reservado y el mozo los condujo arriba, presentándoles luego la lista de vinos. El joven encargó dos botellas de Pommery y una de coñac.

—Pero dese prisa —le gritó.

El camarero trajo el vino y volvió a retirarse.

Frank Braun cerró la puerta y luego, dirigiéndose a la prostituta, dijo:

—Haga el favor de quitarse el sombrero, señorita Alma.

Ella se lo dio, y, libres de los alfileres, sus revueltos cabellos se desbordaron sobre la frente y las mejillas. Su rostro mostraba ese tinte casi transparente de las mujeres pelirrojas, y en uno que otro sitio se le notaban pequeñas pecas. Los ojos tenían un tornasolado verdoso, y dos pequeñas y brillantes filas de dientes brillaban entre sus labios delgados y azules. Y por toda ella se extendía una sensualidad devoradora, casi innatural.

—Quítese la blusa —dijo el joven.

Y ella obedeció sin replicar.

Él le desabrochó entonces los dos botoncillos de los hombros y le bajó la camisa. Se vieron dos senos casi clásicos, un poco grandes. Frank Braun miró a su tío.

—Esto basta —dijo—. Lo demás ya podéis suponerlo. Sus caderas nada dejan que desear.

Y volviéndose otra vez a la prostituta:

—Muchas gracias, Alma. Puede usted volver a vestirse.

La muchacha obedeció y apuró la copa que Frank le ofrecía y que cuidaba de llenar a cada momento.

Luego charló contando cosas de París, de las bellas mujeres del Moulin de la Galette y del Elysée Montmartre, describió exactamente su aspecto, sus botines, sus sombreros, sus trajes. Y luego, volviéndose hacia la ramera:

—Sabe usted, Alma? Es una vergüenza cómo anda usted por ahí. No me lo tome usted a mal. No puede usted presentarse en ninguna parte. ¿Ha estado usted ya en el Union Bar o en La Arcadia?

No, no había estado; ni siquiera en las Salas del Amor. Una vez, un amigo la había llevado al Antiguo Salón de baile; pero, cuando quiso volver, le negaron la entrada. Sí; era preciso tener
toilettes.

—¡Naturalmente que hay que tenerlas! —confirmó Frank Braun—. ¿Crees tú que llegarás nunca a nada, ahí en la puerta de
Orange
?

La ramera se echó a reír. En el fondo es lo mismo: todos los hombres son iguales. Pero él no estaba conforme. Contó historias fabulosas de mujeres que habían hecho su suerte en los grandes bailes; habló de collares de perlas y de grandes brillantes. De pronto, preguntó:

—Diga usted. ¿Cuánto tiempo hace que anda así?

Tranquila, respondió ella:

—Hace dos años. Desde que salí de mi casa.

Frank la interrogó y fue enterándose a trozos de toda su historia. Brindaba por ella y a cada momento le llenaba el vaso, vertiendo, sin que ella lo notara, coñac en el champaña.

Ella iba a cumplir veinte años. Su padre era un panadero honrado y trabajador, como su madre y sus seis hermanos. Pero ella... Acababa de salir de la escuela, pocos días después de la Confirmación, cuando se entregó a un hombre, uno de los oficiales de su padre. ¿Que si le había querido? Nada absolutamente. Es decir..., nada..., sólo cuando...

Y luego había sido otro. Y después otro. Su padre la había golpeado; y lo mismo su madre. Así ocurrió durante años, hasta que sus padres, un día, la echaron de casa. Había empeñado el reloj y se había venido a Berlín, donde vivía desde entonces. Frank Braun dijo:

—Sí, sí. Eso es.

Y prosiguió:

—Pero el día de tu suerte ha llegado hoy.

—¿Sí? —preguntó ella—. ¿Y cómo es eso?

Su voz sonaba ronca y algo velada.

—Para mí lo mismo es un día que otro. No necesito más que un hombre. ¡Nada más!

Frank comprendía bien cómo tenía que manejarla.

—Pero Alma. ¡Así tiene usted que conformarse con todo el que la quiera! ¿No le gustaría que fuera al contrario, que pudiera usted elegir al que quisiera?

Sus ojos brillaron:

—¡Oh, sí! Eso querría yo.

Él se echó a reír.

—No ha encontrado usted a nadie en la calle con quien le hubiera gustado ir, y que no se ocupó lo más mínimo de usted y siguió su camino? ¿No sería estupendo que pudiera usted elegir?

Ella reía:

—A ti te escogería yo...

—A mí también —confirmó él—. Y a aquél y al otro de más allá. A quién tú quisieras. Pero esto no podrás conseguirlo más que cuando tengas dinero. Y por eso te digo que hoy, es tu día de suerte, porque hoy puedes ganar todo el dinero que quieras.

—¿Cuánto? —preguntó ella.

—El dinero bastante para comprarte las
toilettes
más hermosas que te franqueen las puertas de los bailes más distinguidos. ¿Cuánto? Pongamos diez o doce mil marcos.

—¿Eh? —gritó entonces el ayudante.

Y el profesor, que no había pensado ni con mucho en semejante suma, refunfuñó:

—Me parece que negocias muy generosamente con el dinero ajeno.

Frank Braun reía regocijado.

—Vea usted, Alma, cómo el señor consejero está fuera de sí a causa de la suma que debe dar. Te aseguro que no importa. Tú le ayudas y él debe ayudarte. ¿Te parece bien quince mil?

Ella se le quedó mirando con los ojos muy abiertos.

—Sí. ¿Pero qué tengo yo que hacer para eso?

—Eso es precisamente lo más cómico: que tú no necesitas hacer nada. Estarte un poco quieta; nada más. Salud, bebamos.

Bebieron.

—¿Estarme quieta? No me gusta —gritó alegremente—. No me gusta; pero si es menester..., por quince mil marcos... Salud, chiquillo.

Y vació su vaso, que Frank volvió a llenar.

—Es una historia extraordinaria —declaró el—. Se trata de un conde o, mejor dicho, un príncipe, un chico guapísimo, ¿sabes?; te gustará. Por desgracia, no puedes verlo; lo tienen encerrado y pronto lo ejecutarán. ¡Y el pobre muchacho! En el fondo es tan inocente como tú y como yo. Sólo que es algo violento, y por eso ocurrió la desgracia. Tuvo una riña estando borracho, y mató, de un tiro, a su mejor amigo. Y ahora él tiene que morir.

—Y ¿qué tengo que hacer? —preguntó ella con presteza.

Las aletas de su nariz se dilataron. Su interés por el extraño príncipe se había despertado, absorbente.

—Para que veas —prosiguió él—. Tú tienes que ayudarle a cumplir su última voluntad.

—¡Sí —gritó ella con viveza—, sí, sí! Él querrá estar todavía una vez con una mujer. Lo haré con gusto y quedará contento de mí.

—¡Bravo, Alma! —dijo el joven—. Eres una buena muchacha; pero la cosa no es tan sencilla. Atiende para que lo comprendas. Cuando mató a su amigo, acudió a sus parientes para que le ocultaran y le ayudaran a huir; pero no lo hicieron. Sabían que era inmensamente rico; vieron allí una favorable ocasión de heredarlo, y llamaron a la policía.

—¡Que asco! —dijo Alma con convicción.

—¿Verdad? —prosiguió él—. Es terriblemente canallesco. Así es que le echaron mano. Y ¿qué crees tú que piensa ahora el príncipe?

—¡Vengarse! —respondió ella sin vacilar.

Él le dio una palmada en los hombros en señal de aprobación.

—Justo, Alma. Veo que has leído tus novelas con provecho. De manera que él ha resuelto vengarse de sus traidores parientes. Y sólo podía hacerlo jugándoles una trastada con lo de la herencia. Hasta ahora me comprendes, ¿verdad?

—Claro que comprendo. Esos bribones no deben heredar un marco. Les está bien empleado.

Él prosiguió:

—La cuestión era cómo hacerlo. Después de mucho meditar, ha encontrado el príncipe el único camino: sólo teniendo un hijo podría birlar a sus parientes sus muchos millones.

—¿No tiene ninguno el príncipe? —preguntó ella.

—No; por desgracia, ninguno. Pero él vive todavía y puede engendrarlo.

La respiración de Alma era jadeante y su pecho se levantaba agitado.

—Ya comprendo —gritó—. Yo debo concebir un hijo del príncipe.

—Eso es. ¿Quieres?

Y ella:

—Sí, quiero.

Y se recostó en el sillón, extendiendo las piernas y abriendo los brazos. Un pesado rizo rojo se le soltó y cayó sobre la nuca. Luego se levantó y bebió otra copa.

—¡Qué calor hace aquí —dijo—, qué calor!

Y se abrochó la blusa, abanicándose con el pañuelo. Luego tendió su copa:

—¿Queda algo todavía? Vamos a beber por el príncipe.

Las copas chocaron.

—Es bonita esa historia de bandidos que has contado —dijo el profesor a su sobrino—. Estoy impaciente por saber adónde vas a parar.

—No tengas miedo, tío Jakob. Aun queda un buen CAPÍTULO.

Y, volviéndose a la muchacha, dijo:

—Quedamos en que nos ayudarás, Alma. Pero todavía hay un punto que tengo que aclarar: el barón está en la cárcel.

Ella le interrumpió:

—¿El barón? Yo pensaba que era príncipe.

—Claro que es príncipe —se corrigió Braun—; pero cuando va de incógnito se hace llamar barón. Ésta es la moda entre los príncipes. De manera que Su Alteza el príncipe...

Ella murmuró:

—¿Es Alteza?

—Sí, señor —exclamó él—: Alteza Imperial y Real. Pero tú tienes que jurar no decir a nadie una palabra de esto. Pues el príncipe se pudre en la cárcel y es vigilado del modo más severo. Nadie puede llegar hasta él más que su abogado, así que es del todo imposible que él pueda estar con ninguna mujer antes de que llegue su última hora.

—¡Ah! —suspiró ella.

Su interés por el desventurado príncipe disminuyó visiblemente. Pero Frank no se ocupó de ello.

—Entonces... —declamó impertérrito y patéticamente—, entonces..., en medio de la terrible ansiedad de su espíritu, en medio de su desesperación espantosa, de su insaciable sed de venganza, pensó súbitamente en los extraños experimentos de Su Excelencia el consejero secreto efectivo, profesor doctor ten Brinken, ese radiante faro de la ciencia. El joven y hermoso príncipe, que, en la primavera de la vida, tenía que decir adiós al mundo, se acordaba todavía del anciano y bondadoso señor que, en su dorada infancia, le cuidó cuando tuvo la tosferina y le llevaba bombones. Ahí le tiene usted, Alma. Mírele usted. Éste es el instrumento de la venganza del príncipe.

Y señaló a su tío con gesto imponente.

—Ese digno señor —siguió diciendo— se ha adelantando en muchas leguas a su tiempo. Tú sabes muy bien cómo vienen los niños al mundo, Alma, y cómo se hacen; pero desconoces el secreto descubierto por ese bienhechor de la Humanidad: engendrar niños sin que el padre y la madre tengan que verse siquiera. El noble príncipe podrá seguir gimiendo en la cárcel o reposar tranquilamente en la tumba fría, mientras que tú, con la bondadosa ayuda de este anciano y la sabia asistencia del buen doctor Petersen, llegas a ser madre de tu hijo.

Alma se quedó mirando al consejero. Aquel súbito
quid pro quo,
aquel siniestro trueque de un bello y noble príncipe consagrado a la muerte por un feo y viejo profesor, no le gustaba.

Frank Braun lo notó bien y comenzó otra vez a persuadirla para ahogar sus recelos:

—El hijo del príncipe, Alma, tu hijo, debe venir al mundo con el mayor secreto, naturalmente, y debe quedar escondido hasta que se haga hombre, para protegerlo contra las intrigas de la familia. Naturalmente, será príncipe, como su padre.

—¡Mi hijo príncipe! —murmuró ella.

—¡Claro, claro! —murmuró Braun—. O, quizá, una princesa. Esto es imposible de saber por ahora. Tendrá castillos, grandes fincas y muchos millones. Pero, más tarde, no deberás poner obstáculos en el camino de tu hijo, no deberás acercarte a él y comprometerlo.

El golpe fue eficaz, y gruesas lágrimas corrieron por las mejillas de la prostituta.

¡Oh, ella se sentía ya en su papel! ¡Sentía ya aquella quieta y dolorosa renunciación por el hijo amado! ¡Ella era una ramera, pero su hijo sería un príncipe! ¿Cómo podría acercarse a él? ¡Oh, ella callaría, sufriría, soportaría todo, rezaría por su hijo! ¡Por su hijo, que nunca sabría quién había sido su madre!

Un violento sollozo la sobrecogió, sacudiendo su cuerpo. Se arrojó sobre la mesa, hundió la cabeza entre los brazos y lloró amargamente.

Cariñoso, casi con ternura, acarició Frank la nuca de la mujer, pasándole la mano por los revueltos rizos. Saboreaba el jarabe de la limonada sentimental que él mismo había preparado. En aquel momento la tomó en serio.

—¡Magdalena! —murmuró—. ¡Magdalena!

Ella se irguió y le tendió la mano:

—Le prometo a usted que nunca le he de importunar. Que nunca me dejaré ver ni oír; pero..., pero...

—¿Qué, muchacha? —preguntó él en voz baja.

Ella le agarró del brazo, se postró ante él y puso la cabeza sobre sus rodillas:

—¡Sólo una cosa! ¡Sólo una cosa! —gritó—. ¿Podré verlo alguna vez? ¡Sólo desde lejos! ¡Oh, sólo desde muy lejos!

—¿Has acabado ya por fin con tu comedia? —dijo el consejero interponiéndose.

Frank Braun le miró con ira. Precisamente por saber cuánta razón tenía el consejero se sublevaba su sangre. Le silbó un «Cállate, loco! ¿No ves qué hermoso es esto?», e inclinándose sobre la ramera:

—¡Claro que podrás ver a tu principito, muchacha! Yo mismo te llevaré conmigo cuando desfile con sus húsares. O, en el teatro, cuando esté en su palco.

Ella no respondió; pero le apretó las manos y mezclaba sobre ellas besos y lágrimas.

Luego la levantó con lentitud, la sentó con cuidado y le dio otra vez de beber. Una gran copa mediada de coñac.

—¿Estás dispuestas, pues?

—¡Sí! —dijo ella en voz baja—. ¿Qué debo hacer?

Él se quedó un momento pensando:

—Primeramente..., primero extenderemos un pequeño contrato. —Se volvió al ayudante: —¿Tiene usted papel, doctor? ¿Y una estilográfica? Bueno, pues escriba usted. Haga el favor de escribir por duplicado.

Y dictó.

Dijo que la firmante se ponía voluntariamente a la disposición de Su Excelencia ten Brinken para el experimento. Que prometía cumplir puntualmente todo lo que este señor dispusiera. Que renunciaba, después del parto, a toda pretensión respecto al niño. Su Excelencia se comprometía, por otra parte, a abonar en el acto 15.000 marcos en una cartilla de la Caja de Ahorros, a nombre de la interesada, a quien se debería hacer entrega después del alumbramiento. Se comprometía además a correr con todos los gastos de manutención abonándole una mensualidad de 100 marcos.

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