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Authors: John Christopherson

Tags: #Ciencia Ficción

La muerte de la hierba (20 page)

BOOK: La muerte de la hierba
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John cruzó las vías pasando cerca del cadáver. Pirrie había bajado ya el rifle. John se paró junto a él y miró hacia donde estaba el grupo. Todos se habían despertado con el chasquido del tiro.

—Todo está bien —les gritó—. Que cada cual vuelva a acostarse. No hay que preocuparse de nada.

—Ese disparo no fue de la escopeta —replicó Roger—. ¿Está ahí Pirrie?

—Sí —contestó John—. Puedes acostarte. Todo está controlado.

—Yo también voy a acostarme —dijo Pirrie mirándole fijamente.

—Écheme una mano primero —respondió, tajante, John—. No podemos dejarla aquí, para que la vean las mujeres cuando les toque la guardia.

—¿Al río? —preguntó Pirrie. —Es poco profundo. Probablemente se vería el cuerpo. Y además no creo que sea una buena idea contaminar el agua. Podemos arrojarla por el terraplén, hacia el otro lado del río. Me parece que eso será mejor.

Transportaron el cuerpo a lo largo de la vía hasta unos doscientos metros al oeste. Aunque había luz, la marcha resultó dificultosa. John se sintió liberado cuando tiraron el cadáver al terraplén. Al pie de éste había arbustos, y entre ellos quedó sepultado. A la luz de la luna era imposible ver más que la blanca blusa de Millicent.

John y Pirrie regresaron en silencio. Cuando llegaron al puesto de vigilancia, el primero indicó:

—Puede usted irse a acostar ahora. Pero le diré a Olivia que le despierte para hacer el turno que le hubiera correspondido a su esposa. Supongo que le parecerá bien, ¿verdad?

—Claro, lo que usted diga —contestó Pirrie, poniéndose el rifle bajo el brazo—. Buenas noches, Custance. —Buenas noches. John contempló el deslizamiento de Pirrie por la cuesta. Podía haberse equivocado, desde luego. Quizás hubiera sido posible salvar la vida a Millicent.

Sin embargo, se sorprendió al notar que el pensamiento no le intranquilizaba.

9

Al amanecer flotó en el ambiente un aire de extrañeza. John les había contado que Pirrie disparó sobre Millicent, pero por los niños había dicho que de forma accidental. A Roger, empero, se lo refirió de acuerdo con lo ocurrido.

—A sangre fría, ¿verdad? —replicó Roger—. Ciertamente, llevamos con nosotros a todo un tipo.

—Sí —dijo John—. Sin duda.

—¿Crees que vas a tener problemas con él?

—No, si le dejo vivir su vida. Afortunadamente, sus necesidades parecen ser bastante modestas. Por otro lado, creyó tener el derecho a matar a su mujer.

Más tarde, cuando él se estaba lavando en el río, Ann se le acercó. Aunque el sol iluminaba en ese momento todo el extenso valle, sobre ellas tenían unas grandes y apretadas nubes. Junto a su marido, y mirando el discurrir de las aguas, Ann preguntó:

—¿Dónde pusisteis el cadáver? Dímelo antes de mandar a los niños a que se laven.

—Muy lejos de aquí —contestó John—. Puedes estar tranquila.

—¿Por qué no me dices la verdad de lo ocurrido? —pidió ella con rostro inexpresivo—. Pirrie no es la clase de persona que tiene accidentes con un rifle o que mata sin una razón.

John se lo contó todo, sin intentar ocultarle nada.

—¿Y si Pirrie no llega a aparecer en aquel instante? —quiso saber Ann.

—Supongo que la hubiera hecho regresar —respondió John, encogiéndose de hombros—. ¿Qué otra cosa podría decirte?

—No, claro. De todos modos, ya no importa.

Sin embargo, y después de una breve pausa, ella volvió a preguntar:

—¿Por qué no la salvaste?

—No pude. Pirrie estaba determinado a hacerlo. Lo único que hubiera conseguido es que me matara a mí también.

—Pero tú eres el jefe, ¿no? —insistió ella con amargura—. ¿O es que vas a cruzarte de brazos mientras unos se matan a los otros?

—Pensé —repuso él fríamente— que mi vida era para ti y para los niños más importante que la de Millicent. Y sigo pensando lo mismo ahora, estés o no estés de acuerdo.

Durante un momento se miraron con fijeza y en silencio a los ojos; luego Ann dio un paso hacia él, al tiempo que John abría los brazos para cogerla.

—Lo siento, cariño —susurró ella—. Sabes que no quise decir eso. Pero es que es tan terrible, y me parece que la situación va a empeorar. Matar a su propia mujer, así... ¿Qué clase de vida nos espera?

—Cuando lleguemos a Blind Gilí...

—Todavía estará Pirrie con nosotros, ¿verdad? —cortó Ann—. ¡Oh, John! ¿Es necesario? ¿No podemos... desembarazarnos de él de alguna manera?

—Te estás preocupando demasiado —intervino John suavemente—. Pirrie obedece las leyes. Lo que pasa es que ha debido de odiar a Millicent durante años. Por otra parte, en las últimas jornadas ha habido mucho derramamiento de sangre, y supongo que eso le ha trastornado un poco. Pero en el valle será distinto. Allí tendremos nuestra propia ley y orden. Y Pirrie lo aceptará.

—¿Tú crees?

—Quien me preocupa eres tú —dijo él, acariciando sus brazos—. ¿Cómo te encuentras ahora? ¿Estás mejor?

—No tan mal —contestó Ann, moviendo la cabeza—.Supongo que una se acostumbra a todo, inclusive a los recuerdos.

A las siete de la mañana estuvieron todos dispuestos para la marcha. Entre las nubes que cruzaban el cielo se veían todavía trozos de azul, pero ya se habían extendido lo bastante como para tapar el sol hacia el este.

—Parece que el tiempo no va a acompañarnos —comentó Roger.

—Tampoco nos interesa que haga demasiado calor —replicó John—. Tenemos que subir una buena pendiente. ¿Todos a punto?

—Me gustaría que Jane viniera conmigo —observó de pronto Pirrie.

Todos se le quedaron mirando. La petición, por rara, parecía no tener sentido. Desde el principio, John no había considerado preciso establecer ningún orden particular de marcha, por lo que cada cual caminaba junto al compañero que en ese momento apetecía. Jane, por ejemplo, ya se había situado automáticamente junto a Olivia.

—¿Por qué? —preguntó John.

—Quizá debiera haberlo dicho de otro modo —respondió Pirrie, devolviendo la mirada al pequeño grupo—. He decidido que me gustaría casarme con Jane, al menos hasta el extremo de lo que esa expresión significa ahora.

—No sea ridículo —cortó Olivia, olvidando repentinamente sus habituales modales—. No sé ni cómo se atreve a hablar así.

—No veo ningún impedimento —replicó con calma Pirrie—. Jane es soltera y yo soy viudo.

John se dio cuenta de que Jane se hallaba observando a Pirrie con ojos muy abiertos y vivos; sin embargo, resultaba imposible interpretar su expresión.

—Señor Pirrie —intervino Ann—, usted mató anoche a Millicent. ¿No es eso suficiente impedimento?

Los muchachos contemplaban fascinados la escena; Mary volvió la cabeza. John pensó molesto que había sido estúpido suponer que aquél era un mundo en el que podría conservarse todo tipo de inocencia.

—No —contestó Pirrie—. No considero eso un obstáculo.

—También mató usted al padre de Jane —medió Roger.

—Una desgraciada necesidad —asintió Pirrie—. Estoy seguro de que Jane se ha resignado ya a ello.

—Sugiero —dijo John— que dejemos las cosas como están ahora, Pirrie. Jane conoce ya sus intenciones. Puede pensárselo durante los dos próximos días.

—No —replicó Pirrie, alargando la mano—. Ven aquí, Jane.

Jane, sin moverse, siguió mirándole fijamente.

—Déjela en paz —indicó Olivia—. No la toque. Ya ha hecho usted bastante, sin que haya necesidad de agregar esto.

—Ven aquí, Jane —repitió Pirrie, ignorando las últimas palabras—. No soy joven, y tampoco guapo. Pero puedo cuidar de ti, que es más de lo que muchos jóvenes podrían hacer en las actuales circunstancias.

—¿Cuidar de ella... o asesinarla? —preguntó Ann.

—Millicent —empezó a explicar Pirrie— me había sido infiel muchas veces, e intentaba serlo de nuevo. Esa es la única causa de su muerte.

—Habla usted —contestó Ann— como si las mujeres fuesen otra clase de criaturas... menos que humanas.

—Lamento que piense usted así —replicó cortésmente Pirrie—. ¡Jane! Ven conmigo.

Todos contemplaron en silencio cómo Jane se dirigía lentamente hacia donde la esperaba Pirrie. Este puso sus manos entre las suyas mientras decía:

—Creo que vamos a compenetrarnos muy bien.

—¡No, Jane! —exclamó Olivia—. No debes...

—Y ahora —cortó Pirrie—, creo que podemos irnos.

—¡Roger, John! —llamó Olivia—. ¡Detenedle!

—No creo que esta cuestión nos incumba a los demás —respondió John, sosteniendo la mirada de Roger.

—¿Y si se tratara de Mary? —quiso saber Olivia—. Jane tiene los mismos derechos que el resto de nosotros.

—Estás perdiendo el tiempo, Olivia —indicó John—. Vivimos ahora en un mundo diferente. La muchacha ha ido hacia Pirrie por propia voluntad. No hay nada más que añadir. Vámonos.

Cuando se pusieron en marcha, Ann anduvo junto a su marido a lo largo de la vía del tren. El valle se estrechaba agudamente delante de ellos y la carretera, hacia el norte, parecía salirles al paso.

—Hay algo horrible en Pirrie —señaló Ann—. Una especie de frialdad y de brutalidad. Es terrible pensar en que se ha puesto en sus manos a esa chica.

—Ella fue a él voluntariamente.

—¡Porque tenía miedo! Ese hombre es un asesino.

—Todos nosotros lo somos.

—No de la misma forma. Y tú no hiciste nada por impedírselo, ¿no? Tú y Roger pudisteis haberle detenido. No era como en el caso de Millicent, ya que os encontrabais a menos de sesenta centímetros de él.

—Y, además, tenía el seguro puesto. Cualquiera de nosotros podría haberle matado.

—¿Entonces?

—Mira, Ann. Si hubieran habido diez Janes y él las hubiera querido todas, se las podría haber quedado. Para nosotros, Pirrie es más valioso de lo que hubieran podido ser todas ellas.

—¿Y si se hubiera tratado de Mary... como dijo Olivia?

—Pirrie hubiera acabado conmigo antes de mencionármelo. Y como sabes, lo hubiera podido hacer anoche, y con mucha facilidad. Es posible que sea yo aquí el jefe, pero si aún nos mantenemos juntos es por el mutuo consentimiento. Y no importa si a ese consentimiento lo inspira o no el temor, el caso es que se mantiene. Ni Pirrie me va a asustar a mí, ni yo le voy a asustar a él; ambos sabemos que nos necesitamos recíprocamente. En cuanto uno de nosotros quedara fuera de combate, eso podría representar la diferencia entre llegar al valle y dejar de hacerlo.

—Y cuando lleguemos allí —dijo ella con vehemencia—, ¿estarás dispuesto entonces a enfrentarte a Pirrie?

—Espera a que lleguemos. Y en cuanto a lo otro...

—¿Qué? —preguntó Ann al ver sonreír a su marido.

—No creo que Jane sea la clase de muchacha que permanece atemorizada durante mucho tiempo. Ya verás cómo se sacude pronto el miedo. Y cuando lo haga... Yo no me fiaría de ella estando en su turno de guardia; Pirrie piensa llevársela a la cama con él. Me parece raro considerar a Pirrie como un tipo excesivamente confiado... y, sin embargo, ya se equivocó con su primera mujer.

—Y aunque Jane quisiera —replicó Ann—, ¿qué puede hacer? Quizá no lo parezca, pero él es fuerte.

—Ahí es donde podéis intervenir Olivia y tú. Vosotras sois quienes guardáis los cuchillos.

Ann, con una profunda mirada, trató de descubrir la seriedad con que John había expresado las últimas palabras.

—Pero no debe hacerse nada hasta que lleguemos al valle —añadió él—. La muchacha tendrá que aguantar hasta entonces, y como sea.

Mientras subían a Mossdale Head, el cielo fue oscureciéndose gradualmente hasta romper en una fuerte lluvia que barrió sus rostros. Cuando estuvieron cerca de la cima, las gotas aumentaron en cantidad y grosor, dificultando su ascenso; una vez encima de la cumbre, observaron que hacia el oeste el cielo se hallaba ennegrecido y diluviaba sobre los ondulantes pantanos. John dijo a las mujeres que se pusieran los cuatro impermeables que llevaban en las mochilas. Los niños tendrían que aprender a marchar mojados; y aunque la temperatura era más baja que el día anterior, el día seguía siendo caluroso.

La lluvia se hizo torrencial a medida que avanzaban en su andadura. Al cabo de la media hora, tanto los hombres como los niños se encontraban empapados. John ya había cruzado antes las Pennines por esta ruta, pero con coche. A pesar de la carretera y de la vía férrea que lo cruzaban, en las otras ocasiones aquel paso había dado a John la impresión de aislamiento, una sensación de hallarse en un país sin vida. Ahora experimentaba aquel mismo sentimiento, pero aumentado en más del doble. John pensó en que había pocas cosas tan desoladoras como una línea de ferrocarril en la que no era esperable la circulación de ningún tren. Y si desde un automóvil en marcha había sido monótona la visión de los parecidos pantanos, para individuos a pie, y además en lucha contra ráfagas de lluvia, tal monotonía era muchísimo mayor. Naturalmente, los pantanos estaban más pelados de lo normal. Porque si bien seguían creciendo los brezos, las hierbas pantanosas habían desaparecido. Las protuberancias rocosas sobresalían como dientes en una calavera.

A lo largo de la mañana se cruzaron con diversas partidas pequeñas que iban en sentido contrario. De nuevo se produjeron brotes de sospecha mutua y desviamientos. Un grupo de tres personas llevaba sus cosas cargadas en un pollino. John y los suyos se los quedaron mirando asombrados. Seguramente alguien, después de matar a las bestias de carga y al otro ganado, había conservado vivo a aquel borrico a base de forraje seco; pero una vez lejos de su establo, aquel animal estaba condenado a la muerte.

—Hombre —dijo Roger—, una variante de la vieja técnica del trineo perruno. Lo utilizas para que te lleve adonde quieres, y luego te lo comes.

—Sin embargo, representa una tentación para cualquier grupo que te tropieces, ¿no es verdad? —indicó John—. No creo que vayan muy lejos con eso una vez lleguen al Dale.

—Si quieren —intervino Pirrie—, les liberamos ahora mismo de ese animal.

—No —replicó John—. En cualquier caso, para nosotros no merece la pena. Contamos con suficiente comida para sobrevivir, y además debiéramos estar mañana en Blind Gilí. Eso sólo constituiría un peso innecesario.

No mucho más tarde, Steve empezó a cojear, y al examinarle vieron que tenía una ampolla en el talón de un pie.

—¡Steve! —exclamó Olivia—. ¿Por qué no nos dijiste nada cuando comenzó a dolerte? El niño miró a los adultos que le rodeaban, y la seguridad de chiquillo de diez años le abandonó. En consecuencia, principió a llorar.

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