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Authors: Guillermo Martínez

La muerte lenta de Luciana B. (13 page)

BOOK: La muerte lenta de Luciana B.
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Cuando volví me di cuenta de que Mercedes se las había arreglado de alguna manera para fingir magistralmente durante aquel mes y convencer a esta mujer de que ella era en realidad una madre amantísima y yo una clase de perverso peligroso que trataba de volver a Pauli contra ella desde el día de su nacimiento. Pude oler en el aire que habían formado entre ellas una alianza. Supe después, por desgracia mucho después, que la enfermera le había revelado a Mercedes lo que yo había dicho sobre ella. Esto debió ponerla sobre aviso y precipitar sus planes, pero yo no presté suficiente atención a todos los signos: estaba demasiado feliz de haber vuelto, de abrazar otra vez a Pauli, y de saber, sobre todo, que al día siguiente volvería a ver a Luciana.

Hizo una pausa y cuando volvió a hablar su voz bajó a un tono derrotado, como si todavía no pudiera encontrar sentido en la sucesión de los hechos.

—Después... ocurrió con Luciana lo que ya le conté, y Mercedes de pronto tenía en la mano esa carta. Su carta de triunfo. En menos de cuarenta y ocho horas ya había iniciado la demanda de divorcio y había conseguido una orden judicial para apartarme de la casa. De la casa que habíamos comprado íntegramente con mi dinero. Se quedó a solas allí con Pauli. Yo tuve que alojarme en un hotel mientras se resolvía un recurso que presentó mi abogado. Nunca hasta entonces había tenido que acudir a un abogado y de pronto tenía al mismo tiempo dos causas. En la primera visita al estudio recibí una lección inolvidable sobre lo que podía esperar de la justicia práctica. Quise contarle en detalle lo que había ocurrido con Luciana pero me interrumpió casi antes de que empezara. Lo que había sucedido entre los dos a solas en un cuarto cerrado era para los jueces indiferente: nunca podrían decidir entre la palabra de uno y de otro. La frase sobre el acoso sexual no tenía legalmente ninguna importancia: era una manera de declararse despedida, como podría haber recurrido a cualquier otra. A la justicia no le importa cuál es la verdad, me dijo, sino sólo las versiones que pueden demostrarse. La discusión se desplazaría a una cuestión de cargas sociales y aportes jubilatorios impagos. Es decir, papelitos que pudieran o no presentarse. Yo debía tener claro que todo se reducía a una cuestión de dinero y decidir si prefería cerrar el asunto con una cifra X durante la etapa conciliatoria o aguardar a que el juez estipulara otra cifra Y después de un juicio. Sin embargo, le hice notar, esa frase sobre el acoso sexual la usaba ahora mi mujer contra mí en el escrito que había presentado para justificar su demanda. El abogado me dijo que debía prepararme para acusaciones mucho peores. También eso era parte del juego. Le conté entonces de mis temores sobre Pauli, que había quedado a solas con su madre. Me preguntó si alguna otra persona había reparado en los cortes y lastimaduras que yo había advertido mientras Pauli era una bebita. Me dijo que él también tenía hijos y que muchas veces se habían lastimado solos. Quizá mi mujer era un poco más distraída que yo en la vigilancia. ¿Había tenido acaso algún accidente especialmente grave? ¿Le había quedado alguna marca o cicatriz? ¿Estaba yo absolutamente seguro de lo que estaba sugiriendo? Tuve que reconocer que nada malo le había pasado a Pauli en los últimos años. Me preguntó si la enfermera que contraté durante mi viaje había detectado en mi ausencia algo inusual de lo que pudiera dar testimonio. Tuve que decirle que no. Abrió las manos como si nada pudiera hacerse. Otra vez sería, me dijo, una palabra contra la otra. Le pregunté si de todas maneras podíamos presentar un escrito, aunque más no fuera como advertencia. Me dijo que cualquier juez lo desestimaría, que se necesitaba mucho más que una acusación en el aire para quitarle a una madre la custodia de su hija, que no debíamos entrar en el terreno de ellas, y que él prefería jugar durante el juicio la carta racional. Me pidió que le dejara los dos asuntos en sus manos y que se ocuparía de conseguir lo antes posible una orden para que pudiera ver a Pauli otra vez. Esto demoró casi un mes y tuvimos en el medio la primera audiencia de conciliación con Luciana, a la que fue solamente él. Yo me había desentendido de aquel asunto. En realidad lo único que me importaba en esos días era ver a Pauli otra vez. Por fin llegó la orden, con mis horarios de visita estipulados. Mi primer día era un jueves a las cinco de la tarde. Llamé un poco antes de la hora y no me contestó nadie. Pensé que era un último recurso de Mercedes para molestarme. Fui hasta la puerta de la que era mi casa y toqué timbre, pero nadie bajaba a abrirme. Probé abrir con mi llave pero Mercedes había cambiado la cerradura. Vi que en una de las ventanas había luz y grité el nombre de mi hija. Nadie me contestó. Creí que iba a enloquecer. Fui hasta una cerrajería y volví con un hombre que logró forzar la puerta con una barreta. Subí a la planta alta saltando los escalones de dos en dos. Vi primero el cuerpo de Mercedes, inmóvil sobre la cama, con su caja de pastillas sobre la mesa de luz. No me detuve a entrar. Llamaba a Pauli, pero había en la casa un silencio de muerte. No estaba en su habitación, ni en el cuarto de juegos. Vi entonces la luz encendida del baño a través del vidrio esmerilado. Entré y descorrí del todo la puerta de la mampara, que había quedado entreabierta. Pauli estaba allí, sumergida en la bañera, ahogada en treinta centímetros de agua, inmóvil, blanca, muerta quizá desde hacía horas, con el pelo esparcido como un alga. La arranqué del agua. Estaba fría y resbaladiza. Doblada sobre un banquito vi la ropa que se iba a poner para la primera salida conmigo. Lejos, muy lejos, escuché los gritos del cerrajero. Mercedes estaba viva y el hombre me decía que debíamos llamar a una ambulancia.

—¿Qué había ocurrido entonces? ¿Usted cree acaso que ella...?

—Según lo que declaró después había empezado a tomar, una o dos copas de cognac, mientras le preparaba el baño a Pauli. La dejó en la bañera y se fue a recostar un momento a la cama. Había tenido, dijo, un día agotador y se quedó dormida durante algo más de una hora. Cuando se despertó corrió al baño, porque no escuchaba ningún ruido de chapoteo. La había encontrado como yo, ahogada en el fondo de la bañera. No había intentado sacar el cuerpo del agua. Dijo que al verla así sólo quiso morir también ella de inmediato. Que no podía tolerar la idea de que era de algún modo culpable. De manera que volvió a la cama y se tomó todas las pastillas de dormir que quedaban en la caja. Sólo que no eran tantas. No las suficientes para matarla. Y sobre todo, por el horario de la visita, Mercedes podía contar con que yo llegaría a tiempo. Así fue, y apenas le hicieron un lavaje de estómago quedó fuera de peligro.

—Pero hubo una investigación, supongo. ¿O aceptaron al pie de la letra la versión de ella?

—Hubo una investigación y aceptaron la versión de ella. En el análisis forense descubrieron que Pauli tenía un hematoma en la nuca. Según la reconstrucción que propusieron, Pauli en algún momento quiso salir por sí misma de la bañera. Al descorrer la mampara se resbaló y el golpe en la nuca la desmayó antes de que se deslizara al fondo. Quizá gritó al resbalar pero al admitir que Mercedes estaba dormida, admitieron también que un grito no hubiera llegado a despertarla. La manera en que el agua penetró en los pulmones era compatible con un desmayo previo.

—¿Usted llegó a acusarla?

Kloster se quedó por un momento en silencio, como si mi pregunta le llegara de una dimensión lejana, o en el idioma de otra civilización. Me miró como si yo mismo perteneciera a otra especie.

—No: cuando usted tiene muerto a un hijo en sus brazos muchas cosas cambian. Y ya había visto lo que podía esperar de la justicia. Pero sobre todo, yo sabía quién era la verdadera culpable. Y la justicia de los hombres jamás podría alcanzarla. En esos días me sentí por primera vez fuera del género humano. Yo había revisado mucho antes, para mi novela de los cainitas, algunas ideas sobre la justicia, incluso le había dictado a Luciana algunos apuntes, era para mí en ese momento casi un juego intelectual. El primero era sobre la ley antigua del Talión, que figura ya en el Código de Hammurabi: vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano. Una ley que estamos acostumbrados a juzgar como cruel y primitiva. Y sin embargo, bien mirada, tiene ya una escala humana, un elemento de equiparación en sí mismo piadoso: el reconocimiento del otro como un igual, y una limitación, un refrenamiento, en la represalia. Porque, en realidad, la primera proporción para el castigo que se enuncia en la Biblia es la que fija Dios como advertencia a quienes quieran matar a Caín. Siete por uno. Por supuesto, esto podría tomarse como la cifra que elige Dios para sí, en su poder absoluto. Al poder siempre le interesa que el castigo sea excesivo, inolvidable. Que sea, sobre todo, un escarmiento. Pero a la vez, me preguntaba, dado que provenía de la máxima divinidad, de lo que se supone que es «la fuente de toda justicia», ¿podía haber algo más que la voluntad de aplastar? ¿Podía haber incluso un germen de razón en esta asimetría? ¿La voluntad, quizá, de diferenciar entre el atacante y el atacado? ¿De asegurarse que no quedaran igualados en el daño y que el agresor sufriera más que la víctima? ¿Cómo castigaría uno si fuera Dios? Había hecho estas anotaciones casi como un juego, una gimnasia preparatoria para mi novela. Y de pronto, mi hija estaba muerta y yo apenas podía entender esas palabras que había dictado. Porque toda idea de justicia, o de reparación, mira hacia delante, está ligada a la idea de un futuro y de una comunidad de hombres. Y yo sentía que algo se había roto definitivamente en mí. Que había dejado de pertenecer a toda comunidad y a todo tiempo futuro. Que estaba detenido, aullando, fuera de lo humano. Como sea, al volver a revisar esos papeles, encontré también la Biblia que Luciana me había prestado y recordé, como si formara parte de otra vida ya lejana, la vida de otra persona, que tenía una fecha de audiencia por aquella carta que lo había desencadenado todo. Llamé a mi abogado para cancelar sus servicios: como le dije, ya no quería saber más nada con la justicia humana. Fui yo mismo a la audiencia y le devolví a Luciana su Biblia. Por supuesto, la cinta roja estaba en esa página porque así había quedado después del dictado. No tenía ninguna intención de amenazarla. En realidad, sólo quería hacerle saber. Es paradójico todo lo que le ocurrió después, esa serie de... desgracias, porque el castigo que imaginaba para ella era en principio muy distinto.

Se quedó súbitamente callado, como si no pudiera ir más allá de esa frase, o como si hubiera dicho algo de lo que podría luego arrepentirse.

—Pero ¿por qué castigar a Luciana por la muerte de su hija? ¿No fue en todo caso su mujer la responsable?

—Usted no entiende. Ya le conté que Mercedes y yo teníamos un pacto. Y hasta ese momento lo habíamos respetado. ¿Jugó alguna vez al Go? —me preguntó de pronto.

Negué con la cabeza.

—A veces se llega a una posición en que los contendientes quedan atrapados en una repetición de jugadas. La posición Ko. Ninguno de los dos puede quebrar el encierro, porque una jugada fuera de las obligadas lo haría perder de inmediato. Sólo pueden repetirlas en círculo, una y otra vez. Así eran mis días con Mercedes. Habíamos alcanzado un equilibrio. Una posición Ko de la que dependía la vida de Pauli. Sólo era cuestión de tiempo hasta que Pauli creciera lo suficiente. Pero la carta de Luciana lo destruyó todo.

—Usted dijo antes que había imaginado un castigo para ella. ¿Cuál era ese castigo?

—Yo sólo quería que recordara. Que cada día al despertarse y cada noche al apagar la luz tuviera que recordar, como recordaba yo, que mientras ella estaba viva mi hija estaba muerta. Quería que su vida estuviera detenida, como estaba la mía, en ese recuerdo. Fue por eso que viajé ese primer verano a Villa Gesell. Sabía, por supuesto, que la iba a encontrar allí. No podía tolerar la idea de que pasara los días al sol mientras Pauli estaba para siempre bajo tierra, en ese cajoncito donde tuve que dejarla. Sólo quería que me viera allí, día tras día. Ése era todo mi plan de venganza. No imaginaba, por supuesto, que su novio pudiera ser tan imbécil como para entrar en el mar esa mañana. Lo vi desaparecer desde la rambla, cuando me iba, pero sólo pensé en ese momento que se había alejado demasiado. Recién me enteré de que se había ahogado al día siguiente, cuando fui a tomar mi café como cada mañana. Debo decir que me impresionó esa muerte, aunque en otro sentido. Yo siempre había sido ateo, pero me era difícil no ver en esa coincidencia una simetría, una señal más alta: mi hija había muerto ahogada en la bañera y ese chico también se había ahogado, a pesar de que era guardavidas. Como hundido por un dedo. ¿Y no es el mar acaso como la bañera de un Dios? De una manera accidental, pero a la vez mágica, en el sentido antiguo de simpatías, se había ejecutado y cumplido para mí la ley primitiva de ojo por ojo, diente por diente. Ahora había, como le dijo ella a usted, un muerto de cada lado. Pero ¿era esto suficiente? ¿Estaba verdaderamente equilibrada la balanza? Tenía de pronto, en carne viva, esa pregunta que había formulado meses atrás de forma abstracta. Decidí volver a Buenos Aires, a empezar una novela. Esa es la novela de la que le hablé, y que escribo muy lentamente, con interrupciones, a la par de las otras, desde hace diez años. ¿Cómo castigaría uno si fuera Dios? No somos dioses, pero cada escritor es Dios en su propia página. Me dediqué a escribir, por las noches, esta novela secreta, página tras página. Es mi manera de rezar. Y eso es todo lo que hice, y en el fondo, lo único que hice en estos años. Nunca más volví a ver a Luciana.

—Sin embargo, ella me dijo que lo encontró en el cementerio, el día del entierro de sus padres. ¿Fue acaso una coincidencia que usted estuviera allí justo esa mañana?

—Estoy ahí todas las mañanas. Me hubiera visto también cualquier otro día: visitar la tumba de mi hija es parte de mi paseo diario. Y en realidad, ella me vio a mí. Yo no supe de la muerte de sus padres hasta que me llegó esa carta. La carta en que me pedía perdón. Me rogaba y suplicaba, como si yo estuviera detrás de esas desgracias. O como si tuviera el poder de detenerlas. Me di cuenta, por la sintaxis, de que ya estaba algo perturbada. Pero aun así, cuando mataron a su hermano, logró que la policía le diera algún crédito. También esto quería imputármelo a mí. Vino ese comisario, Ramoneda, a visitarme. Apenas sabía cómo disculparse. Pero me dijo que estaba obligado a seguir todas las pistas por la dimensión que había cobrado el asunto de los presos que salían a robar. Quería saber si yo había mantenido correspondencia con algún recluso de aquel penal. Le expliqué que, como en mis novelas hay en general muertes y crímenes, mucha gente las confunde con policiales y tenían bastante éxito dentro de las cárceles. Le conté que había recibido a través de los años cartas de presos de distintos penales donde me señalaban incluso algún error en uno u otro libro y me proponían como próximos temas sus propias historias. Quiso verlas y le di todas las que había guardado. Me habló de Traman Capote mientras las revisaba. Estaba orgulloso de haber leído A sangre fría y de poder comentarla conmigo. En un momento me mostró esas cartas anónimas y bastante grotescas, que parecían escritas por una ex amante despechada. Me preguntó si yo, como escritor, podía inferir algo sobre el autor o la autora. Nunca pensé que estuviera tendiéndome una trampa, o que sospechara que las hubiera escrito yo. Creía hasta entonces que la visita estaba relacionada sólo con mi correspondencia con presos de esa cárcel. Recién después, cuando le dije lo poco que podía imaginar de la persona detrás de esas frases, me habló de Luciana. Ya había hecho una averiguación en la clínica psiquiátrica donde estuvo internada y volvió a disculparse por traer un asunto personal y tan lejano del pasado. Yo le mostré la carta de ella que había guardado. Cotejó delante de mí la caligrafía. En todo caso, parecía más inclinado a sospechar de ella que de mí. Me dijo que estaba acostumbrado a recibir confesiones de las maneras más imprevistas y extrañas. Me mencionó «El corazón delator» de Poe. Creo que quería demostrarme que también él había leído algunos libros. Conversamos un poco más de autores policiales, revisó mi biblioteca y me di cuenta de que esperaba que le regalara alguna de mis novelas. Así que eso hice y por fin se fue. No tuve más noticias de esa investigación, ni de Luciana. Creí que no volvería a saber de ella. Hasta que recibí su llamado.

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