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Authors: Jose Luis Olaizola

Tags: #Drama

La niña del arrozal (2 page)

BOOK: La niña del arrozal
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Un día, cuando Cheonchai estaba trabajando en Chiang Mai, se presentó en casa de su hija acompañada de un hombre de buena presencia, que dijo ser un dignatario del gobernador de la ciudad. Yui se mostró muy honrada de que visitara su modesta vivienda y le ofreció un refrigerio de hierbas aromáticas y frutas variadas. Desde el primer momento Yui sintió sobre su persona la mirada de halcón del dignatario, que mantenía una sonrisa muy pronunciada, como si todo lo que ocurriera en la vida fuera muy divertido, pero cuyos ojos denunciaban que sus intenciones eran otras. La madre le explicó que el señor Anuman había oído hablar de la belleza de Yui Kanchanaporn y quería cerciorarse con sus propios ojos. Una vez que la hubo comprobado, se despidió cortésmente diciéndole a Yui que tenía la esperanza de que no fuera esta la última vez que se veían.

Al día siguiente la señora Phakamon se presentó en casa de su hija con un regalo del dignatario para ella, y en tono muy festivo le dijo:

—¿Debo ofenderme porque el señor Anuman, después de conocerte, te haya preferido, estando yo sobrada de años? Bueno, sobrada comparada contigo, que estás en la flor de la vida y no debes desaprovechar las ocasiones que se te presenten.

Y le razonó las ventajas que obtendría si mostraba algunas atenciones con el señor Anuman, quien se había quedado prendado de ella. Por supuesto, podría conseguirle buenos contratos para hacer anuncios en la televisión de Chiang Mai, que dependía del gobernador, quien a su vez dependía del señor Anuman.

—No dudes de que la prosperidad entraría en esta casa —concluyó.

La respuesta de Yui, en aquellos primeros años en los que seguía enamorada de Cheonchai, fue contundente:

—Si no fueras mi querida madre...

—... que siempre se ha desvivido por ti —le recordó la madre.

—... que siempre se ha desvivido por mí, te arrojaría de mi casa por lo que me estás proponiendo. Pero ahora tu afán es para sumirme en la deshonra.

Y se echó a llorar. La madre, sin pronunciar una palabra, cogió el regalo, se marchó y estuvo una semana sin aparecer por la casa de su hija.

Cuando Cheonchai regresó de su trabajo se sorprendió por la ausencia de su suegra, congratulándose de ello y pensando que en esta ocasión habría dado con un «compromiso» de mayor fundamento. Hasta bromeó con su mujer:

—¡Mira que si esta vez se casa! ¿Cuántos años tiene? Todavía no ha cumplido los cincuenta, pero como se acicala tanto parece más joven. Y hay que reconocer que en belleza aventaja a muchas que son más jóvenes que ella.

Yui le reprendía por hablar así, pero le ocultaba el motivo de aquella ausencia. Al cabo de una semana no pudo aguantar más y mandó a Wichi a que fuera a buscar a su abuela.

La niña sentía un gran respeto por ella, pero no estaba segura de quererla mucho. A veces la quería y a veces la temía. Sobre todo cuando la examinaba de arriba abajo, para concluir diciéndole:

—Tú nunca serás tan hermosa como tu madre.

La niña se quedaba perpleja pensando que era una desgracia muy grande no llegar a ser tan hermosa como su madre. Otras veces se resignaba considerando que su madre era tan hermosa que era difícil alcanzar esa belleza. Cuando alguna de las amigas de sus padres le decían: «¡Qué niña tan guapa!», también se tranquilizaba un poco, pero con el convencimiento de que no dejaría de ser nunca una belleza de segunda categoría.

Cuando cumplió diez años fue cuando tomó conciencia de que no hacía falta ser muy guapa para sentirse feliz. Fue durante los años de prosperidad del matrimonio, en los que Cheonchai dirigía la cuadrilla que trabajaba en el edificio de nueve plantas de Chiang Mai, lo que les permitía tener una criada de la tribu pakeñó, llamada Siri, que ayudaba a Yui en los trabajos de la casa, que no eran muchos, pero contar con servicio suponía un signo de distinción. Siri era de una fealdad poco corriente ya que padecía de estrabismo en ambos ojos, a tal extremo que para mirar a una persona debía ponerse de costado, lo cual le producía una extraña impresión al interlocutor, quien tenía la sensación de que la mujer estaba hablando con la pared. Para colmo, estaba picada de viruelas y tampoco era de figura muy favorecida, por lo corto de su estatura y lo menguado de sus carnes. Y, por si fuera poco, practicaba una extraña religión, la católica, que por lo visto era bastante habitual entre los pakeñós. Sin embargo, cada mañana se levantaba, se ponía de rodillas al pie de su lecho y rezaba a su Dios, unas veces musitando oraciones y otras cantando, y a continuación despertaba a Wichi —dormían en la misma habitación— y siempre le decía más o menos lo mismo: que aquel día era el más hermoso de todos, que los pájaros cantaban mejor que nunca y que el aroma de las flores era singularmente penetrante. Esto aunque estuvieran en la época de los monzones, con lluvias que anegaban cuanto encontraban a su paso.

Con la ingenuidad de sus pocos años, un día Wichi le dijo a Siri:

—¿A ti no te importa ser tan fea?

La mujer se quedó sorprendida y, un poco confusa, le preguntó:

—¿Tú crees que soy muy fea?

La niña tomó conciencia de la inconveniencia de su pregunta y trató de arreglarlo.

—Bueno, no eres como mi madre. —Y añadió—: Claro, que yo tampoco lo soy. O sea, que las dos tal vez seamos un poco feas.

—Tú eres muy guapa, Wichi —le replicó la mujer—, y yo sé que tengo la mirada un poco rara, pero me ha dicho un doctor que si me pongo gafas se me enderezará la mirada. Estoy ahorrando para comprármelas. Además —concluyó—, nosotros tenemos un sacerdote que dice que lo importante es la belleza interior.

Intentó explicarle en qué consistía la belleza interior, pero Wichi no acabó de entenderlo, aunque sacó la conclusión de que Siri poseía mucha belleza de esa clase y, por eso, estaba todo el día contenta.

Luego comentó esta conversación con su madre, a quien primero le dio la risa por la salida de la niña, luego la reprendió por haberle hecho a la criada esa pregunta ofensiva y, por fin, le hizo a su hija una declaración sorprendente:

—¡Ojalá disfrutara yo de esa belleza que tiene Siri, que siempre está feliz! ¿De qué me sirve ser guapa? A veces no me trae más que complicaciones.

—Pero papá está muy contento de que seas guapa —le dijo Wichi.

—¿Y cuánto crees que me durará esta belleza: cinco, diez años? —le replicó la madre, que estaba pasando un mal día. Había comenzado ya a jugar y aquel día había perdido un dinero que tenía reservado para gastos domésticos.

A esto no supo qué responderle Wichi, pero desde ese día dejó de preocuparle el hecho de ser más o menos guapa.

Wichi fue muy bien recibida por su abuela cuando se acercó a su casa a cumplir el encargo de su madre, porque la mujer echaba en falta las comidas en casa de su hija y se temía que, de seguir en aquella situación, tendría que recurrir a sus ahorros, lo cual la horrorizaba.

Capítulo 2

Desde los diez años hasta que cumplió los catorce y se convirtió en una mujer, fue la etapa más dura en la vida de Wichi. Tenía ojos y oídos para ver lo que sucedía entre sus padres, y Siri se encargaba de contarle lo que ella no alcanzaba a comprender.

El primer incidente grave tuvo lugar a cuenta del arreglo de los incisivos de la madre, que terminó siendo el más grande de los desarreglos por culpa de la señora Phakamon. Cuando Cheonchai accedió al supuesto embellecimiento de los dientes, con la condición de que no tuviera que desplazarse a Bangkok, la mujer protestó, pero no mucho porque en el fondo temía ir sola a la gran ciudad. En cambio, a la que le pareció muy bien fue a la señora Phakamon, que determinó: «¿Qué necesidad hay de que vaya a Chiang Mai? Conozco a un doctor chino no solo capaz de arreglar una dentadura, sino de hacer crecer los dientes en las encías marchitas de los ancianos. Además, yendo de mi parte os cobrará muy poco, quizá una cantidad meramente simbólica». Con el tiempo se supo que el supuesto doctor era un curandero con poderes para sanar extrañas enfermedades, más bien relacionadas con verrugas y otras afecciones de la piel, pero como odontólogo apenas acertaba a sacar muelas, bien es cierto que con escaso o nulo dolor por su habilidad en el empleo de agujas chinas, de las que se servían para practicar la acupuntura.

A Cheonchai le sonó a desmesura la presentación que hacía su suegra del doctor chino, pero le pudo un punto de codicia; había pedido presupuestos de lo que le costaría el arreglo en Chiang Mai y el más barato superaba los veinticinco mil bahts, lo que le obligaría a empeñarse. Por eso, pese a la desconfianza que le producía todo lo que viniera de parte de su suegra, accedió.

La consulta del doctor chino era flotante ya que recorría el río Nam Ping en una pretenciosa embarcación con la cubierta de madera de teca, adornada de diversos símbolos astrales y dotada de unos asientos de cuero que también eran ostentosos; navegaba impulsada por un motor fuera borda muy silencioso, a diferencia de los otros barcos que atronaban con sus motores procedentes del desguace de coches viejos. Cuando atracaba en un poblado ribereño, su criada hacía sonar una tuba para anunciar la llegada del profesor Sil, que es como se hacía llamar. La criada era la que manejaba la embarcación y se ocupaba de todo, ya que el profesor, cuando no estaba sanando, se entregaba a la meditación o al estudio, y no debía distraerse con otras ocupaciones menores. Como patrona del barco faenaba vestida con ropas de hombre, pero cuando llegaban a un puerto fluvial se acicalaba con un traje largo, muy
thai
, adornado con lentejuelas brillantes, se cubría la cabeza con una cofia muy parecida a la que usaban las enfermeras en los hospitales públicos y recibía a los pacientes con gran solemnidad.

El día en que recibió a Yui Kanchanaporn, había elegido para atracar un meandro del río, apartado de los poblados, para poder atender debidamente a tan singular paciente, famosa por su belleza, hija de su reverenciada amiga a la que tantos buenos ratos debía. La señora Phakamon, que acompañaba a su hija, ante este comentario bajó la mirada pudorosa, como si no supiera de qué naturaleza eran esos buenos ratos.

El profesor hizo pasar a Yui al habitáculo del que se servía para sus curaciones y rogó a la madre que esperara fuera. La señora Phakamon, como si conociera la condición del profesor, le advirtió:

—Te ruego, maestro, que te atengas a los incisivos, y no hagas otra clase de experimentos con ella.

A lo que el profesor le replicó en tono festivo:

—¿Es acaso un experimento prepararla adecuadamente para que la extracción resulte totalmente indolora?

La preparación consistió en quemar sahumerios aromáticos, que debían actuar favorablemente sobre su espíritu, y después tumbarla en un lecho y rogarle que se desabrochara la parte superior de su vestidura, a lo que colaboró. Fue entonces cuando comenzó con tocamientos que desconcertaron a la mujer, produciéndole un extraño desasosiego. Yui ya estaba habituada a que los hombres intentaran palparla y sabía defenderse de esos escarceos, pero en esta ocasión quiso creer que formaba parte del tratamiento y consintió. A continuación el profesor le dijo que él no precisaba de rayos X para saber lo que sucedía en el interior del cuerpo humano, ya que le bastaba con su mirada para penetrar en las almas, que era donde radicaba el mal.

Comenzó una especie de sesión de hipnosis, mirándola fijamente a los ojos, encareciéndole que los mantuviera bien abiertos, al tiempo que le acariciaba el rostro, el cuello y algunas otras partes más distantes, mientras que en susurros le elogiaba su belleza y la gracia de toda su persona, y le aseguraba que cuando le extrajera algunas piezas el resto de los dientes, como por arte de magia, se colocarían en su sitio y su hermosura se convertiría en inmarcesible.

La señora Phakamon, al otro lado de la puerta, de vez en cuando la golpeaba preguntando cómo iba la cosa y si le había extraído ya los dientes, a cuyos golpes el profesor unas veces hacía caso omiso, y otras le decía que ya conocía sus métodos de trabajo, que requerían paciencia. A lo que la señora Phakamon le replicaba que, precisamente porque conocía sus métodos y su clase de paciencia, se mostraba preocupada por la tardanza.

Por fin llegó el momento de colocarle las agujas, pero antes de clavarle una le daba largos masajes en la parte correspondiente del cuerpo, generalmente alejada de la boca, produciendo una excitación en la paciente que, según el profesor, fue la causa de que no surtieran el efecto deseado. La acupuntura producía un efecto anestésico, comprobado científicamente, siempre que la paciente pusiera de su parte, lo que no hizo Yui, quien, según el sanador, en lugar de quedarse adormecida, comenzó a corresponder a lo que interpretó como caricias cuando en realidad eran masajes que formaban parte del tratamiento. Estas fueron las explicaciones que dio a la señora Phakamon después de que se produjera la desafortunada extracción, que consistió en un feroz forcejeo en el que tiraba con todas sus fuerzas, sin conseguir arrancarle los dientes, en medio de bramidos de dolor de la infeliz mujer. De vez en cuando se detenía, le colocaba nuevas agujas, trataba de tranquilizarla asegurándole que ya era cosa de nada y, por fin, no le quedó más remedio que abrir la puerta a la señora Phakamon que, ante los gritos de su hija, la golpeaba con tal fuerza que parecía que la iba a tirar.

Con ella entró la criada que fue la que tuvo que consumar la extracción, ya que el profesor daba muestras de estar exhausto, y apenas acertaba a defenderse de las recriminaciones de la señora Phakamon, que le acusaba de sátiro y de falsario, que la había engañado asegurándole que era maestro en un arte cuyos resultados estaban a la vista, y que la culpa era suya por haberle contado que tenía una hija de singular hermosura y él, que como amante era bastante deficiente, había intentado seducirla con sus torpes maniobras. Lo de amante deficiente ofendió al sanador, que salió de su pasmo para defender su virilidad y dio detalles de los que se deducía cuál había sido la relación que había mediado entre él y la señora Phakamon.

La criada, con bastante destreza, se ocupaba de cortar la hemorragia de los dos huecos dentarios, sirviéndose de emplastos empapados en hierbas cicatrizantes, y le susurraba a Yui, que, aliviada, ya solo gemía débilmente, que lo peor ya había pasado; para tranquilizarla le mostraba los dos dientes extraídos, cuyas raíces eran las más largas y profundas que había visto en su vida, lo cual justificaba la dificultad de la operación, pero como compensación debía sentirse satisfecha porque aquella longitud se correspondía con su conjunción astral, que le auguraba una larga y próspera vida.

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