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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (3 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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De nuevo el bigote subió y la nariz bajó.

—¿Qué hora es ahora? —preguntó con una palidez y acaloramiento que difícilmente podía asociarse con la alegría.

—Media hora después de mediodía.

—¡Bien! El presidente no tardará en tener ante sí a un caballero. ¡Vamos! ¿Quieres que te diga de qué se me acusa? Será ahora o nunca, porque no voy a volver aquí. O me liberan o me preparan para el afeitado. Ya sabes dónde guardan la navaja.

El
signor
Cavalletto se quitó el cigarrillo de los labios entreabiertos y por un momento pareció más incómodo de lo que podría haberse esperado.

—Yo soy… —
monsieur
Rigaud se puso en pie para decirlo—, soy un caballero cosmopolita, no pertenezco a ningún país. Mi padre era suizo, del cantón de Vaud. Mi madre era francesa de origen, nacida en Inglaterra. Yo nací en Bélgica. Soy ciudadano del mundo.

El aire teatral, mientras hablaba con un brazo en la cadera entre los pliegues de la capa, y la manera con que parecía despreciar a su compañero tomando, en su lugar, a la pared como interlocutor, sugerían que estaba ensayando para actuar delante del presidente del tribunal ante el que iba a comparecer en breve en vez de estar molestándose en informar a un personaje tan insignificante como Giovanni Baptista Cavalletto.

—Pongamos que tengo treinta y cinco años de edad. He visto mundo, he vivido aquí y allá y en todas partes como un caballero. Me han tratado y respetado en todas partes como a un caballero. Si alguien tratara de alegar contra mí que he vivido de mi ingenio, le preguntaría: ¿cómo viven vuestros abogados? ¿Vuestros políticos? ¿Vuestros intrigantes? ¿Los hombres de las finanzas?

No dejaba de hacer gestos con la mano, como si ésta fuera un testigo de su condición de caballero que le hubiera prestado ya buenos servicios en ocasiones anteriores.

—Llegué a Marsella hace dos años. Reconozco que era pobre; había estado enfermo. Cuando vuestros abogados, vuestros políticos, vuestros intrigantes, vuestros hombres de negocios se ponen enfermos y no han ahorrado dinero, caen en la pobreza. Me alojé en La Cruz de Oro, que entonces era propiedad de
monsieur
Henri Barronneau, el cual tendría unos sesenta y cinco años y mala salud. Viví en la casa varios meses cuando
monsieur
Barronneau tuvo la desgracia de morir —en cualquier caso, no tuvo nada de raro esa desgracia; esas cosas suceden con cierta frecuencia— sin ninguna colaboración por mi parte.

Giovanni Baptista se había fumado el cigarrillo hasta el extremo y
monsieur
Rigaud tuvo la magnanimidad de lanzarle otro. Encendió el segundo con la colilla del primero y se lo fumó mirando de refilón a su compañero; el cual, absorto en su caso, apenas lo miraba.


Monsieur
Barronneau dejó una viuda. Tenía veintidós años, fama de hermosa y, cosa que no siempre sucede, además lo era. Seguí viviendo en La Cruz de Oro y me casé con
madame
Barronneau. No me corresponde a mí decir si fue una unión desigual. Aquí estoy, mancillado por la cárcel, pero es posible que me considere usted más apto que el anterior marido.

Tenía cierto aire de ser un hombre guapo —cosa que no era— y cierto aire de hombre bien educado —cosa que tampoco era—. En realidad, era sólo un fanfarrón de aire desafiante; pero en este terreno, como en muchos otros, en medio mundo se acepta como prueba la afirmación de un bravucón.

—Sea como fuere, fui del gusto de
madame
Barronneau; espero que eso no vaya a perjudicarme…

En ese momento, su mirada se detuvo en Giovanni Baptista; el hombrecillo negó vivamente con la cabeza y repitió infinitas veces por lo bajo como si fuera un argumento:
altro, altro, altro, altro…

—Y no tardaron en sobrevenir las dificultades de nuestra situación. Soy un hombre orgulloso. Nada diré en defensa del orgullo, pero soy orgulloso. También está en mi carácter el deseo de mandar. No puedo someterme, tengo que dirigir yo. Lamentablemente, los bienes de
madame
Rigaud estaban a su nombre, tal había sido la insensata decisión de su difunto marido. Más lamentablemente todavía, tenía parientes. Cuando los parientes de una mujer se interponen entre ésta y un marido que es un caballero, que es orgulloso y que tiene la necesidad de mandar, las consecuencias no llevan precisamente a la paz. Había también otra fuente de discordias entre nosotros. Por desgracia,
madame
Rigaud era un poco vulgar. Intenté corregir sus modales y mejorar su estilo en general, pero ella, con el apoyo de sus parientes, se lo tomó a mal. Empezamos a pelearnos y estas discusiones, propagadas y exageradas por las calumnias de los parientes de
madame
Rigaud, llegaron a oídos de los vecinos. Dijeron que maltrataba a
madame
Rigaud; quizá me vieran darle un bofetón, pero nada más. Tengo la mano ligera y, si se me ha visto corregir de ese modo a
madame
Rigaud, sería poco más que un juego.

Si el carácter juguetón de
monsieur
Rigaud era lo que expresaba su sonrisa en aquel momento, bien podrían haber dicho los parientes de
madame
Rigaud que preferían que corrigiera en serio a la infortunada mujer.

—Soy sensible y valiente. No digo que sea un mérito ser sensible y valiente, pero tal es mi carácter. Si los parientes varones de
madame
Rigaud se hubieran manifestado abiertamente, yo habría sabido cómo tratarlos. Lo sabían y por ese motivo urdieron sus maquinaciones en secreto; como consecuencia,
madame
Rigaud y yo tuvimos enfrentamientos frecuentes y lamentables. Ni siquiera cuando yo quería una pequeña cantidad de dinero para mis gastos personales podía obtenerla sin enfrentamientos, ¡y eso tenía que sufrirlo un hombre de carácter dominante! Una noche,
madame
Rigaud y yo estábamos paseando amistosamente, diría que como enamorados, por un acantilado sobre el mar. Una mala estrella hizo que
madame
Rigaud aludiera a sus parientes; razoné con ella y le reproché la falta de fidelidad y devoción que manifestaba al dejarse influir por la celosa animosidad de éstos a su esposo.
Madame
Rigaud me replicó; yo le repliqué.
Madame
Rigaud se acaloró; me acaloré y la provoqué. Lo admito. La sinceridad también es rasgo de mi carácter. Finalmente,
madame
Rigaud, en un acceso de furia que siempre deploraré, se lanzó sobre mí con gritos de ira (sin duda, los que se oyeron a lo lejos), me destrozó la ropa, me tiró del pelo, me hirió las manos, pataleó y, por último, tropezó y se precipitó a la muerte sobre las rocas al pie del acantilado. Tal es la cadena de acontecimientos que la malevolencia ha tergiversado y según la cual yo había intentado convencer a mi mujer para que renunciara a sus derechos y, como ésta se negaba a acceder a mis peticiones, había discutido con ella… ¡y la había asesinado!

Dio un paso hacia la repisa en la que se encontraban las hojas de parra, cogió dos o tres y se limpió las manos, dando la espalda a la luz.

—Bueno —preguntó tras un silencio—, ¿no tienes nada que decir?

—Un caso feo —contestó el hombrecillo, que se había puesto en pie y estaba sacando brillo a la navaja con el zapato mientras apoyaba un brazo en la pared.

—¿Qué quieres decir?

Giovanni Baptista pulía la hoja en silencio.

—¿Quieres decir que no he presentado el caso debidamente?


Altro!
—contestó Giovanni Baptista. Ahora la palabra era una disculpa y quería decir: «¡De ningún modo!».

—Entonces, ¿qué?

—Los presidentes y los tribunales tienen tantos prejuicios…

—Bueno —exclamó el otro, echándose un extremo de la capa sobre el hombro con un juramento—: pues entonces, que hagan lo peor.

—Eso creo que harán —murmuró Giovanni Baptista para sí mientras inclinaba la cabeza para meterse la navaja en la faja.

No dijeron nada más, aunque ambos empezaron a caminar de un lado a otro, lo que los obligaba a cruzarse a cada vuelta.
Monsieur
Rigaud se detenía de vez en cuando, como si fuera a presentar su caso de otro modo o a formular una protesta airada. Pero, como el
signor
Cavalletto seguía caminando de un lado para otro en un grotesco trotecillo, con los ojos bajos, esos gestos quedaron en mero conato.

Al poco, el ruido de la llave en la cerradura los detuvo a ambos. Se oyó luego ruido de voces y de pasos. La puerta se cerró con un golpe, las voces y los pies fueron subiendo mientras el carcelero ascendió lentamente por las escaleras seguido por una guardia de soldados.


Monsieur
Rigaud —dijo, deteniéndose un momento ante la reja con las llaves en la mano—, tenga la bondad de salir.

—Por lo que veo, me llevan con toda ceremonia.

—De no ser así —contestó el carcelero—, tal vez compareciera ante el tribunal tan maltrecho que sería difícil recomponerlo. Hay ahí fuera una multitud,
monsieur
Rigaud, que no le tiene el menor aprecio.

Desapareció de su vista y descorrió los cerrojos de una portezuela situada en el rincón de la celda.

—Venga —dijo al abrirla y aparecer por ella—, salga.

De todos los tonos del blanco existentes, ninguno se aproxima a la blancura del rostro de
monsieur
Rigaud en aquel momento, ni ningún rostro humano expresó jamás el terror como en aquel momento se manifestó en cada una de sus arrugas. Ambas cosas se comparan tradicionalmente con la muerte, pero la diferencia es tan enorme como la que existe entre lo más fiero de un combate y su resultado.

Encendió un cigarrillo con el de su compañero; se lo puso entre los dientes y lo apretó con fuerza; se cubrió la cabeza con un sombrero de fieltro de ala flexible; lanzó de nuevo el extremo de la capa sobre el hombro y salió a la galería lateral a la que daba la puerta sin volverse a mirar al
signor
Cavalletto. En cuanto al hombrecillo, éste había concentrado toda su atención en acercarse a la puerta y mirar por ella. Exactamente igual que un animal salvaje se acercaría a la puerta abierta de su jaula para contemplar la libertad, él dedicó aquellos breves momentos a atisbar el exterior hasta que la puerta se cerró de nuevo.

Al mando de los soldados se encontraba un oficial: un hombre profundamente tranquilo, recio y diligente que, con la espada desenvainada en la mano, fumaba un cigarro. Rápidamente, hizo que
monsieur
Rigaud se colocara en el centro del grupo, se puso al frente con consumada indiferencia, dio la orden de: «¡En marcha!» y bajaron todos por la escalera con un tintineo. La puerta restalló, giró la llave y fue como si hubiera pasado por la celda un rayo de luz insólita, una ráfaga insólita de aire, que se fueron desvaneciendo con la diminuta voluta de humo del cigarro.

Todavía en su cautiverio, como un animal inferior —como un mono impaciente o un oso menudo que anduviera sobre dos patas—, el preso, ahora solo, había saltado sobre el antepecho para no perderse ni un instante de esta marcha. Mientras seguía agarrado a la reja con ambas manos, un rugido llegó a sus oídos: gritos, alaridos, juramentos, amenazas, insultos, todo en uno, en una única descarga, como si fuera una tormenta.

El deseo de saber qué estaba pasando puso tan nervioso al preso que, en su inquietud, aún se asemejaba más a una bestia enjaulada; saltó ágilmente al suelo, corrió por la celda, saltó de nuevo, se agarró a la reja e intentó sacudirla, bajó de un salto y corrió, subió de un salto y escuchó, y no descansó hasta que el ruido, cada vez más lejano, dejó de oírse. Cuántos presos mejores que él se han consumido de este modo sin que nadie pensara en ellos, sin que lo supieran aquellos a quienes más querían; mientras los grandes reyes y gobernadores que los habían llevado al cautiverio desfilaban alegremente entre vítores bajo luz del sol. Incluso a estos grandes personajes que han muerto en la cama, con un final ejemplar y un sonoro discurso, ¡la historia, el más servil de sus instrumentos, los ha embalsamado!

Finalmente, Giovanni Baptista, que ahora ya podía elegir un lugar dentro de aquellas paredes para echarse a dormir a voluntad, se tumbó en el banco, con el rostro sobre los brazos cruzados, y se quedó dormido. En su sumisión, en su ligereza, en su buen humor, en sus arrebatos y en su facilidad para contentarse con pan duro y piedras duras, en su sueño rápido, en sus furores y sobresaltos, era un verdadero hijo de la tierra que lo había visto nacer.

La amplia mirada lo contempló todo durante un rato; el sol se puso con un glorioso esplendor rojo, verde y oro; las estrellas aparecieron en el cielo y las luciérnagas remedaron su brillo en la tierra, de la misma manera que los hombres imitan débilmente la bondad de un orden de cosas superior; las largas y polvorientas carreteras y las llanuras interminables descansaron; y se hizo un silencio tan profundo sobre el mar que éste apenas emitió un suspiro sobre el momento en que entregará a sus muertos.

Capítulo II

Compañeros de viaje

—Hoy no se oyen alaridos como los de ayer, ¿verdad, señor?

—No he oído ninguno.

—Entonces, puede estar seguro de que no los hay. Cuando esta gente grita, grita para que la oigan.

—Como casi todo el mundo, imagino.

—Ah, pero esta gente siempre grita. Si no grita, no está contenta.

—¿Se refiere a los marselleses?

—Me refiero a los franceses. Siempre están gritando. Marsella ya sabemos cómo es. Ha dado al mundo el mayor canto a la insurrección jamás compuesto. No podría existir sin todo ese
allez
y
marchez
hacia un sitio u otro: a la victoria, a la muerte, al incendio o lo que sea.

El que así hablaba, con un frívolo buen humor, miraba, con el mayor desprecio por la ciudad, por encima del muro que hacía de parapeto; y, adoptando una posición decidida, con las manos en los bolsillos y jugueteando con las monedas que ahí tenía, apostrofó con una breve carcajada:


Allez
y
marchez
, claro que sí. ¡Sería más encomiable, me parece a mí, que permitieras que los demás
allerán
y
marcherán
a sus honrados negocios en vez de encerrarlos en una cuarentena!

—Bastante fatigosa —dijo el otro—, pero saldremos hoy.

—¡Saldremos hoy! —repitió el primero—. Que salgamos hoy agrava incluso el disparate. ¡Salir! ¿Y por qué nos metieron dentro?

—Me parece a mí que por ningún motivo importante, pero como venimos del este y en Oriente hay peste…

BOOK: La pequeña Dorrit
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