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Authors: Francesc Miralles

La profecía 2013 (3 page)

BOOK: La profecía 2013
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Desmestre me estudió elevando ligeramente las cejas. Mientras lo hacía, sus hombros parecían a punto de plegarse en una vertical.

—Antes de entrar en detalles necesito saber si acepta el encargo. Nadie que esté fuera de este asunto debe conocer de qué se trata.

—Entonces considéreme fuera del asunto. No pienso aceptar un trabajo a ciegas, y éste, además, me huele a chamusquina. Definitivamente, búsquese a otro.

Dicho esto, me quedé súbitamente relajado. Sin embargo, el anticuario no pareció conceder importancia a mi renuncia, ya que explicó parsimonioso:

—Normalmente compro en casas deshabitadas de los alrededores de Gerona. En el casco viejo cuesta encontrar muebles que merezcan la pena. Donde los hay, los propietarios son conscientes de su valor y ponen precios desorbitados. No es negocio. Por eso me llevé una agradable sorpresa al encontrar una cómoda modernista en un lote a precio de ganga. Había pertenecido a un anciano que había pasado toda su vida en el Call. Cuando muere un tipo solitario como ése, la familia suele correr a vaciar el piso para ponerlo a la venta enseguida y repartirse la herencia.

—Y, con las prisas, entra usted a llevarse los muebles de valor —me atreví a decir.

—Les hago un favor, créame —se defendió sin mostrarse ofendido—. Soy el que mejor paga y en las piezas importantes, además, doy un porcentaje al propietario de lo que se consigue en subasta.

—¿La cómoda era una pieza importante?

—¡Por mí, como si le quieren prender fuego! —declaró de repente—. Es de la época, pero de escasa belleza. Uno de esos muebles que se fabricaban para familias humildes. Además estaba podrida por la humedad.

Desmestre hablaba como si yo fuera el incauto propietario de un mueble del que hubiera que echar pestes para abaratar su precio.

—Si tiene tan poco valor, ¿por qué le preocupa? Porque lo que le han robado es ese mueble, ¿me equivoco?

—No se equivoca. Y el mueble no tiene mayor interés. Una vez restaurado, podría haber sacado poco más de mil euros por él. Otra cosa es lo que contenía.

—¿Qué era? —pregunté intrigado—. Ha hablado usted de unas cartas.

—Eso mismo. Un pliego de cartas en buen estado de conservación, atadas cuidadosamente con una cinta de seda negra. Cuando descubrí de qué se trataba, me dije: «Alfred, te ha tocado la lotería».

—Explíquese, no me tenga más en ascuas.

—Será mejor que me acompañe a la tienda —susurró mientras vigilaba de reojo la cocina, donde ahora se oía un rumor de cacerolas y platos—. Así, de paso, verá cómo ha quedado aquello.

5

Entré en la tienda de antigüedades sorteando un mar de cristales rotos esparcidos por el suelo. Parecía que allí hubiera estallado una bomba de baja intensidad.

Al ver desde dentro la cristalera hecha añicos que cubría la lona, entendí que el robo se había llevado a cabo con el procedimiento del butrón. Por la prensa sabía que se utilizaba a menudo en joyerías. Un método tan rápido como expeditivo: los ladrones estrellaban el coche o furgoneta contra un escaparate y vaciaban el interior del establecimiento en cuestión de segundos, antes de que la policía acudiera a la llamada de la alarma.

—La cómoda modernista no les debía de parecer de tan poca monta si organizaron este lío —comenté—. Un golpe como éste supone un gran riesgo para los ladrones.

—Estoy con usted —admitió el anticuario pasándose la mano por la nuca, como si aún no pudiera creer que aquello hubiera sucedido—. Pero no se llevaron sólo la cómoda, sino también un escritorio del siglo XVIII, varias pinturas medievales y una escultura de plata. Es un buen botín, aunque puedo recuperar una parte a través del seguro.

—¿Y las cartas? Aún no me ha dicho qué eran.

Desmestre me estudiaba con los brazos cruzados. En los dominios de su tienda parecía un hombre menos jovial y hospitalario, un comerciante que nunca baja la guardia. Exhaló un profundo suspiro antes de decir:

—Supongo que puedo confiar en usted.

—Puede confiar si quiere, pero eso no significa una aceptación del encargo por mi parte.

—Es imposible que no le interese —concluyó el anticuario mientras me señalaba un despacho trasero para proseguir la conversación.

Era un pequeño almacén que apestaba a disolvente. El olor a alcohol era tan fuerte que costaba trabajo respirar. Tomé asiento en una silla desvencijada mientras Desmestre encendía una lamparita y se reclinaba sobre un baúl. Una aria de ópera procedente del primer piso acababa de dar solemnidad a la escena. El anticuario empezó:

—Antes le he explicado que en la Gerona judía vivieron kabalistas de gran prestigio mundial. Eran expertos en numerología que buscaban claves ocultas en las Sagradas Escrituras. No sé si sabe que están cifradas.

Negué con la cabeza mientras el disolvente parecía perforarme los pulmones.

—Ahondar en ello nos llevaría un tiempo del que no disponemos —continuó—. En cualquier caso, los kabalistas fueron barridos de la ciudad por la Inquisición, como el resto de población de origen hebreo. Desde entonces la presencia de judíos en Gerona ha sido inexistente, exceptuando algún caso puntual como el que ahora conocerá. Le voy a hablar de un hombre llamado Isaac Caravida, sefardí como yo, que se instaló muy cerca de aquí a principios del siglo XX. Preste atención porque es una historia apasionante, señor Vidal.

—Soy todo oídos —repuse tratando de disimular mi fastidio.

—El apellido Caravida, como Desmestre, fue muy común en la época dorada del Call Jueu. Al dejar Alemania para establecerse aquí, el tal Isaac debió de sentir que regresaba al hogar de sus antepasados. Era un hombre austero pero bastante rico, ya que no me consta que ejerciera ningún oficio en Gerona. Vivía solo, en una planta baja como ésta, dedicado en exclusiva al estudio.

—Un kabalista del siglo XX que buscaba las raíces de sus ancestros —añadí.

—Algo así, pero Isaac Caravida no se limitaba a escarbar en las huellas de la vieja judería. Era un cosmopolita que se relacionaba con gente importante de su tiempo. Entre ellos destacaba un hombre singular con quien mantuvo una dilatada correspondencia.

—Por fin llegamos al quid de la cuestión —dije deseoso de abandonar aquel lugar—. Supongo que es el autor de las cartas atadas con una cinta negra que desaparecieron junto con la cómoda.

—Eso mismo. ¿No se huele quién puede ser?

—Yo sólo huelo el disolvente para decapar muebles. Suéltelo ya antes de que caiga desmayado de esta silla.

Desmestre parecía tan emocionado con la revelación que estaba a punto de transmitir que pasó por alto mi sorna. Su voz melodiosa adquirió un tono grave y lúgubre al pronunciar:

—Carl Gustav Jung.

Tras decir estas palabras se hizo un silencio como si el anticuario hubiera mencionado al mesías. Mientras tanto, el disco de ópera del vecino seguía girando ajeno a lo que sucedía en aquel taller.

—¿No le dice nada este nombre? —me preguntó a punto de escandalizarse.

—Los americanos no somos tan estúpidos como usted cree. Algo nos enseñan en la universidad. Sé que era un colaborador de Freud bastante excéntrico y que se interesaba por todo lo esotérico.

—Permítame que añada algo más sobre el personaje —repuso Desmestre acalorado—. A él le debemos la diferenciación entre introvertido y extrovertido, la teoría de los arquetipos, el inconsciente colectivo, la sincronicidad...

—Me parece muy bien —le interrumpí—, pero no estamos aquí para hacer un seminario sobre Jung. Centrémonos en las cartas que envió al kabalista.

—Celebro que sea usted un hombre práctico. Es justo lo que necesito para el negocio que nos ocupa. Efectivamente, Caravida mantuvo durante 1913 una animada correspondencia con Jung. En el cajón inferior de la cómoda había un total de 16 cartas, perfectamente ordenadas. Comprobé la grafía y la firma de todas ellas con facsímiles de este psiquiatra suizo y no hay duda: son de Carl Gustav Jung.

—Entiendo que sean valiosas para los estudiosos de su obra —añadí.

—Mucho más de lo que usted pueda imaginar ahora mismo —declaró el anticuario con mirada ardiente—. Para empezar, la correspondencia abarca todo 1913. Al parecer, Caravida perdió el contacto con Jung al año siguiente con el estallido de la guerra.

—¿Y qué tiene 1913 de particular?

—Algo que pronto sabrá y que es el motivo por el que le he hecho venir. Por otra parte, fue justamente en 1913 cuando Jung tuvo su último encuentro con Freud. Tras una agria discusión, sus caminos se separaron definitivamente.

—Por lo tanto —deduje—, la correspondencia con Caravida documenta ese divorcio.

—¡En absoluto! —saltó Desmestre entusiasmado—. Apenas menciona a Freud. Y por lo que pude entender de las cartas, fue Jung quien se puso en contacto con el amo de la cómoda para interesarse por el estudio que estaba llevando a cabo.

—Algo relacionado con la Kábala.

—Lógicamente, era la especialidad de Caravida. Y no se había fijado un reto pequeño: su intención era reducir la Biblia a una clave de sólo cuatro dígitos. Una cifra que los que realizaron la antología de las Sagradas Escrituras ocultaron hábilmente, y que obligó a nuestro hombre a realizar un complicadísimo cálculo numérico. Sólo Jung estaba al corriente de ese estudio.

—¿Cuatro dígitos? No veo la utilidad...

—Piense un poco, señor Vidal, piense —me cortó—. ¿Qué tiene cuatro dígitos?

—1913, por ejemplo.

—Exacto, pero no es relevante cuándo se realizó el estudio kabalístico. Lo que ellos buscaban en la Biblia era una fecha mucho más trascendente. Y la encontraron exactamente a un siglo de distancia: 2013. ¡Ése es el año!

—No entiendo nada. ¿Qué tiene de especial el 2013?

—Oh, es una efeméride sin importancia —declaró Desmestre con un temblor en la voz—, sólo es el año del fin del mundo.

6

La conversación había quedado interrumpida en su momento más álgido por el timbre del teléfono fijo.

Aproveché que Desmestre había ido a contestar a la parte delantera de la tienda para curiosear un poco en el taller. Había un par de armarios a los que se había retirado el barniz, un sinuoso perchero con incrustaciones y un estante metálico que daba soporte a todo tipo de objetos: pipas de marfil, una cámara centenaria, varios ceniceros de cristal verde, un despertador en miniatura y un portafotos con un retrato muy antiguo.

Me acerqué a contemplarlo, admirado por el magnetismo de la modelo. Era una damisela de profundos ojos negros y labios bien dibujados. Iba vestida con una blusa de seda clara, sobre la que destacaban las ondulaciones del cabello oscuro. Sin ser una belleza perfecta, había algo turbador en aquella joven de otra época. Tal vez fuera su mirada aguerrida y al mismo tiempo ingenua, propia de alguien que trata de ocultar su vulnerabilidad.

Al oír que se acercaban los pasos del anticuario, me aparté del estante metálico para ocupar nuevamente la silla, como si hubiera estado haciendo algo ilícito.

—No hay nada nuevo —dijo en referencia a la conversación que acababa de tener, supuse que con la policía.

—Tampoco aquí hay nada nuevo —respondí paseando la mirada por las antigüedades.

Desmestre no captó mi chiste malo y retomó la conversación en el punto exacto en el que la habíamos dejado, lo cual era una buena noticia para mí porque me ahorraría nuevos rodeos.

—Mi propuesta es la siguiente —empezó mientras se apoyaba nuevamente en el baúl—. Puesto que todo lo robado acaba vendiéndose en otra parte, su misión sería recomprar esas cartas a los ladrones. No escatimaré en medios: pondremos dinero suficiente para que se arriesguen a vender. Usted sabe que los objetos robados duermen un buen tiempo en algún oscuro almacén antes de entrar en el mercado.

Como si con eso quedara todo explicado, Desmestre aguardó mi respuesta mientras se pasaba la mano por el pelo negro y brillante. Al hacerlo, me di cuenta de que su rostro guardaba bastante parecido con el de la atractiva joven del retrato. Supuse que debía de tratarse de su abuela o bisabuela, por la antigüedad de la imagen en el nitrato de plata.

—Y ahora, dígame —me interpeló impaciente—: ¿Está dispuesto a ayudarme?

—Siento decepcionar sus expectativas, pero creo que su plan no es tan sencillo como cree.

—¿Quién ha dicho que sea sencillo? Pero ya que usted adquirió cierta experiencia con los ladrones de arte en California, tal vez conozca algunos canales para llegar a este tipo de gente. Yo sólo le pido que lo intente. Sólo por eso obtendrá una buena gratificación.

—Aunque lograra dar con ellos —argumenté valorando la cuestión—, sepa que por comprar objetos robados podría terminar en la cárcel.

—Pero no en este caso, puesto que lo sustraído vuelve a su propietario, y puedo dar fe por escrito de que trabaja para mí.

—¿Tanto interés tienen para usted estas cartas?

—Mi interés aquí no cuenta, sino el de mi cliente. Justo antes del robo había cerrado la venta en una subasta.

—Pero si pagamos a los ladrones una fortuna por las cartas, no le quedará margen para el negocio.

—Normalmente así sería —dijo abriendo los ojos oscuros como si necesitara captar la poca luz del taller—, pero tengo la impresión de que los ladrones no tienen ni idea del valor que tienen para alguien esas cartas. Por eso podemos tener manga ancha, pagar lo que pidan y luego vender a mi cliente. Si todo sale bien, nos repartiremos el beneficio restante al cincuenta por ciento. Es un buen trato, ¿no le parece?

—Permítame que me lo piense al menos hasta mañana —respondí, aunque estaba seguro de no querer participar en aquel chanchullo—. Esto es mucho más complejo de lo que me pensaba.

—¿Y no le gustaría saber antes el valor de las cartas? —añadió Desmestre con una sonrisa tensa—. Es un dato a tener en cuenta a la hora de tomar una decisión.

—Sorpréndame.

—Déjeme antes explicarle cómo se produjo la subasta.

—Es usted un amante del suspense —protesté—. Con lo fácil que sería dar la cifra y punto.

—No sea tan prosaico. Además, conocer la historia quizás le aporte alguna pista.

—Adelante, pero sea breve.

—Tan pronto como validé la autenticidad de las cartas, puse el hallazgo en conocimiento de una casa de subastas de Londres. Fue comunicado por correo electrónico a los clientes con un perfil adecuado a una pieza de esta categoría. Puede imaginarlo: instituciones públicas, fundaciones, coleccionistas privados de esta clase de documentos... Se hizo una subasta en toda regla y un protector del British Museum ofertó 50.000 libras por las cartas. Una cifra nada despreciable.

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