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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (13 page)

BOOK: La ramera errante
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Hiltrud había soportado tantos insultos en su vida que a esa altura ya le resbalaban. Observó con disgusto que el patrón alzaba el látigo y azuzaba a sus animales de tiro sin importarle si ella le había dejado el camino libre. Tras echar una fugaz mirada hacia la muchacha que yacía inconsciente, se hizo a un lado y se dirigió hacia uno de los hombres más jóvenes.

—Por favor, ayúdame a cargarla en mi carreta. Yo la atenderé cuando lleguemos a Merzlingen.

—Si para entonces está muerta, tendrás que cavar tú sola la fosa para enterrarla —le respondió con insolencia el joven, aunque luego se agachó a levantarla.

Ayudada por el muchacho, Hiltrud cargó a la joven en su carreta. No había terminado de darle las gracias cuando la patrona dio media vuelta y llamó a su hijo a voces. Hiltrud lo vio estremecerse y correr apurado hacia adelante como si lo hubiesen pescado haciendo algo prohibido.

Hiltrud seguía sonriendo cuando azuzó a sus cabras con suaves empujoncitos. Pero la sonrisa se le borró enseguida porque los animales no podían mover la carreta del lugar con ese peso adicional. De modo que Hiltrud tuvo que atar una soga a la lanza de la carreta y engancharse para tirar ella también.

—Eso te pasa por tener el corazón tan blando —se regañó a sí misma—. Ahora serás tu propio animal de tiro, y todo por una mujerzuela que probablemente muera esta misma noche. Y si tienes mala suerte, tendrás que enterrarla con tus propias manos y encima darle un par de monedas al cura para que bendiga su tumba.

A cada paso que daba se ponía de peor humor. Tirar de la carreta con el calor que hacía era una tarea titánica. Para distraerse, Hiltrud se puso a pensar qué haría con la muchacha si seguía con vida.

—Me vendría muy bien tener una criada que me ayudara a montar la tienda y que cocinara para mí. Además, es un bocado muy apetecible para atraer a los hombres. Y cuando pueda volver a trabajar, entonces sí que desplumaré a todos los muchachos que se acerquen.

De este modo, la vida de la chica se convirtió en la mayor preocupación de Hiltrud. Al pasar por un arroyo, se detuvo un momento y humedeció un retazo de tela para pasarlo por los labios agrietados de la joven.

En el último tramo antes de llegar a Merzlingen, los juglares comenzaron a apresurar la marcha y Hiltrud se quedó muy rezagada. Pero como se divisaban los techos de la ciudad, ella no se preocupó, ya que allí ya no corría peligro de que la ultrajaran, asaltaran o asesinaran a plena luz del día. Como avanzaba muy lentamente, la adelantaban cada vez más viajeros que también iban camino de la feria de Merzlingen. Ella ya conocía a algunos e intercambiaba breves saludos con ellos. La mayoría echaba una mirada furtiva a la mujer que llevaba en su carreta, pero se abstenían de hacerle preguntas. Solo Bodo, un vendedor de alfarería, detuvo su animal de tiro y examinó a la joven desde todos los ángulos.

—Una hermosa niña has recogido, Hiltrud. ¿Está a la venta?

Hiltrud se encogió de hombros.

—Primero tengo que engordarla un poco.

El hombre se relamió los labios.

—Sí, hazlo.

—Pero no te hagas demasiadas ilusiones. Lo más probable es que tenga que enterrar a la pequeña en el desolladero de Merzlingen. No creo que sobreviva a la próxima noche.

—Pero si vuelve a ponerse en pie, pensarás en mí, ¿no?

El vendedor de alfarería regresó a su carreta y le pegó con las riendas al jamelgo que tiraba de ella.

—Sí, sí. Lo haré —le gritó Hiltrud cuando él hubo partido. Si aquel hombre hubiese visto la sonrisa burlona en su rostro, sabría que tenía en mente algo bien diferente.

Ella sabía por qué aquel tipo deseaba tanto a la muchacha. A una criada tan bella, la gente le compraría los platos y los cacharros con muchísimo más gusto que a él. Además, ella tendría que lavar y cocinar para él, y también ocuparse de sus otras necesidades. Hiltrud otorgaba mucha importancia al aseo y trataba de lavarse todos los días. A ese vendedor de alfarería maloliente no lo habría llevado a su tienda ni por el doble de dinero, y bajo ningún concepto estaba dispuesta a entregarle una muchacha que, evidentemente, provenía de un círculo más elevado. Estaba segura de que no dependería de ese infeliz mercader, sino que podría hacer un negocio mucho mejor con la pequeña.

Mientras seguía pensando en cómo sacar dinero de su hallazgo, llegó a la explanada de las fiestas. Ya había un montón de tiendas y puestos listos, y otros todavía se estaban montando. Se disponía a buscar un lugar cerca de la explanada donde instalar su tienda, cuando el guardia del mercado de Merzlingen salió a su encuentro para exigirle el impuesto por prostitución. A juzgar por su mirada, tenía intenciones de exigirle más tarde un pago extra en especies. Ella apartó su nariz, rogando que al menos se dignara a lavarse antes.

Aún no había terminado de contar las monedas que le había sacado cuando señaló hacia Marie.

—¿Y qué hay con esta?

—La encontré en el camino y la traje conmigo. No pretenderás que te pague ningún impuesto por ella.

Hiltrud hizo el amago de darse vuelta, pero no se libraría tan fácilmente del representante de las autoridades de la ciudad.

—Por su túnica se trata de una prostituta. De modo que me debes dos peniques por ella.

—Está medio muerta y es obvio que no puede trabajar.

—Eso no me importa. O pagas o desapareces con ella.

Hiltrud suspiró.

—Regresa mañana. Si sigue con vida, te daré el dinero.

El guardia del mercado soltó una carcajada y extendió la palma de su mano. Hiltrud no sabía qué la indignaba más, si la codicia del hombre o la blandura de su propio corazón. Sacó su bolsa suspirando y buscó hasta encontrar dos peniques de Halle, que podía darle en lugar de peniques de Ratisbona. Él aceptó las monedas de menor valor con una mirada hosca y se retiró para cobrar el impuesto a un comerciante recién llegado que buscaba un lugar en el mercado para su puesto. Hiltrud respiró aliviada: ahora podía escoger ella misma su lugar para acampar.

Los juglares de Jossi habían levantado sus tiendas bajo unos árboles altos que les regalaban su sombra. No lejos de allí, Hiltrud descubrió un lugar libre. Empujó su carreta hasta allí, desenganchó las cabras y las ató a dos estacas que clavó en la tierra con una piedra. Esta vez tuvo que apretar los dientes y bajar a la muchacha de la carreta sin ayuda, ya que los hijos de Jossi y el resto de los juglares prefirieron no acercarse a ella. Al bajarla, la carreta se le volcó, haciendo rodar todas sus pertenencias por el suelo. Hiltrud maldecía para sus adentros, pero montó su tienda con la rapidez acostumbrada y lo recogió todo. Finalmente, arrastró a la joven hacia el interior y la recostó sobre una manta. Cuando volvió a ponerse de pie, se dio cuenta de que, al recoger a esa chica, se había cargado con una responsabilidad inútil. En el tiempo que había gastado en ocuparse de esa mujer medio muerta, ya podría haberse ganado unas cuantas monedas. Echó un vistazo a los hombres que se arremolinaban fuera, simulando interés tanto por los puestos y las mercancías de los comerciantes como por la presencia de los juglares, que ya comenzaban a dar pequeñas muestras aisladas de su arte. Pero, en realidad, la mayoría de ellos observaba a las prostitutas y, tras breves negociaciones, desaparecían dentro de sus tiendas o se iban a los matorrales a orillas del río. Cuando un cliente se acercó a Hiltrud para abordarla, a ella no le quedó más remedio que menear la cabeza de mala gana. El hombre soltó una maldición y cerró el trato poco más tarde con una mujer de la troupe de juglares de Jossi.

Hiltrud puso los brazos en jarras y contempló a la muchacha, que seguía inconsciente.

—¿Sabes acaso los problemas que estás acarreándome? Por tu culpa tengo que dejar pasar los mejores negocios. ¡Así que hazme el favor de conservarte con vida, porque te reclamaré cada centavo que pierda!

Tomó su cántaro y salió de la tienda para buscar agua. Una vez en el río, fregó bien el cántaro antes de llenarlo de agua fresca. Luego recogió musgo, pasto y ramitas secas, puso el trípode frente a la tienda y atizó el fuego. Mientras el agua comenzaba a hervir, cortó la túnica hecha harapos para quitársela a la muchacha del cuerpo, dejando únicamente las partes demasiado adheridas a la piel lastimada. Una vez que el agua hubo hervido, humedeció un trapo y comenzó a ablandar con paciencia los restos de tela que le quedaban sobre el cuerpo para ir retirándoselos.

Mientras Hiltrud seguía concentrada en su tarea samaritana, un hombre delgado de mediana edad llegó a la explanada mirando a su alrededor en busca de algo. Vestía un pantalón gris limpio, un jubón marrón y unos zapatos de cuero con hebillas de cobre. Una prostituta que venía por primera vez a la feria de Merzlingen se acercó hacia él meneando las caderas, pero otra la llamó riendo, diciéndole:

—Con ése te meneas en vano, Lala. El boticario viene en busca de una amiga en especial.

La mujer se llevó las manos a la boca, a modo de embudo, y agregó:

—¡Eh, señor Krautwurz! La tienda de Hiltrud está allí en frente, bajo los árboles, donde se instaló la gente de Jossi.

El aludido asintió con la cabeza agradecido, y cuando la prostituta le hizo el gesto de pagar, metió la mano en su bolsa y le arrojó una moneda. Ella la atrapó con gran agilidad y se rió.

—Que os divirtáis mucho. Pero si alguna vez queréis variar un poco, no os olvidéis de mí.

Peter Krautwurz ya no le prestaba atención, sino que se dirigía a toda prisa hacia la tienda de Hiltrud. Encontró la entrada abierta, y se disponía a pasar cuando notó que Hiltrud estaba ocupada. Pensó que algún otro cliente se le había adelantado y a punto estaba de darse la vuelta cuando vio un cuerpo de mujer destrozado.

—Hola, Hiltrud. ¿A quién has recogido?

Hiltrud se giró de mala gana, pero su rostro se iluminó al reconocer a su visitante. El boticario era un antiguo cliente suyo que la buscaba cada vez que ella venía a la feria. Hiltrud lo estimaba mucho, ya que pagaba bien y, además, era un amante muy tierno que la trataba mucho mejor que la mayoría. Por un momento, temió que si lo rechazaba podía llegar a perderlo como cliente. Sin embargo, Krautwurz no le exigió nada ni se marchó ofendido, sino que se arrodilló junto a ella y examinó a la joven. Hiltrud notó con agrado que la mirada del hombre se paseaba con indiferencia por las nalgas de la pequeña, extraordinariamente bien formadas. Solo tenía ojos para el enrejado sangrante de heridas abiertas en su espalda, y en su expresión se reflejaba una mezcla de profunda compasión, indignación y un cierto interés profesional.

Hiltrud hizo una mueca extraña de desesperación.

—La encontré en medio del camino. No me pareció bien dejarla abandonada así, indefensa. Pero ahora no sé qué hacer. Si no recibe un tratamiento adecuado, morirá en mis brazos, y tendré que vérmelas con el guardián del mercado.

Hiltrud quitó el último resto de tela ensangrentada de la espalda de Marie y buscó un frasco con ungüento. Pero, para su desgracia, el frasco estaba casi vacío. Antes de que pudiera esparcir el resto por la espalda de Marie, el boticario la detuvo.

—Hay que ponerle otra cosa. Espera, buscaré ungüento fresco y unas vendas de mi casa, y también traeré algo para bajarle la fiebre.

Hiltrud respiró, visiblemente aliviada.

—Gracias por tu ayuda, Peter. Creo que este asunto se me ha ido de las manos.

El boticario le sonrió animándola.

—Enseguida regreso. ¿Podrías mientras tanto cocinar un poco de caldo de carne? Lo mezclaremos con mis hierbas y se lo administraremos.

Hiltrud miró dubitativa el lugar donde se hallaba Marie.

—Ni siquiera podemos hablarle. No creo que podamos hacerle ingerir nada.

—No te preocupes. Yo sé cómo tratar a los enfermos.

El boticario le dirigió una sonrisa tranquilizadora y se alejó a grandes pasos. Cuando regresó, traía consigo una canasta que contenía entre otras cosas un frasco de ungüento lleno, un recipiente con hierbas cortadas bien pequeñas y una botella que trataba como si fuera un artículo suntuoso y delicado.

—Destilé esta esencia de distintas plantas medicinales. Le limpiará las heridas y eso acelerará el proceso de cicatrización —le explicó a Hiltrud mientras abría la botella y empapaba un trapo limpio en aquel líquido de olor penetrante. Luego se arrodilló y le limpió las mordeduras de los perros y las heridas sangrantes.

Hiltrud tuvo que darles la espalda por culpa del intenso olor de la sustancia. Incluso la desmayada se inquietó y gimió unas cuantas veces.

El boticario alzó la cabeza.

—Esta cosa arde como si fuera fuego sobre la carne viva, pero impide que las heridas sigan infectándose. Si la pequeña no estuviese inconsciente, ahora estaría aullando de dolor.

Hiltrud se estremeció.

—¡Qué olor tan fuerte! ¿Estás seguro de que no es nocivo?

El boticario sonrió.

—Segurísimo. Voy a untarle las partes en carne viva con bálsamo para que puedan cicatrizar. He visto muchos hombres azotados en mi vida, pero juro por Dios que nunca había encontrado una espalda tan destrozada como la de esta chiquilla. Quien lo haya hecho no puede llamarse hombre, sino que debe tratarse de una bestia.

Hiltrud observaba cómo trataba las heridas con sus hábiles manos. No volvió a cubrirla con una venda fija, que no habría hecho más que volver a adherírsele a las heridas, sino que le tapó la espalda con una tela que le sujetó con unas tiras a los brazos y a los muslos. Luego dio la vuelta a la muchacha, la sentó con la ayuda de Hiltrud y le pidió que le trajera el caldo con las hierbas que había traído. Con mucha paciencia fue dándole a la enferma una cucharada tras otra. A pesar de que la joven aún no despertaba, parecía tragar la sopa como una niña obediente.

Satisfecho, Krautwurz le hizo a Hiltrud un gesto afirmativo.

—Creo que volverá a ponerse en pie. Pero mira esto. Esta chiquilla ha sido maltratada por auténticas bestias —dijo a la vez que señalaba los hinchadísimos labios de la vagina de su paciente.

Hiltrud se reprochó el no haberse dado cuenta antes de que la pobre niña no solo había sido azotada, sino también violada. Para esa clase de heridas, ella tenía su propia medicina. A menudo debía vérselas con clientes a quienes no les importaba causarle dolor o incluso lastimarla y por ello siempre llevaba entre sus cosas una tintura que ella misma se preparaba. Extrajo de su equipaje una botellita de cerámica y frotó los genitales de Marie con ese líquido de un estridente tono verdoso.

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