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Authors: Patrick Dennis

Tags: #Humor, Relato

La tía Mame (33 page)

BOOK: La tía Mame
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—Quédate ahí —gritó—. No queremos tener que cuidar de una niña enferma. Y menos ahora.

—Ya se lo dije, señor —dijo con gazmoñería Albert—. Le dije: «Margaret Rose, el doctor Potter se enfadará mucho contigo si…».

—¡Tú calla, marisabidillo! —le espetó el médico. Subió a su coche y se marchó.

* * *

A la mañana siguiente me levanté a primera hora y me puse el uniforme inglés, con la trenca y las medallas a fin de disponer de alguna ventaja con los ingleses de la agencia de adopción. La tía Mame había sufrido una notable recuperación y cuando bajé estaba maldiciendo la vieja cocina de carbón.

—Buenos días, cariño —canturreó—. ¿Hoy es
der Tag
?

—Hoy es el día —respondí—. ¡El día de la Independencia, el día de la Bastilla, el día de Guy Fawkes, el Día del Trabajo!

—Cariño —suspiró—, no puedo esperar más.

Gladys entró en el salón con su cárdigan y su falda plisada, que contrastaban de manera horrible con su maquillaje pancromático, las pestañas embadurnadas, el pelo teñido de rubio (estaba en su etapa rubia, estilo Lana Turner, y acababa de abandonar la etapa morena, estilo Hedy Lamarr).

—¡Vaya! —dijo al verme—. El equipo completo. Nunca te había visto de uniforme. ¡Eres clavadito a David Niven!

La ignoramos por completo.

—¿Te preparo un par de huevos, cariño? —preguntó la tía Mame.

—No gracias, sólo café con tostadas. Tendré que ir de agencia en agencia y quiero llegar pronto.

—¿Agencia? —preguntó Gladys arqueando las perfiladas cejas—. Espero que no estéis pensando en contratar a otra criada. Ya deberíais saber que no aguantan. Al menos aquí.

—Tómate el desayuno, Gladys —dijo con altivez la tía Mame—. Esta mañana a Patrick y a mí no nos apetece hablar con vosotros. Creo que ya sabéis por qué.

Gladys se encogió impúdicamente de hombros y se marchó. Apuré lo que me quedaba de café, me puse la gorra de visera y me dirigí hacia la puerta.

—Estaré de vuelta con los papeles de tu emancipación a las cinco. Prometido.

—¡Eres un cielo! —dijo encantada la tía Mame. Luego empezó a preparar una bandeja para Margaret Rose.

* * *

Pasé un día terrible en Nueva York yendo de agencia en agencia, de oficina en oficina y de departamento en departamento. Todo el mundo parecía conocer —al menos de oídas— a la prole de la tía Mame. «Malos solicitantes», dijo una mujer en tono lúgubre. «Sucios mocosos», observó una solterona de la Calle 57. «Un hatajo de sinvergüenzas», me espetó un hombre, de manera totalmente innecesaria. Hasta las cuatro de la tarde no di con la persona adecuada, una anciana curtida, con el pelo cortado al estilo militar y la corbata de su regimiento.

—¡Ah, ellos! —dijo torciendo el gesto—. Sí, habíamos apostado a ver cuánto aguantaría su tía. Estaba al tanto de lo que ocurría por una mujer de la limpieza a la que conozco. Así que, al final, han podido con ella, ¿eh? No me extraña.

—Mi tía ha aguantado mucho —respondí leal.

—Desde luego, hijo, desde luego. En fin, alégrese. Tengo una lista entera de pardillos…, gente a quien no han explotado todavía. Y todos están deseando oír el ruido de las pisadas en sus casas. ¿Se imagina? Tome asiento, mientras hago un par de llamadas. He ganado tanta pasta apostando cinco contra uno lo que resistiría su tía que casi le debo una comisión.

Me senté muy erguido mientras ella hacía una serie de llamadas telefónicas. Al cabo de media hora había colocado al último de los seis niños.

—Bueno —dijo—, eso es todo. ¿Cuánto tardarán en hacer las maletas y estar listos para partir?

—Si me permite usar el teléfono —respondí—, estarán esperando en la puerta dentro de una hora.

—¡Oh, no se moleste! Hay tiempo de sobra.

—No crea —repliqué.

—En fin, ¿qué tal si le envío a una de esas chicas del cuerpo motorizado mañana por la mañana?

—Eso sería maravilloso —dije con lágrimas en los ojos.

Superé el límite de velocidad hasta en el último centímetro del recorrido hasta Long Island. ¡Libres! Libres para siempre de Edmund, Gladys, Enid, Albert, Ginger y Margaret Rose. Se acabaron las tareas domésticas, los gritos, las peleas, los destrozos y el caos.

El coche derrapó en el camino de la Posada lanzando una lluvia de grava. Me apeé de él como si lo único que hubiera rozado mi pierna fuese una bolita de papel y corrí hacia la puerta. Se oían martillazos. «¡Ah! —me dije—, deben de ser obreros reparando los daños».

Un lugareño llegó, todavía martillo en mano, por el camino.

—¡Buenas tardes! —le saludé con cordialidad.

—Buenas tardes, soldado —respondió.

—¿Arreglándolo todo? —pregunté por entablar conversación.

—Ya está herméticamente cerrado —dijo.

—¿Tan pronto? Qué bien.

—No sé, amigo, tal vez a usted le parezca muy bien, pero no creo que la pobre señora que va a tener que quedarse seis semanas encerrada en la casa con esos demonios opine lo mismo.

—Pero ¿qué está diciendo? —pregunté.

—¿Es que no ha visto el cartel que acabo de clavar en la puerta principal?

—¿Cartel? ¿En la puerta principal?

—Será mejor que vaya a echar un vistazo, soldado, y yo que usted no entraría ahí a menos que quiera pasar una larga temporada encerrado en la casa.

Corrí a la puerta principal. Clavado en ella, había un cartel blanco y rojo.

EN CUARENTENA

PROHIBIDO EL PASO

ESCARLATINA

CUALQUIER PERSONA

QUE ENTRE EN LA CASA…

Fue todo lo que leí. Me desmayé en el lecho de lirios del jardín.

X.
EL VERANO DORADO DE TÍA MAME

Los últimos días del personaje inolvidable son tan hermosos como siempre. Sigue en su pulcra casita, rodeada de amigos que la adoran y continúa proporcionando dulzura, luz y la especiosa sabiduría típica de Nueva Inglaterra a cualquiera que desee escucharla. El autor lo llama el dorado verano de su vida, un término muy apropiado. Me recuerda al verano dorado de la tía Mame porque ése es exactamente el modo en que ella lo describió. Y dos semanas de dorado verano con la tía Mame, en su casa y en compañía de sus amigos, fue una experiencia tan rica que cambió el curso de mi vida por completo.

Justo después del Día de la Victoria sobre el Japón, la tía Mame fue a Elizabeth Arden y se hizo un tratamiento completo. Cuando volvió parecía diez años más joven, de no ser por el mechón de pelo blanco auténtico entre sus rizos. Bueno, como mínimo era auténtico el mechón blanco, porque no me habría atrevido a jurar que también lo fuese el cabello moreno que lo rodeaba. Decía que había pasado los cuarenta, aunque tenía más de cincuenta, y no paraba de hablar de la época más fructífera de la femineidad.

—Soy una mujer madura, cariño —dijo, admirando por milésima vez el mechón blanco—. Éstos son mis años más plenos y tengo intención de disfrutarlos. Pienso llevar una vida más tranquila y más recogida en un plano espiritual e intelectual más elevado, para poder ser una buena abuela de los preciosos bebés de cabello rizado que tendréis tú y tu mujer.

Dejé mi cerveza en la mesa.

—¿Los preciosos qué que mi qué y yo vamos a tener?

—Bebés, cariño. Has alcanzado una edad en la que deberías estar pensando en casarte. No irás a decirme que te gustan los chicos, ¿verdad?

—Sólo para echar alguna que otra partidita a los dados —respondí—. Pero tampoco me gustan las chicas…, al menos ninguna en particular. No lo bastante para casarme.

—No te preocupes, cariño. Yo me ocuparé de eso.

—Muy considerado por tu parte.

—Deja que organice mi nuevo estilo de vida y luego empezaré contigo.

La tía Mame tardó muy poco en organizarse. Compró un montón de ropa New Look —«tiene mucha más gracia y dignidad que esas falditas cortas que llevábamos durante la guerra»— y se inscribió en una abrumadora serie de cursos en la Nueva Escuela para el Pensamiento Social, «para poder ofrecer algún estímulo intelectual a los niños». Yo hice una mueca.

Ese otoño conseguí un empleo en una pequeña agencia de publicidad escribiendo anuncios para la estufa eléctrica Itsa–Daisy por ochenta dólares a la semana. La tía Mame opinó que era un salario insuficiente para mantener a mi mujer y los críos, pero al menos era un principio. También me mudé a mi propio apartamento —una habitación con lavabo en University Place— y la tía Mame opinó que era terriblemente insuficiente para mi mujer y los críos, aunque también era un principio. No obstante, a pesar de no vivir ya bajo su techo, la veía más a menudo que si estuviéramos compartiendo la misma cama. Me invitaba a cenar con ella una media de cinco noches por semana, y cada noche la comida consistía en un montón de platos vagamente afrodisíacos, con la palabra Amour escrita encima con una manga pastelera, y en la presencia de una guapa chica soltera escogida por la tía Mame. Mi tía no hablaba más que de bebés y bodas, me servía un montón de champán y
brandy
y luego se escabullía a atender no sé qué misterioso compromiso, dejándome a solas en el sofá con la última candidata al lecho nupcial. Era tan impúdica como la madama de una casa de citas, pero, por un motivo o por otro, ninguna de las chicas acababa de gustarme.

Aquel otoño asistí a una impresionante sucesión de preciosas huríes. Primero fue Vivían, que, según la tía Mame, era un auténtico bombón y había nacido para ser madre —¡Mira esa pelvis!—. No obstante, Vivían no sabía hablar más que de tenis, montar a caballo e ir de pesca, y, en nuestra última cita, se entusiasmó tanto con el
jujitsu
que me tumbó de espaldas y pasé las dos semanas siguientes metido en un corsé y yendo al osteópata.

Luego vino Elaine. Una morena de aspecto oriental que no pensaba más que en la política; la tarde que la cogí de la mano y le pregunté si no quería quedarse a pasar la noche conmigo me miró a los ojos y dijo: «¿Por qué no te presentas por el partido liberal en las próximas elecciones como protesta contra el comité demócrata de Nueva York?». Ese fue el fin de nuestra relación.

Después llegó Carolyn, que no fumaba ni bebía y que trató de convertirme a la Ciencia Cristiana. Helena era inteligente y atractiva, pero tan decidida y eficaz que era como besar a una máquina. Mary y yo nos pusimos muy acaramelados mientras resolvíamos el crucigrama del Saturday Review, pero nuestra relación terminó cuando la besé en un taxi y dijo: «Filósofo hindú de alrededor del 800, ocho letras». Dotty era demasiado enérgica. Fran, demasiado sureña. Isabelle, demasiado mística. En otras palabras, no llegamos a ninguna parte.

La tía Mame estaba indignada.

—La verdad, deberías inyectarte hormonas o ir al psicoanalista, qué sé yo. ¿Qué es lo que te pasa? Te traigo a todas esas chicas tan monas, ¿y qué ocurre? Que las olisqueas como un gato castrado y luego te marchas. ¡Es repugnante!

—Por el amor de Dios, ¿por qué no me dejas en paz? Ya me casaré cuando llegue el momento.

Alrededor de Año Nuevo la tía Mame se cansó de ejercer de casamentera y se fue a tomar el sol a México, donde pasó una larguísima temporada y aprovechó para poner en práctica parte de la psicología que había aprendido en la Nueva Escuela. Me escribió con regularidad y en cada carta incluyó una instantánea o dos de ella con tres de las chicas más exquisitas que había visto en mi vida. Eran unas morenas preciosas, de una belleza y elegancia absolutamente fuera de toda duda. Despertaron mi interés en el acto y empecé a preguntarle a la tía Mame quiénes eran sus amigas. Pero ella evitó responder a mis preguntas y siguió enviándome cartas más o menos vagas llenas de cotilleos y más fotografías de ella y las tres bellezas. Pese a todas mis indagaciones, no conseguí averiguar nada. Ignoró por completo mis preguntas y siguió escribiendo acerca de sí misma.

En abril, cuando ya casi rabiaba de curiosidad, empezó a mencionar otros nombres aparte del suyo: «Margot dice…», «Melissa me contó…», «Miranda y yo…», pero continuó sin desvelar la identidad de las tres bellezas y siguió ignorando mis nada disimuladas y directas preguntas. A esas alturas, sólo me enviaba fotos de las tres bellezas (y su propia sombra) con el epígrafe: «Mis amigas».

En junio, la curiosidad me consumía de tal modo que hice una larga, carísima y casi inaudible llamada a larga distancia a Cuernavaca sólo para averiguar quiénes eran las fieles amigas de la tía Mame. No me sirvió de mucho. Había mucha estática y las operadoras no paraban de interrumpirnos en dialecto de Brooklyn, sureño y español. Acerté a comprender que las tres bellezas eran hermanas y respondían al nombre de Murdock o Medoc, y que la tía Mame no tenía pensado volver a Nueva York. Por fin se cortó la comunicación. A continuación, llegó un largo período de silencio en el que me devolvieron todas las cartas con el equivalente a «Se fue sin dejar dirección» garrapateado en español.

En plena canícula neoyorquina, recibí otra carta de la tía Mame repleta de tópicos como «dormimos con manta todas las noches». El matasellos era de la isla de Maddox, en Maine, y la misiva incluía también una instantánea de las tres bellezas en traje de baño. La tía Mame añadió también, en una vaga posdata, que había alquilado la vieja mansión Maddox a tres encantadoras hermanas, «unas amigas a las que conocí en México el invierno pasado, de las que no sé si te he hablado», y aseguraba que pensaban quedarse allí a pasar «todo el dorado verano». También incluía una especie de displicente invitación a pasar allí las vacaciones.

El caso es que mordí el anzuelo. Pura psicología, no hay duda.

* * *

Llegar a la isla de Maddox no fue tarea fácil. Tuve que coger un avión hasta Bangor; un autobús hasta Eastport; un
ferry
hasta otra isla mayor; un minibús hasta el extremo de dicha isla y luego un bote hasta la isla de Maddox. Cuando la isla apareció en el horizonte me encontraba exhausto, pero el ver a la tía Mame esperándome en el embarcadero me hizo recobrar fuerzas.

Me dio un beso apresurado y formal, metimos mis maletas en una carretilla —en la isla no había coches— y me llevó por un camino polvoriento hasta el pueblo. Habló sin parar, pero siguió mostrándose irritantemente evasiva acerca de las hermanas Maddox.

Por suerte, yo había hecho averiguaciones por mi cuenta: eran tan hermosas que sus fotos aparecían en todas las revistas de papel cuché de América. Descendían de una de esas antiguas familias de sangre azul de Nueva Inglaterra. No sólo eran impecables desde el punto de vista social, sino también desde el intelectual, artístico, creativo, y, como ya he dicho, eran de una belleza deslumbrante. Pero ¿dijo la tía Mame algo acerca de ellas? No. Despachó todas mis preguntas con un «Mmmm» o un «¡Ah, sí!», o bien sin responder nada en absoluto.

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