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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras, Fantástico

La tierra olvidada por el tiempo (13 page)

BOOK: La tierra olvidada por el tiempo
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El cuarto día Lys me dijo que consideraba que estaba preparada para intentar al día siguiente el viaje de regreso, y por eso partí a la caza muy animado, pues estaba ansioso por volver al fuerte y descubrir si Bradley y su partida habían regresado y cuál había sido el resultado de su expedición. También quería tranquilizarlos en cuanto al destino de Lys y el mío, pues sabía que ya debían de darnos por muertos. Era un día nuboso, aunque cálido, como siempre en Caspak. Parecía extraño advertir que sólo a unos kilómetros de distancia el invierno se cernía sobre el océano cubierto de tormentas, y que debía estar nevando alrededor de Caprona. Pero ninguna nieve podía penetrar la húmeda y cálida atmósfera del gran cráter.

Tuvimos que ir más lejos que de costumbre antes de que pudiéramos rodear a una pequeña manada de antílopes, y estaba ayudando a conducirlos cuando vi un hermoso ciervo a unos doscientos metros a mi espalda. Debía haber estado durmiendo entre las altas hierbas, pues lo vi levantarse y mirar a su alrededor con aspecto asustado, y entonces alcé el arma y le disparé. Cayó y corrí hacia él para rematarlo con el largo machete que me había dado uno de los hombres; pero, justo cuando lo alcanzaba, se puso en pie tambaleándose y echó a correr durante otros doscientos metros. Entonces lo volví a tumbar. Una vez más repetí la operación antes de poder alcanzarlo y cortarle la garganta.

Entonces busqué a mis compañeros, ya que quería que vinieran y se llevaran la carne a casa. Pero no pude ver a ninguno. Llamé unas cuantas veces y esperé, pero no hubo respuesta y no vino nadie. Por fin, disgustado, corté toda la carne que pude llevar, y me puse en camino en dirección a los acantilados. Debí recorrer más de un kilómetro antes de comprender la verdad: estaba perdido, desesperanzadamente perdido.

Todo el cielo estaba cubierto de densas nubes, y no había ningún lugar reconocible con el que pudiera orientarme. Continué en la dirección que consideraba el sur pero que ahora imagino debía ser el norte, sin detectar ni un solo objeto familiar. En un tupido bosque de repente me topé con algo que al principio me llenó de esperanza y después de la más profunda desesperación.

Era un montículo de tierra fresca moteado de flores resecas ya, y en un extremo había una losa plana de piedra arenisca clavada en el suelo. Era una tumba, y eso significaba que había por fin encontrado un país habitado por seres humanos. Los encontraría, ellos me indicarían el camino de los acantilados, tal vez me acompañarían y nos acogerían en su seno… el seno de hombres y mujeres como nosotros. Mis esperanzas y mi imaginación corrieron desbocados en los pocos metros que recorrí hasta alcanzar aquella tumba solitaria, antes de leer los burdos caracteres tallados en la sencilla lápida. Esto es lo que leí:


AQUÍ YACE JOHN TIPPET, INGLÉS

MUERTO POR UN TIRANOSAURIO

10 DE SEPTIEMBRE DE 1916 D.C.

R.I.P.

¡Tippet! Parecía increíble. ¡Tippet de cuerpo yaciente en este oscuro bosque! ¡Tippet muerto! Había sido un buen hombre, pero la pérdida personal no fue lo que me afectó. Fue el hecho de que esta silenciosa tumba presentaba la prueba de que Bradley había llegado hasta aquí con su expedición y que también él estaba probablemente perdido, pues no era nuestra intención que estuviese fuera tanto tiempo. Si me había topado con la tumba de un miembro de la partida, ¿había algún motivo para no creer que los huesos de los otros yacían esparcidos en algún lugar cercano?

Capítulo IX

M
ientras contemplaba aquel triste y solitario montículo, abatido por las más tristes reflexiones y premoniciones, me agarraron de pronto por detrás y me lanzaron a tierra. Mientras caía, un cuerpo caliente cayó encima de mí, y unas manos me agarraron por los brazos y las piernas. Cuando pude mirar, vi unos dedos gigantescos que me sujetaban, mientras que otros me registraban. Se trataba de un nuevo tipo de hombre, un tipo superior a la tribu primitiva que acababa de abandonar. Eran más altos, también, con cráneos mejor formados y rostros más inteligentes. Tenían menos características simiescas en sus rasgos, y también menos negroides. Llevaban armas, lanzas con punta de piedra, cuchillos de piedra, y hachas… y llevaban adornos y una especie de taparrabos; los primeros hechos de plumas prendidas en el pelo y el taparrabos hecho de una sola piel de serpiente con cabeza y todo que colgaba hasta sus rodillas.

Naturalmente no advertí todos esos detalles en el momento de mi captura, pues estaba ocupado con otros asuntos. Tres de los guerreros estaban sentados encima de mí, tratando de retenerme a base de fuerza bruta, y tenían las manos llenas, puedo asegurarlo. No me gusta parecer vanidoso, pero bien puedo admitir que estoy orgulloso de mi fuerza y la ciencia que he adquirido y desarrollado para cultivarla: siempre he estado orgulloso de eso y de mi habilidad como jinete. Y ahora, ese día, todas las largas horas que había dedicado al cuidadoso estudio, la práctica y el entrenamiento me dieron en dos o tres minutos un reembolso pleno de mi inversión. Los californianos, por regla general, estamos familiarizados con el jiu-jitsu, y yo en concreto lo había estudiado durante varios años, tanto en la universidad como en el Club Atlético de Los Ángeles, y además había tenido recientemente como empleado a un japonés que era una maravilla en ese arte. Tardé unos treinta segundos en romperle el codo a uno de mis atacantes, en derribar a otro y mandarlo dando tumbos contra sus compañeros, y en lanzar al tercero por encima de mi cabeza de una forma que se rompió el cuello al caer.

En el momento en que los demás miembros del grupo se quedaron mudos e inactivos por la sorpresa, eché mano a mi rifle (que, descuidadamente, llevaba a la espalda), y cuando atacaron, como sabía que iban a hacer, le metí una bala en la frente a uno de ellos. Esto los detuvo a todos temporalmente… no la muerte de su compañero, sino la detonación del rifle, la primera que habían oído en su vida. Antes de que estuvieran preparados para volver a atacarme, uno de ellos dio una orden a los demás, y en un lenguaje similar pero más complicado que el de la tribu del sur, igual que el de estos era más completo que el de Ahm. Les ordenó que retrocedieran y entonces él avanzó y se dirigió a mí.

Me preguntó quién era, de donde venía y cuáles eran mis intenciones. Repliqué que era extranjero en Caspak, que estaba perdido y que mi único deseo era encontrar el camino de vuelta con mis compañeros. El me preguntó dónde estaban y yo le dije que hacia el sur, usando la frase caspakiana que, literalmente, quería decir «hacia el principio». La sorpresa se reflejó en su cara antes de que la expresara con palabras.

—No hay galus allí -dijo.

—Te digo que soy de otro país -repuse, enfadado-, lejos de Caspak, mucho más allá de los grandes acantilados. No sé quiénes pueden ser los galus; nunca los he visto. Nunca he estado más al norte que aquí. Miradme… mira mis ropas y mis armas. ¿Has visto alguna vez a un galu o a cualquier otra criatura en Caspak que posea estas cosas?

Él tuvo que admitir que no, y también que estaba muy interesado en mí, mi rifle y en la forma en que me había deshecho de sus tres guerreros. Finalmente medio se convenció de que le estaba diciendo la verdad y se ofreció a ayudarme si le enseñaba cómo había arrojado al hombre por encima de mi cabeza y le regalaba la «lanza-ruido», como la llamaba. Me negué a darle mi rifle, pero prometí enseñarle el truco que deseaba aprender si me guiaba en la dirección correcta. Él me dijo que así lo haría mañana, que ahora era demasiado tarde y que bien podía ir a su aldea y pasar la noche con ellos. No me gustó perder tanto tiempo, pero el tipo era obstinado, y acabé por acompañarlos. Los dos hombres muertos quedaron donde habían caído, sin que les dirigieran una segunda mirada: así de poco vale la vida en Caspak.

Este pueblo también era cavernícola, pero sus cuevas mostraban el resultado de una inteligencia superior que los acercaba un paso más al hombre civilizado que a la tribu más próxima «hacia el principio». El interior de las cavernas estaba despejado de basura, aunque distaba mucho de estar limpio, y tenían jergones de hierba seca cubierta con pieles de leopardos, linces y osos, mientras que ante las entradas había barreras de piedra y pequeños y rudos hornos de piedra circulares. Las paredes de la cueva a la que me dirigieron estaban cubiertas de dibujos. Vi los contornos de un gigantesco ciervo rojo, de mamuts, tigres y otras bestias. Aquí, como en la última tribu, no había niños ni ancianos.

Los hombres de esta tribu tenían dos nombres, o más bien nombres de dos sílabas; mientras que en la tribu de Tsa las palabras eran monosilábicas, con la excepción de unas pocas como atis y galus. El nombre del jefe era To-jo, y su familia consistía en siete hembras y él mismo. Las mujeres eran mucho más agraciadas, o al menos no tan horribles como las del pueblo de Tsa. Una de ellas era incluso bella, al tener menos pelo y tener una piel bastante más bonita, con buen color.

Todos estaban muy interesados en mí y examinaron con cuidado mis ropas y mi equipo, tocando y palpando y oliendo cada artículo. Aprendí de ellos que su pueblo era conocido como los band-lu, u hombres-lanza; la raza de Tsa eran los sto-lu, u hombres-hacha. Bajo esta escala de la evolución venían los bo-lu, u hombres-maza, y luego los alus, que no tenían armas ni lenguaje. En esa palabra reconocí lo que me pareció el más notable descubrimiento que había hecho en Caprona, pues a menos que fuera mera coincidencia, me había encontrado con una palabra que había sido transmitida desde el principio del lenguaje hablado sobre la tierra, transmitida durante millones de años, quizás, con pocos cambios. Era el único hilo que quedaba del antiguo ovillo de una cultura que había sido tejida cuando Caprona era una feroz montaña en una masa de tierra rebosante de vida. Enlazaba el insondable entonces con el eterno ahora. Y sin embargo puede que fuera pura coincidencia: mi juicio me dice que es coincidencia que en Caspak el término para el hombre sin habla sea alus, y en el mundo exterior de nuestro tiempo sea alalus.

La mujer bonita de la que he hablado se llamaba So-ta, y se interesó tan vivamente por mí que To-jo acabó por poner objeciones a sus atenciones, recalcando su incomodidad golpeándola y empujándola a patadas hasta un rincón de la caverna. Salté entre ellos mientras todavía la estaba dando de patadas y, tras hacerle una rápida llave, lo arrastré gritando de dolor fuera de la cueva. Allí le hice prometer que no volvería a hacerle daño, so pena de un castigo peor. So-ta me dirigió una mirada de agradecimiento, pero To-jo y el resto de sus mujeres se mostraron hoscos y amenazantes.

Más tarde, So-ta me confesó que pronto iba a dejar la tribu.

—Sota pronto va a ser kro-lu -dijo con un susurro.

Le pregunté qué era eso, y ella trató de explicarlo, pero todavía no sé si la comprendí. Por sus gestos deduje que los kro-lus eran un pueblo armado con arcos y flechas, tenían utensilios donde cocinar su comida y algún tipo de chozas donde vivían, y eran acompañados por animales. Todo era muy fragmentario y vago, pero la idea parecía ser que los kro-lus eran un pueblo más avanzado que los band-lus. Reflexioné durante largo rato sobre todo lo que había oído, antes de que el sueño me reclamara. Traté de encontrar alguna conexión entre estas diversas razas que explicara la esperanza universal que todos ellos albergaban de que algún día se convertirían en galus. So-ta me había dado una sugerencia, pero la idea resultante era tan extraña que apenas podía creerla; sin embargo, coincidía con la esperanza expresada por Ahm, con los diversos pasos en la evolución que había advertido en las diferentes tribus que había encontrado y con la gama de tipos representada en cada tribu. Por ejemplo, entre los band-lu había tipos como So-ta, que me parecían los más altos en la escala de la evolución, y To-jo, que estaba un poco más cerca del mono, mientras que había otros que tenían narices chatas, rostros protuberantes y cuerpos más peludos. La cuestión me exasperaba. Probablemente en el mundo exterior la respuesta está encerrada al pie de la Esfinge. ¿Quién sabe? Yo no.

Con los pensamientos de un lunático o un adicto al opio, me quedé dormido. Y cuando desperté, descubrí que mis manos y mis pies estaban amarrados y me habían quitado las armas. No sé cómo lo hicieron sin despertarme. Fue humillante, pero cierto. To-jo se alzó sobre mí. Las primeras luces de la mañana se filtraban tenuemente en la caverna.

—Dime -ordenó-, cómo lanzar a un hombre por encima de mi cabeza y romperle el cuello, pues voy a matarte, y quiero saberlo antes de que mueras.

De todas las declaraciones ingenuas que he oído jamás, ésta fue la gota que colmó el vaso. Me pareció tan graciosa que, incluso ante la perspectiva de la muerte, solté una carcajada. La muerte, he de recalcar aquí, había perdido gran parte de su fascinación para mí. Me había vuelto discípulo de la filosofía de Lys sobre la falta de valor de la vida humana. Advertí que ella tenía razón, que no éramos más que figuras cómicas que saltaban de la cuna a la tumba, sin ningún interés para otra criatura que no seamos nosotros mismos y nuestros pocos íntimos.

Tras To-jo se encontraba So-ta. Alzó una mano con la palma hacia mí, el equivalente caspakiano de una negación con la cabeza.

—Déjame pensarlo -repliqué, y To-jo dijo que esperaría hasta la noche.

Me dio un día para pensarlo, y luego se marchó, junto con las mujeres. Los hombres se fueron a cazar, y las mujeres, como más tarde supe por So-ta, se encaminaron hacia la charca cálida donde sumergieron sus cuerpos, como hacían las ellas de los sto-lu. «Ata», explicó So-ta cuando le pregunté por el propósito de este rito matutino; pero eso fue más tarde.

Debía llevar allí atado dos o tres horas cuando por fin So-ta entró en la cueva. Llevaba un afilado cuchillo. El mío, de hecho, y con él cortó mis ligaduras.

—¡Vamos! -dijo-. So-ta te acompañará para volver con los galus. Es hora de que So-ta deje a los band-lu. Juntos iremos a los kro-lu, y después a los galus. To-jo te matará esta noche. Matará a So-ta si se entera de que So-ta te ayudó. Iremos juntos.

—Iré contigo a los kro-lu -repliqué-, pero luego debo regresar con mi gente «hacia el principio».

—No puedes regresar. Está prohibido. Has llegado hasta aquí… no hay regreso.

—Pero debo regresar -insistí-. Mi gente está allí. Debo regresar y guiarlos en esta dirección.

Ella insistió y yo insistí, pero por fin llegamos aun compromiso. Yo la escoltaría hasta el país de los kro-lu y luego volvería a por mi gente y los guiaría al norte, hacia una tierra donde los peligros eran menores y la gente menos asesina. So-ta me trajo todas las pertenencias que me habían quitado: el rifle, las municiones, el cuchillo y el termo, y luego descendimos mano sobre mano el acantilado y nos dirigimos al norte.

BOOK: La tierra olvidada por el tiempo
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